La oración de Jesús (Apuntes sobre oración)

DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN 
APUNTES SOBRE LA ORACIÓN

La oración de Jesús
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
Juan López Vergara
BAC Popular

BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID • 2024
Textos bíblicos tomados de Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Damos las gracias a la Fundación Terzo Piastro por su contribución a la publicación de los volúmenes.
© Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo - Libreria Editrice Vaticana, 2024
00120 Ciudad del Vaticano © de esta edición: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024
Manuel Uribe, 4. 28033 Madrid
www.bac-editorial.es
Depósito legal: M-5665-2024
ISBN: 978-84-220-2330-2
Preimpresión: M.ª Teresa Millán Fernández
Impresión: Anebri, S.A. Pinto (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño de cubierta: BAC
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org;
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ÍNDICE GENERAL
Nota del editor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Introducción del Santo Padre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
LA ORACIÓN DE JESÚS
Abba, tu bondad me nubló los ojos, y desde lo hondo de mis entrañas te bendigo. . . . . . . . . . . . . . . . 3
Abba, tu Palabra es antorcha para mis pasos. . . . . . . 5
Abba, hoy confirmé que sueño con tus propios sueños. . 9
Abba, mi madre apresuró los comienzos del Evangelio. 15
Abba, tu amor providente lo abraza todo. . . . . . . . . . 19
Abba, te pido des valentía y entusiasmo a quienes decidan seguirme. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Abba, les enseñé que aprender a orar es aprender a esperar y, por tanto, aprender a vivir. . . . . . . . . . 25
Abba, te bendigo, me has confiado y transmitido todo. 29
Abba, hoy los animé a venir a mí . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Abba, las palabras de Pedro removieron mi alma. . . . 35
Abba, proclamé que si el grano de trigo no muere, queda él solo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  . 37
Abba, hoy revelé, que quien decida venir detrás de mí, después de sufrir, verá la luz. . . . . . . . . . . . . . 39
VIII Índice general
Abba, te bendigo por confirmar mi misión primordial. 43
Abba, la encomienda recibida cobra vida a partir de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . 47
Abba, compartí tu maravillosa alegría. . . . . . . . . . . . 51
Abba, ¿por qué, por qué…?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
Abba, aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. . . . . . . . . . . . . . . . 57
Abba, comprendo ahora con mi vida aquello que he revelado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Abba, prometí al malhechor arrepentido que hoy estaría conmigo en el Paraíso. . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Gracias, Abba, por escucharme. . . . . . . . . . . . . . . . . . 69


NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.

Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025.

Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».

INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE

La oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar palabras para expresar este misterio. ¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los maestros de espiritualidad, así como de las reflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre y sólo en la sencillez de quienes la viven.

Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).

El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta. ¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.

Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.
Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).

En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que Introducción del Santo Padre XIII nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.

Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa. Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación.

Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón. Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.

La oración de Jesús

ABBA, TU BONDAD ME NUBLÓ LOS OJOS, Y DESDE LO HONDO DE MIS ENTRAÑAS TE BENDIGO

Después de treinta años transcurridos en el silencio y el alejamiento de un oscuro pueblo de Galilea, Jesús se adentra en el desierto y escucha al Bautista, testigo de la verdad. Juan no remite nunca a sí mismo, sino a alguien más grande que él. El Nazareno acude a Juan como si fuera el último de los pecadores, e inclinando la cabeza con humildad es bautizado en el Jordán.
¡Esta experiencia única de la paternidad de Dios, a quien llama: Abba —que en su lengua natal aramea significa: Papá—, lo va a marcar para siempre, transformando su vida! Jesús es colmado por la unción de la bondad del Espíritu. Y es una comunicación que va más allá de las vivencias ordinarias con su Padre, quien dialoga con él descubriéndole el maravilloso misterio de su filiación única.

Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán.
Apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacia él como una paloma. Se oyó una voz desde los cielos:
«Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,9-11).
Abba, me encuentro a diario contigo en oración, donde respiro esperanza, me he preguntado no solo por lo que esperas de mí, por aquello que debo hacer, para lo cual me has enviado, sino también quién soy yo. Hoy he vivido un instante culminante en mi caminar, cuando al salir del agua, vi rasgarse los cielos y al Espíritu descender sobre mí. Y te escuché decirme que soy tu Hijo amado.

¡Qué aventura más sorprendente ser tu Hijo, Abba, en quien tienes tus complacencias! El Espíritu fue el causante de la interiorización de esta única y sublime conciencia de filiación, que escuché de tus labios, Abba.

Abba, abro mi corazón a ti, que eres el centro de mi vida y la fuente de mi existencia, para comprender lo que has querido decirme. Me sentí lleno del Espíritu, descubriéndome a mí mismo como tu hijo muy querido, y se encendió en mí el deseo de hacer tu voluntad, de llevar a cabo tu obra.

En un instante eterno, en esa maravillosa proximidad contigo, Abba, me has descubierto los esplendores de mi filiación.

Es a esta luz como la misión de mi vida adquiere su verdadera dimensión y se revela en su profundidad espiritual y humana: ser el testigo de tu paternidad, y compartir aquello que tú me vayas enseñando. Me siento consagrado y confortado por ti, Abba, en esta intimidad filial, que al mismo tiempo apertura mi misión. ¡Oh Abba, tu bondad me nubló los ojos! Y desde lo hondo de mis entrañas te bendigo por ello.

ABBA, TU PALABRA ES ANTORCHA PARA MIS PASOS


El alma de Jesús, el hombre venido de Dios, vibraba con el misterio latente en su carne. En un momento decisivo realizó una elección, que lo consagrará: cumplir la voluntad de Dios. Al igual que toda elección humana, también la de él pasó por algunas pruebas, justo luego de haber experimentado las complacencias de su Abba.

Y, Jesús, desde su distintiva serenidad interior, en un debate teológico cara a cara con el confusor, lo vence, al recurrir a la compañera de toda su vida: la divina Palabra, con el esmero de quien trata aquello que ama. Jesús ha vencido y seguirá venciendo durante toda su vida.

Habiendo él pasado semejante prueba, puede ayudar a los que la están pasando. Él es en todo igual a los hombres excepto en el pecado. 

Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. 
El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero él le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo, y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». 
Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”». 
De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré si te postras y me adoras. 
Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y solo a él darás culto”». 
Entonces lo dejó el diablo. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y lo servían (Mt 4,1-11).

Abba, brillaba la luna iluminando mis pasos, cuando el Espíritu me empujó al desierto. Al final de los cuarenta días y cuarenta noches de una permanencia preciosa, en unión íntima contigo, me quedé con la mirada fija en la primorosa sublimidad de tu rostro. Y fui habitado por el anhelo de prepararme para mi ministerio público, descubriéndome decidido a cumplir tu voluntad.

Me sentí, Abba, profundamente agradecido. Nos hablamos de corazón a corazón.
Cuando el sol comenzaba a regalarnos sus primeros rayos, sentí hambre, Abba. Era tal mi debilidad que apenas podía tenerme en pie. Sin embargo, al mismo tiempo me sentí débil y fuerte. Una voz en mi interior me decía que tu Palabra es luz, que desvela nuestros secretos interiores, confrontándonos con la verdad. En un brevísimo instante, el adversario, experto en calumniar, Abba se acercó para probarme. Él me habló como en un susurro, determinado a hacerme caer, diciéndome que, si era el Hijo de Dios, dijera que esas piedras se conviertan en panes.

En medio de tales tinieblas, Abba, me abandoné al misterio de tu amor. Mis papás solían repetir que nada hay más noble en la vida que un sublime recuerdo. Y mi corazón latió con uno de ellos. Se trata de mi santa madre, quien, al despuntar de un día luminoso, transportada por la fuerza del Espíritu, con amorosa solicitud contemplativa saboreaba el misterio de tu Palabra. Siempre parecía que su alma estaba en oración. Ella fundió sus ojos con los míos, haciéndome saber que tu Palabra tenía un nombre. Esto lo debió experimentar con gran fuerza, al extremo de saberse hija de su Hijo. Abba, no quiero otra cosa que ser fiel a la misión que me confías, y buscar la ayuda en tu Palabra, que tiene el poder de dar vida a quien la observa con fidelidad.

