La oración es un misterio profundo, con raíces en el mismísimo Corazón de Dios. Resuena en el eterno himno de alabanza del Cielo, un canto que solo Dios conoce y enseña: el diálogo entre el Padre y el Hijo en la presencia del Espíritu Santo.
En la Iglesia, este diálogo divino se refleja en nuestra oración, un regalo de Cristo a la humanidad que tiene lugar en la Iglesia. Porque Iglesia es la casa del Dios vivo, un espacio de encuentro entre Dios y el hombre, donde la oración es esencial.
Desde la creación del cosmos, la primera “iglesia cósmica”, se celebra una liturgia en la que todo el universo participa. Con la encarnación de Cristo, la Iglesia se fortalece. Es Cristo, Dios hecho hombre, quien realiza la unión de Dios y la humanidad.
A través de Cristo, cada uno de nosotros puede decir “Abba-Padre” y unirse al eterno canto de alabanza. Ser cada uno de nosotros “casa de Dios”; ser lugar del encuentro con Dios, nos permite ser protagonistas de un diálogo personal, cara a cara con el Señor, y ese camino espiritual, nos permite encontrar nuestra identidad más profunda.
La Eucaristía es el culmen de nuestra unión con Cristo, transformando nuestra vida en un continuo acto de alabanza y oración. La oración nos permite vivir en comunión con el Cristo resucitado, aquí y ahora.
En la oración, nos encontramos en las manos del Padre, guiados hacia la plenitud de la Pascua. Unidos en el Misterio de Cristo, nuestra vida se convierte en una eterna alabanza a Dios.
Que nuestra oración sea siempre ese canto de amor y entrega al Padre. Amén.
DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN
APUNTES SOBRE
LA ORACIÓN
La Iglesia en oración
POR
MONJES CARTUJOS
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID • 2024
Título original: Appunti sulla preghiera, vol. 6: La Chiesa in preghiera
Traducido del original italiano por Sol Corcuera Urandurraga
Textos bíblicos tomados de Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española.
Damos las gracias a la Fundación Terzo Piastro por su contribución a la publicación de los volúmenes.
© Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo - Libreria Editrice Vaticana, 2024 00120 Ciudad del Vaticano
© de esta edición: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024
Manuel Uribe, 4. 28033 Madrid
www.bac-editorial.es
Depósito legal: M-10942-2024
ISBN: 978-84-220-2340-1
Preimpresión: M.ª Teresa Millán Fernández
Impresión: Anebri, S.A., Pinto (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño de cubierta: BAC
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. cedro.org)
ÍNDICE GENERAL
Nota del editor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Introducción del Santo Padre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
LA IGLESIA EN ORACIÓN
Capítulo I. El misterio y el don de la oración. . . . 3
El misterio de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
El don de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6
Capítulo II. Mi casa es casa de oración. . . . . . . . .
El templo cósmico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
Su casa somos nosotros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
«Adán, ¿Dónde estás?». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Dejarse construir como «casa de Dios». . . . . . . . . 16
Capítulo III. Aprender a orar. . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
«No sabemos pedir como conviene». . . . . . . . . . . 19
«Señor, enséñanos a orar». . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
La cítara de la Cruz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
El Espíritu, Maestro de oración. «Orad movidos por el Espíritu Santo». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Capítulo IV. El canto de la esposa. . . . . . . . . . . . . . 33
La liturgia: Déjame escuchar tu voz, amiga mía, mi esposa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
La eucaristía, banquete de bodas del Cordero. . . .
El Oficio divino. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38
VIII Índice general
CapítuloV. La liturgia del corazón: la vida de oración. .. . . . . 41
El deseo de Dios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
La sed. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
La sed de los pobres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
La espera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
El silencio de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
La purificación de la esperanza. . . . . . . . . . . . . . . . 58
Capítulo VI. El desierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
«La Iglesia del desierto». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
Capítulo VII. La vida resucitada. . . . . . . . . . . . . . . 69
«Yo soy para mi amado y mi amado es para mí». . 69
«Es fuerte el amor como la muerte» . . . . . . . . . . . 72
Capítulo VIII. La Madre de la oración. . . . . . . . . . . 75
«He entrado en mi jardín, hermana mía, esposa». . 75
Conclusión. La oración, experiencia de Dios. . . . . . . . 81
La oración para el monje cartujo. . . . . . . . . . . . . . 81
NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.
Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025
Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».
INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE
La oración es el respiro de la fe, es su expresión más
profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón
de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar
palabras para expresar este misterio. ¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los
maestros de espiritualidad, así como de las reflexiones de
los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre
y sólo en la sencillez de quienes la viven. Por otro lado,
el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos
desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados
por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a
confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos
aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).
El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta. ¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos. Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.
Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.
Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa.
Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación.
Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón.
Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.
Capítulo I
EL MISTERIO Y EL DON DE LA ORACIÓN
El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta. ¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos. Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.
Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.
Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa.
Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación.
Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón.
Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.
Capítulo I
EL MISTERIO Y EL DON DE LA ORACIÓN
El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza,
Jesucristo, al asumir la naturaleza humana, introdujo en
este exilio terrestre el himno que se canta por todos los
siglos en las moradas celestiales. Él mismo une a sí toda
la comunidad humana y la asocia con Él, entonando este
divino canto de alabanza que la Iglesia ha continuado
fiel y constantemente.
Estas palabras del Concilio fueron recogidas por san Pablo VI en la promulgación de la Liturgia de las Horas reformada y describen en una síntesis admirable el don y el misterio de la oración de la Iglesia y de cada uno de los fieles cristianos.
Este texto del Concilio puede permitirnos entrever que la oración es un misterio ya que tiene su origen y sus raíces en el mismo Corazón de Dios, en el himno de alabanza que es cantado eternamente en la sede de los cielos, que resuena eternamente en el mismo Misterio de Dios y que solo conoce Él, el Dios Trino. Por este motivo, solo Él puede cantarlo y enseñárnoslo.
En la Pascua de Cristo, el Padre nos abrió «las puertas de la eternidad» y nos reveló el misterio de su vida íntima, nos reveló cuál es ese «eterno canto de alabanza». 1 Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 83 [en adelante: SC].
Hasta donde nuestra pobreza llega a comprender lo que se nos ha sido revelado, allí, en el silencio de los siglos eternos que envuelve el misterio de Dios (cf. Rom 16,25) resuena una única Palabra: la que dice el Padre a su Hijo: «Tú eres mi hijo» (Sal 2,7). Esta es la única Palabra que el Padre dice eternamente y proferir esta Palabra consume toda la actividad del Padre. El Padre no hace otra cosa, solo decir su única Palabra, su Verbo unigénito: Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma, como dice maravillosamente san Juan de la Cruz. Y el Hijo le responde a su vez con una única palabra: Abba-Padre.
El Espíritu es el Silencio que permite al Padre proferir la Palabra «Tú eres mi hijo»2 y al Hijo escucharla y por tanto reconocerse como tal, es decir, como Hijo del Padre y responder a su vez: Padre-Abba.
A su vez, el Hijo es el silencio en el que el Padre puede «decirse totalmente» y sin reservas. El Verbo, la Palabra eterna, es el «Amén» (Ap 3, 14), el «Sí» perfecto (cf. 2 Cor 1,19), la acogida sin límites de la Palabra del Padre: «Tú eres mi hijo». Si dijera palabras suyas no podría acoger con plenitud la palabra del Padre, no podría ser la Palabra del Padre: «La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,24).
El Verbo no tiene palabras suyas. Él es solamente la Palabra del Padre porque solo puede decir lo que ha oído: «Yo comunico al mundo lo que he aprendido de él […]. No hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado […]. La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 8,26-27; 14,24).
El Hijo, la Palabra proferida, posee por sí solo el puro silencio, es puro silencio, porque está delante del Padre como un eco silencioso que refleja de manera perfectamente pura lo que el Padre le dice: «Tú eres mi hijo». Está delante del Padre como un espejo purísimo silencioso y apacible (Sab 7,26), que refleja perfectamente lo que es el Padre, lo que hace el Padre.
«En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo» (Jn 5,19).
Este diálogo entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, este eterno «hablarse», constituye toda la vida de Dios, todo lo que existe en principio.
Abba-Padre es por tanto «el cántico de alabanza que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales». Es «el himno de acción de gracias que eleva al Padre Jesucristo, que vive eternamente» (Liturgia.). Por este motivo, «¡Abba, Padre!» es la única y verdadera oración que glorifica perfectamente al Padre. Y el don que ha hecho Cristo a su Iglesia es la posibilidad de poder cantarla con Él, por medio de Él y en Él.
A partir de estas sucintas reflexiones, podemos entrever que la oración que Cristo dejó en herencia a su Iglesia y que ella custodia incesantemente, es su Misterio de Hijo, es Él mismo… Dándonos a su Hijo, el Padre nos dio el misterio mismo de la oración, de la posibilidad de orar, es decir, de entrar en comunión real con Él, con el Dios que nunca nadie ha visto ni puede ver, pero que ahora en Cristo, movidos por el Espíritu Santo, podemos llamar con toda verdad: ¡Abba!.
Nuestra oración y la de la Iglesia es por tanto «unión con la oración de Cristo en la medida en que ella nos hace participar en su misterio» .
Pero cuando meditamos y hablamos de la oración de la Iglesia, estamos hablando de nuestra propia oración porque la frontera entre la Iglesia y cada cristiano es permeable y transparente. Hablar del misterio de la Iglesia equivale a hablar del misterio de cada alma cristiana. En efecto, «cada alma, por el misterio del vínculo sacramental, lleva plenamente en sí misma a toda la Iglesia, que es única en todos y toda en cada uno».
El don de la oración
La oración es un don porque, con su encarnación, Cristo entregó a su Iglesia y, por medio de la Iglesia, a cada hombre, este «cántico de alabanza», «Abba-Padre», que Él canta a su Padre en las moradas celestiales.
Cristo lo «introdujo en este exilio terrestre» porque sus «delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). Por tanto, nuestra oración nace ante todo de la nostalgia que siente Dios por el hombre, del deseo que tiene Cristo de estar con nosotros.
