Estos santos, aunque parecen inalcanzables, revelan en sus testimonios espirituales la sencillez de su oración y su humanidad.
San Agustín, en sus “Confesiones”, nos muestra su lucha interna y su conversión continua, un proceso de transformación y redención constante, apoyado en la oración humilde y confiada.
Teresa de Ávila destaca la simplicidad y humildad en la oración, conversando con Dios con la naturalidad y la sencillez de un amigo cercano.
Teresa de Lisieux, con su “caminito” de infancia espiritual, nos enseña la importancia de la confianza total en la bondad de Dios, que perdona nuestras imperfecciones siempre.
Tomás de Aquino, a través de sus profundas oraciones personales, nos recuerda la centralidad de la humildad y la dependencia y confianza en la misericordia divina.
“El viaje en Dios” es una invitación a contemplar la relación entre la fragilidad humana y la gracia divina. Nos enseña que la búsqueda de Dios es un camino continuo de conversión, humildad y confianza basado en la oración.
No nos desanimemos por nuestras imperfecciones. La oración no requiere complejidad, sino sinceridad y sencillez. A través de esta relación honesta con Dios, podemos encontrar paz interior y verdadera santidad.
“El viaje en Dios” muestra el testimonio poderoso de confianza, lucha y redención de personas normales que alcanzaron la santidad por medio de la oración. Una llamada al encuentro personal con Cristo en medio de la vida cotidiana.
DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN
APUNTES SOBRE LA ORACIÓN
El viaje en Dios
Santos y pecadores en oración
POR PAUL MURRAY, op
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS MADRID • 2024
Título original: Praying with Saints and Sinners
Traducido del original inglés por Cristina Gahan
Textos bíblicos tomados de Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española.
Damos las gracias a la Fundación Terzo Piastro por su contribución a la publicación de los volúmenes.
© Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo - Libreria Editrice Vaticana, 2024
00120 Ciudad del Vaticano
© de esta edición: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024
Manuel Uribe, 4. 28033 Madrid
www.bac-editorial.es
Depósito legal: M-7677-2024
ISBN: 978-84-220-2332-6
Preimpresión: M.ª Teresa Millán Fernández
Impresión: Anebri, S.A., Pinto (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño de cubierta: BAC
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)
A mi hermano
Myles
ÍNDICE GENERAL
Nota del editor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
Introducción del Santo Padre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XIII
EL VIAJE EN DIOS
Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
Capítulo I. Agustín de Hipona en oración. . . . . . 7
1. El descubrimiento de los salmos. . . . . . . . . . . 9
2. Una voz de ánimo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
3. La conversión continua de Agustín. . . . . . . . . 16
Capítulo II. Teresa de Ávila en Oración. . . . . . . . . 21
1. Un retrato de la santa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
2. Un método humilde de oración para mentes rebeldes. . . . . . . . . . . 24
3. Recuperando el tiempo perdido. . . . . . . . . . . . 26
Capítulo III. Tomás de Aquino en oración. . . . . . . . 33
1. Un teólogo de rodillas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
2. Orar desde la necesidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
3. Rezar con confianza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
Capítulo IV. Santa Teresa de Lisieux en oración. . 43
1. Una vida oculta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
2. «Pequeña doctrina» de Teresa. . . . . . . . . . . . . 46
3. La oración en la práctica. . . . . . . . . . . . . . . . . . 52
Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.
Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025.
Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».
La oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar palabras para expresar este misterio. ¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los maestros de espiritualidad, así como de las reflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre y sólo en la sencillez de quienes la viven. Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).
El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta.
¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.
Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral. Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.
Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa.
Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación.
Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón.
Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.
Los santos cuyos escritos sobre la oración y meditación se exploran en este libro están entre los más célebres de la gran tradición espiritual. Conocen a fondo la luz y el fuego de que hablan. Página tras página en sus escritos alcanzan niveles extraordinarios de clarividencia y comprensión. El enfoque principal de este trabajo no es, sin embargo, sobre los estados y las etapas más elevadas de la oración contemplativa. El objetivo es algo inmensamente más modesto, en concreto, descubrir qué ayuda nos pueden ofrecer los grandes santos a todos los que anhelamos progresar en nuestra vida de oración, pero nos encontramos continuamente desviados de nuestro propósito, nuestros tímidos esfuerzos eclipsados quizás en gran medida por la debilidad humana.
Una de las cosas que descubrimos en las historias de los santos cristianos, y es una paradoja llamativa, es que aprenden a orar, al menos en parte, del testimonio de cierto número de pecadores célebres. Por tanto, en el segundo modo de Los nueve modos de orar de santo Domingo, por ejemplo, somos testigos del santo que repite humildemente la oración del publicano: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador», del Evangelio de san Lucas
De la misma manera, santa Teresa de Ávila, al hablar de aquellos que alcanzan la séptima morada en El castillo interior, anota que nunca pierden el contacto con el espíritu humilde del publicano. Abrumados por el resplandor y la majestuosidad de Dios y por la idea de su propia debilidad humana, «andan muchas veces, que no osan alzar los ojos, como el publicano»
Según nos informa san Lucas en el Evangelio, fue el
publicano, no el fariseo, quién «bajó a su casa justificado» (Lc 18,13-14). ¿Asumimos, entonces, que cuando se
marchó, ignoraba completamente el éxito de su oración?
En cuanto a esta cuestión, con sarcasmo y buen humor,
el dominico Vincent McNabb comenta: «El publicano
no sabía que estaba justificado. Si le hubieras preguntado, “¿sabes orar?”, habría contestado, “no, no sé orar”.
Estaba pensando en preguntarle al fariseo. Él parece saberlo todo al respecto. Lo único que podría decir yo, es que he sido un pecador. Mi pasado es tan atroz. No puedo imaginarme rezando. Se me da mejor robar»
Ninguna oración de un pecador en el Nuevo Testamento tiene mayor impacto que la súplica completamente conmovedora del buen ladrón en el monte Calvario: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). La respuesta de Jesús es tan veloz, tan inesperada, que debió atravesar al hombre con una esperanza salvaje, maravillosa: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). En la gran tradición espiritual, se pueden encontrar muchas oraciones similares a esta plegaria atrevida hecha por el buen ladrón, oraciones nacidas de la necesidad y la desesperación pero que, sin darse cuenta, los autores —los pecadores y «ladrones» de este mundo— capturan y roban el corazón de Jesucristo.
De todos los ejemplos que he leído a lo largo de los años sobre pecadores en oración, el más llamativo está compuesto por un monje anónimo de la iglesia primitiva. Es una oración humilde, desnuda, una oración que sin duda se podría describir como desesperación, pero, a la vez, está llena de esperanza en la misericordia de Dios. Y es tan cándida, tan atrevida, tan conmovedoramente honesta, que siempre me hace sonreír al leerla.
La súplica franca y urgente de la oración es tan intensa y viva ahora como lo era entonces, hace siglos, cuando fue compuesta.
Señor, lo quiera o no, sálvame. Barro como soy, tiendo al pecado; pero tú, que eres un Dios poderoso, impídemelo. Si solo tienes piedad del justo, esto no tiene nada de grande, y que salves al puro no tiene nada de sorprendente, pues ellos son dignos de recibir piedad. Maestro, envía tus misericordias admirables hacia mí que soy indigno, y en esto mostrarás tu filantropía .
Los cuatro capítulos de este librito se centran en el trabajo de cuatro santos, dos hombres y dos mujeres
Los cuatro son tremendamente venerados dentro de la Tradición, todos renombrados y reconocidos doctores de la Iglesia. Sus escritos son extraordinarios porque contienen la revelación de haber alcanzado un nivel pleno de intimidad divina y amistad con Dios. Pero no es menos extraordinario la llamativa humildad y pobreza de espíritu con la que estos santos acuden a Dios de manera espontánea para pedir ayuda. A menudo los encontramos en oración alzando la voz con la urgencia del anhelo y la esperanza humilde e iluminada de pecadores como el buen ladrón y el publicano.
Los santos, enseguida se percibe claramente, son humanos como nosotros. Por eso pueden aportar inmenso ánimo y compasión a los que seguimos luchando contra la debilidad. Sin embargo, es imposible pasar por alto el todavía constante y llamativo desafío a nuestra mediocridad que supone la santidad tan extraordinaria de sus vidas. En su audaz entrega a Dios, colmada de oraciones, han permitido que sus vidas sean transformadas por la gracia; y que el esplendor, la fortaleza, el poder, y la belleza de Cristo, brille a través de su debilidad humana.
Capítulo I
AGUSTÍN DE HIPONA EN ORACIÓN
Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y compadécete y sáname; tú, a cuyos ojos estoy hecho un problema
Capítulo III
TOMÁS DE AQUINO EN ORACIÓN
A ti, oh Dios, fuente de misericordia, me acerco yo como pecador
1. Un teólogo de rodillas
Más conocido por sus exploraciones profundas y rigurosas en los campos de la filosofía y la teología, el claro objetivo de santo Tomás de Aquino como fraile predicador era atraer a los demás a Cristo haciendo todo lo que estaba en sus manos para comunicar la sabiduría salvífica del Evangelio. De ninguna manera deseaba atraer atención hacia su persona. Por esto mismo, en sus obras, evitaba meticulosamente el uso de la palabra «yo». No obstante, en los textos que han perdurado de santo Tomás en oración, detectamos que la palabra «yo» surge de sus labios de manera natural. Al leer estas oraciones, estas Piae preces, estamos escuchando, o más bien escuchando de manera inadvertida, a su oración privada, la voz personal e individual de un santo en oración, un privilegio nada despreciable.
A ti, oh Dios, fuente de misericordia, me acerco yo como pecador, para que os dignéis lavar mis manchas.
Siempre he deseado ser una santa; pero, ¡ay!, siempre he constatado, cuando me he comparado con los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena hollado bajo los pies de los caminantes; pero en vez de desanimarme, me he dicho: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; puedo, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; agrandarme, es imposible; debo soportarme tal como soy con todas mis imperfecciones […].
Estaba pensando en preguntarle al fariseo. Él parece saberlo todo al respecto. Lo único que podría decir yo, es que he sido un pecador. Mi pasado es tan atroz. No puedo imaginarme rezando. Se me da mejor robar»
Ninguna oración de un pecador en el Nuevo Testamento tiene mayor impacto que la súplica completamente conmovedora del buen ladrón en el monte Calvario: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). La respuesta de Jesús es tan veloz, tan inesperada, que debió atravesar al hombre con una esperanza salvaje, maravillosa: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). En la gran tradición espiritual, se pueden encontrar muchas oraciones similares a esta plegaria atrevida hecha por el buen ladrón, oraciones nacidas de la necesidad y la desesperación pero que, sin darse cuenta, los autores —los pecadores y «ladrones» de este mundo— capturan y roban el corazón de Jesucristo.
De todos los ejemplos que he leído a lo largo de los años sobre pecadores en oración, el más llamativo está compuesto por un monje anónimo de la iglesia primitiva. Es una oración humilde, desnuda, una oración que sin duda se podría describir como desesperación, pero, a la vez, está llena de esperanza en la misericordia de Dios. Y es tan cándida, tan atrevida, tan conmovedoramente honesta, que siempre me hace sonreír al leerla.
La súplica franca y urgente de la oración es tan intensa y viva ahora como lo era entonces, hace siglos, cuando fue compuesta.
Señor, lo quiera o no, sálvame. Barro como soy, tiendo al pecado; pero tú, que eres un Dios poderoso, impídemelo. Si solo tienes piedad del justo, esto no tiene nada de grande, y que salves al puro no tiene nada de sorprendente, pues ellos son dignos de recibir piedad. Maestro, envía tus misericordias admirables hacia mí que soy indigno, y en esto mostrarás tu filantropía .
Los cuatro capítulos de este librito se centran en el trabajo de cuatro santos, dos hombres y dos mujeres
Los cuatro son tremendamente venerados dentro de la Tradición, todos renombrados y reconocidos doctores de la Iglesia. Sus escritos son extraordinarios porque contienen la revelación de haber alcanzado un nivel pleno de intimidad divina y amistad con Dios. Pero no es menos extraordinario la llamativa humildad y pobreza de espíritu con la que estos santos acuden a Dios de manera espontánea para pedir ayuda. A menudo los encontramos en oración alzando la voz con la urgencia del anhelo y la esperanza humilde e iluminada de pecadores como el buen ladrón y el publicano.
Los santos, enseguida se percibe claramente, son humanos como nosotros. Por eso pueden aportar inmenso ánimo y compasión a los que seguimos luchando contra la debilidad. Sin embargo, es imposible pasar por alto el todavía constante y llamativo desafío a nuestra mediocridad que supone la santidad tan extraordinaria de sus vidas. En su audaz entrega a Dios, colmada de oraciones, han permitido que sus vidas sean transformadas por la gracia; y que el esplendor, la fortaleza, el poder, y la belleza de Cristo, brille a través de su debilidad humana.
AGUSTÍN DE HIPONA EN ORACIÓN
Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y compadécete y sáname; tú, a cuyos ojos estoy hecho un problema
«Yo soy muy aficionada a san Agustín», escribe Teresa de Ávila en el Libro de la vida. La razón —la razón
principal— que ofrece para justificar esta devoción es
«por haber sido pecador»
. Es una declaración bastante
asombrosa, pero Teresa procede de inmediato a explicar:
«Hayaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el señor perdonado, podía hacer a mí»
Las Confesiones, la obra más célebre de Agustín, revela con una franqueza implacable la naturaleza de la debilidad, el pecado, que plagaba al santo cuando era joven: «Del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que obscurecían y ofuscaban mi corazón hasta no discernir la serenidad de la dirección de la tenebrosidad de la libídine. Uno y otro abrasaban y arrastraban mi flaca edad por lo abrupto de mis apetitos y me sumergían en un mar de torpezas»
Aunque Agustín anhelaba liberarse de esta obsesión sexual, aun así, solo la idea de privarse del placer feroz, la lujuria del que era preso, le daba pavor. Con una sinceridad abrasadora, acude a Dios y exclama: «Tú, Señor, me trastocabas a mí mismo […] y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio […]. Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: “Dame la castidad y continencia, pero no ahora”, pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir»
Hasta el mismo momento de su conversión, Agustín se encuentra en un tumulto de indecisión: «Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía […] llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme»
Entonces, unos momentos más tarde, desde una casa cercana, Agustín escucha «una voz, como de niño o niña» repitiendo un canto sencillo: «Toma y lee, toma y lee». Decide interpretar el canto como una llamada divina y coge su «libro de la Escritura». El primer pasaje en el que posa su mirada lo golpea como un rayo: «No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos» (Rom 13,13)
De repente, Agustín es atravesado por la gracia, su mente liberada de toda duda, su corazón inundado por una nueva y radiante «luz de seguridad»
Las Confesiones, compuesta entre 397 y 401, es una única obra que consta de trece libros. El título se refiere tanto a una confesión de pecados como a la confesión de alabanza, una declaración de confianza y fe en el Dios vivo. Nunca antes en la historia había aparecido ninguna obra de esta índole. Deja al descubierto el corazón interior de un hombre en particular en su búsqueda de Dios, pero no es meramente una obra autobiográfica.
De hecho, desde la primera página hasta la última, es más bien una meditación dirigida directamente a Dios. ¿Cómo hemos de explicar este fenómeno? ¿A qué debemos esta nueva forma dinámica de biografía personal salpicada tan inusitadamente, tan inesperadamente, de oraciones?