En la gratuidad de tu amor que me afirma y me sostiene y nos une desde siempre y para siempre, rechacé al confusor, asegurándole que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de tu boca, Abba. Fiel a mi vocación lo puse en su sitio. Él no aceptó la derrota, Abba. Me sometió de nuevo conduciéndome a Jerusalén. En el alero del Templo, echó mano de tu Palabra, enfrentándome con mi identidad, al decirme que, si era el Hijo de Dios, me tirara, porque está escrito que a tus ángeles encomendarías para que no tropezara mi pie en ninguna piedra.
Le respondí negándome a probarte. Tu Palabra, Abba, puede engañarnos si falta el espíritu de la obediencia. E hice mías las palabras que dijiste un día a través de Moisés, de que no tentarás al Señor tu Dios. Me llevó a un monte y me mostró la embriaguez que puede provocar el poder. Me pidió que renunciara a adorarte, Abba. A mí, ¡que adorándote existo!

Le mandé apartarse diciéndole: al Señor, tu Dios, adorarás. Y partió con el mal sabor de su fracaso, perdiéndose en el horizonte, como una horrorosa mancha. El príncipe del mundo no tiene ningún poder sobre mí. Se acercaron unos mensajeros tuyos y me servían. Abba, gracias porque tu Palabra fue la antorcha para mis pasos, luz para mi sendero..

ABBA, HOY CONFIRMÉ QUE SUEÑO CON TUS PROPIOS SUEÑOS


El tiempo de Jesús quedó inaugurado con la fuerza del Espíritu enseñando en sus sinagogas. Él es el maestro. Vino a su querida aldea de Nazaret, donde fue concebido. Ahí creció y llegó a ser hombre. En su modesta casa de oración en la liturgia del sábado, comenzó su obra según la voluntad del Espíritu, con la certeza que la Escritura contiene la Palabra de Dios.

Jesús, nacido bajo la ley, se amoldó al ritual; y al igual que todo judío pidió autorización al jefe de la sinagoga, para hacer la lectura, inclinó su cabeza al recibir el rollo del profeta Isaías y, encontró un pasaje, en el cual vislumbró el que sería el programa de su vida.

¡Un texto magnífico! Es el gran anuncio kerigmático que entraña el cumplimiento de la profecía. Jesús se presentó ungido por el Espíritu del Señor, como el heraldo de la Buena Noticia, enviado a sembrar libertad, luz y gracia. Sus palabras se acogieron con agrado, pero también con cierta sorpresa, símbolo del ministerio de Jesús y de las reacciones que va a provocar, prefigurado en el oráculo de Simeón.

Enseguida, inesperadamente, saltaron de la admiración a la animosidad, con tintes de dramatismo, y el hijo de José se agigantó abriéndose paso por encima de todos.

 Vino a Nazaret, donde se había criado, entró, según su costumbre, en la sinagoga el día sábado, y se levantó para hacer la lectura.

Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino (Lc 4,16-30).
Abba, hoy confirmé que sueño con tus propios sueños  Abba, ha sido un día muy intenso. Solo en ti descansa mi alma, de ti viene mi esperanza. Por experiencia sé que detrás de cada noche viene una aurora sonriente. Permanecer en oración contigo constituye mi esencia más íntima. Tú eres un Dios que tiene corazón, amas con amor eterno, como nos ha revelado el profeta.

Lo más profundo y rico de ti, Abba, es tu bondad, reflejo de tu misericordia. Yo te amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi entendimiento y con todas mis fuerzas, Abba. Me deleito en tu bondad. Al leer el Libro Santo, en un divino relámpago de verdad, comprendí que habías enviado al profeta a anunciar a mis hermanos desterrados que vendrías a visitarlos pronto, y confirmé mi vocación: difundir la esperanza del Evangelio a los pobres, a los cautivos, a los ciegos y a los oprimidos.

Ungido por el Espíritu divino empiezo una nueva fase de mi vida, Abba. Sin cesar un solo instante de interrogarme, he descubierto que la actuación del Espíritu es la estrella que alumbra mis senderos. ¡Estoy dispuesto, Abba, a correr detrás de ella! La dirección decisiva de mi destino me impulsa a anunciar con audacia la Buena Nueva, Abba, un mensaje que trae esperanza y dignidad, en particular a tantos que no cuentan con lo necesario para una vida plenamente humana.

¡Misericordia quieres y no sacrificio!, Abba. Estas palabras resuenan en mi alma desde que era un jovenzuelo, cuando intuí que la relación que tiene contigo una persona no era por cómo hablaba de ti, Abba, sino por cómo trataba a sus hermanos.

Abba, cada sábado el encargado permitía a mi papá acercarse a los rollos santos. Él los besaba con reverente piedad. Revolviendo recuerdos me veo recostar mi cabecita en su pecho. En un arrebato espontáneo me abrazó y besó mi frente con la misma reverente piedad que a los rollos santos. En ese instante eterno sentí resplandecer mi ser con la sacralidad intrínseca de los colores del misterio.

Sí, era un hombre sencillo, con la gloria de los humildes, convencido que la vida es bella y merece vivirse.
Era sensible a las notas de tu divina sinfonía: la justicia. Y la justicia no la asumía, Abba, como muchos escribas. Su justicia, en una palabra, era amor. El sentimiento dominante hacia él, que habita mi ser desde la infancia, está impregnado de un enorme agradecimiento, querido Abba.

Afirmé con profunda seriedad y gravedad que hoy se cumplió, Abba, esta Escritura en los oídos de aquellos entre los que crecí, jugué y trabajé. Por más de treinta años transcurrió mi vida entre ellos. Se asombraron de mi afirmación, pero no les bastó, querían que realizara las curaciones que se decía había hecho en Cafarnaún. Quedé sorprendido por su reacción imprevista. ¡Un giro desconcertante!, Abba!.

Me miraron, Abba, con recelo. Para ellos sigo siendo solo el hijo de José. Amplié el horizonte de mi misión, recordándoles aquel dicho que dice que ningún profeta es bien acogido en su pueblo, hasta terminar evocando a los profetas Elías y Eliseo que salvaron también a algunos paganos. Abba, sentí que un sudor frío me corría por la espalda. La reacción de los que me conocían me parece inaudita, querían despeñarme, pero cuando me di cuenta, ya los había dejado atrás.

Agacho mi cabeza ante ti, Abba, en profunda oración y, retenidas lágrimas inundan mi corazón al pensar en la inmensa pena que todo ello va a causar a mi madre.
Abba, el texto de Isaías no lo hallé por casualidad en la casa de oración, en la liturgia del sábado, sino bajo la guía del Espíritu, con el que estoy ungido. Ahora, te confieso que es la tarea por la que siento me has enviado, confirmándome que sueño con tus propios sueños.

 

ABBA, MI MADRE APRESURÓ LOS COMIENZOS DEL EVANGELIO


María, oyente de la Palabra, mujer colmada de gratitud, quien había llevado la gracia a Juan Bautista, era otra a partir del reencuentro con Jesús en el Templo.

Ni ella ni su queridísimo esposo lo comprendieron. El carácter de la respuesta de su hijo la hizo volver a Nazaret transformada, en una compenetración cordial de fondo, pues María, guardaba todas esas cosas en su corazón.

Ella sabía que la vida de su hijo había brotado de la Palabra viva y eterna de Dios; y día a día era alimentado por ella.
¡Se podría esperar de él cualquier sorpresa…!

Esta certeza la edificó, llevando adelante su vida, haciéndose presente en el primer milagro que manifiesta la gloria de su hijo y, manteniéndola en pie de nuevo en el patíbulo de la cruz.
La actitud de Jesús era única. Su obediencia en el dominio vital de su hogar. ¡Con cuánto cariño los atendía! Ella guardaría siempre un recuerdo conmovedor y agradecido.

Después de su encuentro con Felipe y Natanael, Jesús, en una aldea, participa entre cantos y bailes, de las risas y el jolgorio que vestían la fiesta de una boda. Él santifica con su presencia la unión conyugal. El vino se acabó y, ¡cuánta falta hace el sabor de la verdadera fiesta! Al enterarse, su corazón se sobresaltó y María, sin decir más, intervino, convencida de ser atendida. Su hijo daría el vino último y mejor. Y así fue. Era él el vino de la fiesta, símbolo de un evento superior y trascendente.

A los tres días había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: «No tienen vino». Jesús le dice: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora». Su madre dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga». Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: «Llenad las tinajas de agua».

Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: «Sacad ahora y llevadlo al mayordomo». Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días
(Jn 2,1-12).
Abba, por vez primera en mi caminar contigo, hoy vacilé ante las palabras de mi madre, quien con audaz alegría me dijo que el vino de la fiesta se acabó. No obstante, ese amor de chiquillo que adora a su madre, el cual nunca ha dejado de palpitar en mi corazón, la rechacé. ¡Sus palabras, Abba, no se ajustaban a mi plan de vida!
Ella con esa serenidad tan suya, Abba, impregnada de ternura, la cual brota de su corazón limpio y humilde, no se dio por enterada, y ordenó a los sirvientes que hicieran lo que yo les dijera.

Y no obstante que mi proceso se violentaba, Abba, sentí un perceptible rayo de luz que circulaba entre las palabras de mi madre. Sus palabras despertaron mi asombro con el fuego de su amor. Sabía que su petición era inspirada e inspiradora.

Abba, mi alma se dilató. Recibí la lección de mi santísima madre. Ella ha permanecido por siempre colmada de tu gracia, y sorprendida por tu Palabra.
Cuanto más estoy en tu intimidad, en oración contigo, Abba, más saboreo la maravillosa amplitud de mi misión. Misión misteriosamente investida de gloria, gloria que manifesté a quienes empezaban a descubrirme.

Y manifesté mi gloria, Abba, haciendo el bien, al devolver la alegría a aquel matrimonio. Mi mayor ilusión, Abba, es que a través de estos signos crean que he sido enviado por ti; que susciten la fe en mi misión. En ellos late el inmenso misterio del amor más auténtico. A través de ellos revelo tu rostro, revelándome como tu testigo supremo de la gloria que he recibido de ti. Abba, mi santísima madre, intervino con esa sonrisa tan suya y, dando vida a sus proféticas palabras, apresuró los comienzos del Evangelio.

ABBA, TU AMOR PROVIDENTE LO ABRAZA TODO


Entre las casas, las plazas, las calles llenas, Jesús venía pensando cómo su existencia se había entretejido con los hilos de los apegos y los desprendimientos. Se retiró en busca de soledad. Un deseo profundo y constante lo habitaba, era imprescindible para él estar con su Abba.
¡Su oración era incesante e incansable!

Sus papás le enseñaron a crecer con serenidad y confianza, a buscar a Dios en su propia existencia, a abandonarse en sus manos. En el momento de dormirse se quedaba tranquilo como un niño destetado en brazos de su madre.

Desde jovenzuelo buscaba la soledad en lugares alejados, pasando horas en silencio, en la presencia de Dios, a quien invocaba como: Abba. Su existencia había transcurrido con tal naturalidad, que sus paisanos se asombrarían de su sabiduría y de los milagros hechos por sus manos. Jesús estaba dispuesto a renunciar, incluso a su propia vida, como redención a favor de muchos.

El libre desapego que es manantial de fecundidad, se precipitó un día al ver a un pajarillo, que se elevaba abrazando los cielos. ¡Cuánto le gustaba reflexionar sobre la bondad de Dios, quien actuaba en el interior de la vida!

Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?

Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo
que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir.

Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada dí
a le basta su desgracia (Mt 6,24-34).
Abba, en tu presencia, en oración contigo, a la luz de tu verdad que me ilumina, al entrar en tu proyecto, en los fundamentos de tu reinado mesiánico, tengo la sensación de que la verdadera vida está en otra parte, ya que he aprendido que la riqueza casi siempre es injusta.
¡Cómo atender a tu llamada, Abba, que me exhorta a defender a los últimos!

De ahí ha brotado mi crítica severa a quienes atesoran riquezas sin pensar en los necesitados. Un poder que gana el corazón encadenándolo, al apartarlo de ti, Abba, quien insisto, eres la luz de nuestra vida, que sabes lo que nos hace falta, antes de que te lo pidamos. Nos contemplas constantemente, Abba, atendiendo a aquello que necesitamos para vivir.

En este camino de búsqueda, me entusiasma el manto celeste de tu bondad que todo protege, Abba. Es un principio absoluto, cual viento milagroso, que llena de alegría mi alma. Tú eres el creador de todo lo visible y, también de aquello que no vemos, y no cesas de prodigar con amoroso cuidado la obra emanada de tu Palabra.

Abba, hoy subí al monte y, como maestro que soy, me senté. Y compartí, rodeado por mis discípulos, con una multitud de personas, lo contemplado contigo: el encanto de tu acción creadora. El amor que sostiene tu creación nunca se da por concluido, incitándonos a volver la mirada hacia la eternidad, que es la dimensión que corresponde a la medida infinita del amor.

¡Tu amor es creador!, querido Abba.
Creo, Abba, en tu amor. Y con mayor profundidad crece en mí, la conciencia de la absoluta dependencia de ti, que me libera hacia horizontes más amplios.
Los exhorté a que aprendieran a mirar más allá de ellos mismos, Abba, a creer con confianza en la bondad de la vida, a no preocuparse del futuro más que los pájaros.

Y entre tantas sorpresas que tuve hoy, Abba, quedé extasiado al observar uno de esos pequeños lirios. Esta vistosa flor de hojas alargadas me habló con palabras de una belleza casi desgarradora. Sí, tu creación, Abba, es como un libro abierto que me habla de ti, y la gracia de su expresión nunca va en detrimento de la hondura de su mensaje: los pajarillos y las plantas, en prueba de agradecimiento, viven alabándote a ti, su Creador.

En una actitud orientada hacia el infinito, vuelvo mis ojos a ti, Abba, persuadido que la confianza es el íntimo incentivo en la búsqueda de tu proyecto, de tu reinado. Esto ha de ser lo principal en la vida de los discípulos que me has confiado.
Abba, a la certeza de saberme tu Hijo amado, tu Elegido, se suma la de que tu amor providente lo abraza todo.

ABBA, TE PIDO DES VALENTÍA Y ENTUSIASMO A QUIENES DECIDAN SEGUIRME


Jesús, maestro infatigable, se mueve en medio del pueblo y, de pronto, los conmina a tomar una decisión a favor de él. No obstante que su autoridad sorprende, sus discípulos no saben qué pensar, al sentir su palabra más aguda que una espada de dos filos. El seguimiento exige decidirse por Jesús. Es la espada de la decisión ante la que se pone al hombre, enfrentado incluso con los miembros de su familia. ¿No fue Jesús tenido por loco por sus propios parientes? Este anuncio tendría resonancias significativas en algunos seguidores, quienes aturdidos decidirían abandonarlo.

No piensen que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual son los de su casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí (Mt 10,37).
Abba, en la cercanía vivida contigo, al dirigir mi alma hacia ti, con el deseo de hacer tu voluntad, percibo que entraño un desbordante misterio. El cual implica trascender en su totalidad el presente, por lo que considero imprescindible la oración. Este misterio lleva consigo un significado filial, que me impulsa a interpelar a fondo la libertad de mis discípulos.

No quiero olvidar, Abba, la experiencia fundamental de mi vida: ser tu Hijo. En cuanto a semejante relación, la experimento de modo vivo: los cielos se rasgaron, desde entonces, comenzó a brillar una nueva aurora, iluminada por tu voz. Sí, ¡esa era tu verdadera voz! Y me descubrí a mí como tu Hijo muy querido, Abba.

Hoy, Abba, anuncié una de las experiencias más penosas que quizá hayan de enfrentar los que estén dispuestos a seguirme. Su decisión puede afectar a su familia, destruyendo relaciones, al causar enemistad entre sus propios parientes. Los exhorté a amarme más que a sus padres y a sus hijos. ¿Acaso no pertenece a mi vocación desplegar tus potencialidades, Abba, dando todo lo que puedes dar a través de mí, a quienes has pedido que me escuchen? En mí actúa ese amor eterno, tan tuyo, que asegura la vida, prometiendo el infinito.

Al volver la mirada a las fases recorridas en mi caminar, soy consciente que, a partir de mi experiencia de filiación, Abba, por una preciosa gracia de fecundidad me percibo semejante a ti.

Es en el corazón de esta experiencia, Abba, donde late mi identidad, identidad que cada vez intuyo mejor, mi ser Hijo. A media noche y en el silencio más espléndido, te pido, mi querido Abba, des valentía y entusiasmo a quienes decidan seguirme.