No es el deseo de ser adorado, alabado y servido, sino simplemente el deseo de «estar con nosotros», de poder cantar con nosotros, como si casi tuviera «necesidad» de nosotros, de nuestra voz, para que su cántico al Padre sea completo y perfecto.
Cristo introdujo en este exilio terrestre el himno que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales para ofrecernos la posibilidad de reanudar el diálogo con el verdadero Padre, con el Padre que solo conoce Él, Jesús (cf. Mt 11,27).
Lo conoce y sabe que «delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8,31).
Esta afirmación de la sabiduría increada encierra por tanto el corazón del misterio de la oración. La oración, en su núcleo más profundo, no es otra cosa que la acogida por nuestra parte de ese deseo de Dios de estar con nosotros, de estar con cada uno de nosotros personalmente, para darse a sí mismo, para hacernos partícipes de su vida, de su realidad, de su «naturaleza», como dice san Pedro (2 Pe 1,4). Su alegría es poder compartir su vida con nosotros, vivir nuestra vida para podernos dar a cambio la suya, para «beber nuestra amargura y darnos la dulzura de su gracia», como decía san Ambrosio
Este deseo de Dios de vivir con nosotros es la fuente y el origen de la oración.
Capítulo II
MI CASA ES CASA DE ORACIÓN (Is 56,7)
¿Es posible que Dios habite con los hombres en la tierra? (2 Cron 6,18).
Estas palabras del Concilio fueron recogidas por san Pablo VI en la promulgación de la Liturgia de las Horas reformada y describen en una síntesis admirable el don y el misterio de la oración de la Iglesia y de cada uno de los fieles cristianos.
Este texto del Concilio puede permitirnos entrever que la oración es un misterio ya que tiene su origen y sus raíces en el mismo Corazón de Dios, en el himno de alabanza que es cantado eternamente en la sede de los cielos, que resuena eternamente en el mismo Misterio de Dios y que solo conoce Él, el Dios Trino. Por este motivo, solo Él puede cantarlo y enseñárnoslo.
En la Pascua de Cristo, el Padre nos abrió «las puertas de la eternidad» y nos reveló el misterio de su vida íntima, nos reveló cuál es ese «eterno canto de alabanza». 1 Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 83 [en adelante: SC].
Hasta donde nuestra pobreza llega a comprender lo que se nos ha sido revelado, allí, en el silencio de los siglos eternos que envuelve el misterio de Dios (cf. Rom 16,25) resuena una única Palabra: la que dice el Padre a su Hijo: «Tú eres mi hijo» (Sal 2,7). Esta es la única Palabra que el Padre dice eternamente y proferir esta Palabra consume toda la actividad del Padre. El Padre no hace otra cosa, solo decir su única Palabra, su Verbo unigénito: Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma, como dice maravillosamente san Juan de la Cruz. Y el Hijo le responde a su vez con una única palabra: Abba-Padre.
El Espíritu es el Silencio que permite al Padre proferir la Palabra «Tú eres mi hijo»2 y al Hijo escucharla y por tanto reconocerse como tal, es decir, como Hijo del Padre y responder a su vez: Padre-Abba.
A su vez, el Hijo es el silencio en el que el Padre puede «decirse totalmente» y sin reservas. El Verbo, la Palabra eterna, es el «Amén» (Ap 3, 14), el «Sí» perfecto (cf. 2 Cor 1,19), la acogida sin límites de la Palabra del Padre: «Tú eres mi hijo». Si dijera palabras suyas no podría acoger con plenitud la palabra del Padre, no podría ser la Palabra del Padre: «La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,24).
El Verbo no tiene palabras suyas. Él es solamente la Palabra del Padre porque solo puede decir lo que ha oído: «Yo comunico al mundo lo que he aprendido de él […]. No hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado […]. La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 8,26-27; 14,24).
El Hijo, la Palabra proferida, posee por sí solo el puro silencio, es puro silencio, porque está delante del Padre como un eco silencioso que refleja de manera perfectamente pura lo que el Padre le dice: «Tú eres mi hijo». Está delante del Padre como un espejo purísimo silencioso y apacible (Sab 7,26), que refleja perfectamente lo que es el Padre, lo que hace el Padre.
«En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo» (Jn 5,19).
Este diálogo entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, este eterno «hablarse», constituye toda la vida de Dios, todo lo que existe en principio.
Abba-Padre es por tanto «el cántico de alabanza que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales». Es «el himno de acción de gracias que eleva al Padre Jesucristo, que vive eternamente» (Liturgia.). Por este motivo, «¡Abba, Padre!» es la única y verdadera oración que glorifica perfectamente al Padre. Y el don que ha hecho Cristo a su Iglesia es la posibilidad de poder cantarla con Él, por medio de Él y en Él.
A partir de estas sucintas reflexiones, podemos entrever que la oración que Cristo dejó en herencia a su Iglesia y que ella custodia incesantemente, es su Misterio de Hijo, es Él mismo… Dándonos a su Hijo, el Padre nos dio el misterio mismo de la oración, de la posibilidad de orar, es decir, de entrar en comunión real con Él, con el Dios que nunca nadie ha visto ni puede ver, pero que ahora en Cristo, movidos por el Espíritu Santo, podemos llamar con toda verdad: ¡Abba!.
Nuestra oración y la de la Iglesia es por tanto «unión con la oración de Cristo en la medida en que ella nos hace participar en su misterio» .
Pero cuando meditamos y hablamos de la oración de la Iglesia, estamos hablando de nuestra propia oración porque la frontera entre la Iglesia y cada cristiano es permeable y transparente. Hablar del misterio de la Iglesia equivale a hablar del misterio de cada alma cristiana. En efecto, «cada alma, por el misterio del vínculo sacramental, lleva plenamente en sí misma a toda la Iglesia, que es única en todos y toda en cada uno».
El don de la oración
La oración es un don porque, con su encarnación, Cristo entregó a su Iglesia y, por medio de la Iglesia, a cada hombre, este «cántico de alabanza», «Abba-Padre», que Él canta a su Padre en las moradas celestiales.
Cristo lo «introdujo en este exilio terrestre» porque sus «delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). Por tanto, nuestra oración nace ante todo de la nostalgia que siente Dios por el hombre, del deseo que tiene Cristo de estar con nosotros.
No es el deseo de ser adorado, alabado y servido, sino simplemente el deseo de «estar con nosotros», de poder cantar con nosotros, como si casi tuviera «necesidad» de nosotros, de nuestra voz, para que su cántico al Padre sea completo y perfecto.
Cristo introdujo en este exilio terrestre el himno que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales para ofrecernos la posibilidad de reanudar el diálogo con el verdadero Padre, con el Padre que solo conoce Él, Jesús (cf. Mt 11,27).
Lo conoce y sabe que «delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8,31).
Esta afirmación de la sabiduría increada encierra por tanto el corazón del misterio de la oración. La oración, en su núcleo más profundo, no es otra cosa que la acogida por nuestra parte de ese deseo de Dios de estar con nosotros, de estar con cada uno de nosotros personalmente, para darse a sí mismo, para hacernos partícipes de su vida, de su realidad, de su «naturaleza», como dice san Pedro (2 Pe 1,4). Su alegría es poder compartir su vida con nosotros, vivir nuestra vida para podernos dar a cambio la suya, para «beber nuestra amargura y darnos la dulzura de su gracia», como decía san Ambrosio
Este deseo de Dios de vivir con nosotros es la fuente y el origen de la oración.
Capítulo II
MI CASA ES CASA DE ORACIÓN (Is 56,7)
¿Es posible que Dios habite con los hombres en la tierra? (2 Cron 6,18).
¿Qué casa me vais a construir —dice el Señor—, o qué
lugar para que descanse? (Hch 7,49; Is 66,1).
Sí, es realmente verdad que Dios quiere habitar con
los hombres en la tierra, pero solo Él puede construir la
Casa en la que quiere habitar con nosotros. En realidad,
«si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los
albañiles» (Sal 127,1).
La casa de Dios es la Iglesia del Dios vivo, dice san Pablo (cf. 1 Tim 3,15). Y Dios mismo ha querido que su Casa fuera una casa de oración (Is 56,7, Mc 11,15; Lc 19,45; Mt 21,12). Por lo tanto, la oración, el diálogo entre Dios y el hombre, la unión entre Dios y el hombre, es la esencia de la Iglesia, su razón de ser, fuera de la cual no tendría sentido que existiera.
Hablar de la oración de la Iglesia es por tanto asomarse a su propio misterio, «es para nosotros como el lugar de todos los misterios» . La Iglesia es el lugar en el cual se encuentran todos los misterios, donde se unen y se iluminan recíprocamente los misterios de la Trinidad, la encarnación, la redención, la gracia y las realidades últimas.
El templo cósmico
Dios comienza a construir esta casa cuando, en un acto absolutamente libre de su Voluntad, quiso extender y compartir con los demás seres el diálogo de amor que se intercambian eternamente las tres Personas divinas en el «silencio de los siglos eternos» que los envuelve (cf. Rom 16, 25).
«Si el Padre celestial cesara de pronunciar su Verbo, el efecto del Verbo, es decir el universo creado, no subsistiría. En efecto, lo que da y conserva al ser en el universo creado es la Palabra (locutio) de Dios Padre, es decir, la Generación eterna e inmutable de su Verbo».
Al haber sido creada a imagen del Hijo con un acto de amor del Padre, cada criatura recibe según sus posibilidades el don de alabar a Dios y, por eso mismo, todo el cosmos se convierte en un primer esbozo de la Iglesia.
Así, con la Creación del cosmos, Dios ha puesto los fundamentos de la Iglesia, de la Casa donde vivir su historia de amor con nosotros. «No creáis que hablo de Esposa y de Iglesia solo a partir de la venida del Salvador en la carne, sino que hablo desde el inicio del género humano y de la propia creación del mundo, es más, para ir más arriba en el origen de este misterio bajo la guía de Pablo, incluso antes de la creación del mundo»
La creación natural, todo el universo, esta Iglesia «cósmica», por llamarla de algún modo, celebra ya desde el primer instante de su existencia una verdadera liturgia, ora porque el cosmos, creado a imagen del Hijo, reverbera en su lenguaje silencioso el himno de acción de gracias que el Hijo hace elevar eternamente al Padre en el silencio del Espíritu.