1. El descubrimiento de los salmos
Cómo me inflamaba en ti con ellos [salmos] y me encendía
Las Confesiones, la obra más célebre de Agustín, revela con una franqueza implacable la naturaleza de la debilidad, el pecado, que plagaba al santo cuando era joven: «Del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que obscurecían y ofuscaban mi corazón hasta no discernir la serenidad de la dirección de la tenebrosidad de la libídine. Uno y otro abrasaban y arrastraban mi flaca edad por lo abrupto de mis apetitos y me sumergían en un mar de torpezas»
Aunque Agustín anhelaba liberarse de esta obsesión sexual, aun así, solo la idea de privarse del placer feroz, la lujuria del que era preso, le daba pavor. Con una sinceridad abrasadora, acude a Dios y exclama: «Tú, Señor, me trastocabas a mí mismo […] y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio […]. Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: “Dame la castidad y continencia, pero no ahora”, pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir»
Hasta el mismo momento de su conversión, Agustín se encuentra en un tumulto de indecisión: «Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía […] llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme»
Entonces, unos momentos más tarde, desde una casa cercana, Agustín escucha «una voz, como de niño o niña» repitiendo un canto sencillo: «Toma y lee, toma y lee». Decide interpretar el canto como una llamada divina y coge su «libro de la Escritura». El primer pasaje en el que posa su mirada lo golpea como un rayo: «No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos» (Rom 13,13)
De repente, Agustín es atravesado por la gracia, su mente liberada de toda duda, su corazón inundado por una nueva y radiante «luz de seguridad»
Las Confesiones, compuesta entre 397 y 401, es una única obra que consta de trece libros. El título se refiere tanto a una confesión de pecados como a la confesión de alabanza, una declaración de confianza y fe en el Dios vivo. Nunca antes en la historia había aparecido ninguna obra de esta índole. Deja al descubierto el corazón interior de un hombre en particular en su búsqueda de Dios, pero no es meramente una obra autobiográfica.
De hecho, desde la primera página hasta la última, es más bien una meditación dirigida directamente a Dios. ¿Cómo hemos de explicar este fenómeno? ¿A qué debemos esta nueva forma dinámica de biografía personal salpicada tan inusitadamente, tan inesperadamente, de oraciones?
1. El descubrimiento de los salmos
Cómo me inflamaba en ti con ellos [salmos] y me encendía
Los salmos impactaron a Agustín por primera vez
cuando se encontraba en Cassiciacum. Un salmo en particular, Salmo 4, captó la atención del joven converso. La oración comienza: «Escúchame cuando te invoco,
Dios de mi justicia […] ten piedad de mí y escucha mi
oración». Al leer estas palabras ante la presencia de Dios,
Agustín fue profundamente sacudido: «Me horroricé de
temor y a la vez me enardecí de esperanza y gozo en tu
misericordia, ¡oh Padre!». A partir de entonces, Agustín se convirtió en un lector apasionado de los salmos,
y por esa razón se encuentran citadas una y otra vez en
las Confesiones: «¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me encendía
en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo
entero».
Con el paso del tiempo, este deseo tomó la forma de un comentario extraordinario de los salmos, las Enarraciones. Agustín trabajó en la exégesis durante casi treinta años. Es su obra más extensa y completa con creces. Al igual que las Confesiones, contiene muchas oraciones memorables de Agustín. Pero contiene también un tesoro de sabiduría que no se encuentra en las Confesiones, en concreto, una serie de enseñanzas profundas sobre el rezo casi sin parangón en la tradición. Agustín, impactado por una frase breve de Salmo 50: «Enseñaré a los malvados tus caminos», exclama de inmediato: «Yo, malvado, enseñaré a los malvados, sí, yo que también fui malvado, y que ahora ya no lo soy».
De innumerables maneras, Agustín vio su propia vida reflejada en los salmos e incitaba a los demás para que hicieran el mismo descubrimiento. Ante una reflexión del Salmo 123, por ejemplo, escribió: «Oíd como si os oyeseis a vosotros mismos, oíd como si os contemplaseis en el espejo de las Escrituras».
El modo intenso y agitado que tienen los salmos de pasar de un nivel de discurso a otro y la forma que tienen de dotar de nombres y explorar los temores humanos, las alegrías, las lamentaciones y ansias, encontró un eco fuerte e inmediato en el alma del joven Agustín. Tras volcarse en un salmo tras otro, empezó a sentirse reconocido, interpretado, comprendido. Es más, descubrió que leer los salmos, orar los salmos, era transformador, no solo porque elevaba su mente a nuevos niveles de entendimiento, sino que también curaba algunas de las heridas más profundas de su corazón. Por eso, en su comentario del Salmo 30, ofrece el siguiente consejo: «Si el salmo ora, orad; si el salmo gime, gemid; si se congratula, alegraos; si espera, esperad; si teme, temed. Porque todo lo que aquí está escrito es como un espejo para nosotros».
Agustín estaba convencido de que la voz que escuchamos en los salmos no es solo la del salmista; también, en ocasiones, es la de Jesucristo: «Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros en cuanto cabeza nuestra, y nosotros oramos a él como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, también en él nuestras propias voces y la suya en nosotros». Los salmos, de manera progresiva, deben impactarnos en todos los niveles de nuestro ser. Agustín declara: «No cante tu voz únicamente las alabanzas de Dios, sino que tus obras concuerden con ella», de nuevo, de igual modo, comenta: «¿Quieres que sea grata la alabanza a tu Dios? No interrumpan las malas costumbres tus buenos cánticos».
2. Una voz de ánimo
Sea tu médico, el que asumió tus heridas por ti
Con el paso del tiempo, este deseo tomó la forma de un comentario extraordinario de los salmos, las Enarraciones. Agustín trabajó en la exégesis durante casi treinta años. Es su obra más extensa y completa con creces. Al igual que las Confesiones, contiene muchas oraciones memorables de Agustín. Pero contiene también un tesoro de sabiduría que no se encuentra en las Confesiones, en concreto, una serie de enseñanzas profundas sobre el rezo casi sin parangón en la tradición. Agustín, impactado por una frase breve de Salmo 50: «Enseñaré a los malvados tus caminos», exclama de inmediato: «Yo, malvado, enseñaré a los malvados, sí, yo que también fui malvado, y que ahora ya no lo soy».
De innumerables maneras, Agustín vio su propia vida reflejada en los salmos e incitaba a los demás para que hicieran el mismo descubrimiento. Ante una reflexión del Salmo 123, por ejemplo, escribió: «Oíd como si os oyeseis a vosotros mismos, oíd como si os contemplaseis en el espejo de las Escrituras».
El modo intenso y agitado que tienen los salmos de pasar de un nivel de discurso a otro y la forma que tienen de dotar de nombres y explorar los temores humanos, las alegrías, las lamentaciones y ansias, encontró un eco fuerte e inmediato en el alma del joven Agustín. Tras volcarse en un salmo tras otro, empezó a sentirse reconocido, interpretado, comprendido. Es más, descubrió que leer los salmos, orar los salmos, era transformador, no solo porque elevaba su mente a nuevos niveles de entendimiento, sino que también curaba algunas de las heridas más profundas de su corazón. Por eso, en su comentario del Salmo 30, ofrece el siguiente consejo: «Si el salmo ora, orad; si el salmo gime, gemid; si se congratula, alegraos; si espera, esperad; si teme, temed. Porque todo lo que aquí está escrito es como un espejo para nosotros».
Agustín estaba convencido de que la voz que escuchamos en los salmos no es solo la del salmista; también, en ocasiones, es la de Jesucristo: «Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros en cuanto cabeza nuestra, y nosotros oramos a él como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, también en él nuestras propias voces y la suya en nosotros». Los salmos, de manera progresiva, deben impactarnos en todos los niveles de nuestro ser. Agustín declara: «No cante tu voz únicamente las alabanzas de Dios, sino que tus obras concuerden con ella», de nuevo, de igual modo, comenta: «¿Quieres que sea grata la alabanza a tu Dios? No interrumpan las malas costumbres tus buenos cánticos».
2. Una voz de ánimo
Sea tu médico, el que asumió tus heridas por ti
A menudo la carga de culpabilidad que sienten los
pecadores es tan pesada que creen que será imposible
que Dios les perdone tantas faltas. Agustín, basándose
en su propia experiencia, se identificaba perfectamente
con este sentimiento. Por eso se toma la molestia de citar estas líneas del Salmo 33: «Entonces acércate a él y
quedarás radiante, y tu rostro no se avergonzará». Pero
al oír esta afirmación, Agustín supone que seguramente el
pecador aún no creerá que Dios pueda perdonarle. De
ahí el diálogo que sigue:
—¿Cómo me acerco a él? Estoy cargado de tantas maldades, de tantos pecados, mi conciencia me acusa de tantos delitos, ¿cómo tendré el atrevimiento de acercarme a Dios?
—¿Cómo? Si te humillas y haces penitencia.
—Pero yo, dices, me avergüenzo de hacer penitencia.
—Entonces acércate a él y quedarás radiante, y tu rostro no se avergonzará. […] Grita tú, pobre, y el Señor te escuchará .
De nuevo, en otro lugar, Agustín nos permite escuchar la voz del pecador atormentado. Cita primero la súplica del Salmo 130: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor escucha mi voz».
—¿Cómo me acerco a él? Estoy cargado de tantas maldades, de tantos pecados, mi conciencia me acusa de tantos delitos, ¿cómo tendré el atrevimiento de acercarme a Dios?
—¿Cómo? Si te humillas y haces penitencia.
—Pero yo, dices, me avergüenzo de hacer penitencia.
—Entonces acércate a él y quedarás radiante, y tu rostro no se avergonzará. […] Grita tú, pobre, y el Señor te escuchará .
De nuevo, en otro lugar, Agustín nos permite escuchar la voz del pecador atormentado. Cita primero la súplica del Salmo 130: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor escucha mi voz».
Agustín escribe: «¿Desde dónde
clama? Del profundo. ¿Quién clama? El pecador, ¿Con
qué esperanza clama? Con esperanza firme, porque el que
vino a perdonar los pecados, dio esperanza al pecador
colocado en el abismo». Pero para que una fe tan tremenda penetre profundamente en el torrente sanguíneo y
prenda fuego al corazón, hace falta tiempo.
Así podemos
razonar las vueltas que daba en el diálogo dramático que,
en ocasiones como esta, pueden darse en la mente del
pecador:
—¿Pero es que tienes la osadía, pecador infame, de pedirle algo a Dios? ¿Tienes la osadía de esperar contemplar a Dios, hombre débil y de sucio corazón?
—Claro que la tengo —dice—, no por mis méritos personales, sino basado en la dulzura del Señor; no por fanfarronería propia, sino por la garantía que él me brinda .
—¿Pero es que tienes la osadía, pecador infame, de pedirle algo a Dios? ¿Tienes la osadía de esperar contemplar a Dios, hombre débil y de sucio corazón?
—Claro que la tengo —dice—, no por mis méritos personales, sino basado en la dulzura del Señor; no por fanfarronería propia, sino por la garantía que él me brinda .
El periodo inmediatamente después de la conversión es uno de bendición y alegría manifiesta. El individuo descubre que, con la ayuda de Dios, él o ella
puede empezar a vivir la vida con virtud, y eso conlleva una gran sensación de bienestar. Pero en ocasiones
esta nueva ligereza de espíritu podría ser socavada por
la autocomplacencia o la presunción. Agustín escribe:
«Y después de la penitencia, cuando ya haya comenzado
a vivir correctamente, aún tiene que pensar en no atribuirse las buenas obras, sino en dar gracias a aquel por
cuya gracia llegó a vivir bien, puesto que él lo llamó y
lo iluminó».
Necesita, en otras palabras, ser humilde, no soberbio. Mas es a los «párvulos», anota Agustín en su comentario al Salmo 118, a quien Dios imparte su «luz y entendimiento». «¿Quién es el párvulo?» pregunta Agustín; y responde: «El humilde y débil», es decir, las personas que son pobres en espíritu como el publicano, no soberbios como el fariseo.
A estas alturas de su comentario, Agustín empieza a recordarnos —es asombroso desvelarlo— a santa Teresa de Lisieux. Con esto en mente, lo escuchamos afirmar: «Pero, no pudiendo hacer cosas fuertes el débil, ni grandes el pequeño, abrió su boca, confesando que él por sí mismo no las haría, y aspiró para hacerlas. Abrió su boca […] bebió el Espíritu bueno para cumplir el mandamiento […] que no podía cumplir por sí mismo». Según explica Agustín, el objetivo paradójico de este proceso —la esperanza del Evangelio— es «hacerte, de grande, pequeño», o sea, de una persona arrogante y auto justificante, a alguien realmente humilde y pobre de espíritu.
Es en base a aquella visión que Agustín, con confianza teresiana, puede declarar con audacia: «Sean todos pequeños».
Lo que llega a ser casi obsesión en la obra de Agustín es el tema del anhelo. Nos incita a pensar en lo poderosos que son nuestros deseos. «Hay quienes tienen sed, pero no de Dios. […] Ved cuántos deseos se albergan en los corazones de los hombres […] el deseo hace arder a todos los hombres».
Necesita, en otras palabras, ser humilde, no soberbio. Mas es a los «párvulos», anota Agustín en su comentario al Salmo 118, a quien Dios imparte su «luz y entendimiento». «¿Quién es el párvulo?» pregunta Agustín; y responde: «El humilde y débil», es decir, las personas que son pobres en espíritu como el publicano, no soberbios como el fariseo.
A estas alturas de su comentario, Agustín empieza a recordarnos —es asombroso desvelarlo— a santa Teresa de Lisieux. Con esto en mente, lo escuchamos afirmar: «Pero, no pudiendo hacer cosas fuertes el débil, ni grandes el pequeño, abrió su boca, confesando que él por sí mismo no las haría, y aspiró para hacerlas. Abrió su boca […] bebió el Espíritu bueno para cumplir el mandamiento […] que no podía cumplir por sí mismo». Según explica Agustín, el objetivo paradójico de este proceso —la esperanza del Evangelio— es «hacerte, de grande, pequeño», o sea, de una persona arrogante y auto justificante, a alguien realmente humilde y pobre de espíritu.
Es en base a aquella visión que Agustín, con confianza teresiana, puede declarar con audacia: «Sean todos pequeños».
Lo que llega a ser casi obsesión en la obra de Agustín es el tema del anhelo. Nos incita a pensar en lo poderosos que son nuestros deseos. «Hay quienes tienen sed, pero no de Dios. […] Ved cuántos deseos se albergan en los corazones de los hombres […] el deseo hace arder a todos los hombres».
Sin embargo, añade: «Pero apenas se halla uno quien diga: “Mi alma ha tendido sed de
ti”».
Orar, más que cualquier otra cosa, nos da alas para
abandonar el mundo de distracciones superficiales, descender hasta la raíz del anhelo, y allí comenzar a «gozar
de la dulzura del Señor» (Sal 27,4).
Agustín escribe estas
palabras iluminadoras: «Si quieres ser amador de Dios,
quiérelo suspirando por él sincera, profunda y castamente; ámalo, arde en deseos de él y suspira por él, pues no
hay nada más gozoso, nada mejor, nada más alegre y
más duradero que él. ¿Hay algo que dure más que lo que
es eterno?». En todas la obras de Agustín, quizá la descripción del enamoramiento de Dios más conmovedora,
la más cautivadora, son estas líneas del Libro X de las
Confesiones:
«¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de
mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme
como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz».
3. La conversión continua de Agustín
¡Cuántos deleites ilícitos conmueven el corazón!
El décimo libro de las Confesiones que contiene el célebre pasaje «¡Tarde te amé!», también contiene otras oraciones no menos elocuentes de la alegría recién descubierta que Agustín siente ahora al contemplar a Dios.