ABBA, LES ENSEÑÉ QUE APRENDER A ORAR ES APRENDER A ESPERAR Y, POR TANTO, APRENDER A VIVIR
 

La actuación de Jesús por su terruño galileo se caracterizó por sus continuos desplazamientos por ciudades y aldeas, anunciando el reinado de Dios. Acompañado por el círculo más íntimo de sus discípulos y un buen grupo de mujeres. La impresión que causaron sus encuentros con Dios, a quien invocaba como su Abba, fue enorme. Jesús de Nazaret predicó al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Un Dios de vivos. ¡Con cuánta intensidad destacaba su bondadosa y misericordiosa paternidad, abriendo maravillosas perspectivas! Del corazón del hombre venido de Dios emanaba un manantial de misericordia para con cada uno de sus hermanos, dando vida al nombre que le puso Dios por boca del ángel. Él solía permanecer en oración desde medianoche hasta el alba, convencido que sabe bien vivir, quien sabe bien orar. Su mensaje era inseparable de su persona. Ha revelado el ser de Dios con sus propios modos de actuar.

¡Era el hombre para los demás!
Uno de sus discípulos le pidió que los enseñara a orar como hiciera con los suyos, aquel, a quien Jesús se había referido como el hombre más grande entre los nacidos de mujer. Jesús contestó con brevedad, precisión y transparencia.

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”» (Lc 11,1-4).
Abba, he pasado gran parte de la noche en oración, en soledad contemplativa contigo, en quien tengo puesta mi esperanza. Mi amor por ti, Abba, crece continuamente. Gracias de todo corazón por acogerme. ¡Necesito tanto estar contigo!, Abba.

Tu contacto me acompaña, Abba, y me determina, suscita una gran paz en mi alma, no quiero vivir más que para ti, contigo y en ti.

Estaba acariciando la idea de hablarles de la importancia de la oración, Abba, y uno de mis discípulos me pidió que les enseñara a orar.

Lo primero fue enseñarles a llamarte Abba, para que expresen su condición de hijos y, por supuesto, su ser hermanos.

En mi hogar de Nazaret, Abba, aprendí que ningún pueblo es tan cercano a ti como el nuestro. Es tu pueblo santo, consagrado a ti, al que tú elegiste, del que viene la salvación. Este recuerdo, Abba, dejó una imborrable impresión, que me ha configurado para siempre.

Mi papá era de carácter agradable pero solemne. Él irradiaba paz, Abba. El temor de ti era el principio de su sabiduría, experimentaba tu santidad.

Abba, ¡él tenía su alma vuelta hacia ti!
Qué confianza tenía en tu amorosa fidelidad, Abba. En medio de su trabajo intenso, vigilante y paciente, destacaba por su sencillez y deseo de servir. Él amaba la vida, desenvolviéndose con magnífica libertad de espíritu.

Cómo olvidar su mirada, Abba, y sus manos que partían el pan, y me acogían o corregían. He mantenido un profundo afecto por él. Hay un motivo de gozo aún mayor: él guardaba un misterio, Abba, que yo percibía instaurarse en su alma al terminar el día, cuando creyendo que estaba dormido iba a mi cama a darme un último beso, y no sin elevar sus ojos a ti, pronunciaba una oración. En uno de esos fríos inviernos falleció a consecuencia de una repentina enfermedad, pero su fe vive en mí. Su partida avivó mis sentimientos familiares. Me enseñó que sin confianza no se puede vivir. La confianza es comunión. Y esa inmensa fe abierta a tu inmensidad, es una de las bendiciones más dulces que he recibido de ti, Abba, a través de papá, a quien recuerdo con una admiración siempre renovada.

Con mi mirada dirigida a mi interior, siento un impulso irresistible a llamarte Abba. Invocarte de este modo invade lo más íntimo de mi ser, despertando un nuevo sentido, que origina en mí una inmensa libertad, un inmenso gozo, una inmensa paz.

No tengo otra ambición, Abba, que consagrarte mi vida, consumar la misión que me has encomendado, la cual exige un compromiso radical. Mi verdad es deseo de ti y apertura para realizar tu voluntad, que consiste en darles a conocer tu nombre. Es por eso que, en el encanto de aquel momento, Abba, hice hincapié en la conveniencia de santificar tu nombre y pedir la venida de tu reino.

Sí, Abba, ¡tu nombre y tu reino!
Alzar los ojos a ti, para percibir las dimensiones de la realidad. ¿No es la oración la escuela de la esperanza, su iniciación, su lengua y su interpretación? Abba, les enseñé que quien ora espera en tu bondad y en tu poder, que están más allá de sus posibilidades.

Abba, la oración es la esperanza en acto, para que la tierra se convierta en cielo. Anuncié enseguida tres peticiones que proyectan una luz sobre la evidencia de tu paternidad, Abba, como el padre que da el pan, que desea que vivamos en paz con nuestro prójimo, que perdona los pecados, que defiende a sus hijos de los engaños.

En el espejo de la esperanza se ve la esencia de tu amor, y tu amor, Abba, es un amor sin reservas. Tu amor es creativo e incluye una disponibilidad inagotable al perdón. No más ojo por ojo y diente por diente, sino transformar el mal con la fuerza del perdón.

Abba, les enseñé que, al convertir sus anhelos en invocaciones, desde su ser peregrinos, despegados de todo, te experimentarán de forma nueva, convirtiendo sus angustias diarias en esperanza.

Cuando oraran les pedí, Abba, que te pidieran perdón por sus pecados, y se dispusieran a perdonar a todo el que les debía. Y les aconsejé también que te rogaran, Abba, para que no los abandonaras en la tentación.

¡Eres humilde y amable!, Abba, ¡a la vez que omnipotente y justo!
La tentación es prueba, si bien es comprensible como educación en la fidelidad, en el amor puro, en la fe auténtica. Yo mismo, Abba, por experiencia propia sé lo importante de estar contigo, iluminado por tu Palabra, en el momento de la tentación.

Abba, con la satisfacción de una obra cumplida, les enseñé que aprender a orar es aprender a esperar y por tanto aprender a vivir.


ABBA, TE BENDIGO, ME HAS CONFIADO Y TRANSMITIDO TODO



En un contexto de incredulidad Jesús ha sido rechazado. Su identidad es el tema de fondo. Incluso los enviados de Juan el Bautista, le preguntaron si era él quien había de venir o debían esperar a otro. Jesús ve en torno a sí a gente que lo ha acogido y escucha su palabra.

Los llama: ¡«pequeños»!
Son aquellos que están a su alrededor, cansados y oprimidos. Han sido obligados a llevar pesos insoportables, un cúmulo de preceptos que los esclavizan. Los cuales han sido impuestos por los sabios y entendidos, que conocen la ley de Moisés, pero han rechazado a Jesús.

Él encuentra una fuente de esperanza en los pequeños, quienes han sabido recibir la revelación del Padre, manifestada en sus acciones y palabras. Y, al mirarlos, percibe la presencia de su Padre, y brota una bendición de alabanza y gratitud por su deseo de mostrar sus cosas a los sencillos. Jesús revela ser el único que conoce al Padre y el único que puede revelarlo a través de su testimonio.

Se presenta como modelo y maestro, portador de la sabiduría del Padre, que se regala a los pequeños, despertando así su sueño más profundo, motivando su llamada.

En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,25-27).
Abba, en el encanto del monte alumbrado por el refulgir de las estrellas, estando en oración intuyo tu misterio, que al sacar a luz el rostro de tus anhelos, me infunde un sentimiento de gratitud plena. Y percibo por doquier la viveza de tu presencia. Esta aumenta la intensidad del amor escrito por ti en mi alma, que alimenta la unión de mi ser contigo.

¡Cuánto entiendo, Abba, al tomar conciencia de semejante vínculo! Te bendigo al vivir a fondo mi fe. Revestido mi corazón de alegría, te daré gracias alabándote por siempre.

Rechazas la arrogancia de no pocos escribas y sacerdotes, Abba, la fuerza del Evangelio se esconde ante ellos y, por el contrario, nos la revelas a los pequeños. Al volver nuestra alma hacia ti, experimentamos que todo lo que procede de ti es dulce, humilde, sereno.

Sabemos vivir y hacer vivir, Abba.
Abba, inclinado sobre tu alma, desde mi pequeñez, bendigo esa plenitud de conciencia que me hace ver que todo me ha sido entregado por ti. En esta experiencia, Abba, percibo que nadie me ama como tú y nadie te ama como yo, que recibo de ti la misión de revelar y realizar el nombre que me has asignado.