Con esta «música silenciosa» la creación canta «sin que hablen, sin que pronuncien» (Sal 19,4), una oración dirigida al Padre que reconoce en esta alabanza silenciosa un eco del silencio con el que el Hijo acoge la palabra eterna que lo genera. Como canta san Gregorio Nacianceno:
La casa de Dios es la Iglesia del Dios vivo, dice san Pablo (cf. 1 Tim 3,15). Y Dios mismo ha querido que su Casa fuera una casa de oración (Is 56,7, Mc 11,15; Lc 19,45; Mt 21,12). Por lo tanto, la oración, el diálogo entre Dios y el hombre, la unión entre Dios y el hombre, es la esencia de la Iglesia, su razón de ser, fuera de la cual no tendría sentido que existiera.
Hablar de la oración de la Iglesia es por tanto asomarse a su propio misterio, «es para nosotros como el lugar de todos los misterios» . La Iglesia es el lugar en el cual se encuentran todos los misterios, donde se unen y se iluminan recíprocamente los misterios de la Trinidad, la encarnación, la redención, la gracia y las realidades últimas.
El templo cósmico
Dios comienza a construir esta casa cuando, en un acto absolutamente libre de su Voluntad, quiso extender y compartir con los demás seres el diálogo de amor que se intercambian eternamente las tres Personas divinas en el «silencio de los siglos eternos» que los envuelve (cf. Rom 16, 25).
«Si el Padre celestial cesara de pronunciar su Verbo, el efecto del Verbo, es decir el universo creado, no subsistiría. En efecto, lo que da y conserva al ser en el universo creado es la Palabra (locutio) de Dios Padre, es decir, la Generación eterna e inmutable de su Verbo».
Al haber sido creada a imagen del Hijo con un acto de amor del Padre, cada criatura recibe según sus posibilidades el don de alabar a Dios y, por eso mismo, todo el cosmos se convierte en un primer esbozo de la Iglesia.
Así, con la Creación del cosmos, Dios ha puesto los fundamentos de la Iglesia, de la Casa donde vivir su historia de amor con nosotros. «No creáis que hablo de Esposa y de Iglesia solo a partir de la venida del Salvador en la carne, sino que hablo desde el inicio del género humano y de la propia creación del mundo, es más, para ir más arriba en el origen de este misterio bajo la guía de Pablo, incluso antes de la creación del mundo»
La creación natural, todo el universo, esta Iglesia «cósmica», por llamarla de algún modo, celebra ya desde el primer instante de su existencia una verdadera liturgia, ora porque el cosmos, creado a imagen del Hijo, reverbera en su lenguaje silencioso el himno de acción de gracias que el Hijo hace elevar eternamente al Padre en el silencio del Espíritu.
Con esta «música silenciosa» la creación canta «sin que hablen, sin que pronuncien» (Sal 19,4), una oración dirigida al Padre que reconoce en esta alabanza silenciosa un eco del silencio con el que el Hijo acoge la palabra eterna que lo genera. Como canta san Gregorio Nacianceno:
Todos los seres te celebran,
los que te hablan y los que callan [...].
El deseo universal,
el gemido de todos anhela hacia ti.
Todo lo que existe te reza.
Y hacia ti todo ser que sabe leer tu universo
eleva un himno de silencio
. Este himno de silencio de lo creado fue confiado a Adán por Dios para que lo descifrase, le diera voz y lo cantara dándole su verdadero nombre. Mientras las criaturas, «lo bendicen y le dan gloria por su simple existencia» (CCE 2416), el hombre, creado de manera especial a imagen del Hijo, aquel que tenía que venir, Cristo (cf. Rom 5,14), podía y debía cantar este himno como acto de amor, un acto de agradecimiento, de «eucaristía», «descifrando» en todas las criaturas la imagen de Cristo, que es la verdad de lo creado
«Con los sentidos del cuerpo admira la belleza de las realidades sensibles y con el intelecto descubre en ellas la imagen del Verbo de Dios».
Todo el universo es realmente la sombra del cuerpo del Hijo (cf. Col 2,17), de aquel que, como dice san Pablo, «plenitud del que llena todo en todos» (Ef 1,23).
Será en la liturgia donde la creación reencontrará su sentido original de ser «cuerpo» de Cristo. Es en la liturgia donde las criaturas materiales, el pan, el agua, el vino, el aceite, la luz, recuperan su transparencia original y se convierten verdaderamente en «epifanía» de Cristo y su gemido (Rom 8,22) se transforma al fin en un cántico de alabanza al Creador unido al cántico eucarístico de Cristo, en el cual habita «en él habita la plenitud de la divinidad» (Col 2,9).
Su casa somos nosotros (Heb 3,6)
Iniciada con la creación, la construcción de esta Casa de oración, alcanzará la etapa final cuando el Padre, con la encarnación de su Hijo, pondrá «en Sion como fundamento una piedra, una piedra probada, una piedra angular preciosa, un fundamento sólido» (Is 28,16). La «piedra angular» (Ef 2,20) que une inseparablemente las dos paredes del templo: Dios y el hombre.
Y entonces, como escribe san Pedro: «Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2,4-5).
Por tanto, será con la encarnación del Hijo, eterno Cantante del Padre, que será finalmente cantado de manera perfecta también en nuestro mundo el mundo que «se canta por todos los siglos en las moradas celestiales».
Entonces se cumplirá por fin el deseo de Dios de «vivir con los hijos de los hombres» (Prov 8,31) porque «mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» , sin excepción, aunque este no sea consciente de ello . En cada hombre, sin ninguna excepción, más allá de sus «méritos» y de su conciencia, el Padre hizo el don de unirse a Cristo, piedra viva, para entrar así en la construcción del templo verdadero. De este modo, con Cristo, por Cristo y en Cristo, cada hombre podrá ahora decirle: «Abba-Padre» y participar de ese modo en el eterno cántico de alabanza «que se canta en las moradas celestiales».
Por esta unión estrechísima que Cristo establece con cada hombre hasta el punto de ser: «cada uno es un miembro» (1 Cor 12,27), cada hombre, cada uno de nosotros no solo está destinado a ser un «hombre de oración», sino a «ser oración», como se dijo de san Francisco: «Hecho todo él no ya solo orante, sino oración».
Estamos destinados a compartir plenamente el Misterio mismo del Hijo que, en su propia Persona es oración, alabanza de la gloria del Padre: «En Cristo hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión […] para que seamos alabanza de la gloria del Padre» (Ef 1,11-12). Ser «alabanza de la gloria del Padre» es el único y último destino del cristiano y de toda la Iglesia.
«Adán, ¿Dónde estás?» (Gen 3,9)
El Padre está siempre velando por construir su Casa.
Incluso cuando nosotros no lo conocemos no pensamos en Él, no por ello Él deja de trabajar siempre por «pulir a golpes de cincel las piedras adaptadas al lugar que les corresponden por el cuidado de una mano experta; y que quedarán colocadas para siempre dentro del templo sagrado»10. Él está presente en cada experiencia de nuestra vida para hacer de nosotros las piedras vivas para su verdadero templo: el Cuerpo de Cristo (cf. Jn 2,21). A través de los pequeños y grandes acontecimientos que tejen nuestra jornada y toda nuestra vida. Está haciendo de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo, está engendrando al Hijo en el mundo. Las experiencias de nuestra existencia cotidiana son «los talentos» que Él nos confía para que los podamos hacer fructificar, dejándonos modelar cada vez más por su Espíritu a imagen del Hijo único.
Como ya sabemos, con demasiada frecuencia nos resistimos por desgracia a esta incesante y silenciosa obra de Dios.
¿Cómo descubrir en nuestra vida cotidiana, tan a menudo opaca, esta constante acción de Dios que quiere regalarnos la oración, que quiere transformarnos en piedras vivas de su Casa de oración? Dios nos busca personalmente a cada uno de nosotros: «¿Dónde estás» (Gen 3,9) porque «llamando a Adán, Dios te está llamando a ti».
Pero demasiado a menudo nuestra respuesta es la misma de Adán: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, y me escondí» (Gen 3,10).
Sin embargo, Dios no se resigna a perder el amor del hombre. Lo busca continuamente. Del mismo modo que el pastor busca a la oveja que se ha perdido por barrancos y acantilados, así hace Dios: «Fue tras el hombre que había huido lejos de Él. Y, después de haber ido tras él, lo alcanzó y se lo llevó. Y lo hizo movido únicamente por su bondad, su caridad y la preocupación que tiene por nosotros»
Pero con mucha frecuencia, nuestro miedo al Misterio nos paraliza y nos hace renuentes ante la invitación de Dios:
Incluso cuando nosotros no lo conocemos no pensamos en Él, no por ello Él deja de trabajar siempre por «pulir a golpes de cincel las piedras adaptadas al lugar que les corresponden por el cuidado de una mano experta; y que quedarán colocadas para siempre dentro del templo sagrado»10. Él está presente en cada experiencia de nuestra vida para hacer de nosotros las piedras vivas para su verdadero templo: el Cuerpo de Cristo (cf. Jn 2,21). A través de los pequeños y grandes acontecimientos que tejen nuestra jornada y toda nuestra vida. Está haciendo de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo, está engendrando al Hijo en el mundo. Las experiencias de nuestra existencia cotidiana son «los talentos» que Él nos confía para que los podamos hacer fructificar, dejándonos modelar cada vez más por su Espíritu a imagen del Hijo único.
Como ya sabemos, con demasiada frecuencia nos resistimos por desgracia a esta incesante y silenciosa obra de Dios.
¿Cómo descubrir en nuestra vida cotidiana, tan a menudo opaca, esta constante acción de Dios que quiere regalarnos la oración, que quiere transformarnos en piedras vivas de su Casa de oración? Dios nos busca personalmente a cada uno de nosotros: «¿Dónde estás» (Gen 3,9) porque «llamando a Adán, Dios te está llamando a ti».
Pero demasiado a menudo nuestra respuesta es la misma de Adán: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, y me escondí» (Gen 3,10).