Leemos, por ejemplo: «Algunas veces me introduces en un afecto muy inusitado, en una no sé qué dulzura interior, que si se completase en mí, no sé ya qué será lo que no es esta vida». Aquí, la historia extraordinaria de la odisea de Agustín hacia Dios, parece haber llegado por fin a una conclusión serena y feliz. Por la gracia de Dios, el gran pecador se ha convertido en un gran santo. El hombre que antes estaba tremendamente afligido por la tentación sensual y la debilidad humana, ahora se encuentra en la luz y la alegría de la presencia de Dios.
Ciertamente, es una imagen positiva y feliz, y una imagen verdadera hasta donde llega. Pero de ninguna manera alcanza la historia entera. Porque, inmediatamente después de hablar de su experiencia contemplativa de «gozo interior», Agustín escribe: «Pero con el peso de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro, pero mucho más soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre!».
Al reflexionar sobre la experiencia post conversión de Agustín, el papa Benedicto XVI, sin duda teniendo presente pasajes como el citado, hace una observación aguda y reveladora: San Agustín, en el momento de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con Dios […]. Luego comprendió que también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión.
Lo que Agustín descubrió en su madurez, fue que, en la lucha diaria por seguir a Cristo, debemos aprender a aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos […] convirtiéndonos constantemente.
Cuando en una ocasión invitaron a Agustín a dar una serie de charlas en Cartago, su público debió de quedarse atónito al oír al gran y renombrado obispo declarar: Aquí fue donde viví mal, lo confieso; y así como me gozo en la gracia de Dios, ¿qué voy a decir de mis pecados pasados? ¿Me duelo de ellos? Lo haría si todavía estuviese en ellos».
Responde él mismo de inmediato: «¡Ojalá no hubiera jamás estado en tal situación! […] Hay todavía cosas que censurar en mí. […] Tengo que esforzarme mucho para controlar mis pensamientos, luchando contra las malas inclinaciones que me vienen».
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz».
3. La conversión continua de Agustín
¡Cuántos deleites ilícitos conmueven el corazón!
El décimo libro de las Confesiones que contiene el célebre pasaje «¡Tarde te amé!», también contiene otras oraciones no menos elocuentes de la alegría recién descubierta que Agustín siente ahora al contemplar a Dios.
Leemos, por ejemplo: «Algunas veces me introduces en un afecto muy inusitado, en una no sé qué dulzura interior, que si se completase en mí, no sé ya qué será lo que no es esta vida». Aquí, la historia extraordinaria de la odisea de Agustín hacia Dios, parece haber llegado por fin a una conclusión serena y feliz. Por la gracia de Dios, el gran pecador se ha convertido en un gran santo. El hombre que antes estaba tremendamente afligido por la tentación sensual y la debilidad humana, ahora se encuentra en la luz y la alegría de la presencia de Dios.
Ciertamente, es una imagen positiva y feliz, y una imagen verdadera hasta donde llega. Pero de ninguna manera alcanza la historia entera. Porque, inmediatamente después de hablar de su experiencia contemplativa de «gozo interior», Agustín escribe: «Pero con el peso de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro, pero mucho más soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre!».
Al reflexionar sobre la experiencia post conversión de Agustín, el papa Benedicto XVI, sin duda teniendo presente pasajes como el citado, hace una observación aguda y reveladora: San Agustín, en el momento de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con Dios […]. Luego comprendió que también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión.
Lo que Agustín descubrió en su madurez, fue que, en la lucha diaria por seguir a Cristo, debemos aprender a aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos […] convirtiéndonos constantemente.
Cuando en una ocasión invitaron a Agustín a dar una serie de charlas en Cartago, su público debió de quedarse atónito al oír al gran y renombrado obispo declarar: Aquí fue donde viví mal, lo confieso; y así como me gozo en la gracia de Dios, ¿qué voy a decir de mis pecados pasados? ¿Me duelo de ellos? Lo haría si todavía estuviese en ellos».
Responde él mismo de inmediato: «¡Ojalá no hubiera jamás estado en tal situación! […] Hay todavía cosas que censurar en mí. […] Tengo que esforzarme mucho para controlar mis pensamientos, luchando contra las malas inclinaciones que me vienen».
Según Agustín, todo ser humano, incluso los grandes santos, aunque no caiga ante la incitación del pecado grave, experimenta, no obstante, lo que llama «deseos del pecado». Y por eso no rehúsa declarar: «También los que andan en los caminos del Señor dicen: “Perdónanos nuestras deudas”».
Por consiguiente, tanto al santo como al pecador, Agustín se atreve
a decir: eres humano: «Seas quien seas, eres hombre;
aunque seas justo, eres hombre; aunque seas seglar, o
monje, o clérigo, u obispo, o apóstol, hombre eres. Escucha la voz de un apóstol: Si decimos que no tenemos
pecado, nos engañamos a nosotros mismos. ¿Quién
dijo esto? Aquel, aquel, aquel Juan, el evangelista, a
quien el Señor amaba más que a los otros, el que reposaba en su pecho (cf. Jn 21,20); aquel se expresa así: Si
decimos. No escribió: «Si decís que no tenéis pecado»,
sino: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros
(1 Jn 1,8). Se asoció en la culpa, para hallarse asociado
también en el perdón.
Con respecto a la cuestión de aquellos pecados involuntarios que, en palabras de John Henry Newman, «surgen de nuestros antiguos hábitos pecaminosos», Newman comenta de una forma cándida y directa, digna de Agustín:
No podemos librarnos del pecado cuando quisiéramos; aunque nos arrepintamos, aunque Dios nos perdone, el pecado aún mantiene su poder sobre nuestras almas, en nuestros hábitos, y en nuestra memoria. Ha dado color a nuestros pensamientos, palabras, y obras; y aunque, con mucho esfuerzo, quisiéramos purgarnos del pecado, aún no es posible sino de manera progresiva . La lucha por la santidad de la vida, la pureza de la vida, de ninguna manera es disminuida por esta observación sincera y sensata. Mientras nos enfrentamos a las pruebas y luchas de la vida espiritual, ambos santos nos instan a no quedarnos paralizados de miedo ante la idea de nuestra debilidad humana. El verso «¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas» suscita el siguiente comentario de Agustín: «¿Por qué estás temerosa por tus pecados, ya que no puedes evitarlos todos?».
Con respecto a la cuestión de aquellos pecados involuntarios que, en palabras de John Henry Newman, «surgen de nuestros antiguos hábitos pecaminosos», Newman comenta de una forma cándida y directa, digna de Agustín:
No podemos librarnos del pecado cuando quisiéramos; aunque nos arrepintamos, aunque Dios nos perdone, el pecado aún mantiene su poder sobre nuestras almas, en nuestros hábitos, y en nuestra memoria. Ha dado color a nuestros pensamientos, palabras, y obras; y aunque, con mucho esfuerzo, quisiéramos purgarnos del pecado, aún no es posible sino de manera progresiva . La lucha por la santidad de la vida, la pureza de la vida, de ninguna manera es disminuida por esta observación sincera y sensata. Mientras nos enfrentamos a las pruebas y luchas de la vida espiritual, ambos santos nos instan a no quedarnos paralizados de miedo ante la idea de nuestra debilidad humana. El verso «¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas» suscita el siguiente comentario de Agustín: «¿Por qué estás temerosa por tus pecados, ya que no puedes evitarlos todos?».
Entonces
cita la línea, «espera en el Señor, que voy a alabarlo»
y declara que «estas palabras sanan algunas cosas» y,
con el tiempo, el pecado que queda, «lo purifica una fiel
confesión».
Pasajes como este en los escritos de san Agustín son indudablemente útiles y alentadores, pero es el testimonio de su vida lo que aporta la mayor esperanza al pecador que se esfuerza. Y la esperanza es precisamente por lo que rezaba Agustín con tanta frecuencia y de una manera tan conmovedora:
Pasajes como este en los escritos de san Agustín son indudablemente útiles y alentadores, pero es el testimonio de su vida lo que aporta la mayor esperanza al pecador que se esfuerza. Y la esperanza es precisamente por lo que rezaba Agustín con tanta frecuencia y de una manera tan conmovedora:
«¡Oh, Dios y Señor nuestro!
Esperemos al abrigo de tus alas y protégenos y llévanos.
Tú llevarás, sí. Tú llevarás a los pequeñuelos, y hasta
que sean ancianos tú los llevarás, porque nuestra firmeza, cuando eres tú, entonces es firmeza; mas cuando es
nuestra, entonces es debilidad.
Nuestro bien vive siempre
contigo, y así, cuando nos apartamos de él, nos pervertimos. Volvamos ya, Señor, para que no nos apartemos,
porque en ti vive sin ningún defecto nuestro bien».
En este breve capítulo, hemos podido abordar solo
uno o dos de los temas en la obra de san Agustín. Pero
la voz del santo, aunque nos llega desde un mundo del
pasado lejano, nos habla con una honestidad tan osada
y con tal peso de experiencia, que aún hoy conlleva un
mensaje iluminado y eminentemente práctico para todos
los que intentamos orar y seguir el camino del Evangelio.
El papa Benedicto observó: «Cuando leo los escritos de san Agustín, no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual». Agustín de Hipona no es solo un gran autor; es un vivo testigo de lo que enseña y predica.
Por eso, con una fuerza y elocuencia sin igual en la Tradición, es capaz de alertar tanto santos como pecadores de lo que el papa Benedicto llama la gracia humilde y necesaria de «la actualidad permanente de su fe».
Capítulo II
TERESA DE ÁVILA EN ORACIÓN
Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido con darme gracia en el presente
1. Un retrato de la santa
A lo largo de los últimos cuatrocientos años, artistas, historiadores, y teólogos han intentado producir —bien con palabras o a través del arte— un retrato de santa Teresa de Ávila. Uno de los retratos fue completado durante la vida de Teresa. El artista, un pintor concienzudo bastante mediocre, era un fraile italiano que se llamaba Juan de la Miseria. Encontramos la ejecución del cuadro descrito con detalle por el amigo carmelita de Teresa, Jerónimo Gracián: «Fraile Juan le dijo que posara con cierto semblante en el rostro y la reñía cuando ya no podía contener la risa y perdía la expresión que él quería retratar»
El resultado, no era de extrañar, fue decepcionante. A pesar de los mayores esfuerzos de Juan por pintar y los grandiosos esfuerzos de Teresa por sentarse quieta, en la opinión de Gracián, «el retrato no captaba el encanto y la gracia natural en la expresión de la santa Madre». Teresa misma, cuando vio el cuadro, comentó con ingenio satírico y exuberante: «Que Dios te perdone, fray Juan, primero por hacerme padecer tanto, y después por pintarme tan fea y legañosa».
Afortunadamente, a lo largo de los siglos, solo unos pocos esfuerzos de artistas y teólogos por retratar a Teresa han terminado en una ejecución tan desafortunada como el cuadro del fraile Juan. A veces me pregunto, sin embargo, si Teresa sería capaz de reconocerse a sí misma y su obra en varios de los tomos eruditos y voluminosos que se han escrito sobre su camino espiritual único. Pero en lugar de cargar toda la culpa a los teólogos, hay que reconocer que cualquier intento de definir la figura de Teresa y su obra por parte de los relatores está casi destinado al fracaso. Tan distintivo, tan original es su espíritu, carácter, personalidad, humor y santidad, que Teresa no se ajusta a definición alguna.
Por la fuerza de su carácter, por la audacia de su actividad como fundadora, y por su excepcional habilidad de escribir y hablar en profundidad sobre el tema de la oración, Teresa dejaba asombrados a sus contemporáneos.
Pero no todos se dejaban impresionar. Lejos de celebrar su energía extraordinaria y talento, hubo ciertas personas que se opusieron abiertamente a su labor y a sus enseñanzas. Insistían en que, como mujer, no tenía ningún derecho a salir de la clausura, invocando como autoridad la declaración de san Pablo en la Primera Carta a los Corintios: a las mujeres «no les está permitido hablar, más bien, que se sometan como dice incluso la ley» (1 Cor 14,34). Teresa, preocupada por si de alguna manera no estuviera desempeñando la voluntad de Dios, recurrió a Dios en oración. La respuesta que recibió, a través de la revelación privada, la atravesó de forma tan punzante y repentina como una espada de doble filo: «Diles que no se sigan por sola una parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por ventura atarme las manos»
Siglos después de su muerte, de alguna manera, Teresa aún fue capaz de sorprender a la Iglesia y al mundo.
Antes del año 1970, ninguna mujer había sido nombrada doctora de la Iglesia. Por eso, en 1967, el apartado sobre «Doctor de la Iglesia» en The New Catholic Encyclopedia dice: «No es probable que ninguna mujer sea nombrada doctora de la Iglesia por el vínculo que existe entre este título y el magisterio de la Iglesia que está circunscrita a los varones»
. Sin embargo, apenas tres años más tarde, el 27 de noviembre del 1970, el papa Pablo VI incluyó a Teresa entre los doctores de la Iglesia. Habló de ella no solo como una profesora extraordinaria de «los secretos de la oración», sino también como «escritora genial y fecunda, como maestra de vida espiritual, como contemplativa incomparable»
Si nos preguntamos cómo llegó Teresa a adquirir los «secretos» de la oración en tanta profundidad, Pablo VI nos responde en una frase reveladora: «Ella tuvo el privilegio y el mérito de conocer estos secretos por vía de la experiencia»
Quizá la imagen más icónica de Teresa es la célebre escultura de san Gian Lorenzo Bernini. Erguido ante Teresa, mientras ella se desvanece en éxtasis, vemos un ángel joven y brillante que sostiene en la mano derecha una flecha ardiente, la que suponemos que unos momentos antes había clavado profundamente en el corazón de la visionaria. Este encuentro dramático con el ángel se deriva de un episodio descrito por Teresa en el Libro de la vida. Cuando por fin la flecha es extraída, Teresa escribe: «Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios»
La Teresa que presenciamos aquí es la santa mística, la seráfica, una mujer de oración tan agraciada con visiones y éxtasis extraordinarias, que su relato de estos sucesos deja a sus lectores sin aliento del asombro. Pero la obra de Teresa —sus escritos— revelan también a otra Teresa, una figura tan humilde, tan humana, tan falible a veces en sus esfuerzos tempranos para concentrarse en momentos de oración, que es difícil dar crédito al hecho de que sean una misma persona. Aquí nos centraremos en esta Teresa de su etapa temprana.
2. Un método humilde de oración para mentes rebeldes
El papa Benedicto observó: «Cuando leo los escritos de san Agustín, no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual». Agustín de Hipona no es solo un gran autor; es un vivo testigo de lo que enseña y predica.
Por eso, con una fuerza y elocuencia sin igual en la Tradición, es capaz de alertar tanto santos como pecadores de lo que el papa Benedicto llama la gracia humilde y necesaria de «la actualidad permanente de su fe».
TERESA DE ÁVILA EN ORACIÓN
Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido con darme gracia en el presente
1. Un retrato de la santa
A lo largo de los últimos cuatrocientos años, artistas, historiadores, y teólogos han intentado producir —bien con palabras o a través del arte— un retrato de santa Teresa de Ávila. Uno de los retratos fue completado durante la vida de Teresa. El artista, un pintor concienzudo bastante mediocre, era un fraile italiano que se llamaba Juan de la Miseria. Encontramos la ejecución del cuadro descrito con detalle por el amigo carmelita de Teresa, Jerónimo Gracián: «Fraile Juan le dijo que posara con cierto semblante en el rostro y la reñía cuando ya no podía contener la risa y perdía la expresión que él quería retratar»
El resultado, no era de extrañar, fue decepcionante. A pesar de los mayores esfuerzos de Juan por pintar y los grandiosos esfuerzos de Teresa por sentarse quieta, en la opinión de Gracián, «el retrato no captaba el encanto y la gracia natural en la expresión de la santa Madre». Teresa misma, cuando vio el cuadro, comentó con ingenio satírico y exuberante: «Que Dios te perdone, fray Juan, primero por hacerme padecer tanto, y después por pintarme tan fea y legañosa».