Los pequeños que con un ansia de vivir insaciable se abren, dispuestos a escucharme, te deleitan, Abba. Les he anunciado, Abba, ¡que tu ilusión es verlos felices, sin hambre ni opresores!

Los enfermos han vuelto a creer que tú eres, Abba, el Dios de la vida. Ellos han descubierto lo esencial y por tu unción espiritual confían en mí. La alegría que se vincula en este gesto de rendimiento, Abba, les hace conocer que lo tienen todo si me tienen a mí, porque todo me lo has confiado, y no hago nada por mi cuenta, sino lo que veo que haces tú.
Abba, yo, Jesús de Nazaret, tu Hijo amado, tu Elegido, te bendigo de todo corazón, me has confiado y transmitido todo.

ABBA, HOY LOS ANIMÉ A VENIR A MÍ


Jesús abrazaba en su alma el misterio de su filiación divina. Este misterio no suprimió los condicionantes de su humanidad. Al igual que nosotros tuvo necesidad y, por siempre, de amar y ser amado. No dejó de crecer un solo día de su vida en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres.

En el bautismo fue agraciado al saberse el Hijo Amado, en quien su Padre tenía sus complacencias, al recibir en su humanidad la plenitud del Espíritu.

Así inauguró los tiempos mesiánicos con una propuesta que pone al mundo al revés, haciéndoles vibrar sus entrañas, al exhortarlos: 

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).
Abba, consciente de tu amor, fuente de vida, que configura mi corazón al tuyo, soy capaz de sentir que en mí vibra un clamor de unidad como expresión de gratitud.

En mi interior tu amor vibra con toda su fuerza, estableciendo la más preciosa relación, misterio de comunión que me desborda alumbrando mi identidad.

Al leer el libro de mi vida, en oración, con una mirada retrospectiva abarco todos los años, lleno de agradecimiento y esperanza, donde tú, Abba, has escrito cada página junto conmigo, constato que tú has estado siempre conmigo.

Hoy, Abba, me llegó al alma imaginar que se les negara encontrarse contigo a mis hermanos. Abba, me diste lengua para dirigir al abatido palabras de aliento. Al ofrecerles venir a mí con el fin de darles descanso, sentí fluir la alegría en todo mi ser. Un júbilo extremo, que aclara mi encomienda, ¿acaso necesitan médico los que están fuertes? En completa armonía y paz contigo, miro a cada persona, buscando su bien.

Por ser manso y pequeño, de extracción humilde, Abba, así como mi madre siempre se ha considerado, me presenté ante ellos como el Maestro.

Y, Abba, los invité a venir a mí y que sin temor se hicieran mis discípulos, cargando con mi yugo. Les ofrecí que encontrarían así descanso para sus almas. No porque exija menos, sino por exigir lo esencial: el amor que libera, siguiendo los pasos de mi obediencia filial, pues no he compartido otra cosa que aquello que he escuchado de ti.

Habiendo recibido de ti semejante misión, que he de ejercer desde el amor, la solidaridad y el servicio, Abba, hoy los animé a venir a mí.

ABBA, LAS PALABRAS DE PEDRO REMOVIERON MI ALMA


Al norte, junto a las fuentes del Jordán, se encuentra Cesarea de Filipo, donde Jesús preguntó a los suyos sobre su identidad. Su testimonio irradiaba una fuerza creadora. Hacía tiempo que circulaba entre ellos el cuestionamiento: 
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías
(Mt 16,13-20).
Abba, en mi arduo caminar me he sostenido en una confianza profunda en ti, en oración siempre me escuchas. He constatado que, a diferencia de las respuestas frágiles, las preguntas son oportunas, en particular, las que interrogan sobre el sentido del ser.

Me regocijo en tu presencia, Abba, feliz de estar contigo, que me conoces desde lo más íntimo de mí mismo, al igual que tu Hijo amado te conoce desde lo más íntimo de ti mismo. He abierto mis ojos al Espíritu, que enciende en mi interior el fuego de tu amor.

Hoy, cuestioné a mis discípulos quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre, Abba. Me dijeron que unos como el malvado de Herodes Antipas creían que era Juan Bautista resucitado. Otros que era Elías y unos más Jeremías, el profeta doliente, o uno de los profetas.

Abba, la opinión de la gente no acierta con mi identidad. Aunque hay algo de verdad en algunas de sus percepciones, pues conceptualizarme como profeta equivale a reconocer una misión divina.

Les pregunté enseguida su opinión personal, Abba.
Y Simón pronunció estas palabras: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Abba, escuché decir al portavoz de mis apóstoles, esa verdad que anida en mi interior. Y cambié su nombre, al igual que tú cambiaste el de Abrán; y un cambio de nombre equivale a un cambio de destino. Y le hice una promesa excepcional, al depositar en sus manos las llaves de tu Reino. Me habías dicho, Abba, con esa elocuencia tan tuya, discreta a carta cabal, lo que hoy escuché de labios del portavoz de mis apóstoles.
Abba, la fuerza avasalladora de sus deslumbrantes palabras, removieron el fondo último de mi alma.

ABBA, PROCLAMÉ QUE SI EL GRANO DE TRIGO NO MUERE, QUEDA ÉL SOLO



La situación cada día se agravaba. Jesús amaba a su pueblo, comprometido en la defensa de los últimos. Anunció su derecho y su deber de ser felices. ¡Esto tenía un precio! En breve tiempo hubo de aprender a ser sencillo como paloma y prudente como las serpientes. Se sabía en medio de lobos. Con su atención fija en su Padre, obediente al encargo recibido de él, integró su muerte violenta en su misión de servicio, ofreciendo su vida en rescate por todos.

¡Un Valiente!
Y una evolución en su deseo de cumplir aquello que el Padre le pedía, lo llevó a proclamar su resurrección no sin antes tener que pasar por el camino de la cruz. El primero entre sus seguidores, al anunciar su Maestro un plan que sobrepasaba sus propios proyectos, se lo llevó aparte, y se puso a increparlo. Pedro hasta se atrevió a reprender a quien había confesado como: «el Cristo»; al Santo de Dios que tiene palabras de vida eterna. El Hijo del hombre mandó a Pedro a su lugar.Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado a los tres días. Hablaba de esto abiertamente.

Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo.
Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
» (Mc 8,32-33).
Abba, cuántas veces no sin reverencial confianza, en oración, entre gemidos y llantos, te he rogado que pasara de mí el cáliz, pero que no se hiciera mi voluntad, sino la tuya. Mis sentimientos han estado encontrados. Al grado que casi llegué a romperme por dentro, consciente de que me iban a matar, a mí que he dedicado mi existencia a reflejar tu bondad.

Abba, a través de una mirada unificadora suscitaste en mi ser la esperanza de que mis lágrimas tendrían respuesta. En estas he encontrado desahogo. Son un precioso don tuyo.
Y tú, Abba, ¡me escuchaste!

En la vida del Espíritu me identifico con la oración de mis hermanos mayores, al meditar que cada lágrima tendrá su recompensa. Pero me he reencontrado, Abba, sintiendo el soplo fresco de tu amor, con un versículo del salmo con el que mi pueblo celebra la victoria realizada por ti, ese que habla de la piedra que rechazaron los constructores y terminó convirtiéndose en la piedra angular.

Abba, al intuir el sentido oculto del sufrimiento, consideré que era el momento para enseñarles que era necesario que padeciera y fuera reprobado por los notables y los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley y resucitaría a los tres días.

Abba, la muerte no es más que la pasarela hacia la plenitud de la vida.

El portavoz de mis apóstoles, Abba, no comprendió que para resucitar habría que pasar por el camino del sufrimiento. Me vi precisado a reprenderlo. Le ordené que volviera al puesto que le corresponde: ser discípulo. Hoy, por fin, Abba, proclamé que si el grano de trigo no muere queda él solo.

ABBA, HOY REVELÉ, QUE QUIEN DECIDA VENIR DETRÁS DE MÍ, DESPUÉS DE SUFRIR, VERÁ LA LUZ


Yendo de camino, Jesús, se detuvo, sufriente y aterrorizado al imaginarse en la cruz, con muerte de esclavo subversivo. Vivió hasta lo hondo la humanidad.
Durante cuánto tiempo y cuántas veces, con reverente actitud, hubo de vivir en un estado de clamor y lágrimas. Lágrimas divinas y humanas del hombre venido de Dios, que conjugadas entrelazan destinos de muerte y resurrección.