Sin embargo, Dios no se resigna a perder el amor del hombre. Lo busca continuamente. Del mismo modo que el pastor busca a la oveja que se ha perdido por barrancos y acantilados, así hace Dios: «Fue tras el hombre que había huido lejos de Él. Y, después de haber ido tras él, lo alcanzó y se lo llevó. Y lo hizo movido únicamente por su bondad, su caridad y la preocupación que tiene por nosotros»
Pero con mucha frecuencia, nuestro miedo al Misterio nos paraliza y nos hace renuentes ante la invitación de Dios:
Querrías llevarme más allá, cada vez más allá, cada vez más al centro, hasta las fronteras de tu reino desconocido. Lo comprendo y también sería hermoso.En efecto, «nosotros buscamos a Dios cuando somos nosotros los que somos buscados. Nuestra búsqueda es el fruto de un malestar que deposita en nosotros la persecución secreta e inagotable, gratuita y tenaz, de una misericordia cuyo rostro ignoramos. Vivir de esta certeza es haber cruzado el umbral del Evangelio, es haber aceptado una vida teologal».
Eres paciente, me esperas en las encrucijadas solitarias para enseñarme el camino, eres realmente discreto, das incluso muestras de huir de mí y no te atreves ni siquiera a revelar tu rostro. Sería hermoso, lo sé, incluso lo querría. Pero lamentablemente, mi alma es tímida, la sermoneo en vano, sus alas tiemblan en cuanto se le lleva hacia el umbral de las grandes aventuras […] 13.
Pero he aquí que tú, pisando los talones a estos dos fugitivos tuyos, Dios de las venganzas y fuente de las misericordias, haces que volvamos a ti y te sirves de medios sorprendentes
Dejarse construir como «casa de Dios»
Por este motivo, la síntesis de todo el camino espiritual
de cada hombre, el corazón del camino de cada oración es
dejarse alcanzar por Quien nos busca, dejarse tocar por la
mano del Padre que plasma en nosotros a su Hijo único.
Pero por nuestra falta de sensibilidad espiritual, a menudo es difícil dejarse sorprender por este Dios que nos
busca constantemente y se acerca a nosotros de manera
inesperada y sorprendente. Nuestro Dios es el «Dios al
acecho» que nos espera donde menos lo esperamos.
Así fue para Mateo, llamado mientras estaba sentado al mostrador de impuestos ejerciendo una profesión infame (Mt 9,9). O como fue para Pablo, cegado por el Resucitado en la ruta hacia Damasco mientras estaba yendo a perseguir a la Iglesia (Hch 9,3ss).
El único modo de descubrir esta acción transformadora del Padre que nos busca continuamente es nutrir nuestro deseo de Él. Jesús llora a menudo por nosotros como lloró por Jerusalén: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!» (Lc 19,42). Y en una frase transmitida por los papiros, expresa su lamento por nuestra falta de sensibilidad: «Dijo Jesús: “Yo estuve en medio del mundo y me manifesté a ellos en carne. Los hallé a todos ebrios (y) no encontré entre ellos uno siquiera con sed. Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vacíos al mundo […]”».
«No encontré entre ellos uno siquiera con sed […] son ciegos [y no pueden ver] […] si no tenemos sed de Dios, no podremos verlo ni descubrir el don que quiere ofrecernos».
Tener sed de Dios, tener sed de encontrarlo… Solo este ardiente deseo de Él, de su cercanía, deseo que debemos pedir como pobres mendigos a su Espíritu, solo esto puede abrirnos los ojos, purificar nuestra mirada y permitirnos así verlo, «acercarnos a Él» en el único lugar donde podemos encontrarlo: en su casa de oración, en el misterio de su cuerpo, en su Iglesia.
Es en el Cantar, en ese buscarse, esconderse y encontrarse del Esposo y la Esposa donde encontramos descrito todo el itinerario de la oración de la Iglesia. La oración es el «lugar» donde el Esposo y la Esposa se unen, donde ambos son «una sola cosa». La oración es el «banquete» (Cant 2,4) donde el Esposo introduce a la Esposa para darse a ella, donde la Iglesia puede decir con plena verdad: «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Cant 6,3; 2,1633
Solo con un gran pudor espiritual podemos contemplar e intentar hablar de lo que sucede en lo secreto de la intimidad del Esposo y de la Esposa.
Capítulo III
APRENDER A ORAR
«No sabemos pedir como conviene» (cf. Rom 8,26)
Así fue para Mateo, llamado mientras estaba sentado al mostrador de impuestos ejerciendo una profesión infame (Mt 9,9). O como fue para Pablo, cegado por el Resucitado en la ruta hacia Damasco mientras estaba yendo a perseguir a la Iglesia (Hch 9,3ss).
El único modo de descubrir esta acción transformadora del Padre que nos busca continuamente es nutrir nuestro deseo de Él. Jesús llora a menudo por nosotros como lloró por Jerusalén: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!» (Lc 19,42). Y en una frase transmitida por los papiros, expresa su lamento por nuestra falta de sensibilidad: «Dijo Jesús: “Yo estuve en medio del mundo y me manifesté a ellos en carne. Los hallé a todos ebrios (y) no encontré entre ellos uno siquiera con sed. Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vacíos al mundo […]”».
«No encontré entre ellos uno siquiera con sed […] son ciegos [y no pueden ver] […] si no tenemos sed de Dios, no podremos verlo ni descubrir el don que quiere ofrecernos».
Tener sed de Dios, tener sed de encontrarlo… Solo este ardiente deseo de Él, de su cercanía, deseo que debemos pedir como pobres mendigos a su Espíritu, solo esto puede abrirnos los ojos, purificar nuestra mirada y permitirnos así verlo, «acercarnos a Él» en el único lugar donde podemos encontrarlo: en su casa de oración, en el misterio de su cuerpo, en su Iglesia.
Es en el Cantar, en ese buscarse, esconderse y encontrarse del Esposo y la Esposa donde encontramos descrito todo el itinerario de la oración de la Iglesia. La oración es el «lugar» donde el Esposo y la Esposa se unen, donde ambos son «una sola cosa». La oración es el «banquete» (Cant 2,4) donde el Esposo introduce a la Esposa para darse a ella, donde la Iglesia puede decir con plena verdad: «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Cant 6,3; 2,1633
Solo con un gran pudor espiritual podemos contemplar e intentar hablar de lo que sucede en lo secreto de la intimidad del Esposo y de la Esposa.
Capítulo III
APRENDER A ORAR
«No sabemos pedir como conviene» (cf. Rom 8,26)
Y desde entonces, el cántico de la creación se transformó en gemido (cf Rom 8,22). Pero la peor consecuencia del primer pecado fue la deformación de la imagen de Dios en los primeros padres, deformación que creó un obstáculo casi infranqueable para la oración. La intimidad con Dios, que antes del pecado era la alegría del hombre, ahora se ha transformado en miedo. Al acercarse Dios, Adán se escondió: «Me dio miedo y me escondí» (Gen 3,10) y nosotros con él.
También ahora seguimos escondiéndonos, sin responder al deseo de Dios que estar con nosotros. Tenemos miedo a la intimidad con Él, porque es en la oración donde se nos revela a nosotros mismos la imagen de Dios que tenemos en el corazón. Y esta imagen es una caricatura esculpida en nosotros por la voz mentirosa del Adversario que insinuaba: «Dios no quiere que seáis dioses, Dios no quiere que seáis como Él» (cf. Gen 3,5). En el fondo, estaba dando a entender: «Dios no es bueno como parece, Dios no es el que se os ha mostrado. Tiene otro rostro. Su verdadero rostro es el de un dueño». Y esta mentira se ha imprimido tan profundamente en nuestra mente y en nuestro espíritu que ni siquiera nos damos cuenta de ella. Esta caricatura de Dios es el ídolo al cual servimos a menudo con nuestra oración.
Muchas veces, demasiadas, hemos pensado que la oración es nuestro «deber», un deber de la criatura, del hombre que ha de rendir culto a Dios, al Soberano de todas las cosas, al Dueño de nuestras vidas, a un Dios inaccesible, a un Dios sordo a nuestros sufrimientos y a nuestros deseos, que manipula nuestras vidas a su gusto, según su inescrutable designio.
Hemos de reconocer con dolorosa sinceridad que esta es la imagen de Dios que acompaña desde siempre nuestra oración y hace que sea tan costosa y «ajena» a nuestro corazón. Por eso tiene razón san Pablo al afirmar que «No sabemos pedir como conviene» (Rom 8,26). En efecto, a menudo —incluso con demasiada frecuencia— estamos orando a un ídolo que nos quiere esclavos.
Pero Dios no se dejó «desanimar» por todo esto… y siguió buscando a Adán: «Adán, ¿dónde estás?» (Gen 3,9). No quiso renunciar a su sueño de poder vivir con él. Y siguió construyendo su casa donde poder estar con él. Siguió construyendo su Iglesia:
La santa Iglesia, que fue prometida como esposa en el paraíso, al principio del mundo, fue prefigurada en el diluvio, fue anunciada por medio de la Ley, fue llamada por medio de los profetas, esperó durante mucho tiempo el esplendor del Evangelio, la redención de los hombres, la venida de su Amado
«Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1)
Pero con la encarnación del Verbo, vino el Amado, el Esposo descendió a su jardín (cf. Cant 5,1) y con Él «Mira, el invierno ya ha pasado, las lluvias cesaron, se han ido» (Cant 2,11-12). Ahora el Hijo «introdujo en este exilio terrestre el himno que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales».
En nuestro universo y en el corazón del hombre que, enmudecido por el pecado e incapaz de alabar al Padre como conviene, Cristo introduce con toda su vida humana el cántico eterno que Él, movido por el Espíritu, canta «en las moradas celestiales»: «Abba-Padre».
Un cántico que solo Él puede cantar de verdad y que solo los pequeños de la tierra pueden aprender: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños”» (Lc 10,21).
Este cántico, Abba, era la nostalgia de Dios mismo: «Quisiera contarte entre mis hijos […]. Pero lo mismo que engaña una mujer a su marido, así me engañó Israel». (Jer 3,19-20). «¿Por qué, cuando yo vine, no había nadie, y nadie respondió cuando llamé? […] ¡Que haga la paz conmigo! ¡Que conmigo haga la paz!» (Is 50,2; 27,5).