Afortunadamente, a lo largo de los siglos, solo unos pocos esfuerzos de artistas y teólogos por retratar a Teresa han terminado en una ejecución tan desafortunada como el cuadro del fraile Juan. A veces me pregunto, sin embargo, si Teresa sería capaz de reconocerse a sí misma y su obra en varios de los tomos eruditos y voluminosos que se han escrito sobre su camino espiritual único. Pero en lugar de cargar toda la culpa a los teólogos, hay que reconocer que cualquier intento de definir la figura de Teresa y su obra por parte de los relatores está casi destinado al fracaso. Tan distintivo, tan original es su espíritu, carácter, personalidad, humor y santidad, que Teresa no se ajusta a definición alguna.
Por la fuerza de su carácter, por la audacia de su actividad como fundadora, y por su excepcional habilidad de escribir y hablar en profundidad sobre el tema de la oración, Teresa dejaba asombrados a sus contemporáneos.
Pero no todos se dejaban impresionar. Lejos de celebrar su energía extraordinaria y talento, hubo ciertas personas que se opusieron abiertamente a su labor y a sus enseñanzas. Insistían en que, como mujer, no tenía ningún derecho a salir de la clausura, invocando como autoridad la declaración de san Pablo en la Primera Carta a los Corintios: a las mujeres «no les está permitido hablar, más bien, que se sometan como dice incluso la ley» (1 Cor 14,34). Teresa, preocupada por si de alguna manera no estuviera desempeñando la voluntad de Dios, recurrió a Dios en oración. La respuesta que recibió, a través de la revelación privada, la atravesó de forma tan punzante y repentina como una espada de doble filo: «Diles que no se sigan por sola una parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por ventura atarme las manos»
Siglos después de su muerte, de alguna manera, Teresa aún fue capaz de sorprender a la Iglesia y al mundo.
Antes del año 1970, ninguna mujer había sido nombrada doctora de la Iglesia. Por eso, en 1967, el apartado sobre «Doctor de la Iglesia» en The New Catholic Encyclopedia dice: «No es probable que ninguna mujer sea nombrada doctora de la Iglesia por el vínculo que existe entre este título y el magisterio de la Iglesia que está circunscrita a los varones»
. Sin embargo, apenas tres años más tarde, el 27 de noviembre del 1970, el papa Pablo VI incluyó a Teresa entre los doctores de la Iglesia. Habló de ella no solo como una profesora extraordinaria de «los secretos de la oración», sino también como «escritora genial y fecunda, como maestra de vida espiritual, como contemplativa incomparable»
Si nos preguntamos cómo llegó Teresa a adquirir los «secretos» de la oración en tanta profundidad, Pablo VI nos responde en una frase reveladora: «Ella tuvo el privilegio y el mérito de conocer estos secretos por vía de la experiencia»
Quizá la imagen más icónica de Teresa es la célebre escultura de san Gian Lorenzo Bernini. Erguido ante Teresa, mientras ella se desvanece en éxtasis, vemos un ángel joven y brillante que sostiene en la mano derecha una flecha ardiente, la que suponemos que unos momentos antes había clavado profundamente en el corazón de la visionaria. Este encuentro dramático con el ángel se deriva de un episodio descrito por Teresa en el Libro de la vida. Cuando por fin la flecha es extraída, Teresa escribe: «Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios»
La Teresa que presenciamos aquí es la santa mística, la seráfica, una mujer de oración tan agraciada con visiones y éxtasis extraordinarias, que su relato de estos sucesos deja a sus lectores sin aliento del asombro. Pero la obra de Teresa —sus escritos— revelan también a otra Teresa, una figura tan humilde, tan humana, tan falible a veces en sus esfuerzos tempranos para concentrarse en momentos de oración, que es difícil dar crédito al hecho de que sean una misma persona. Aquí nos centraremos en esta Teresa de su etapa temprana.
2. Un método humilde de oración para mentes rebeldes
Mas de lo que querría tratar y dar algún remedio, si el Señor
quisiese acertase […] es esto, hay unas almas y entendimientos
tan desbaratos como unos caballos desbocados
La joven Teresa disponía de una cantidad tremenda de información sobre el tema de la oración. Pasaron varios años, sin embargo, antes de que llegara a darse cuenta de cuál sería, para ella, la mejor manera de avanzar. Al escribir Camino de perfección señala que «para entendimientos concertados y almas que están ejercitadas y pueden estar consigo mesmas, hay tantos libros escritos y tan buenos»10. Pero la mente de santa Teresa no era de esa índole o carácter.
Ella escribe: «Pasé muchos años por este trabajo de no poder sosegar el pensamiento en una cosa —y es lo muy grande—». Lejos de ser tranquila y metódica al abordar la oración, Teresa era una de aquellas personas cuyas mentes estaban «tan desbaratadas como unos caballos desbocados que no hay quien los haga parar: ya van aquí, ya van allí, siempre con desasosiego». Incluso dice que ocurre «en tanto extremo que, si quieren detenerle a pensar en Dios, se les va a mil vanidades y escrúpulos y dudas en la fe».
El método de oración que con el tiempo desarrolló Teresa para ayudar a encaminar la mente distraída a centrarse en Dios, implica dos cosas: primero recitar una oración vocal como el Padrenuestro; segundo, la práctica de la presencia de Dios. Ella escribe: «Tenía este modo de oración: que, como no podía discurrir con el entendimiento, procurava representar a Cristo dentro de mí, y hallávame mijor −a mi parecer− de las partes a donde le vía más solo». Apoyándose en conocimientos a partir de su propia experiencia, Teresa ofrece el siguiente consejo: «Si hablare, procurar acordarse que hay con quien hable dentro de sí mesmo; si oyere, acordarse que ha de oír a quien más cerca le habla».
Claro, nada de esto será fácil al principio, ni mucho menos. Pero no impide que Teresa declare: «Por eso, hermanas, por amor del Señor, os acostumbréis a rezar con este recogimiento el Paternóster y veréis la ganancia antes de mucho tiempo».
La joven Teresa disponía de una cantidad tremenda de información sobre el tema de la oración. Pasaron varios años, sin embargo, antes de que llegara a darse cuenta de cuál sería, para ella, la mejor manera de avanzar. Al escribir Camino de perfección señala que «para entendimientos concertados y almas que están ejercitadas y pueden estar consigo mesmas, hay tantos libros escritos y tan buenos»10. Pero la mente de santa Teresa no era de esa índole o carácter.
Ella escribe: «Pasé muchos años por este trabajo de no poder sosegar el pensamiento en una cosa —y es lo muy grande—». Lejos de ser tranquila y metódica al abordar la oración, Teresa era una de aquellas personas cuyas mentes estaban «tan desbaratadas como unos caballos desbocados que no hay quien los haga parar: ya van aquí, ya van allí, siempre con desasosiego». Incluso dice que ocurre «en tanto extremo que, si quieren detenerle a pensar en Dios, se les va a mil vanidades y escrúpulos y dudas en la fe».
El método de oración que con el tiempo desarrolló Teresa para ayudar a encaminar la mente distraída a centrarse en Dios, implica dos cosas: primero recitar una oración vocal como el Padrenuestro; segundo, la práctica de la presencia de Dios. Ella escribe: «Tenía este modo de oración: que, como no podía discurrir con el entendimiento, procurava representar a Cristo dentro de mí, y hallávame mijor −a mi parecer− de las partes a donde le vía más solo». Apoyándose en conocimientos a partir de su propia experiencia, Teresa ofrece el siguiente consejo: «Si hablare, procurar acordarse que hay con quien hable dentro de sí mesmo; si oyere, acordarse que ha de oír a quien más cerca le habla».
Claro, nada de esto será fácil al principio, ni mucho menos. Pero no impide que Teresa declare: «Por eso, hermanas, por amor del Señor, os acostumbréis a rezar con este recogimiento el Paternóster y veréis la ganancia antes de mucho tiempo».
De igual modo: «Sólo os
ruego lo provéis, aunque os sea algún travajo, que todo
lo que no está en costumbre le da más. Mas yo os asiguro que antes de mucho os sea gran consuelo entender
que sin cansaros a buscar adonde está este santo Padre
a quien pedís, le halléis dentro de vos».
3. Recuperando el tiempo perdido
Pues si a cosa tan ruin como yo tanto tiempo sufrió el Señor […] ¿qué persona, por malo que sea, podrá temer?
El camino de Teresa hacia Dios está marcado por una serie de maravillas casi inimaginables, veloces vuelos de éxtasis, espacios de quietud y silencio, visiones de belleza sublime, heridas de dolor y alegría extáticas. Con el paso de los años, académicos y autores han reflexionado sobre los pasos y las etapas de este elevado camino místico y han ofrecido percepciones que iluminan y sirven de ayuda. Pero aquí, nuestro objetivo inmediato se centra en algo más humilde, más básico, en concreto, en descubrir los consejos prácticos que Teresa ofrece al individuo desalentado a quien la tarea de oración le resulta difícil e ingrato. Cuando era una joven monja, lo que más desazón le provocaba era la hora de la meditación: «Muy muchas veces, algunos años, ¡tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuando dava el relox, que no en otras cosas buenas».
Es más, tan profunda era la tristeza que sentía «entrando en el oratorio» que tenía que reunir «todo su ánimo» para pasar por la puerta. Lo que hacía que la tarea fuera tan difícil no era el simple reto de mantenerse concentrada en la oración, sino su dolorida consciencia de la persistencia de ciertos pecados en su vida.
¿Cómo se atrevía a aparecer ante la presencia de Aquel a quién ella sentía que traicionaba constantemente? Teresa escribe: «Digo ánimo, porque no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición a el rey y saber que lo sabe y nunca se le quitar de delante».
Teresa reconoce que durante más de «dieciocho años», esta situación permanecía sin resolver: «Pues para lo que he tanto contado esto es para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester […] por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras […] en fin, tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como, a lo que ahora parece, me ha sacado a mí. Plega a Su Majestad no me torne yo a perder».
Cuando Teresa mira las numerosas oportunidades que le fueron otorgadas en el pasado y reflexiona sobre los años desperdiciados intentando evitar la presencia de Aquel que la buscaba, lo que la impacta con más contundencia es la realidad de la paciencia de Dios:
3. Recuperando el tiempo perdido
Pues si a cosa tan ruin como yo tanto tiempo sufrió el Señor […] ¿qué persona, por malo que sea, podrá temer?
El camino de Teresa hacia Dios está marcado por una serie de maravillas casi inimaginables, veloces vuelos de éxtasis, espacios de quietud y silencio, visiones de belleza sublime, heridas de dolor y alegría extáticas. Con el paso de los años, académicos y autores han reflexionado sobre los pasos y las etapas de este elevado camino místico y han ofrecido percepciones que iluminan y sirven de ayuda. Pero aquí, nuestro objetivo inmediato se centra en algo más humilde, más básico, en concreto, en descubrir los consejos prácticos que Teresa ofrece al individuo desalentado a quien la tarea de oración le resulta difícil e ingrato. Cuando era una joven monja, lo que más desazón le provocaba era la hora de la meditación: «Muy muchas veces, algunos años, ¡tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuando dava el relox, que no en otras cosas buenas».
Es más, tan profunda era la tristeza que sentía «entrando en el oratorio» que tenía que reunir «todo su ánimo» para pasar por la puerta. Lo que hacía que la tarea fuera tan difícil no era el simple reto de mantenerse concentrada en la oración, sino su dolorida consciencia de la persistencia de ciertos pecados en su vida.
¿Cómo se atrevía a aparecer ante la presencia de Aquel a quién ella sentía que traicionaba constantemente? Teresa escribe: «Digo ánimo, porque no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición a el rey y saber que lo sabe y nunca se le quitar de delante».
Teresa reconoce que durante más de «dieciocho años», esta situación permanecía sin resolver: «Pues para lo que he tanto contado esto es para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester […] por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras […] en fin, tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como, a lo que ahora parece, me ha sacado a mí. Plega a Su Majestad no me torne yo a perder».
Cuando Teresa mira las numerosas oportunidades que le fueron otorgadas en el pasado y reflexiona sobre los años desperdiciados intentando evitar la presencia de Aquel que la buscaba, lo que la impacta con más contundencia es la realidad de la paciencia de Dios:
«¡Oh bondad infinita de mi Dios! [...] ¡Cuán cierto es sufrír por vos
a quein no os sufre que estéis con él!
¡Oh qué buen amigo
hacéis, Señor mío, cuando le vais regalando y sufriendo y
esperais aque se haga a vuestra condición, y tan de mientras le sufris vos la suya!
Tomáis en cuenta, mi Señor, los
ratos que os quiere y con un punto de arrepentimiento
olvidais lo que os ha ofendido. He visto esto claro por
mí, y no veo, Criador mío, por qué el mundo entero no se
procure llegar a vos por esta particular amistad».
Los favores místicos y las consolaciones que recibió Teresa, fueron, entre otras cosas, los sucesos que más la dieron a conocer, y no era, por sus principios, escéptica de tales fenómenos. Al contrario, ella creía que este tipo de favores habían fortalecido su fe y amistad con Dios.
Los favores místicos y las consolaciones que recibió Teresa, fueron, entre otras cosas, los sucesos que más la dieron a conocer, y no era, por sus principios, escéptica de tales fenómenos. Al contrario, ella creía que este tipo de favores habían fortalecido su fe y amistad con Dios.
Pero Teresa jamás cometió el error de
equiparar tales fenómenos con la realidad de la verdadera unión con Dios. Teresa escribe: «No está el amor de
Dios en tener lágrimas, ni estos gustos y ternuras, que
por la mayor parte los deseamos y consolámonos con
ellos, sino en servir con justicia y fortaleza de ánimo y
humildad»
En esta vida, pocos cristianos creyentes
experimentarán los favores extraordinarios tan vívidamente descritos por Teresa. Pero, con respecto a experimentar en la fe las vivas aguas de oración, en cuanto a la
verdadera unión contemplativa con Dios, Teresa declara
gozosa: «Mirad que convida el Señor a todos». En el
fondo, para Teresa la oración es algo muy sencillo «porque no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino
tartar de amistad, estando muchas veces tratando a solas
con quien sabemos nos ama».
Quienes deseen crecer en oración y contemplación deben, según el entendimiento de Teresa, convertir sus vidas a los estándares del Evangelio en la mayor medida posible. Dirigiéndose a sus compañeros de contemplación, escribe en El castillo interior: «Es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas».
Quienes deseen crecer en oración y contemplación deben, según el entendimiento de Teresa, convertir sus vidas a los estándares del Evangelio en la mayor medida posible. Dirigiéndose a sus compañeros de contemplación, escribe en El castillo interior: «Es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas».
Sin embargo, esto no
implica que hasta no convertir sus vidas plenamente,
deberían ser desanimados hacia la oración. No, todo lo
contrario, tal como llegó a comprender Teresa con el
paso del tiempo. Cuando era una joven monja, desmoralizada en un momento dado por la persistencia de ciertos
pecados en su vida, decidió dejar de orar completamente hasta que pudiera controlar su debilidad: «Nunca yo
pensava, dejava de estar determinada de tornar a la oración; mas esperava a estar muy limpia de pecados. ¡Oh,
qué mal encaminada iva en esta esperanza! Hasta el día
del juicio me la librava el demonio, para de allí llevarme
a el infierno»
Teresa buscó consejo de un fraile dominico, Vicente Barrón, quien la incentivó enérgicamente a que continuara la oración y siguiera recibiendo la Eucaristía. «Él me despertó de este ensueño», escribe Teresa, «y comencé a tornar en mí».