La cruz se convertirá en la señal del cristiano, y su mayor título de gloria.

Luego de haber realizado el primer anuncio de la pasión y resurrección, Jesús, inocente absoluto, en presencia de cuantos lo escuchaban, manifestó las condiciones para seguirlo. Al oír el misterio que abraza la ofrenda de sí, algunos se quedaron de piedra. Jesús advirtió que a quien se avergonzara de él y de sus palabras, cuando viniera en su gloria, en la de su Padre, no lo reconocería.

Entonces decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo? Pues si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria, en la del Padre y en la de los ángeles santos. Pues de verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios» (Lc 9,23-27).
Abba, a la luz de la aurora, quiero meditar contigo.
¡Te necesito tanto! Quiero agradecerte por el don de la oración. Gracias por recibirme, por acogerme, por escucharme, por comprenderme. En estos momentos de encuentro, un vivo conocimiento interno de ti, alumbra el misterio y colma mi alma de gratitud. Son tantos recuerdos que el tiempo además revaloriza.

¡La gratitud, Abba, es la memoria del corazón!
Eres el Dios de la ternura y de la solidaridad, mi queridísimo Abba. Tu bondad envuelve mi misterio, invitándome a reflejarlo en cada acto de mi vida. Confío en tu amor, en realizar tu voluntad goza mi corazón.

¡Tu amor, Abba, es todo para mí!
Me sentí precisado a clarificar que, quien anhele vivir la utopía del evangelio, Abba, tendría que seguirme, salir de sí mismo y asumir su cruz. Es una comparación tremenda, pues alude a los condenados que arrastran el madero en que van a ser clavados.

Abba, los animé a renovar su decisión cada día, a través de un discernimiento humilde, en una vigilancia activa, que reclama fidelidad.

Pero habiendo fijado mi mirada en el misterio del sufrimiento, hablé de la cruz que tú, Abba, ofreces a cada uno. Esa que no supone arrastrarla a la fuerza, sino amarla, porque tú así lo has querido. Y mis discípulos lo han de hacer en compañía mía, yendo detrás de mí.

Si no fuera por la oración con que trato de mantenerme unido a ti, Abba, me hubiera sido imposible anunciar tu más grande anhelo: que aquellos que pierdan su vida por mí, tu Hijo amado, en quien tienes tus complacencias, la encontrarían.

Les hice ver que detrás de la búsqueda por salvar su vida, están latentes los peligros de volver a la superficie de la prosperidad, del poder y de los dineros. Otro es el camino que supone la violencia del amor. Y la forma más bella de vivir es hacer felices a los otros sin esperar nada a cambio, a ejemplo de ti, Abba, que eres bueno hasta con los desagradecidos y los perversos.

Pero algo así no se improvisa, Abba, supone entrar en sí mismos, conscientes de estar en tu presencia, para ver que es entregando su vida que pueden continuar viviendo.

Abba, ¡únicamente la entrega eterniza!
Gracias, Abba, por este impulso de generosidad que en mí despiertas, pues he venido no a ser servido sino a servir y dar mi vida para redención de muchos.

En su renuncia, Abba, dispuestos al sacrificio, al tomar su cruz, adquirirán un bien de mucho más valor, la felicidad del desprendimiento.

Abba, a partir de mi experiencia de ti y, también de mi experiencia con mis hermanos, en particular, los más pobres, con quienes comparto sus sufrimientos, anuncié que a quien se avergonzase de mí abandonando el camino del Evangelio, al volver en tu gloria, no lo reconocería.
Es necesario que quienes decidan ir detrás de mí, Abba, den testimonio de su fe, dando vida a las exigencias de la Buena Nueva. Anuncié que ¡la vida futura dependía de su fidelidad!

Delante de ti, ante el misterio de todo lo que soy y vivo y siento, mis entrañas vibraron, Abba, al anunciar que algunos de quienes me acompañaban, no gustarían la muerte hasta que vieran el Reino de Dios.
Hoy revelé, Abba, que quien decida venir detrás de mí, después de sufrir, verá la luz.

ABBA, TE BENDIGO POR CONFIRMAR MI MISIÓN PRIMORDIAL


Jesús cuestionó a sus discípulos sobre quién decían las gentes que era él, y más aún quién decían ellos mismos. Pedro afirmó que era el Cristo de Dios. Y, Jesús, refiriéndose a sí mismo como el Hijo del hombre, anunció por primera vez que tendría que sufrir, llevado a muerte, y al tercer día resucitar.

Los conminó a optar por él, y cargando su propia cruz, seguirlo. Unos días después, tomando consigo a Pedro, Juan y Santiago, subió al monte a orar. Y cuando oraba el Padre se manifestó presentándolo como su Hijo, a quien debían escuchar. Su gloria brilló como un relámpago y penetró en su Elegido hasta sus vestiduras.

¡Fue transfigurado por el amor divino! 

Unos ocho días después de estas palabras, tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar.

Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía.

Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto
(Lc 9,28-36).
Abba, subí al monte a orar y tu gloria transfiguró mi rostro y mis vestidos. Al participar del resplandor de tu gloria, vi con tus ojos tu amor, el cual brilló en el libro de mi vida con intensidad.

En nuestro encuentro, Abba, el camino de la pasión se iluminó, al entrever la puerta que se abría al cielo. Me quedé suspendido en tu presencia, en la entraña misma del misterio de mi filiación única. ¡Sentí, Abba, ser un espejo de ti!

Esto dio lugar a un conocimiento más penetrante de mi encomienda, en la presencia de los portavoces de la ley y los profetas. Abba, ellos confirmaron mi partida que tendrá lugar en Jerusalén.

Los tres testigos que elegí, Abba, pese a estar rendidos de cansancio, vieron que mientras oraba, el aspecto de mi rostro cambió, y Moisés y Elías conversaban conmigo.

Pedro intentó perpetuar el momento. No sabía lo que decía, Abba, porque ese momento maravilloso apunta a la resurrección. Tu amorosa paternidad me constituye, comprendiéndome a la luz de tu amor, en una existencia transfigurada.

Abba, ¡tu bondad es mayor de cuanto pueda concebir!
Distinguí tu voz, Abba, procedente de la nube, signo de tu presencia. Y nos envolvió con su sombra. Pedro, Juan y Santiago, llenos de temor, callaron. Y tú rompiste una vez más tu misterioso silencio, proclamándome tu Hijo, tu Elegido, a quien deben escuchar.
Abba, te bendigo por confirmar mi misión primordial, anunciar una palabra que no es mía, sino tuya.

ABBA, LA ENCOMIENDA RECIBIDA COBRA VIDA A PARTIR DE LA ORACIÓN



Al volver Jesús del monte acompañado de Pedro, Santiago y Juan, se encuentra con que los suyos no han podido expulsar a un espíritu mudo y sordo, de verdad rebelde. La gente acude a Jesús. Cuando escucha que el joven sufre lo indecible, se estremece.

Él es una singularísima persona que no siente el dolor del otro, sino al otro sufriendo. Le llevan al joven, e inicia un diálogo que se convierte en una catequesis sobre la fe y la oración. La oración del padre del joven sanado por Jesús, ha quedado como uno de los modelos de oración cristiana. Jesús enseña a los suyos que sin oración resulta imposible vencer el poder del mal.

Cuando volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. Él les preguntó: «¿De qué discutís?». Uno de la gente le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces». Él, tomando la palabra, les dice: «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo».
Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.
Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús replicó: «¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe».


Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?». Él les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,14-29).
Necesito estar contigo, Abba. La oración es el alma de mi vida. ¡Cuánto anhelo bendecirte! De camino con Pedro, Santiago y Juan, los vi gozosos de ir detrás de mí. Ellos escucharon tu voz, venida de la nube, que decía que soy tu Hijo amado.
¡Fue un momento deslumbrante!, Abba.

Quiero corresponderte, Abba, por los beneficios que he recibido de ti. Tu bondad es tan inmensa para corresponderte con otra cosa que no sea el agradecimiento. Mi vida la asumo como una oración de gratitud.