Este cántico era la nostalgia de Adán, era el cántico que, exiliado del paraíso, ya no podía cantar más. Este cántico era el deseo de los profetas y del salmista que podían escucharlo solo «de lejos», en la fe. En efecto, «con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra» (Heb 11,13).
Estos lo entrevieron porque, después del pecado de Adán, este cántico del Hijo fue confiado por el Padre a «su hijo» (Os 11,1; 2,1; Dt 14,1; Sal 82,6), al pueblo de Israel. E Israel lo cantó y lo hizo resonar en los salmos, en la Ley y en los profetas. Y la belleza de las palabras de la Ley, de los profetas y los salmos les llegan por el hecho de ser un eco de este cántico
Pero era un cántico que se expresaba «como en un espejo, confusamente» (1 Cor 13,12). Israel podía contemplar a Dios en las palabras de este canto, «veía la Palabra» (Ex 20,18) pero como «detrás de un velo» que solo «se elimina en Cristo» (2 Cor 3,14).
Por eso, cuando le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1), Jesús, dirigiéndose en un aparte a sus discípulos, dijo: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron» (Lc 10,21-24).
En una página extraordinaria, Clemente de Alejandría explica en qué consistía este cántico nuevo y quién lo cantaba: El Verbo de Dios que descendía de David, pero que existía antes de David despreciando la lira y la cítara, instrumentos sin alma, y por medio del Espíritu Santo, ha llenado de armonía este universo y el pequeño universo que es el hombre, su alma y su cuerpo, y sirviéndose de este instrumento de las mil voces, canta a Dios Padre.
¿Qué quiere el instrumento, el Verbo de Dios, el Señor, y su nuevo cántico?
Quiere abrir los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos, llevar de la mano a quienes son cojos y se alejan de la justicia, mostrar a Dios a los insensatos, poner fin a la corrupción, vencer a la muerte y reconciliar a los hijos desobedientes con el Padre.
Él es el instrumento de Dios que ama a los hombres.
Como dijo el apóstol divino del Señor: ahora «se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres (Tit 2,11). Este es el cántico nuevo, la aparición que ahora resplandece en medio de nosotros, la del Verbo que existía entre nosotros, que existía en el principio y desde antes. No es la primera vez que tuvo piedad de nuestra errancia; ya lo hizo en el pasado, en el inicio. Pero ahora, cuando ya estábamos perdidos, apareciendo nos ha salvado .
La cítara de la cruz
Jesús cantó este «cántico nuevo» durante toda su vida, pero de modo pleno y perfecto cuando, acompañándose con la cítara de la cruz dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
«Cuando llega la hora de pasar de este mundo al Padre (Jn 13,1), Jesús se eleva con todo su ser hacia Dios, se convierte Él mismo en oración, Él, el Hijo que está totalmente dirigido a Dios. La Pascua de la muerte y la resurrección es el misterio de Jesús convertido en oración»
Ahí, en ese acto de entrega sin reservas hasta la muerte, el Hijo «dice» perfectamente, con categorías humanas, con actos y palabras realmente humanos, lo que dice inefablemente en el seno de la Trinidad eterna: «Abba, Padre, me entrego a ti sin reservas, en tus manos encomiendo mi Espíritu».
Es «en la cruz donde orar y entregarse son una sola cosa» (CCE 2605). Por este motivo: «El misterio de la cruz gloriosa es el misterio trinitario hecho interior en el mundo. Solo en la muerte gloriosa de Jesús, y en ningún otro lugar, donde está más presente el Espíritu en el mundo; nunca antes fue dado el Espíritu del modo en el que se derrama en la muerte gloriosa: “Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,39)»
. Ahora que es «glorificado» Jesús (cf. Jn 12,23, por ejemplo), es decir, con la entrega extrema de sí mismo «hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8), ha mostrado quién es Él en realidad. Ha revelado plenamente el misterio de su Persona, su ser Hijo que, «en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido como sacrificio sin mancha» (Heb 9,14), al Padre. Solo ahora, el Espíritu en el cual Jesús dice eternamente Abba puede esparcirse en nuestro mundo y enseñarnos la verdadera oración de Abba.
Este es el misterio que Juan contempló in symbolo en el Calvario y que lo «conmocionó» tanto que le hizo afirmar solemnemente, casi con un juramento, que «el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19,35). Y este mismo misterio se le fue mostrado luego en el Apocalipsis, donde vio «sin velo» la realidad de todo lo que sucedió en el Gólgota: «Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: “He aquí la morada de Dios entre los hombres. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente. Yo seré Dios para él, y él será para mí hijo”» (Ap 21,1-3.6-7).
El Espíritu, Maestro de oración.
«Orad movidos por el Espíritu Santo» (Jds 1,20)
El costado traspasado del cuerpo pascual de Jesús, de su cuerpo crucificado y resucitado, del cual brotan «inmediatamente» «agua y sangre» es la única fuente del Espíritu. Y el Espíritu es Quien nos enseña a orar porque «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”» (Gal 4,6). Él, «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26), suple nuestra incapacidad de orar como conviene (ibíd).
El Espíritu, «flotando» (Gen 1,1) en el agua y la sangre que han salido del lado derecho del verdadero templo (cf. Ez 47,1; Jn 2,21;19,34), da inicio a la nueva creación, a la Iglesia, la nueva Jerusalén, nacida del agua del bautismo y de la sangre de la eucaristía.
«En el mismo momento en que un soldado abrió el costado de Cristo salió sangre y agua que se esparció para dar vida al mundo. El costado de Cristo es la vida del mundo, el costado del segundo Adán (1 Cor 15,45). El costado de Cristo es la vida de la Iglesia. […] He aquí Eva, la madre de todos los seres vivos. La madre de los seres vivos es la Iglesia que ha construido Dios poniendo a Cristo como piedra angular (cf. Ef 2,20). Ahora la mujer es creada, es formada, es edificada y toma forma. Ahora la casa espiritual se eleva para un sacerdocio santo (1 Pe 2,5). Ven Señor, forma a esta mujer, construye la ciudad. He aquí a la Mujer, madre de todos, he aquí la casa espiritual, he aquí la Ciudad que vive eternamente porque no conoce la muerte»
De la cruz brota ahora el agua viva y: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). «Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid, también los que no tenéis dinero» (Is 55,1) porque «Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,6). «Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Cor 12,13), porque la Fuente «tiene sed de nuestra sed», tiene sed de ser bebida.
Por tanto, el Espíritu, al hidratar a los creyentes, uniéndolos a la oblación de Jesús en la cruz, hace de ellos, por este mismo motivo, el don del culmen de la oración, es decir, poder decir con Jesús y como Él: «Abba, Padre». Le da el don de poder compartir la relación del Hijo con el Padre. Al darnos la oración de Jesús, el Espíritu nos «sumerge», nos «bautiza» en la misma vida de la Trinidad (cf. Mt 28,19).
«El Espíritu Santo, a manera de aspirar con aquella su aspiración divina, muy subidamente levanta el alma y la informa, para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre» .
En efecto, «como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”» (Gal 4,6).
Como escribía un monje:
El descubrimiento de Dios como Padre nuestro es en mi opinión una adquisición espiritual más allá de la cual no se puede ir, ya que permite entrar de la manera más directa posible en la experiencia del mismo Cristo, tanto como Hijo eterno que como Hombre y Redentor. Siempre me ha parecido que no se puede ir más lejos y que una paz tan grande (como la que brota al entregarse al Padre) no puede ser igualada por nada más, ni siquiera por el matrimonio espiritual. Si podemos de verdad decir «Padre mío» con una confianza absoluta, entonces nos habremos encontrado con nuestra identidad profunda, en cierto sentido, nos volveremos «indiferentes» a todo lo demás. Porque nada de lo que pueda suceder en la vida nos podrá afectar más profundamente que esta palabra: «Padre mío». A partir de entonces, cada oración solo puede ser auténtica si se une a la de Jesús en la Cruz, y con Él «grita»: «Abba, Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu».
Pero decir «Padre» con Cristo y como Él lo dice supone «la purificación de nuestras imágenes paternales o
maternales, correspondientes a nuestra historia personal
y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios.
Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado. Transferir a él, o contra él, nuestras ideas en
este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler»
(CCE 2779).
Este camino de purificación, necesario para cada uno de nosotros, es un camino de gran pobreza, pero sobre todo de gran sinceridad y solo un verdadero deseo de «ver el rostro de Dios» puede sostenernos en este camino de purificación del corazón. La «visión» de Dios es la bienaventuranza prometida a los puros de corazón, pero la imagen deformada de Dios que se nos revela en «nuestra» oración nos dice que nuestro corazón no es «puro», es decir, no es capaz de recibir solo amor en la pobreza ni de dar solo amor.
Este camino de purificación, necesario para cada uno de nosotros, es un camino de gran pobreza, pero sobre todo de gran sinceridad y solo un verdadero deseo de «ver el rostro de Dios» puede sostenernos en este camino de purificación del corazón. La «visión» de Dios es la bienaventuranza prometida a los puros de corazón, pero la imagen deformada de Dios que se nos revela en «nuestra» oración nos dice que nuestro corazón no es «puro», es decir, no es capaz de recibir solo amor en la pobreza ni de dar solo amor.
Abandonado a sí mismo y a sus dinámicas, nuestro corazón solo busca inevitablemente lo que
conoce, se construye relaciones, incluso la relación con
Dios (sobre todo esta) con el «material» que su historia
personal ha puesto a su disposición y no puede ser de otro
modo. Y las imágenes parentales son un elemento central
de este mundo interior nuestro, son el fundamento sobre
el que apoyamos la construcción de nuestras relaciones
con el mundo exterior: con los demás y con Dios mismo.