Teresa buscó consejo de un fraile dominico, Vicente Barrón, quien la incentivó enérgicamente a que continuara la oración y siguiera recibiendo la Eucaristía. «Él me despertó de este ensueño», escribe Teresa, «y comencé a tornar en mí».
Fue una lección que a Teresa no
se le olvidó nunca. Y eso, sin lugar a duda, es la razón
por la que encontramos a Teresa, con tanta recurrencia
en sus textos, instando a los que han vuelto a caer en el
pecado para que nunca abandonen la costumbre de rezar.
Según Teresa, nadie que ha empezado a practicar la oración, debe desmoralizarse y pensar: «Si torno a ser malo,
es peor ir adelante con el ejercicio de ella». Al contrario,
insiste Teresa, la situación empeorará mucho si se abandona la oración. Sin embargo, si las personas mantienen
la fe en la costumbre de la oración, podrán estar seguros
de que, con el tiempo, la oración les guiará de seguro «a
puerto de luz».
En una ocasión, mientras Teresa reflexionaba sobre su vida pasada, se sintió conmovida a exclamar: «¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos!».
En una ocasión, mientras Teresa reflexionaba sobre su vida pasada, se sintió conmovida a exclamar: «¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos!».
Estaba meditando con arrepentimiento sobre cuánto tiempo había
tardado en volverse hacia Dios, mientras que Dios, durante tanto tiempo, había estado buscando capturar su
atención. Sin embargo, a pesar de su dolorosa consciencia del «tiempo perdido» y a pesar del hecho de que la
gente suele decir «que el tiempo perdido no se puede
recuperar», Teresa, recordando a Cristo y la asombrosa
fuerza y de su compasión, se atreve a declarar: «Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido».
Y reza: «¡Oh, Señor! confieso vuestro gran poder. Si sois poderoso, como
lo sois, ¿qué hay imposible al que todo lo puede?». Y de
nuevo: «Quered Vos, Señor mío, quered, que aunque soy
miserable, firmemente creo que podéis lo que queréis».
Fortalecida tremendamente por esta reflexión, la oración
de Teresa concluye: «Recuperad, Dios mío, el tiempo
perdido con darme gracia en el presente […] pues si queréis podéis».
TOMÁS DE AQUINO EN ORACIÓN
A ti, oh Dios, fuente de misericordia, me acerco yo como pecador
1. Un teólogo de rodillas
Más conocido por sus exploraciones profundas y rigurosas en los campos de la filosofía y la teología, el claro objetivo de santo Tomás de Aquino como fraile predicador era atraer a los demás a Cristo haciendo todo lo que estaba en sus manos para comunicar la sabiduría salvífica del Evangelio. De ninguna manera deseaba atraer atención hacia su persona. Por esto mismo, en sus obras, evitaba meticulosamente el uso de la palabra «yo». No obstante, en los textos que han perdurado de santo Tomás en oración, detectamos que la palabra «yo» surge de sus labios de manera natural. Al leer estas oraciones, estas Piae preces, estamos escuchando, o más bien escuchando de manera inadvertida, a su oración privada, la voz personal e individual de un santo en oración, un privilegio nada despreciable.
A ti, oh Dios, fuente de misericordia, me acerco yo como pecador, para que os dignéis lavar mis manchas.
Oh sol de justicia, ilumina a los ciegos.
Oh sanador eterno, cuida de los heridos.
Oh Rey de reyes, vestid a este desnudo
Oh mediador entre Dios y los hombres,
reconcilia a los culpables.
Oh Buen Pastor, acoged a esta oveja descarriada
Dad, Dios mío, perdón a los criminales,
Vida a los muertos,
Justificación al pecador,
y la unción de vuestra gracia
a los endurecidos de corazón.
Para cualquiera que no haya tenido la oportunidad de leer algunas de estas oraciones atribuidas al Doctor Angélico, estas líneas de la Oratio pro peccatorum remissione («Oración por la remisión de los pecados») podrían resultar sorprendentes. En ellas, Aquino no está escribiendo desde su papel de filósofo brillante y astuto, ni como un grandioso y célebre teólogo dogmático; sino, más bien, está rezando humildemente por los heridos, los ciegos, los indigentes, los extraviados, los pecadores, y los duros de corazón. Y también está rezando por sí mismo, «me immundum», un hombre impuro. Pero ¿realmente será Tomás? ¿No es renombrado de forma universal como un gran santo? ¿No se distinguen los santos de los pecadores por la santidad perfecta de sus vidas? Santidad, sí, Tomás estaría de acuerdo, y «perfecto», también, siempre y cuando esto no implique que sea «todo-perfecto».
«En cierta medida, todos albergamos pecado», declara Tomás en sus conferencias sobre el Evangelio de Mateo . Y en otros escritos, comenta: «Ha habido algunos tan presuntuosos que afirman que podríamos vivir en este mundo y por nuestra propia voluntad, sin ayuda, evitar el pecado. Sin embargo, este don solo ha sido otorgado a Cristo, que poseía al Espíritu sin medida, y la Virgen Sagrada que es llena de gracia y sin pecado concebida. […] A ningún otro santo ha sido otorgado este don sin que incurriesen en el más mínimo pecado venial»
. Generalmente, desde la Baja Edad Media hasta el presente, se ha aceptado que las oraciones atribuidas a santo Tomás, las Piae preces, fueron efectivamente escritas por él. Por ejemplo, A. D. Sertillanges sostiene que, sin lugar a duda, las preces han de catalogarse «bajo la estimada autoría» de Aquino: La profundidad y estructura de estos escritos guardan una correspondencia tan estrecha con la doctrina, estilo, y flujo natural del pensamiento tomista, que aquellos lectores más familiarizados con la obra de Aquino son los menos propensos a dudar de su autoría.
Esta convicción con respecto a la autoría de las preces, se vio confirmada de forma contundente con el descubrimiento en 1987 de dos oraciones atribuidas al santo incluidas en la primera Vita S. Thomae Aquinatis escrita por su contemporáneo Guillermo de Tocco.
La primera de estas oraciones, Adoro te devote, fue compuesta por santo Tomás para asistir en la meditación cuando se arrodilla ante Cristo Jesús presente en la eucaristía . Generalmente es reconocida como la oración más profunda y bella del santo. Comienza de la siguiente manera:
Adoro te devote,
latens veritas,
te que sub his formis
vere latitas.
Tibi se cor meun totum
subicit,
Quia te contemplans
totum deficit.
Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies,
te ocultas verdaderamente.
A ti mi corazón se somete
totalmente,
Pues al contemplarte, se siente
desfallecer por completo
Mientras medita en oración sobre el desafío y el misterio de la fe, Tomás recuerda dos figuras humildes del Evangelio: primero, el buen ladrón en la cruz y, segundo, Tomás el Incrédulo. Al ser capaz, como ellos, de dar voz a una fe tanto de corazón como humilde, declara: «Pido lo que pidió el ladrón arrepentido». Luego se vuelve hacia el Señor encarnado, y lleno de confianza meditada e inspirada, declara: «Tus llagas no las veo, como las vio Tomás; pero te confieso por Dios mío»
. Lo impactante a lo largo de esta oración, y aún más destacable en la sexta estrofa, es la voz personal y directa de anhelo. Tomás empieza la estrofa evocando la historia mítica del pelícano que, por haberse auto lastimado para alimentar a sus polluelos con su propia sangre vital, llegó a simbolizar el amor sacrificial de Cristo en la cruz.
Inmediatamente llama la atención el anhelo manifiesto de Tomás por experimentar ese amor redentor de manera plena y personal. No conozco ninguna declaración de fe más humilde y más conmovedora de todos los escritos de Tomás:
Para cualquiera que no haya tenido la oportunidad de leer algunas de estas oraciones atribuidas al Doctor Angélico, estas líneas de la Oratio pro peccatorum remissione («Oración por la remisión de los pecados») podrían resultar sorprendentes. En ellas, Aquino no está escribiendo desde su papel de filósofo brillante y astuto, ni como un grandioso y célebre teólogo dogmático; sino, más bien, está rezando humildemente por los heridos, los ciegos, los indigentes, los extraviados, los pecadores, y los duros de corazón. Y también está rezando por sí mismo, «me immundum», un hombre impuro. Pero ¿realmente será Tomás? ¿No es renombrado de forma universal como un gran santo? ¿No se distinguen los santos de los pecadores por la santidad perfecta de sus vidas? Santidad, sí, Tomás estaría de acuerdo, y «perfecto», también, siempre y cuando esto no implique que sea «todo-perfecto».
«En cierta medida, todos albergamos pecado», declara Tomás en sus conferencias sobre el Evangelio de Mateo . Y en otros escritos, comenta: «Ha habido algunos tan presuntuosos que afirman que podríamos vivir en este mundo y por nuestra propia voluntad, sin ayuda, evitar el pecado. Sin embargo, este don solo ha sido otorgado a Cristo, que poseía al Espíritu sin medida, y la Virgen Sagrada que es llena de gracia y sin pecado concebida. […] A ningún otro santo ha sido otorgado este don sin que incurriesen en el más mínimo pecado venial»
. Generalmente, desde la Baja Edad Media hasta el presente, se ha aceptado que las oraciones atribuidas a santo Tomás, las Piae preces, fueron efectivamente escritas por él. Por ejemplo, A. D. Sertillanges sostiene que, sin lugar a duda, las preces han de catalogarse «bajo la estimada autoría» de Aquino: La profundidad y estructura de estos escritos guardan una correspondencia tan estrecha con la doctrina, estilo, y flujo natural del pensamiento tomista, que aquellos lectores más familiarizados con la obra de Aquino son los menos propensos a dudar de su autoría.
Esta convicción con respecto a la autoría de las preces, se vio confirmada de forma contundente con el descubrimiento en 1987 de dos oraciones atribuidas al santo incluidas en la primera Vita S. Thomae Aquinatis escrita por su contemporáneo Guillermo de Tocco.
La primera de estas oraciones, Adoro te devote, fue compuesta por santo Tomás para asistir en la meditación cuando se arrodilla ante Cristo Jesús presente en la eucaristía . Generalmente es reconocida como la oración más profunda y bella del santo. Comienza de la siguiente manera:
Adoro te devote,
latens veritas,
te que sub his formis
vere latitas.
Tibi se cor meun totum
subicit,
Quia te contemplans
totum deficit.
Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies,
te ocultas verdaderamente.
A ti mi corazón se somete
totalmente,
Pues al contemplarte, se siente
desfallecer por completo
Mientras medita en oración sobre el desafío y el misterio de la fe, Tomás recuerda dos figuras humildes del Evangelio: primero, el buen ladrón en la cruz y, segundo, Tomás el Incrédulo. Al ser capaz, como ellos, de dar voz a una fe tanto de corazón como humilde, declara: «Pido lo que pidió el ladrón arrepentido». Luego se vuelve hacia el Señor encarnado, y lleno de confianza meditada e inspirada, declara: «Tus llagas no las veo, como las vio Tomás; pero te confieso por Dios mío»
. Lo impactante a lo largo de esta oración, y aún más destacable en la sexta estrofa, es la voz personal y directa de anhelo. Tomás empieza la estrofa evocando la historia mítica del pelícano que, por haberse auto lastimado para alimentar a sus polluelos con su propia sangre vital, llegó a simbolizar el amor sacrificial de Cristo en la cruz.
Inmediatamente llama la atención el anhelo manifiesto de Tomás por experimentar ese amor redentor de manera plena y personal. No conozco ninguna declaración de fe más humilde y más conmovedora de todos los escritos de Tomás:
Pie pellicane,
Jesu domine,
me immundum munda
tuo sanguine,
cuius una stilla salvum
facere,
totum mundum posset omni
scelere.
Piadoso pelícano,
Jesús Señor,
límpiame a mí, inmundo,
con tu sangre;
una de cuyas gotas puede limpiar
al mundo entero de todo pecado
2. Orar desde la necesidad
Lo que comparten la estrofa citada, Adoro te devote, y las estrofas citadas anteriormente de Oratio pro peccatorum remissione, es que son plegarias, oraciones de peticiones humildes. Tales oraciones podrían parecer pobres en comparación con los relatos vívidos del éxtasis y arrobamiento que aparecen documentados en las vidas y los escritos de los santos y místicos. Pero, para santo Tomás, la plegaria —la oración de petición— está en el mismo corazón de la oración cristiana, y eso es una verdad constante a pesar de lo muy profundo y místico que pueda tornarse la oración.
Pero ¿qué hay de las otras formas de oración cristiana, como la oración del silencio, la oración de alabanza, y la oración de acción de gracias? Todas estas son formas genuinas de oración cristiana, pero no constituyen tan esencialmente como la plegaria una parte de esta vida de anhelo y necesidad. Podríamos afirmar que todas están arraigadas y fundamentadas en la súplica.
Por consiguiente, incluso en la oración de alabanza, por ejemplo, nos encontramos con un reconocimiento implícito de necesidad, es decir, encontramos en ella una oración de necesidad. Dios, el Objeto divino de alabanza es, a la vez, el Sujeto, el Espíritu que reza dentro de nosotros y está intercediendo por nosotros cuando no sabemos cómo orar o cómo alabar. Solo con nuestros propios esfuerzos, nunca podremos esperar alabar adecuadamente a Aquel que es «más grande que toda alabanza».
La verdad de nuestra necesidad es así de profunda. Con lo cual, santo Tomás, consciente no solo del extraordinario privilegio y misterio de la oración, sino también de la pura humildad de espíritu que requiere, llega a declarar: «Conviene alabar a Dios por Dios».
Debido a que la oración cristiana a menudo cobra la forma de pedir ayuda a Dios, se puede caricaturizar como una forma de rezar degradante, servil, una actividad que de alguna manera menosprecia la dignidad de la persona humana. Pero en ningún texto de sus plegarias, se percibe tan siquiera indicios de esto. Tomemos, por ejemplo, la magnífica Concede mihi («Concédeme»), la segunda de las dos preces que incluyó Guillermo de Tocco en su Vita S. Thomae Aquinatis y que se atribuye al santo.
Jesu domine,
me immundum munda
tuo sanguine,
cuius una stilla salvum
facere,
totum mundum posset omni
scelere.
Piadoso pelícano,
Jesús Señor,
límpiame a mí, inmundo,
con tu sangre;
una de cuyas gotas puede limpiar
al mundo entero de todo pecado
2. Orar desde la necesidad
Lo que comparten la estrofa citada, Adoro te devote, y las estrofas citadas anteriormente de Oratio pro peccatorum remissione, es que son plegarias, oraciones de peticiones humildes. Tales oraciones podrían parecer pobres en comparación con los relatos vívidos del éxtasis y arrobamiento que aparecen documentados en las vidas y los escritos de los santos y místicos. Pero, para santo Tomás, la plegaria —la oración de petición— está en el mismo corazón de la oración cristiana, y eso es una verdad constante a pesar de lo muy profundo y místico que pueda tornarse la oración.
Pero ¿qué hay de las otras formas de oración cristiana, como la oración del silencio, la oración de alabanza, y la oración de acción de gracias? Todas estas son formas genuinas de oración cristiana, pero no constituyen tan esencialmente como la plegaria una parte de esta vida de anhelo y necesidad. Podríamos afirmar que todas están arraigadas y fundamentadas en la súplica.