Entretanto volvía, la gente corrió a recibirme. Me encontré con unos letrados que discutían con mis discípulos, Abba. Un hombre me dijo que había traído a su hijo poseído por un espíritu mudo, y les había pedido que lo expulsaran, pero no fueron capaces. Les ordené traérmelo y los amonesté. Me dolió que, por su falta de fe, no hubieran podido aliviar al enfermo.

Abba, en cuanto el espíritu me vio, violentó al joven arrojándolo al suelo. Mis entrañas sollozaron, al hundir la mirada en el sufrimiento de mi joven hermano.

¡Qué desgracia su incapacidad para comunicarse, bendecir y cantar! Y tú quieres reinar entre los hombres y mujeres, Abba, sanándolos. Su papá me pidió que me compadeciera de ellos, que, si en algo podía ayudarlos, lo hiciera. Lo cuestioné haciéndole ver que todo es posible para quien cree. Él gritó que creía, pero ayudara a su poca fe. Me impresionó, Abba, su humildad, y el que pide, recibe, el que busca, encuentra y al que llama se le abrirá.

Abba, increpé a ese inmundo espíritu para que saliera de él y nunca jamás lo poseyera. Me obedeció agitando al joven con tal violencia, que parecía haber muerto.
Lo tomé de su mano, Abba y, levantándolo, se puso en pie.

Viene a mi memoria mi madre, colmada de tu gracia, Abba, con esa espontaneidad suscitada por su conciencia de aquello que es eterno: el sentido de la verdad y el bien. ¡Cuánto la amo! Ahora la contemplo mientras te daba gracias por tantas bendiciones recibidas de ti, con la confianza que tu misericordia alcanza de generación en generación a quienes se disponen a vivir con reverencia en tu presencia.

¡Esta oración dice tanto! Abba.
Ella estaba convencida que tú no le habías pedido lo imposible, Abba, se lo habías dado, siempre fiel a tu palabra. La vida de mi madre ha sido un hágase.
Más tarde, estando con los míos, Abba, me preguntaron por qué ellos no habían podido expulsarlo. Les expliqué que la confianza en ti es la clave, y ella crece en cada encuentro contigo. Inicio y termino el día con mi mirada orientada a ti. Necesito estar contigo para recibir tu paz, ver las cosas desde tu luz.

¡La oración es la puerta!, Abba, pero, no se improvisa, se prepara, conduce a la entrega de lo que se ha emprendido. Por eso les contesté que esa clase de decisiones con nada puede ser arrojada sino con oración. Abba, la encomienda recibida cobra vida a partir de la oración

ABBA, COMPARTÍ TU MARAVILLOSA ALEGRÍA


Jesús estaba feliz de que publicanos y pecadores lo buscaban para escucharlo. En cambio, algunos fariseos y escribas murmuraban, dado que su conducta los escandalizaba, pues él acogía y compartía la mesa con los pecadores, a quienes ellos despreciaban cual impura gentuza, que no observaba la ley en su integridad. Jesús se sentía acosado por esos santurrones que se tenían por justos. Y determinado a moverles el tapete para hacerlos reflexionar, con maravillosa inspiración dio vida a una parábola, reveladora del corazón de Dios, con la cual se defendió respetuosamente.

¡La parábola más hermosa imaginada!
Fue una experiencia única, que abrió camino a una nueva conciencia del Padre, que a los excluidos atraía y fascinaba. Esta había brotado en esa relación con Dios a quien llamaba: Abba. Semejante imagen revela un conocimiento perfecto del amor de su Abba, de su misterio, que condensa todo: Dios es amor.

Jesús describe el fundamento de la dignidad de todo ser humano: su filiación divina. Él siempre mira a la causa de las causas: el amor de su Abba, que nos creó por amor y para amar.

También les dijo:

  «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete,
porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”»
(Lc 15,11-32).
Abba, gracias, en el secreto de tu intimidad, en oración, estoy maravillado por haber predicado algo así, dado que realicé un retrato perfecto de ti, sentí no solo ser tu Hijo amado, sino también tu Palabra.

¡Como tú eres amor no puedes obrar sino amando!, Abba.
En mi adolescencia, ante los reclamos de mi madre, estando en Jerusalén con motivo de la Pascua, le expresé mi encuentro contigo en medio de los maestros.
Desperté de ser niño, Abba y, sintiéndome un joven con tareas infinitas, le hice dos preguntas. Cuando me referí a ti como mi Padre, miré a José y le sonreí. Él agachó su cabeza con sus ojos bañados en lágrimas.

Esta reliquia de infancia me marcó, ¿podría llamarte así sin el ejemplo de él?, Abba. Sensible siempre a tus bendiciones, me decía que te diéramos gracias porque eres bueno, porque es eterno tu amor. Él y mi madre me enseñaron a hacer de mi vida una oración de gratitud. Abba, tus paternales entrañas sostienen mi confianza en ti. Te bendigo desde el fondo de mi alma. Eres un Padre que escucha y mira, siempre estás conmigo.

¡Amo ser quien soy y lo que soy!, Abba.
La experiencia de ser amado por ti, significa que me experimento a mí mismo como amable. Me siento libre como el viento, Abba, al asumir la bondad de mi misión: ser luz, dar ánimo, hacer ver lo que realmente vale.

En tu presencia, te digo que estoy comprometido con mis hermanos más necesitados, Abba. Ellos ignoran los complicados preceptos de los legistas. Les es imposible cumplirlos. Algo vivo en mi espíritu me induce a convocarlos en torno mío al percibirlos fatigados y cansados. Esperabas el regreso de tu hijo menor. Nunca perdiste la fe en él. Ni tampoco en el mayor, que incluso te acusó de avaro, a quien le rogabas participar en la alegría del encuentro. Nos enseñas Abba, que amar significa entregarse a la persona amada para suscitar el amor en su corazón.

Y ¡cuántas veces te he preguntado cómo expresar tu alegría! Ahora lo comprendí al mostrarles tu corazón, pues veía cómo te regocijabas, al encontrar a tu hijo que se había perdido. Gracias, Abba, por permitirme comprender y compartir tu maravillosa alegría.

ABBA, ¿POR QUÉ, POR QUÉ…?


Jesús se paseaba por el pórtico de Salomón, en la fiesta de la Dedicación. Se sintió confrontado en medio de una tempestad que preludiaba su pasión, rodeado por un grupo de hermanos judíos que querían que les dijera si era el Mesías. Él replicó a quienes le sometían a semejante interrogatorio, recordándoles que ya se los había dicho, pero no creían en las obras que realizaba.

Jesús declaró que su Padre y él eran uno. Sus acusadores querían aprehenderlo.
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno». Los judíos agarraron de nuevo piedras para apedrearlo. Jesús les replicó: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?». Los judíos le contestaron: «No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios». Jesús les replicó: «¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses”? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre». Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos (Jn 10,22-39).
Abba, me abordaron, increpándome decirles si yo era tu Enviado. Los exhorté a observar las obras que realizo en tu nombre, son las que dan testimonio de mí, de tu presencia salvadora.

¡Imposible convencerlos! No los puedo obligar, Abba, porque el amor no impone obligaciones, ni utiliza la fuerza para exigir una respuesta.

Abba, al vislumbrar la realidad de que tú y yo somos uno, me sentí tan cerca de ti.
Lo consideraron un escándalo. Querían lapidarme, Abba. Y fortalecido por una milagrosa serenidad, los enfrenté afirmando que muchas obras buenas les había mostrado, hasta terminar preguntándoles por cuál de ellas querían apedrearme.
Al fin escapé de sus manos, Abba, me siento abrumado, ¿por qué, por qué…?

ABBA, APARTA DE MÍ ESTA COPA, PERO NO SEA LO QUE YO QUIERO, SINO LO QUE QUIERES TÚ

En Getsemaní tiene lugar un acontecimiento aterrador. Jesús, el profeta de Nazaret, ungido por Dios con el Espíritu Santo y poder, el evangelizador que proclama la venida del Reino, el maestro lleno de sabiduría y autoridad, amigo de los marginados, publicanos y pecadores, el exorcista, el taumaturgo que tiene dominio sobre la naturaleza, la enfermedad y hasta la muerte, ha caído en tierra y vuelto a caer, agarrotado por el miedo.

Si bien, en un momento dado, muestra su confianza en el amor y en el poder del Padre, al que invoca como Abba. Su oración se convierte en súplica, y acaba en abandono sin reservas, en aceptación incondicionada.

Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní, y dice a sus discípulos: «Sentaos aquí mientras voy a orar». Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad». Y, adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora; y decía: «¡Abba!, Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres». Vuelve y, al encontrarlos dormidos, dice a Pedro: «Simón ¿duermes?, ¿no has podido velar una hora? Velad y orad, para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil».

De nuevo se apartó y oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió y los encontró otra vez dormidos, porque sus ojos se les cerraban. Y no sabían qué contestarle. Vuelve por tercera vez y les dice: «Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora; mirad que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega»
(Mc 14,32-42)
Abba, estoy conturbado, invadido por el más profundo dolor. Pavores mortales se desploman sobre mí. ¡Me percibo tan frágil!, Abba.
Pedí a Pedro, Santiago y Juan, que se sentaran y velaran conmigo mientras hacía oración, Abba. Ellos son los testigos de mi poder sobre la muerte y, sobre todo, de la predilección que tienes por mí.

Jamás me había calado tanto mi humanidad. Salto y me adelanto y caigo y vuelvo a caer, con las entrañas rotas, en la más viva experiencia de mi pasión. Te suplico que apartes de mí esta copa, pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Abba.

La oración es parte esencial de mi ministerio, Abba.
Voy en busca de ellos y los encuentro dormidos. Me dirijo a Simón. Le pido que vele y ore, porque el espíritu está pronto y la carne es débil. Me alejo, y con mayor insistencia, te digo de nuevo que apartes de mí esta copa, pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Abba.

Una vez más voy en busca de ellos, y los encuentro dormidos, sin saber qué decirme. Y, por tercera vez, basta ya, les digo que pueden dormir y descansar. Ahora me abandono en tus manos, Abba.

Ha llegado la hora, Abba, de ser entregado en manos de los pecadores. ¡Me siento abandonado y, pese a ello, Abba, sigo confiando en ti!

Mi pensamiento prosigue senderos silenciosos, que sorpresivamente desembocan en un océano de paz. Se ilumina mi alma y mi camino, sostenido por tu amor.

Esto es un misterio, Abba, pero, si de algo no tengo duda, es que la Vida tiene la última palabra, mi resurrección será el triunfo sobre todas estas limitaciones.

ABBA, COMPRENDO AHORA CON MI VIDA AQUELLO QUE HE REVELADO


Se comenzó a cumplir la confabulación para arrestar a Jesús. Esta fue tramada por los sumos sacerdotes y los ancianos en unión de Judas Iscariote, uno de los Doce.

Jesús asume su destino de muerte, que corresponde al designio de Dios manifestado en las Escrituras. Es él, y no los que vienen con espadas y palos, quien domina la situación.

¡La última palabra de Jesús al cruel traidor es como un verdadero canto de su compasión!

Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los Doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña:
«Al que yo bese, ese es: prendedlo». Después se acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Maestro!». Y lo besó. Pero Jesús le contestó: «Amigo, ¿a qué vienes?». Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano y lo prendieron. Uno de los que estaban con él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo: «Envaina la espada: que todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles. ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras que dicen que esto tiene que pasar?».
Entonces dijo Jesús a la gente: «¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos como si fuera un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me prendisteis. Pero todo esto ha sucedido para que se cumplieran las Escrituras de los profetas». En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron (Mt 26,47-56).
Abba, entretanto me llevan al palacio del Sumo Sacerdote, abandonado por todos, reconozco ante ti: ¡Cuánto he amado a Judas Iscariote y en silencio!

Lo impulsaba un entusiasmo salvaje, Abba, frecuentado por la complicidad del mal y en contraposición al dinamismo de tu Reino. Lo amenazaba la luz de la verdad, consumido por la idea que nunca podría convencerlo de lo que él consideraba ser un mesianismo al revés.

Me aterroriza, Abba, tan solo imaginar el lejano destierro de las tinieblas de afuera, infestadas por el llanto y el rechinar de dientes.

Siendo aún niño, me recuerdo inquieto, con los ojos fijos en las llamas del fogón de mi hogar, pensando en ese extravío inacabable, que originaba en mí un tremendo horror, la mirada de mamá y la mía se cruzaron. Abba, bajo el resplandor de sus ojos, encontré consuelo. Ella, sin emitir palabra alguna me decía que, para ti, nada es imposible.

Abba, nunca he negado la existencia del Hades, el lugar del castigo eterno, pero ¿habrá alguien en él?
Judas, al fin salió de su escondite, Abba, y me vendió por el precio de un esclavo. Ahora, él huye, siento el rumor de un vacío desconsolado. Percibo las profundidades del mal y, de repente, me veo en el corazón de un presente infinito. Él me cuenta su vida. Se advierte perseguido por sí mismo, sordamente inquieto. La unción del Espíritu me conduce a liberar a Judas Iscariote.

Y le oigo decir por vez primera desde que lo llamé a seguirme: «Gracias Señor». Y entre el asombro y el entusiasmo, Abba, nuestras miradas se juntan en el amoroso lazo del vivir divino. ¿No es el perdón el nombre más bello del amor?

Abba, ahora, comprendo con mi vida aquello que he revelado.

ABBA, PROMETÍ AL MALHECHOR ARREPENTIDO QUE HOY ESTARÍA CONMIGO EN EL PARAÍSO


Jesús, quien pasó haciendo el bien, de cuya mirada brotaban ríos de compasión al curar a todos los oprimidos por el diablo, está en la cruz ultrajado, sufriendo lo indecible, con su barba cubierta de salivazos.

Las autoridades lo desafiaban que, si era el Mesías de Dios, y a otros había salvado, se salvara a sí mismo. Los soldados le increparon que si era el rey de los judíos por qué no se salvaba él mismo. Uno de los malhechores insultándolo le decía que, si era el Mesías, se salvara a sí mismo y a ellos.

Otro de los crucificados se apiadó de Jesús y lo defendió, respondiéndole que ni siquiera temía a Dios, estando en el mismo suplicio. Se dieron cita la dureza y la compasión. Esta apareció en un inesperado rincón: el corazón del buen malhechor.

Y, aquel pecador aceptando humildemente su culpa, llamándolo por su nombre, le rogaba que se acordara de él cuando viniera en su Reino.

Jesús en la cruz mostró una misericordia inquebrantable, respondiendo desde el perdón, al abrir las puertas del Paraíso al pecador arrepentido.

¡Jesús reina desde una cruz! 

Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,33-43).
Abba, un angustiante dolor me hace sentirme abandonado. Pero una paz acaricia mi alma, al saberme en tus manos y, que me escuchas cuando te invoco.

Desde mi miseria, aplastado y desnudo, imploro, Abba, tu perdón por quienes destrozan mi cuerpo, reflejando las tinieblas de su corazón. La libertad con que los has creado es compleja. Y su rescate se ejerce en el perdón.
Sí, ¡el perdón apacigua, sana, restablece y redime!, Abba.

He crecido con un recuerdo que me marcó, Abba, veo a mis papás conversando, al volver de la Ciudad Santa, siendo un jovenzuelo. José con esa habilidad para ver con claridad y expresarse sin palabras, hizo comprender a mamá que mi proceder lo había sorprendido. Mamá, en un santiamén de clarividencia, le contestó que, si para él yo era un misterio, para ella lo era aún más y, mayor para mí mismo, hasta rematar asegurándole que, llevaba conmigo un misterio imposible de compartir.

Este misterio que me da un claro sentido de identidad, Abba, por fin, lo comprendo, al prometerle a este buen malhechor arrepentido que hoy estará conmigo en el Paraíso.

GRACIAS, ABBA, POR ESCUCHARME


Un sordo gemido sufriente emanaba de su frágil cuerpo exhausto y apaleado. Y a pesar de todo no murió la bondad que lo identificaba, palpitando en el fondo de su ser, al realizar el acto supremo de caridad: dar su vida.

Su corazón, ciertamente, se detuvo, pero nunca dejó de amar.

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,28-30).
Abba, he realizado tu voluntad en cada momento de mi vida, he crecido a la luz de tu gracia y llegado a la perfección. Ahora que todo se ha cumplido, sé que has escuchado mi oración. Me invade una paz en medio del más cruento dolor, tan solo me queda decirte, Abba, desde el inicio y perfección de la fe, en una visión de conjunto, un sentimiento eterno me revela que nadie me quita la vida, por eso inclino mi cabeza y te entrego mi espíritu.
¡Gracias, Abba, por escucharme!