Por este motivo, es necesario que la gracia del Espíritu, que enseña a Jesús a decir «Padre», nos enseñe
también a nosotros a decirlo con Jesús, del mismo modo
y con el mismo significado. Mejor, que sea Él mismo, el
Espíritu, el que lo diga en nosotros, haciendo de nosotros
una sola cosa con Cristo: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
Y los sentimientos de Cristo Jesús son los del Hijo, sentimientos que, traducidos en lenguaje humano, corresponden a lo que se llama «infancia». Porque la infancia no es, como a menudo pensamos románticamente, la edad de la inocencia. Los niños son a menudo crueles y egoístas. Lo que es característico de la infancia es su absoluta indigencia. Un niño pequeño no puede ser autosuficiente. Abandonado a su suerte, muere. Tiene una necesidad vital de los cuidados de los demás.
Por este motivo, Jesús afirma solemnemente que solo «el que reciba el reino de Dios como un niño, entrará en él» (cf. Lc 18,17; Mc,10,15). Y un niño «sabe» que no puede hacer nada por sí mismo, necesita todo y a todos. Solo cuando el Espíritu transforme nuestro corazón tan pobre para poder hacer nuestro el grito de súplica del Hijo (Mc 14,36), para ser conscientes de tener una extrema necesidad de la gracia de Dios, solo entonces podremos decir de verdad con Jesús y como Él: «Abba, papá, te necesito. Sin ti no puedo hacer nada».
Por este motivo, solo seremos niños de verdad y podremos acoger así el don del Reino de manera plena, el don de la verdadera oración, cuando nos dejemos crucificar por la humillación de no saber y de no poder vivir esta vida nueva del Reino con nuestras fuerzas. La aceptación de nuestra pobreza personal, física, psicológica y moral es el único medio con el que podemos recibir la Gloria divina y dar testimonio de su presencia en nosotros. Aceptada con humildad y confianza, esta pobreza nuestra se convierte en el lugar y el medio para poder decir a Dios ¡Abba! Se convierte en nuestra muerte, en nuestra Pascua, en nuestro caminar cotidiano hacia el Padre y en nuestra resurrección.
Precisamente por este motivo, la experiencia cotidiana que hacemos de una debilidad que nunca termina, nos dispone a vivir en una total dependencia de la misericordia del Padre, a recibir todo de Él, literalmente todo. Ocurrirá con nosotros como le sucedió a Jesús, que «presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado» por su total abandono a Él (cf. Heb 5,7), y fue salvado por la muerte precisamente por medio de la muerte. El Padre nos salvará de nuestra pobreza y miseria solo cuando aceptemos que solos no podemos librarnos de ellas.
«Cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este Amor consumidor y transformante [...] pero es necesario consentir en permanecer siempre pobre y sin fuerza, y he ahí lo difícil», escribe con audacia santa Teresa del Niño Jesús»
Como el Hijo, cordero inmolado y resucitado, también nosotros llevaremos eternamente nuestras heridas, signo de nuestra fragilidad y de nuestra muerte. Pero son sobre todo signo de nuestra resurrección. Porque, como fue para Él, también en nosotros, la gloria del Padre pudo ser derramada en nuestra carne y en nuestra vida a través de nuestras heridas.
«¿Cómo glorificaremos entonces a Dios por un don tan insigne? Dios no puede ser glorificado por nosotros de forma distinta a cómo fue glorificado por su Hijo. Las vías por las que glorificó el Hijo al Padre son las mismas por las que el Padre glorificó al Hijo. Estas vías pasan por la cruz, es decir, por la muerte al mundo entero, por las aflicciones, las tentaciones y los demás sufrimientos de Cristo. Si soportamos todo esto con mucha paciencia, imitaremos a Cristo sufriente y glorificaremos así a nuestro Padre y Dios, como sus hijos que por la gracia somos coherederos de Cristo»
El amor hasta dar la vida, hasta «el extremo» (Jn 13,1) es el «cántico nuevo» que el Esposo enseña a su Esposa. Es el cántico que Cristo entregó a su Iglesia, como decía san Pablo VI.
Este es el cántico que cantan quienes siguen al Cordero allá donde vaya, que no le preguntan «a dónde» va, sino que simplemente lo siguen, mirándolo solo a Él, contemplándolo solo a Él, sin dejar que su mirada enamorada se desvíe de Él: «No os pido que penséis en Él, ni saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis. [...] Mirad que no está aguardando otra cosa —como dice a la esposa— sino que le miremos»
«»La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira” decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón (CCE 2715).
Y los sentimientos de Cristo Jesús son los del Hijo, sentimientos que, traducidos en lenguaje humano, corresponden a lo que se llama «infancia». Porque la infancia no es, como a menudo pensamos románticamente, la edad de la inocencia. Los niños son a menudo crueles y egoístas. Lo que es característico de la infancia es su absoluta indigencia. Un niño pequeño no puede ser autosuficiente. Abandonado a su suerte, muere. Tiene una necesidad vital de los cuidados de los demás.
Por este motivo, Jesús afirma solemnemente que solo «el que reciba el reino de Dios como un niño, entrará en él» (cf. Lc 18,17; Mc,10,15). Y un niño «sabe» que no puede hacer nada por sí mismo, necesita todo y a todos. Solo cuando el Espíritu transforme nuestro corazón tan pobre para poder hacer nuestro el grito de súplica del Hijo (Mc 14,36), para ser conscientes de tener una extrema necesidad de la gracia de Dios, solo entonces podremos decir de verdad con Jesús y como Él: «Abba, papá, te necesito. Sin ti no puedo hacer nada».
Por este motivo, solo seremos niños de verdad y podremos acoger así el don del Reino de manera plena, el don de la verdadera oración, cuando nos dejemos crucificar por la humillación de no saber y de no poder vivir esta vida nueva del Reino con nuestras fuerzas. La aceptación de nuestra pobreza personal, física, psicológica y moral es el único medio con el que podemos recibir la Gloria divina y dar testimonio de su presencia en nosotros. Aceptada con humildad y confianza, esta pobreza nuestra se convierte en el lugar y el medio para poder decir a Dios ¡Abba! Se convierte en nuestra muerte, en nuestra Pascua, en nuestro caminar cotidiano hacia el Padre y en nuestra resurrección.
Precisamente por este motivo, la experiencia cotidiana que hacemos de una debilidad que nunca termina, nos dispone a vivir en una total dependencia de la misericordia del Padre, a recibir todo de Él, literalmente todo. Ocurrirá con nosotros como le sucedió a Jesús, que «presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado» por su total abandono a Él (cf. Heb 5,7), y fue salvado por la muerte precisamente por medio de la muerte. El Padre nos salvará de nuestra pobreza y miseria solo cuando aceptemos que solos no podemos librarnos de ellas.
«Cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este Amor consumidor y transformante [...] pero es necesario consentir en permanecer siempre pobre y sin fuerza, y he ahí lo difícil», escribe con audacia santa Teresa del Niño Jesús»
Como el Hijo, cordero inmolado y resucitado, también nosotros llevaremos eternamente nuestras heridas, signo de nuestra fragilidad y de nuestra muerte. Pero son sobre todo signo de nuestra resurrección. Porque, como fue para Él, también en nosotros, la gloria del Padre pudo ser derramada en nuestra carne y en nuestra vida a través de nuestras heridas.
«¿Cómo glorificaremos entonces a Dios por un don tan insigne? Dios no puede ser glorificado por nosotros de forma distinta a cómo fue glorificado por su Hijo. Las vías por las que glorificó el Hijo al Padre son las mismas por las que el Padre glorificó al Hijo. Estas vías pasan por la cruz, es decir, por la muerte al mundo entero, por las aflicciones, las tentaciones y los demás sufrimientos de Cristo. Si soportamos todo esto con mucha paciencia, imitaremos a Cristo sufriente y glorificaremos así a nuestro Padre y Dios, como sus hijos que por la gracia somos coherederos de Cristo»
El amor hasta dar la vida, hasta «el extremo» (Jn 13,1) es el «cántico nuevo» que el Esposo enseña a su Esposa. Es el cántico que Cristo entregó a su Iglesia, como decía san Pablo VI.
Este es el cántico que cantan quienes siguen al Cordero allá donde vaya, que no le preguntan «a dónde» va, sino que simplemente lo siguen, mirándolo solo a Él, contemplándolo solo a Él, sin dejar que su mirada enamorada se desvíe de Él: «No os pido que penséis en Él, ni saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis. [...] Mirad que no está aguardando otra cosa —como dice a la esposa— sino que le miremos»
«»La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira” decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón (CCE 2715).
Esta mirada de fe y de amor es el cántico de la Esposa: «Me has robado el corazón, hermana mía, esposa; me has robado el corazón con una sola mirada tuya» (Cant 4,9). Es el «cántico nuevo que los rescatados cantan delante del trono, delante de los cuatro vivientes y los ancianos. Y solo podían comprender ese cántico los rescatados» (cf. Ap 14,3).
Capítulo IV
EL CANTO DE LA ESPOSA
La liturgia: Déjame escuchar tu voz, amiga mía, mi esposa (Cant 2,14)
Con el don de su Espíritu ha hecho de nosotros una sola cosa con Él, un solo Cuerpo, «somos miembros de su cuerpo» (Ef 5,30), como la esposa con el esposo.
Como en la unión nupcial, en la que «dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gen 2,24; Ef 5,31), así hace Cristo con los que se unen a Él por medio de la fe. Cristo «abandonó» a su Padre, experimentando en la cruz su silencio y su atroz ausencia, para poder unirse a su esposa. Y desde la cruz Jesús atrae a todos y todo a Él para formar con ellos una sola carne, un solo cuerpo que vive una sola vida, la suya: por ello podrá afirmar san León Magno que «el cuerpo del bautizado se convierte en carne de Cristo»
. «Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32).
La Iglesia nace en la cruz pascual y allí celebra su unión nupcial con su Esposo.
Como dote nupcial, como prenda de su amor y su unión, Cristo se entregó a sí mismo en un acto de ofrenda, su mismo acto de ofrenda, que glorifica perfectamente al Padre. Le entregó su oración, se entregó a sí mismo convertido en oración.
Este don lo recibimos en la liturgia porque esta es «participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En ella toda oración cristiana encuentra su fuente y su término» (CCE 1073), también la más íntima y secreta, la más silenciosa y oculta, la que solo puede escuchar el Padre «que está en lo secreto» (Mt 6,6). Porque si es realmente verdad que «la vida espiritual no se agota solo con la participación en la sagrada liturgia. En efecto, el cristiano, […] debe, no obstante, entrar también en su interior para orar al Padre en lo escondido» (SC 12) tampoco es menos verdad que solo puede brotar «nuestra» oración desde la unión con la oración de Cristo, sacramentalmente presente en la liturgia.