Por consiguiente, incluso en la oración de alabanza, por ejemplo, nos encontramos con un reconocimiento implícito de necesidad, es decir, encontramos en ella una oración de necesidad. Dios, el Objeto divino de alabanza es, a la vez, el Sujeto, el Espíritu que reza dentro de nosotros y está intercediendo por nosotros cuando no sabemos cómo orar o cómo alabar. Solo con nuestros propios esfuerzos, nunca podremos esperar alabar adecuadamente a Aquel que es «más grande que toda alabanza».
La verdad de nuestra necesidad es así de profunda. Con lo cual, santo Tomás, consciente no solo del extraordinario privilegio y misterio de la oración, sino también de la pura humildad de espíritu que requiere, llega a declarar: «Conviene alabar a Dios por Dios».
Debido a que la oración cristiana a menudo cobra la forma de pedir ayuda a Dios, se puede caricaturizar como una forma de rezar degradante, servil, una actividad que de alguna manera menosprecia la dignidad de la persona humana. Pero en ningún texto de sus plegarias, se percibe tan siquiera indicios de esto. Tomemos, por ejemplo, la magnífica Concede mihi («Concédeme»), la segunda de las dos preces que incluyó Guillermo de Tocco en su Vita S. Thomae Aquinatis y que se atribuye al santo.
La oración proviene de un hombre que pide un
conocimiento de Dios cada vez más profundo, y se percibe cierta urgencia en la súplica. Pero Tomás, aunque
dispuesto a revelar su necesidad de gracia, se muestra
ante Dios con un sentido innegable de presencia y de
carácter. Los adjetivos que utiliza al intentar describir
a la persona en la que más quisiera convertirse, revelan
la impresionante integridad de espíritu y carácter que,
en gran medida, ya posee: «vigilante, noble, recto, libre,
invicto».
Concédeme, un corazón vigilante, que no se desvíe de ti, un corazón noble que no se deje arrastrar por las cosas terrenas; un corazón recto, que no se incline ante las intenciones depravadas; un corazón firme, que no se quebrante ante ninguna tribulación; y un corazón libre, que no se deje vencer por alguna pasión violenta
Concédeme, un corazón vigilante, que no se desvíe de ti, un corazón noble que no se deje arrastrar por las cosas terrenas; un corazón recto, que no se incline ante las intenciones depravadas; un corazón firme, que no se quebrante ante ninguna tribulación; y un corazón libre, que no se deje vencer por alguna pasión violenta
Rezar con confianza
Entre las gracias que pide Tomás a Dios, al final de
la oración Concede mihi, está el don de la confianza:
«Concédeme, Señor Dios mío, […] una perseverancia que espere confiada en Ti, una confianza que al fin te alcance».
Confianza: es la palabra que, quizás más que cualquier otra, saca a relucir el carácter distintivo de la oración de Aquino. En el Compendio de teología, señala: «La confianza que un ser humano tiene en Dios debe ser muy segura (certísima)».
De igual modo, hablando sobre la oración del Padrenuestro a una iglesia atestada de gente en Nápoles, declara: «De todas las cosas que se requieren de nosotros cuando oramos, la confianza es de gran utilidad».
Entonces añade: «Por eso […] Nuestro Señor, al enseñarnos a orar, pone ante nosotros aquellas cosas que nos dan confianza, como la bondad amorosa de un padre, implícita en las palabras: Padre Nuestro»
«Concédeme, Señor Dios mío, […] una perseverancia que espere confiada en Ti, una confianza que al fin te alcance».
Confianza: es la palabra que, quizás más que cualquier otra, saca a relucir el carácter distintivo de la oración de Aquino. En el Compendio de teología, señala: «La confianza que un ser humano tiene en Dios debe ser muy segura (certísima)».
De igual modo, hablando sobre la oración del Padrenuestro a una iglesia atestada de gente en Nápoles, declara: «De todas las cosas que se requieren de nosotros cuando oramos, la confianza es de gran utilidad».
Entonces añade: «Por eso […] Nuestro Señor, al enseñarnos a orar, pone ante nosotros aquellas cosas que nos dan confianza, como la bondad amorosa de un padre, implícita en las palabras: Padre Nuestro»
El Padrenuestro es descrito por
Tomás como «la oración más perfectísima».
Es una oración tan sencilla como profunda, y en gran medida, una plegaria. De igual manera, según indica Tomás, lo es también la oración litúrgica de la misa en sí. «En la misa, todo, hasta la consagración del Cuerpo y la Sangre, es “súplica”».
Como seres humanos que somos, debido a la debilidad, nos cuesta creer que somos verdaderamente amados por Dios. Pero Cristo, como nuestro mediador, era capaz, según explica Tomás, «por la devoción de la oración para llegar a Dios y, por la misericordia y la compasión, para llegar a nosotros».
En virtud de la Encarnación, Cristo conocía íntimamente, «por experiencia» propia, lo que era sentirse débil y tentado. Tomás cita la Carta de los Hebreos para explicar: «Él mismo se vio tentado por la debilidad. Por esto puede tener compasión de las debilidades de los demás. Esta es la razón por la que el Señor permitió que Pedro cayera.
En oración, si la oración es honesta, lo que inevitablemente queda al descubierto es nuestra gran necesidad humana: nuestra miseria. Pero también se revela, y cobra mucha mayor importancia, la misericordia, la piedad y la compasión amorosa de Dios. Digno de mención, en este contexto, es el detalle que destaca santo Tomás que arroja luz sobre la liturgia de la misa. Pone en relieve que los textos usados con más frecuencia en la Misa son precisamente los salmos compuestos por David (un hombre «que obtuvo el perdón después de pecar») y las cartas escritas por Pablo (un hombre que igualmente «obtuvo misericordia» «para que con estos ejemplos los pecadores tengan esperanza».
Como hombre y erudito de la oración, santo Tomás se dedicaba plenamente a dos cosas: la contemplación de la Palabra de Dios y la proclamación de la Buena Nueva. Sus «alas» de contemplación, por usar una de sus propias metáforas, eran las de «una paloma», no las de «un cuervo».
Su vida de oración y estudio nunca fueron solo para él mismo. Él era una «paloma» de bondad, y su único objetivo en la vida, a diferencia del «cuervo» egoísta, era servir a las necesidades de los demás y traerles los frutos de su contemplación. Varios de los primeros testigos de la vida de Tomás nos relatan informes de fenómenos místicos tales como visiones, profecías, y el don de las lágrimas. Pero Tomás permanece en silencio con respecto a la historia oculta de su propia vida contemplativa, su vida interior. Su misticismo es reservado, discreto. No encuentra expresión a través de experiencias psicológicas fascinantes o psicoespirituales, sino, más bien, en el estudio contemplativo en oración de la Palabra de Dios durante toda una vida y en las obras inspiradas de sabiduría.
Una de las más brillantes de dichas obras es la segunda parte del Compendio de teología. Compuesta en los últimos años de la vida de Tomás, respira un ambiente de confianza silenciosa y certeza inconfundible. Tomás, consciente de la gracia que la intimidad y la esperanza fresca de la oración pueden ocasionar, hace una observación que arroja luz sobre un fenómeno de su propia práctica individual y entendimiento de la oración.
Es una oración tan sencilla como profunda, y en gran medida, una plegaria. De igual manera, según indica Tomás, lo es también la oración litúrgica de la misa en sí. «En la misa, todo, hasta la consagración del Cuerpo y la Sangre, es “súplica”».
Como seres humanos que somos, debido a la debilidad, nos cuesta creer que somos verdaderamente amados por Dios. Pero Cristo, como nuestro mediador, era capaz, según explica Tomás, «por la devoción de la oración para llegar a Dios y, por la misericordia y la compasión, para llegar a nosotros».
En virtud de la Encarnación, Cristo conocía íntimamente, «por experiencia» propia, lo que era sentirse débil y tentado. Tomás cita la Carta de los Hebreos para explicar: «Él mismo se vio tentado por la debilidad. Por esto puede tener compasión de las debilidades de los demás. Esta es la razón por la que el Señor permitió que Pedro cayera.
En oración, si la oración es honesta, lo que inevitablemente queda al descubierto es nuestra gran necesidad humana: nuestra miseria. Pero también se revela, y cobra mucha mayor importancia, la misericordia, la piedad y la compasión amorosa de Dios. Digno de mención, en este contexto, es el detalle que destaca santo Tomás que arroja luz sobre la liturgia de la misa. Pone en relieve que los textos usados con más frecuencia en la Misa son precisamente los salmos compuestos por David (un hombre «que obtuvo el perdón después de pecar») y las cartas escritas por Pablo (un hombre que igualmente «obtuvo misericordia» «para que con estos ejemplos los pecadores tengan esperanza».
Como hombre y erudito de la oración, santo Tomás se dedicaba plenamente a dos cosas: la contemplación de la Palabra de Dios y la proclamación de la Buena Nueva. Sus «alas» de contemplación, por usar una de sus propias metáforas, eran las de «una paloma», no las de «un cuervo».
Su vida de oración y estudio nunca fueron solo para él mismo. Él era una «paloma» de bondad, y su único objetivo en la vida, a diferencia del «cuervo» egoísta, era servir a las necesidades de los demás y traerles los frutos de su contemplación. Varios de los primeros testigos de la vida de Tomás nos relatan informes de fenómenos místicos tales como visiones, profecías, y el don de las lágrimas. Pero Tomás permanece en silencio con respecto a la historia oculta de su propia vida contemplativa, su vida interior. Su misticismo es reservado, discreto. No encuentra expresión a través de experiencias psicológicas fascinantes o psicoespirituales, sino, más bien, en el estudio contemplativo en oración de la Palabra de Dios durante toda una vida y en las obras inspiradas de sabiduría.
Una de las más brillantes de dichas obras es la segunda parte del Compendio de teología. Compuesta en los últimos años de la vida de Tomás, respira un ambiente de confianza silenciosa y certeza inconfundible. Tomás, consciente de la gracia que la intimidad y la esperanza fresca de la oración pueden ocasionar, hace una observación que arroja luz sobre un fenómeno de su propia práctica individual y entendimiento de la oración.
Escribe: «Cuando oramos a Dios, esa misma oración nos
hace íntimos con Él, pues nuestra alma se eleva a Dios,
conversa con Él en afecto espiritual y le adora en espíritu
y en verdad. Esta intimidad de afecto, experimentada en
la oración, prepara el camino para volver a orar con una
confianza aún mayor».
Capítulo IV
SANTA TERESA DE LISIEUX EN ORACIÓN
Soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección
Unos pocos meses antes de morir, Teresa comentó a una de sus amigas espirituales: «Usted no me conoce tal como soy en realidad . Incluso hoy, me imagino, ella diría lo mismo a cualquiera que fuera incapaz o que no estuviera dispuesto a mirar más allá de la imagen escultórica de la santa, más allá de la dulce, cautivadora imagen que es de una vida perfumada de rosas y sentimiento piadoso. Claro, efectivamente existe una dulzura innegable en el carácter y en los escritos de santa Teresa, pero la verdadera historia de esta «pequeña flor» a veces parece más bien la de una «barra de acero» que la de una diminuta rosa perfumada .
Cuando una de sus hermanas, sor María del Sagrado Corazón, le dijo que los ángeles vendrían en el momento de su muerte y ella les vería «resplandecientes de luz y belleza», Teresa respondió: «Ninguna de esas imágenes me hace bien, no puedo alimentarme más que de la verdad. Por eso, nunca he deseado tener visiones».
Capítulo IV
SANTA TERESA DE LISIEUX EN ORACIÓN
Soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección
Unos pocos meses antes de morir, Teresa comentó a una de sus amigas espirituales: «Usted no me conoce tal como soy en realidad . Incluso hoy, me imagino, ella diría lo mismo a cualquiera que fuera incapaz o que no estuviera dispuesto a mirar más allá de la imagen escultórica de la santa, más allá de la dulce, cautivadora imagen que es de una vida perfumada de rosas y sentimiento piadoso. Claro, efectivamente existe una dulzura innegable en el carácter y en los escritos de santa Teresa, pero la verdadera historia de esta «pequeña flor» a veces parece más bien la de una «barra de acero» que la de una diminuta rosa perfumada .
Cuando una de sus hermanas, sor María del Sagrado Corazón, le dijo que los ángeles vendrían en el momento de su muerte y ella les vería «resplandecientes de luz y belleza», Teresa respondió: «Ninguna de esas imágenes me hace bien, no puedo alimentarme más que de la verdad. Por eso, nunca he deseado tener visiones».
Una vez, cuando
Teresa estaba en los últimos meses de vida y enfrentándose a la muerte, la Madre Inés de Jesús (Paulina) le
pidió que «dijera algunas palabras edificantes» al médico que la atendía y la respuesta de Teresa fue brillante
y mordaz: «¡Ah! […] no es ese mi estilo. Que el Sr.
Cornière piense lo que quiera. Amo solo la sencillez,
me horroriza el “fingimiento”»
.
1. Una vida oculta
Aunque Teresa era enormemente querida por unos pocos en su comunidad, era una figura que pasaba prácticamente desapercibida a la mayoría de las monjas. Sor María de la Trinidad recuerda «Durante su vida en el Carmelo, la Sierva de Dios pasó desapercibida en la comunidad» .
Su propia hermana Celine (sor Genoveva de la Santa Faz) afirma: «Incluso durante sus últimos años, continuó llevando una vida oculta, cuya sublimidad era conocida más por Dios que por las Hermanas que la rodeaban» .
Es sorprendente que ni siquiera sus hermanas carnales tenían idea de la vida interior de santa Teresa, un hecho que ayuda a explicar el asombro de la Madre Inés cuando leyó la parte inicial de Historia de un alma. Nadie había leído estas páginas antes, y en pocos años resultarían ser una obra de impacto colosal en el mundo católico. Apenas capaz de contener su emoción, Inés de Jesús escribió: «Esta niña bendita, que escribió estas páginas celestiales, ¡aún está entre nosotros! Puedo hablar con ella, verla, tocarla. ¡Oh, cómo es desconocida aquí!»
Teresa murió el 30 de septiembre de 1897. Tenía veinticuatro años. Veintiocho años más tarde sería canonizada y el 19 de octubre de 1997 fue declarada doctora de la Iglesia. En aquella ocasión el papa Juan Pablo II comentó: «Todos percibimos, por consiguiente, que hoy se está realizando algo sorprendente. Santa Teresa de Lisieux no pudo acudir a universidades ni realizar estudios sistemáticos. Murió muy joven y, a pesar de ello, desde hoy tendrá el honor de ser Doctora de la Iglesia»
Pero ¿por qué tanta veneración? Juan Pablo explica: «Su ardiente itinerario espiritual manifiesta tal madurez, y las intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas, que le merecen un lugar entre los grandes maestros del espíritu».
2. «Pequeña doctrina» de Teresa
Quiero buscar el medio para ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto, un caminito completamente nuevo Desde muy temprana edad, Teresa deseaba ser una santa. Su ingreso en la vida religiosa fue con el objetivo —la esperanza— de cumplir ese deseo. Naturalmente, desde el principio, sus modelos a seguir eran los grandes santos. Pero pronto Teresa se dio cuenta, y el descubrimiento fue una lección de humildad, que era incapaz de aspirar a los caminos más elevados y desafiantes de la santidad.
1. Una vida oculta
Aunque Teresa era enormemente querida por unos pocos en su comunidad, era una figura que pasaba prácticamente desapercibida a la mayoría de las monjas. Sor María de la Trinidad recuerda «Durante su vida en el Carmelo, la Sierva de Dios pasó desapercibida en la comunidad» .
Su propia hermana Celine (sor Genoveva de la Santa Faz) afirma: «Incluso durante sus últimos años, continuó llevando una vida oculta, cuya sublimidad era conocida más por Dios que por las Hermanas que la rodeaban» .
Es sorprendente que ni siquiera sus hermanas carnales tenían idea de la vida interior de santa Teresa, un hecho que ayuda a explicar el asombro de la Madre Inés cuando leyó la parte inicial de Historia de un alma. Nadie había leído estas páginas antes, y en pocos años resultarían ser una obra de impacto colosal en el mundo católico. Apenas capaz de contener su emoción, Inés de Jesús escribió: «Esta niña bendita, que escribió estas páginas celestiales, ¡aún está entre nosotros! Puedo hablar con ella, verla, tocarla. ¡Oh, cómo es desconocida aquí!»
Teresa murió el 30 de septiembre de 1897. Tenía veinticuatro años. Veintiocho años más tarde sería canonizada y el 19 de octubre de 1997 fue declarada doctora de la Iglesia. En aquella ocasión el papa Juan Pablo II comentó: «Todos percibimos, por consiguiente, que hoy se está realizando algo sorprendente. Santa Teresa de Lisieux no pudo acudir a universidades ni realizar estudios sistemáticos. Murió muy joven y, a pesar de ello, desde hoy tendrá el honor de ser Doctora de la Iglesia»
Pero ¿por qué tanta veneración? Juan Pablo explica: «Su ardiente itinerario espiritual manifiesta tal madurez, y las intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas, que le merecen un lugar entre los grandes maestros del espíritu».
2. «Pequeña doctrina» de Teresa
Quiero buscar el medio para ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto, un caminito completamente nuevo Desde muy temprana edad, Teresa deseaba ser una santa. Su ingreso en la vida religiosa fue con el objetivo —la esperanza— de cumplir ese deseo. Naturalmente, desde el principio, sus modelos a seguir eran los grandes santos. Pero pronto Teresa se dio cuenta, y el descubrimiento fue una lección de humildad, que era incapaz de aspirar a los caminos más elevados y desafiantes de la santidad.
Siempre he deseado ser una santa; pero, ¡ay!, siempre he constatado, cuando me he comparado con los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena hollado bajo los pies de los caminantes; pero en vez de desanimarme, me he dicho: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; puedo, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; agrandarme, es imposible; debo soportarme tal como soy con todas mis imperfecciones […].
Estamos en un siglo de
inventos; ahora no hay que tomarse ya la molestia
de subir los peldaños de una escalera; en las casas de
los ricos un ascensor la reemplaza con creces. Yo
quisiera encontrar también un ascensor para elevarme hasta Jesús […].
Entonces busqué en los libros santos la indicación del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de la
Sabiduría Eterna: Si alguno es pequeñito, que venga
a mí. Entonces yo he venido adivinando que había
encontrado lo que buscaba y queriendo saber, ¡oh, Dios
mío!, lo que haríais con el pequeñito que respondiera a vuestra llamada, continué mis búsquedas y he
aquí lo que encontré: Como una madre acaricia a su
hijo, así os consolaré yo, os llevaré en mi seno ¡y
os meceré sobre mis rodillas! ¡Ah! jamás palabras
más tiernas, más melodiosas, vinieron a alegrar mi
alma; el ascensor que debe elevarme hasta el Cielo
son vuestros brazos, ¡oh, Jesús! Por eso, no tengo
necesidad de agrandarme, al contrario, me conviene permanecer pequeña, empequeñecerme cada vez
más.
Cuando le pidieron que describiera el «caminito» que había descubierto, Teresa respondió: «Es el camino de la infancia espiritual, es el camino de la confianza y la entrega total». Teresa era perfectamente consciente de que aún tenía pecados y faltas, pero ahora era capaz de confesarse, no solo con una franqueza absoluta y sencilla, sino también con una seguridad asombrosa y confianza infantil: «Yo sentía cuán débil e imperfecta era.
Sigo sintiendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no cuento con mis méritos, ya que no tengo ninguno […]. Él solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta Él, y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa».
Cuando le pidieron que describiera el «caminito» que había descubierto, Teresa respondió: «Es el camino de la infancia espiritual, es el camino de la confianza y la entrega total». Teresa era perfectamente consciente de que aún tenía pecados y faltas, pero ahora era capaz de confesarse, no solo con una franqueza absoluta y sencilla, sino también con una seguridad asombrosa y confianza infantil: «Yo sentía cuán débil e imperfecta era.
Sigo sintiendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no cuento con mis méritos, ya que no tengo ninguno […]. Él solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta Él, y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa».
La idea de las
severas mortificaciones de los santos, una forma de
ascetismo de la cual Teresa se siente completamente
incapaz, de ninguna manera la hace sentir excluida del
camino hacia la santidad: «Sé que hay santos que pasaron su vida practicando asombrosas mortificaciones
para expiar sus pecados, pero, ¿qué quiere que le diga?
“Hay muchas moradas en la casa del Padre Celestial”.
Jesús lo ha dicho, y por eso sigo el camino que me
traza».
Este «camino», aunque sea en sí mismo un sendero de alegría y libertad, no representa una huida del desafío de la cruz. No es en absoluto soñador o escapista, ni muestra rasgos de cobardía. En uno de sus poemas, Teresa escribe:
Vivir de Amor es no plantar su tienda En la cima del Tabor en este suelo ¡Es mirar la Cruz como un tesoro! Y subir con Jesús hasta el Calvario [...] .
Este «camino», aunque sea en sí mismo un sendero de alegría y libertad, no representa una huida del desafío de la cruz. No es en absoluto soñador o escapista, ni muestra rasgos de cobardía. En uno de sus poemas, Teresa escribe:
Vivir de Amor es no plantar su tienda En la cima del Tabor en este suelo ¡Es mirar la Cruz como un tesoro! Y subir con Jesús hasta el Calvario [...] .
Sor María de Trinidad, una de las novicias, le preguntó sobre el origen del «caminito» diciendo: «¿De dónde
viene esa enseñanza suya?». Teresa contestó: «Solo Jesús me ha enseñado. Ningún libro, ninguna teología me
ha instruido».
En el pasado, parece ser que Teresa había intentado enseñar su «caminito» a las demás. Pero a
quienes «abrió su alma» no la comprendieron en absoluto. Le contó a sor María que no «recibió ningún estímulo
de nadie». No es difícil, por tanto, imaginar el deleite
que experimentó Teresa cuando un teólogo respetable, el dominico francés Pére Boulanger, había estado
enseñando (independientemente de Teresa) lo que parecen ser elementos de su «pequeña doctrina».
Las páginas de apuntes que perduraron de un retiro que, unos años antes, el dominico había impartido en otro monasterio carmelita, efectivamente parecen captar una pequeña parte de la visión teresiana. Cuando por fin sor María le dio a conocer a Teresa el contenido de estos apuntes, ella exclamó: «¡Qué consuelo me das! ¡No se lo imagina! Saberme apoyada por un experto, un eminente teólogo, me da una alegría incomparable». En un momento dado, Boulanger alude a las aparentes «naderías» que llegan a formar la vida carmelita. Pero cuando estos insignificantes «ceros» se unen a Dios, «el Uno infinito», se convierten en algo manifiestamente lleno de gracia. Teresa estaba claramente impactada por esta reflexión. Unos años antes, en una carta al misionero Piere Adolfe Roulland, por iniciativa propia se refiere a sí misma como la «pequeño cero».
Claramente encantada de unir su vida y la oración con la del misionario, ella escribe: «Trabajemos juntos en la salvación de las almas; yo bien poca cosa puedo hacer, o más bien, absolutamente nada, si estuviese sola; lo que me consuela es pensar que a su lado puedo servir para algo; en efecto, el cero, por sí solo, no tiene valor, pero colocado junto a la unidad, se hace poderoso». ¡En efecto, se hacía poderoso! El 14 de diciembre de 1927, apenas treinta años después de su muerte, Teresa, que ni siquiera había salido de la clausura monástica, fue nombrada santa patrona de las misiones extranjeras por el papa Pío XI.
Para algunos lectores, la pequeñez del «caminito» podría parecer mero sentimentalismo, incluso infantil; pero nada más lejos de la verdad. Teresa entiende que «hacerse pequeña» es tener el coraje y la humildad de enfrentarse a la realidad de la vida de uno mismo y, con la confianza y entrega audaz como la de un niño, renunciar al falso orgullo y todos los demás defectos y los fracasos a Dios Padre. En palabras de Teresa, «Significa estar dispuestos de corazón a hacernos pequeños y humildes en los brazos de Dios, reconociendo nuestra propia debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre».
Tan impresionada estaba sor María ante esta enseñanza de Teresa, que anunció que iba a compartir «el caminito» con todos sus amigos y familiares «para que pudieran ir directos al cielo».
Las páginas de apuntes que perduraron de un retiro que, unos años antes, el dominico había impartido en otro monasterio carmelita, efectivamente parecen captar una pequeña parte de la visión teresiana. Cuando por fin sor María le dio a conocer a Teresa el contenido de estos apuntes, ella exclamó: «¡Qué consuelo me das! ¡No se lo imagina! Saberme apoyada por un experto, un eminente teólogo, me da una alegría incomparable». En un momento dado, Boulanger alude a las aparentes «naderías» que llegan a formar la vida carmelita. Pero cuando estos insignificantes «ceros» se unen a Dios, «el Uno infinito», se convierten en algo manifiestamente lleno de gracia. Teresa estaba claramente impactada por esta reflexión. Unos años antes, en una carta al misionero Piere Adolfe Roulland, por iniciativa propia se refiere a sí misma como la «pequeño cero».
Claramente encantada de unir su vida y la oración con la del misionario, ella escribe: «Trabajemos juntos en la salvación de las almas; yo bien poca cosa puedo hacer, o más bien, absolutamente nada, si estuviese sola; lo que me consuela es pensar que a su lado puedo servir para algo; en efecto, el cero, por sí solo, no tiene valor, pero colocado junto a la unidad, se hace poderoso». ¡En efecto, se hacía poderoso! El 14 de diciembre de 1927, apenas treinta años después de su muerte, Teresa, que ni siquiera había salido de la clausura monástica, fue nombrada santa patrona de las misiones extranjeras por el papa Pío XI.
Para algunos lectores, la pequeñez del «caminito» podría parecer mero sentimentalismo, incluso infantil; pero nada más lejos de la verdad. Teresa entiende que «hacerse pequeña» es tener el coraje y la humildad de enfrentarse a la realidad de la vida de uno mismo y, con la confianza y entrega audaz como la de un niño, renunciar al falso orgullo y todos los demás defectos y los fracasos a Dios Padre. En palabras de Teresa, «Significa estar dispuestos de corazón a hacernos pequeños y humildes en los brazos de Dios, reconociendo nuestra propia debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre».
Tan impresionada estaba sor María ante esta enseñanza de Teresa, que anunció que iba a compartir «el caminito» con todos sus amigos y familiares «para que pudieran ir directos al cielo».
Al oír esta declaración, Teresa
sintió que era necesario avisarla de que si «el caminito»
se explicara mal, podría malinterpretarse o «ser tomado
por quietismo». Efectivamente, Jesús pide sencillamente «abandono y agradecimiento», no demanda «grandes
acciones». No obstante, como observa con elocuencia
el papa Francisco citando a Teresa: «[Dios] encuentra
pocos corazones que se entreguen a él sin reservas, que
comprendan toda la ternura de su amor infinito».
En cuanto se haya establecido la confianza en Dios y la entrega infantil como una nueva faceta de la vida del santo o pecador, todo cambia. Puede que el santo o el pecador siga luchando más que nunca, de hecho, para mantener la fe en los ideales más elevados del Evangelio; pero, a la vez, está aprendiendo a sobrellevar sus defectos y fracasos con más humildad, más paciencia. Dejan de experimentar un temor de Dios abrumador, y no sienten vergüenza al ser meros humanos. La confianza infantil en Dios, una confianza tan serena, se manifiesta una y otra vez en la vida de Teresa, y de una forma tan audaz que a veces puede ser alarmante. Así, por ejemplo, hacia el final de su vida, Teresa no dudo en declarar:
«¡Oh, qué feliz me siento al verme imperfecta y con tanta necesidad de la misericordia de Dios en el momento de la muerte!».
Al oír una declaración semejante, alguien de nuestra propia generación que comparte esta experiencia de lucha contra la debilidad y está fracasando terriblemente, podría sentirse impulsado a decir: «Es sorprendente, sí, pero hay una gran diferencia entre la situación de la joven santa Teresa, que había vivido toda su vida en una clausura monástica, y mi propia situación desgraciada.
¿Cómo puedo yo, con todos mis pecados a cuestas, atreverme con confianza a acudir a Dios?». Con estas palabras, podría parecer que el «pecador» pone un abrupto final a toda conversación con la santa. Pero Teresa no se rinde con facilidad. Muestra algunas de sus ideas indomables sobre el tema: «El pecado mortal no me quitaría la confianza». Y de nuevo: «Aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de Jesús, porque sé muy bien cuánto quiere al hijo pródigo que vuelve a Él. No es porque Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del pecado mortal por lo que me elevo a Él por la confianza y el amor».
3. La oración en la práctica
Un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la prueba como en medio de la alegría
En cuanto se haya establecido la confianza en Dios y la entrega infantil como una nueva faceta de la vida del santo o pecador, todo cambia. Puede que el santo o el pecador siga luchando más que nunca, de hecho, para mantener la fe en los ideales más elevados del Evangelio; pero, a la vez, está aprendiendo a sobrellevar sus defectos y fracasos con más humildad, más paciencia. Dejan de experimentar un temor de Dios abrumador, y no sienten vergüenza al ser meros humanos. La confianza infantil en Dios, una confianza tan serena, se manifiesta una y otra vez en la vida de Teresa, y de una forma tan audaz que a veces puede ser alarmante. Así, por ejemplo, hacia el final de su vida, Teresa no dudo en declarar:
«¡Oh, qué feliz me siento al verme imperfecta y con tanta necesidad de la misericordia de Dios en el momento de la muerte!».
Al oír una declaración semejante, alguien de nuestra propia generación que comparte esta experiencia de lucha contra la debilidad y está fracasando terriblemente, podría sentirse impulsado a decir: «Es sorprendente, sí, pero hay una gran diferencia entre la situación de la joven santa Teresa, que había vivido toda su vida en una clausura monástica, y mi propia situación desgraciada.
¿Cómo puedo yo, con todos mis pecados a cuestas, atreverme con confianza a acudir a Dios?». Con estas palabras, podría parecer que el «pecador» pone un abrupto final a toda conversación con la santa. Pero Teresa no se rinde con facilidad. Muestra algunas de sus ideas indomables sobre el tema: «El pecado mortal no me quitaría la confianza». Y de nuevo: «Aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de Jesús, porque sé muy bien cuánto quiere al hijo pródigo que vuelve a Él. No es porque Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del pecado mortal por lo que me elevo a Él por la confianza y el amor».
3. La oración en la práctica
Un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la prueba como en medio de la alegría
La sencillez de la oración de Teresa está en armonía con la sencillez de su vida. Dice: «No tengo valor
para sujetarme a buscar en los libros bellas oraciones,
esto me causa dolor de cabeza, […] le digo a Dios con
toda sencillez lo que quiero decirle, sin componer bonitas
frases, y siempre me entiende». Teresa está encantada
de dejar los libros sobre la vida espiritual que le resultan
excepcionalmente densos o complejos y tratados que ni
comprende ni consigue trasladar la teoría a la práctica,
a aquellas «grandes almas» llamadas a perseguir perfección de maneras extraordinarias. Pero eso no era su llamada: «A las almas sencillas no les hacen falta medios
complicados; […] yo soy de ese número».