En efecto, esta participación a la oración de Cristo, a su ofrecimiento al Padre, no es un simple recuerdo devoto de Jesús. Si fuera así, en el fondo Jesús solo sería un gran maestro de moral, un modelo admirable, un gran santo y su presencia entre nosotros sería igual a la de un gran filósofo entre sus discípulos
«Si la resurrección fuera para nosotros un concepto, una idea, un pensamiento; si el Resucitado fuera para nosotros el recuerdo del recuerdo de otros, tan autorizados como los apóstoles, si no se nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, sería como declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio, la encarnación, además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia conozca, es también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos el camino de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es. La liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su cuerpo y beber su sangre: lo necesitamos a Él»
En efecto, en la liturgia, «Cristo está presente, hic et nunc, no como una idea abstracta, sino como una persona viva y una fuerza viva que emana de una persona viva: “De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos” (Heb 7,25), es más, para actuar en ellos, por medio de ellos y junto a ellos. Así, en la realidad litúrgica, la acción sacerdotal en acto de Cristo, se convierte en una realidad que nos alcanza real y presencialmente. El tiempo es superado y queda como en suspenso: Cristo, su sacrificio, están allí presentes de manera real y física, bajo el velo de los signos sensibles. Todos los hombres a lo largo de los siglos pueden convertirse en contemporáneos de Cristo participando individualmente, uno a uno, en la realidad litúrgica. No es el hombre quien, saltando por encima del espacio y del tiempo se traslada a los tiempos de Cristo, sino que es Cristo, siempre vivo y presente, quien atrae hacia sí a cada hombre en la órbita de su acción sacerdotal, sacrificial y mediadora que trasciende ya todo espacio y tiempo» .
Esto es posible porque la Pascua de Cristo es «el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte […]. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida» (CCE 1085).
La eucaristía, banquete de bodas del Cordero
(Ap 19,9)
Esta unión e identificación con Cristo en su acto sacerdotal de ofrecimiento de sí mismo a su Padre «como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5,2), alcanza su culmen en la unión sacramental de la Eucaristía, en el banquete de bodas que el Padre ha preparado para su Hijo y al cual ha invitado a todos, pobres, «cojos, ciegos, paralíticos, buenos y malos» (cf. Mt 22,2.10; Lc,14,21).
En ese discurso «difícil» que pronunció en la sinagoga dE Cafarnaúm, Jesús nos pide escucharlo y creerlo literalmente, con sencillez de espíritu y con la fe de los niños: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 53-57).
«Quien me come vivirá por mí».
Esta unión e identificación con Cristo en su acto sacerdotal de ofrecimiento de sí mismo a su Padre «como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5,2), alcanza su culmen en la unión sacramental de la Eucaristía, en el banquete de bodas que el Padre ha preparado para su Hijo y al cual ha invitado a todos, pobres, «cojos, ciegos, paralíticos, buenos y malos» (cf. Mt 22,2.10; Lc,14,21).
En ese discurso «difícil» que pronunció en la sinagoga dE Cafarnaúm, Jesús nos pide escucharlo y creerlo literalmente, con sencillez de espíritu y con la fe de los niños: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 53-57).
«Quien me come vivirá por mí».
En este banquete de
bodas, el Esposo se une tan íntimamente a su Esposa que
se hace su comida y bebida para convertirse en su vida,
para que los dos vivan en una única vida, la del Esposo.
Nicolás Cabasilas comenta con entusiasmo:
Esta misteriosa incorporación, que ocurre de una vez por todas en nuestro bautismo, con el que hemos sido hechos con-corpóreos con Cristo, se hace casi visible en la eucaristía porque, según las palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56).
Allí, como afirma un antiguo concilio: «Para acabar el misterio de la unidad, recibimos nosotros de lo suyo lo que Él recibió de lo nuestro»
. Recibimos de Cristo el cuerpo que Él recibió de la Virgen María. Allí su cuerpo se «completa» uniendo el nuestro al suyo y, por tanto, en cierto sentido, Cristo «nace» porque se hace cada vez más visible. En la liturgia, sobre todo en la eucaristía, Cristo, uniendo a Él la Iglesia, está completando misteriosamente su cuerpo a medida que los hombres se unen a Él por la fe: «Por esta misma comunicación del Espíritu de Cristo [...] la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia».
En la eucaristía, por Cristo, con Cristo y en Cristo, se realiza por tanto nuestra unión perfecta con la Trinidad; la Iglesia alcanza su plenitud y, según la audaz expresión de Tertuliano, esta se convierte en «el cuerpo de los Tres» , es decir, la manifestación visible del misterio de amor que constituye la vida de Dios.
El Oficio divino
Por lo tanto, en la liturgia eucarística Cristo nos une «corporalmente», de forma real, a su «cántico nuevo». La Eucaristía es el culmen de nuestra unión con Cristo en su oración de alabanza al Padre. Pero precisamente por ser su culmen, configura al hombre a Cristo y se expande en toda la vida del fiel. Existe un «lugar» donde esta influencia de la eucaristía es particularmente intensa, donde se prolonga y, por decirlo de algún modo, «plasma» la oración de la Iglesia. Es el Oficio divino, donde la voz de la Esposa y la del Esposo se funden en una sola voz, donde el cuerpo de Cristo al completo, cabeza y miembros, canta a una sola voz su misma Palabra al Padre.
«Él mismo une a sí toda la comunidad humana y la asocia con Él, entonando este divino canto de alabanza. En efecto, esta función sacerdotal [de alabanza al Padre] se prolonga a través de su Iglesia, que no solo en la celebración de la Eucaristía, sino también otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba a Dios sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero. […] Realmente es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración que Cristo con su mismo Cuerpo, eleva al Padre. Por eso, todos los que ejercen esta función no solo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia» (SC 83-85).
Estos son la «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y cantan el cántico del Cordero, un cántico nuevo delante del trono, delante de los cuatro vivientes y los ancianos» (cf. Ap 7,9; 14,3; 15,3).
Como Cristo que no tiene palabras suyas, sino que solo dice lo que ha oído del Padre (cf. Jn 12,50), del mismo modo tampoco la Iglesia tiene palabras propias. Solo puede cantar el cántico del Cordero inmolado y resucitado, el cántico que su Esposo le ha enseñado.
Cuando lo lleva a la mesa sagrada y le da a comer su cuerpo, Cristo cambia por completo al iniciado y cambia su modo de ser. Cuando la arcilla recibe la forma real, deja de ser arcilla y se convierte en el cuerpo del Rey. ¡No se pudo concebir nada más feliz que esto! En efecto, nuestra alma se une con su alma, nuestro cuerpo con el suyo y nuestra sangre con la suya.Como comenta Pablo a propósito de la resurrección: «La muerte ha sido absorbida en la victoria». Y añade: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí»
Esta misteriosa incorporación, que ocurre de una vez por todas en nuestro bautismo, con el que hemos sido hechos con-corpóreos con Cristo, se hace casi visible en la eucaristía porque, según las palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56).
Allí, como afirma un antiguo concilio: «Para acabar el misterio de la unidad, recibimos nosotros de lo suyo lo que Él recibió de lo nuestro»
. Recibimos de Cristo el cuerpo que Él recibió de la Virgen María. Allí su cuerpo se «completa» uniendo el nuestro al suyo y, por tanto, en cierto sentido, Cristo «nace» porque se hace cada vez más visible. En la liturgia, sobre todo en la eucaristía, Cristo, uniendo a Él la Iglesia, está completando misteriosamente su cuerpo a medida que los hombres se unen a Él por la fe: «Por esta misma comunicación del Espíritu de Cristo [...] la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia».
En la eucaristía, por Cristo, con Cristo y en Cristo, se realiza por tanto nuestra unión perfecta con la Trinidad; la Iglesia alcanza su plenitud y, según la audaz expresión de Tertuliano, esta se convierte en «el cuerpo de los Tres» , es decir, la manifestación visible del misterio de amor que constituye la vida de Dios.
El Oficio divino
Por lo tanto, en la liturgia eucarística Cristo nos une «corporalmente», de forma real, a su «cántico nuevo». La Eucaristía es el culmen de nuestra unión con Cristo en su oración de alabanza al Padre. Pero precisamente por ser su culmen, configura al hombre a Cristo y se expande en toda la vida del fiel. Existe un «lugar» donde esta influencia de la eucaristía es particularmente intensa, donde se prolonga y, por decirlo de algún modo, «plasma» la oración de la Iglesia. Es el Oficio divino, donde la voz de la Esposa y la del Esposo se funden en una sola voz, donde el cuerpo de Cristo al completo, cabeza y miembros, canta a una sola voz su misma Palabra al Padre.
«Él mismo une a sí toda la comunidad humana y la asocia con Él, entonando este divino canto de alabanza. En efecto, esta función sacerdotal [de alabanza al Padre] se prolonga a través de su Iglesia, que no solo en la celebración de la Eucaristía, sino también otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba a Dios sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero. […] Realmente es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración que Cristo con su mismo Cuerpo, eleva al Padre. Por eso, todos los que ejercen esta función no solo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia» (SC 83-85).
Estos son la «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y cantan el cántico del Cordero, un cántico nuevo delante del trono, delante de los cuatro vivientes y los ancianos» (cf. Ap 7,9; 14,3; 15,3).
Como Cristo que no tiene palabras suyas, sino que solo dice lo que ha oído del Padre (cf. Jn 12,50), del mismo modo tampoco la Iglesia tiene palabras propias. Solo puede cantar el cántico del Cordero inmolado y resucitado, el cántico que su Esposo le ha enseñado.
Es Cristo quien habla en las palabras de la Iglesia «porque en los miembros de Cristo está Cristo. Y para que sepáis que su cabeza y su cuerpo constituyen un solo Cristo,
él mismo, al hablar del matrimonio, dice: “Serán dos en una
sola carne; por tanto, ya no son dos sino una sola carne” (Mt
19,5-6). […]
También el profeta Isaías (61,10) […] se presenta como esposo y como esposa.