Inicialmente, es muy probable que a Teresa le resultara alarmante el hecho de descubrir que era incapaz de seguir el sendero del ascetismo radical y alto misticismo, los «caminos extraordinarios» de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila. Un detalle entre otros que ayudó a persuadir a la joven carmelita que su llamada en concreto requería un camino más humilde, más «ordinario», era su costumbre decididamente poco heroica de quedarse dormida durante la hora de la meditación. Sin embargo, lejos de desalentarse por este «fracaso», Teresa respondió con esta reflexión: «Debería causarme aflicción el dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones […]. Pienso, en fin, que “el Señor conoce nuestra fragilidad, que se acuerda de que no somos más que polvo”».
Para ayudar a concentrarse en Dios y también para mantenerse despierta durante la hora de meditación, Teresa decide recurrir a la humilde práctica de la lectura espiritual. Pero descubre «si abro un libro […] incluso el más bello, el más conmovedor, siento inmediatamente que mi corazón se encoge».
Inicialmente, es muy probable que a Teresa le resultara alarmante el hecho de descubrir que era incapaz de seguir el sendero del ascetismo radical y alto misticismo, los «caminos extraordinarios» de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila. Un detalle entre otros que ayudó a persuadir a la joven carmelita que su llamada en concreto requería un camino más humilde, más «ordinario», era su costumbre decididamente poco heroica de quedarse dormida durante la hora de la meditación. Sin embargo, lejos de desalentarse por este «fracaso», Teresa respondió con esta reflexión: «Debería causarme aflicción el dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones […]. Pienso, en fin, que “el Señor conoce nuestra fragilidad, que se acuerda de que no somos más que polvo”».
Para ayudar a concentrarse en Dios y también para mantenerse despierta durante la hora de meditación, Teresa decide recurrir a la humilde práctica de la lectura espiritual. Pero descubre «si abro un libro […] incluso el más bello, el más conmovedor, siento inmediatamente que mi corazón se encoge».
En esta situación de «impotencia» recurre a las Escrituras, en particular al Nuevo
Testamento. Escribe: «Pero por encima de todo, el Evangelio es el que me sustenta durante mis oraciones […].
Siempre descubro en él luces nuevas, sentidos ocultos y
misteriosos».
Teresa hace referencia a las «nuevas luces», pero no
hay ni rastro de visiones especiales ni ningún tipo de experiencia mística. Teresa no desea en absoluto ayudas
«extraordinarias» de ese tipo.
Con respecto a visiones,
por ejemplo, comenta: «¡Oh! no, no deseo ver a Dios en
la tierra ¡Y sin embargo, le amo! Amo también mucho a la Santísima Virgen y a los Santos, y tampoco deseo
verlos».
En mayo de 1890, cuando su familia decidió
hacer un peregrinaje a Lourdes, Teresa le escribió a la
hermana Inés: «No tengo deseo de ir a Lourdes para tener éxtasis, ¡prefiero “la monotonía del sacrificio”!».
Con lo cual, Teresa decidió no emprender una búsqueda de María en Lourdes —ese lugar sagrado de visión—; en cambio, la buscó, podríamos decir, en Nazaret, y la encontró allí llevando una vida decididamente
ordinaria: «Nada de raptos, éxtasis o milagros […] a
adornar vino tu existencia! [...] Por el camino común,
incomparable Madre te gusta marchar para guiarles al
Cielo». Un santo de la «vía ordinaria» a quién Teresa
admiraba especialmente era un joven misionario francés,
posteriormente canonizado, san Juan Teófano Vénard.
Teresa escribe: «Teófano Vénard me gusta más todavía que san Luis Gonzaga, porque la vida de san Luis Gonzaga es extraordinaria, y la suya completamente ordinaria». Después añade: «San Luis Gonzaga estaba serio aun en la recreación, pero Teófano Vénard estaba siempre alegre».
Como ejemplos de confianza audaz e infantil y oración sencilla, Teresa tomaba como referentes a dos figuras del Evangelio en particular: el publicano y María Magdalena. Escribe: «No es al primer puesto, sino al último a donde me lanzo; en vez de adelantarme con el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano, pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena; su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia».
Salpicadas a lo largo de todas las cartas, los poemas, las obras, y su célebre autobiografía, encontramos oraciones de varios tipos, algunas formales, pero la mayoría libres y espontáneas. Tras los años, Teresa oró no solo por su familia inmediata y comunidad, sino también por los pecadores. Es más, con el paso del tiempo, su oración por los pecadores asumiría una forma que nadie habría podido prever.
La razón para dicha evolución en su manera de orar se demuestra mejor a través de una serie de sucesos descritos en Historia de un alma. Teresa, al haber tosido sangre numerosas veces, se dio cuenta del escaso tiempo que le quedaba de vida. En esos momentos, gozaba «de una fe tan viva, tan clara» que, en lugar de sentirse devastada por la noticia, estaba, de hecho, emocionada ante la expectativa de partir pronto al cielo. Pero luego ocurrió algo que cambió todo. «Él [Dios] permitió que mi alma fuese invadida por las más espesas tinieblas».
La idea del cielo, que antes había sido «tan dulce», ahora se convirtió en «un motivo de combate y tormento». Explica Teresa: «Las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen, burlándose de mí […]: crees salir un día de las nieblas que te rodean, adelante, adelante, alégrate con la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».
Las tinieblas del espíritu que soporta Teresa con una angustia tremenda, aunque podrían parecer idénticas a la experiencia descrita por místicos cristianos como la «noche oscura», logran algo bastante distinto y enteramente inesperado: no solo una transformación destacable en la relación de Teresa con Dios, podemos suponer, sino una transformación también en su manera de rezar por los pecadores y en su manera de relacionarse con ellos, los mismos «pecadores» cuyas voces podía oír en la noche burlándose de todo cuanto ella amaba. Es un asombroso acontecimiento de gracia. Teresa ya no reza simplemente desde dentro de la sagrada clausura carmelita por los pobres pecadores desdichados que viven fuera en el mundo.
Teresa escribe: «Teófano Vénard me gusta más todavía que san Luis Gonzaga, porque la vida de san Luis Gonzaga es extraordinaria, y la suya completamente ordinaria». Después añade: «San Luis Gonzaga estaba serio aun en la recreación, pero Teófano Vénard estaba siempre alegre».
Como ejemplos de confianza audaz e infantil y oración sencilla, Teresa tomaba como referentes a dos figuras del Evangelio en particular: el publicano y María Magdalena. Escribe: «No es al primer puesto, sino al último a donde me lanzo; en vez de adelantarme con el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano, pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena; su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia».
Salpicadas a lo largo de todas las cartas, los poemas, las obras, y su célebre autobiografía, encontramos oraciones de varios tipos, algunas formales, pero la mayoría libres y espontáneas. Tras los años, Teresa oró no solo por su familia inmediata y comunidad, sino también por los pecadores. Es más, con el paso del tiempo, su oración por los pecadores asumiría una forma que nadie habría podido prever.
La razón para dicha evolución en su manera de orar se demuestra mejor a través de una serie de sucesos descritos en Historia de un alma. Teresa, al haber tosido sangre numerosas veces, se dio cuenta del escaso tiempo que le quedaba de vida. En esos momentos, gozaba «de una fe tan viva, tan clara» que, en lugar de sentirse devastada por la noticia, estaba, de hecho, emocionada ante la expectativa de partir pronto al cielo. Pero luego ocurrió algo que cambió todo. «Él [Dios] permitió que mi alma fuese invadida por las más espesas tinieblas».
La idea del cielo, que antes había sido «tan dulce», ahora se convirtió en «un motivo de combate y tormento». Explica Teresa: «Las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen, burlándose de mí […]: crees salir un día de las nieblas que te rodean, adelante, adelante, alégrate con la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».
Las tinieblas del espíritu que soporta Teresa con una angustia tremenda, aunque podrían parecer idénticas a la experiencia descrita por místicos cristianos como la «noche oscura», logran algo bastante distinto y enteramente inesperado: no solo una transformación destacable en la relación de Teresa con Dios, podemos suponer, sino una transformación también en su manera de rezar por los pecadores y en su manera de relacionarse con ellos, los mismos «pecadores» cuyas voces podía oír en la noche burlándose de todo cuanto ella amaba. Es un asombroso acontecimiento de gracia. Teresa ya no reza simplemente desde dentro de la sagrada clausura carmelita por los pobres pecadores desdichados que viven fuera en el mundo.
No, ahora ha aceptado que Dios la coloque fuera
del Carmelo, por así decirlo, sentada a la mesa junto con
los «pecadores e incrédulos», sus «hermanos»: «Pero,
Señor, vuestra hija ha comprendido vuestra divina luz,
ella os pide perdón para sus hermanos, ella acepta comer hasta que vos lo queráis el pan del dolor y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde
comen los pobres pecadores, antes del día señalado por
vos. Pero ¿no puede ella también decir en su nombre,
en nombre de sus hermanos: Tened piedad de nosotros,
Señor, porque somos pobres pecadores?».
CONCLUSIÓN
Los santos, vistos a distancia, pueden parecer remotos e intimidatorios; sus caminos hacia la unión con Dios siguen un sendero que, o bien es muy elevado y místico, o el ascetismo excesivamente feroz para el creyente común. Pero, aunque sus vidas son de hecho heroicas y ejemplares, los santos son las últimas personas en juzgar severamente la lucha y debilidad humana. Teresa señala en una de sus últimas cartas que los santos —los «bienaventurados» en el cielo—: «Tienen una gran compasión de nuestras miserias; se acuerdan de que siendo como nosotros, frágiles y mortales, cometieron las mismas faltas, sostuvieron los mismos combates»
Esta declaración audaz de Teresa ayuda a explicar el «vínculo de unión» que en la cristiandad ha existido siempre entre el santo y el pecador. Charles Péguy escribe: «El pecador extiende la mano al santo; le da la mano al santo porque el santo le da la mano a él. Y juntos, uno a través del otro, el uno levantando al otro, ascienden a Jesús»
CONCLUSIÓN
Los santos, vistos a distancia, pueden parecer remotos e intimidatorios; sus caminos hacia la unión con Dios siguen un sendero que, o bien es muy elevado y místico, o el ascetismo excesivamente feroz para el creyente común. Pero, aunque sus vidas son de hecho heroicas y ejemplares, los santos son las últimas personas en juzgar severamente la lucha y debilidad humana. Teresa señala en una de sus últimas cartas que los santos —los «bienaventurados» en el cielo—: «Tienen una gran compasión de nuestras miserias; se acuerdan de que siendo como nosotros, frágiles y mortales, cometieron las mismas faltas, sostuvieron los mismos combates»
Esta declaración audaz de Teresa ayuda a explicar el «vínculo de unión» que en la cristiandad ha existido siempre entre el santo y el pecador. Charles Péguy escribe: «El pecador extiende la mano al santo; le da la mano al santo porque el santo le da la mano a él. Y juntos, uno a través del otro, el uno levantando al otro, ascienden a Jesús»
Oír, escuchar atentamente, a cuatro célebres santos
en oración íntima en este breve estudio —Agustín, Teresa de Ávila, Tomás y Teresa de Lisieux— ha sido toda
una revelación. Los cuatro santos, aunque inspirados
por la misma fe cristiana y de formas parecidas, a la vez
son asombrosamente diversos en su carácter y estilo, los
cuatro capaces de transmitir la frescura de la novedad y
la sorpresa del Evangelio en sus reflexiones sobre la oración de manera maravillosa. El hecho de su diversidad
y las numerosas diferencias llamativas entre ellas, conlleva un mensaje, según propongo, no carente de importancia en nuestras vidas actuales, un mensaje expresado
hace siglos por santa Teresa de Ávila: «No a todos lleva
Dios por un camino; y, por ventura, el que le pareciere va
por muy más bajo, está más alto en los ojos del Señor»
Uno de los santos que tuvo un impacto tremendo en la vida de santa Teresa de Lisieux era su correligionario carmelita, el místico y poeta español san Juan de la Cruz. Teresa lo veneraba profundamente, pero consideraba su sendero místico y ascético tan extraordinario, que se dio cuenta de que ella tendría que encontrar un camino a Dios diferente para ella misma, un camino más «ordinario».
Uno de los santos que tuvo un impacto tremendo en la vida de santa Teresa de Lisieux era su correligionario carmelita, el místico y poeta español san Juan de la Cruz. Teresa lo veneraba profundamente, pero consideraba su sendero místico y ascético tan extraordinario, que se dio cuenta de que ella tendría que encontrar un camino a Dios diferente para ella misma, un camino más «ordinario».
Por tanto, ella no emprendería su viaje como una
heroína, ascendiendo la montaña imposiblemente alta de
Carmelo. No, ella descendería, por así decirlo, y con la
humildad y sencillez de una niña, cayéndose a los brazos
de Jesús, confiando en Él con la seguridad absoluta de
que la llevaría paulatinamente a las alturas de unión. Era
este «caminito» que, con el paso del tiempo, Teresa se
vio llamada a comunicar a los demás. Tocando directamente el tema del «petite voi», Teresa, con los pies en la
tierra, dirige el siguiente consejo a una de sus hermanas:
«Quieres subir a una alta montaña, pero el buen Dios
quiere que bajes; te espera en el fondo del fértil valle de
la humildad»
En ocasiones, Teresa cita líneas sueltas y frases tanto de la poesía como de la prosa de san Juan de la Cruz. Entre otros, un texto, que le resultó particularmente llamativo y a la que se refiere numerosas veces, es una breve meditación en prosa titulada «Oración del alma enamorada». La hermana Genoveva nos relata que esta oración en particular llenaba a Teresa «con alegría y esperanza»
Y es fácil ver por qué.
En ocasiones, Teresa cita líneas sueltas y frases tanto de la poesía como de la prosa de san Juan de la Cruz. Entre otros, un texto, que le resultó particularmente llamativo y a la que se refiere numerosas veces, es una breve meditación en prosa titulada «Oración del alma enamorada». La hermana Genoveva nos relata que esta oración en particular llenaba a Teresa «con alegría y esperanza»
Y es fácil ver por qué.
Expresa una convicción de ser amada por Dios con una audacia que iguala la
suya misma. Pero casualmente, así no es como empieza
la oración. Las primeras frases presentan a un hombre
claramente atormentado por la idea de que Dios pudiera
seguir recordando sus «pecados» pasados, o quizás se
fije en la carencia de «obras buenas» en su vida. Pero,
si estas cosas no son el problema, ¿cuál es la razón de
la «demora»?: «¿Qué esperas, clementísimo Señor mío?
¿Por qué te tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y
misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi pobreza
pues la quieres, y dame ese bien, pues que tú también le
quieres. […] ¿Cómo se levantará a ti el hombre engendrado y criado en bajezas, si no le levantas tú, Señor, con
la mano que le hiciste?»
Aún en estado de aflicción, Juan —buscando compasión— de repente recuerda a Cristo, el hijo de Dios, y eso lo cambia todo. El pecador desgraciado deja de ser atormentado por los fracasos de su pasado. Al contrario, ahora es capaz de respirar hondo con una nueva confianza y una nueva alegría.
Aún en estado de aflicción, Juan —buscando compasión— de repente recuerda a Cristo, el hijo de Dios, y eso lo cambia todo. El pecador desgraciado deja de ser atormentado por los fracasos de su pasado. Al contrario, ahora es capaz de respirar hondo con una nueva confianza y una nueva alegría.
No se me ocurre mejor manera
de terminar esta breve obra sobre santos y pecadores que
citar las palabras de san Juan de la Cruz: «No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo
Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso
me holgaré que no te tardarás si yo espero. ¿Con qué
dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios
en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra;
mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas
las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí,
porque Cristo es mío y todo para mí»