¿Por qué es esposo y esposa, sino porque serán dos en una sola carne? Si son dos en
una sola carne, ¿por qué no dos en una sola voz? Que hable,
pues, Cristo, porque en Cristo habla la Iglesia y en la Iglesia
habla Cristo, y el cuerpo en la cabeza y la cabeza en el cuerpo. […] Por eso nos dice Él mismo en el evangelio: “Yo soy
la vid, vosotros sois los sarmientos y mi padre es el viñador”,
y añade: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
Señor,
si no podemos nada sin ti, en ti lo podemos todo. En efecto, todo lo que Él obra por medio de nosotros, parece que
somos nosotros quienes lo hacemos. Sin nosotros Él puede
mucho, lo puede todo; nosotros no podemos nada sin Él»
Como explica Benedicto XVI: «En el bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”»
«La oración de la Iglesia es, por tanto, la oración de Cristo y la oración de Cristo es la oración de la Iglesia»
Y poder ser asociados al cántico de alabanza que el Hijo hace elevar al Padre en el eterno silencio de la Trinidad es la felicidad de la Iglesia, nuestra felicidad: «Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre» (Sal 84,5).
En el cántico de la Liturgia de las Horas es la Iglesia de todos los templos y de todos los lugares la que canta. Como confesaba el beato cardenal Schuster: [...] (cuando rezo el Oficio) cierro los ojos y, mientras mis labios murmuran las palabras del Breviario que me sé de memoria, abandono su significado literal para sentirme en el páramo exterminado por donde pasa la Iglesia peregrina y militante, de camino hacia la patria prometida.
Como explica Benedicto XVI: «En el bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”»
«La oración de la Iglesia es, por tanto, la oración de Cristo y la oración de Cristo es la oración de la Iglesia»
Y poder ser asociados al cántico de alabanza que el Hijo hace elevar al Padre en el eterno silencio de la Trinidad es la felicidad de la Iglesia, nuestra felicidad: «Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre» (Sal 84,5).
En el cántico de la Liturgia de las Horas es la Iglesia de todos los templos y de todos los lugares la que canta. Como confesaba el beato cardenal Schuster: [...] (cuando rezo el Oficio) cierro los ojos y, mientras mis labios murmuran las palabras del Breviario que me sé de memoria, abandono su significado literal para sentirme en el páramo exterminado por donde pasa la Iglesia peregrina y militante, de camino hacia la patria prometida.
Respiro con la Iglesia en su misma luz, de día, y en sus mismas tinieblas, de noche;
vislumbro de cada parte las huestes del mal que lo
acechan o asaltan; me encuentro en medio de sus batallas y sus victorias, de sus oraciones de angustia y
sus cánticos triunfales, de la opresión de los prisioneros, los gemidos de los moribundos, de las exultaciones de los ejércitos y de los capitanes victoriosos. Me
encuentro en medio: pero no como espectador pasivo,
sino como actor, cuya vigilancia, destreza, fuerza y
valentía pueden tener un peso decisivo en el destino
de la lucha entre el bien y el mal y sus destinos eternos de cada uno y de la muchedumbre
Capítulo V
LA LITURGIA DEL CORAZÓN:
LA VIDA DE ORACIÓN
El deseo de Dios
La oración incesante.
«Es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1)
«Sed constantes en orar» (1 Tes 5,17)
Las palabras de Jesús en san Lucas y las de san Pablo a los Tesalonicenses son desde siempre el punto de referencia que ha indicado a la Iglesia y a cada cristiano la necesidad de una oración incesante.
Una forma de esta oración incesante es sin duda la Liturgia de las Horas, en la que, como ya hemos visto, la Iglesia conserva con constancia y fidelidad el cántico de alabanza que Jesucristo Sumo Sacerdote introdujo en esta tierra de exilio.
Sin embargo, aunque es absolutamente necesaria, la sola unión con Cristo en la liturgia no es suficiente si no se convierte en la forma estable de toda nuestra vida.
Hemos de entregar a Cristo sin reservas toda nuestra persona: alma y cuerpo, todos nuestros deseos y sentimientos, buenos y malos, para recibir de Él lo que es nuestro, transfigurado en lo que es suyo, para que nuestros sentimientos se transformen en los mismos sentimientos de Cristo (Flp 2,5), como nos pide san Pablo. Por último, hemos de entregarle toda nuestra vida para que Él pueda seguir viviendo su vida en nosotros, para que Él pueda orar incesantemente en nosotros, repetir en nosotros: Abba.
Pero nuestro abandono en Él, aunque sinceramente queramos que sea completo, por desgracia es siempre parcial, siempre nos quedamos con algo, siempre hay en nosotros una mezcla de verdadero amor por Dios y de falta de voluntad a abandonarnos sin reservas a Él. Por eso necesitamos toda nuestra vida y toda nuestra muerte para que el Verbo tome plena posesión de nuestra persona, nuestro cuerpo y nuestra alma, para que se pueda convertir en nuestra carne.
El deseo de estar unidos a Jesús para que nuestra vida se convierta, por decirlo de algún modo, en intercambiable con la suya y la suya con la nuestra es lo único que puede permitirnos vivir en una oración ininterrumpida. Hemos de regresar constantemente a Él, hemos de mirarlo de nuevo cuando nos demos cuenta de que hemos desviado nuestra mirada de Él. Debemos aceptar morir a nosotros mismos para que él pueda vivir en nosotros. Y esta muerte ha de abrazar toda nuestra persona, también los rincones más ocultos de nuestro corazón. Nada de nuestra persona ha de evitar esta «invasión» de Cristo si no quiere «permanecer en la muerte» (cf. 1 Jn 3,14) porque, según las palabras de san Gregorio Nacianceno: «Lo que no ha sido asumido (por Cristo) no ha sido curado»
Tenemos que darle todo, el poco de luz y las muchas tinieblas, el bien y el mal que hay en nosotros para que Cristo cure todo lo que es nuestro y para que todo lo que es nuestro sea de Cristo. Es una verdadera muerte que nos da miedo. Pero es el corazón de nuestra vocación cristiana y monástica. En Jeremías, Dios pronuncia una frase que describe de forma realista todo esto. El Señor pregunta: «¿Quién arriesgaría su vida por ponerse cerca de mí?» (Jer 30,21).
«El que está cerca de mí está cerca del fuego», dice una frase de Jesús transmitida por los Padres . Por este motivo, quien ora quiere estar cerca del fuego, aun sabiendo que el fuego lo quemará. Prefiere ser consumido por esta cercanía, prefiere la humillación y el dolor de estas quemaduras a estar lejos de Cristo, aunque sea muy poco, porque sabe que «quien está lejos de mí está lejos del Reino», como sigue diciendo Jesús en la misma frase ya citada .
Aceptar que Jesús viva en nosotros su vida, su ofrenda al Padre, su oración: Abba, significa aceptar arriesgar la propia vida. María aceptó plenamente este riesgo y por este motivo la criatura que está más cerca de Dios. También nosotros con el bautismo hemos aceptado ese riesgo de «estar» con Él (cf. Mc 3,14).
Quizá no nos hemos dado cuenta ni hemos entendido todas las consecuencias. Quizá no sabíamos que el riesgo era tan grande. Pero lo hemos aceptado. Hemos consentido estar cerca de Jesús.
No pensábamos que tendría que ser tan completo el desplome de todo los que teníamos en nosotros, de todas nuestras seguridades, de todas nuestras ideas, de todos nuestros sueños. Pero poco a poco, Dios nos lo ha ido revelando mientras vamos caminando. Solo el Espíritu nos da la fuerza de correr el riesgo que deriva de la intimidad de la vida con Cristo. Para «abandonarse al Evangelio» como decía Madeleine Delbrêl «es necesario zambullirse en la muerte, en la fragilidad universal, en la descomposición actual de todos los valores, de los grupos humanos y de nosotros mismos. […] Hace falta saberse perdidos para querer ser salvados»
Y es por la gracia que ponemos lo que todavía queda de nosotros mismos en las manos del Señor día tras día… deseando que cada vez haya menos de nosotros para que Él sea cada vez más la totalidad de nuestra vida.
Este deseo de Él, que es una gracia suya, es nuestra oración. Y si no se interrumpe el deseo, estaremos orando siempre. En una conocida página, san Agustín habla de esta oración de deseo: Pon tu deseo en su presencia, y el Padre, que ve en lo oculto, te recompensará (Mt 6,6). Tu deseo es tu oración, y si continuo es tu deseo, continua es tu oración.
No en vano dijo el apóstol: «Orad sin interrupción» (1 Tes 5,17). Pero ¿acaso nos estamos arrodillando, o postrando o levantando las manos sin interrupción, para cumplir su mandato: Orad sin interrupción? Porque si decimos que nuestra oración es así, creo que no lo podemos hacer sin interrupción. Hay otra oración interior no interrumpida, que es el deseo. Hagas lo que hagas, si estás deseando aquel sábado, no interrumpes tu oración. Si no quieres interrumpir la oración, no interrumpas tu deseo. Tu deseo continuado es tu voz continuada. Callas si dejas de amar. [...] El frío de la caridad es el silencio del corazón; el ardor de la caridad es el clamor del corazón. Si la caridad permanece siempre, estás clamando siempre; y si clamas siempre, estás deseando siempre; y si está vivo tu deseo, te acuerdas del deseado
La oración de la Iglesia es incesante porque la Esposa siempre, constantetemente, está deseando a su Esposo
La sed
Mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada,
sin agua (Sal 63,2)
Sin embargo, a pesar de que nuestro corazón tiene sed de vida, de una vida que no acaba nunca, de una vida perfecta y «sabemos» dónde encontrarla, desde Adán hemos buscado esta vida fuera de Dios y lejos de Dios.
Como dice Él mismo, lamentándose con el profeta Jeremías: «Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (Jer 2,13). Donde pensamos que hay agua, buscamos aplacar nuestra sed de vida excavando aljibes agrietados. Pero siempre acabamos decepcionados y sedientos porque, en la mejor de las hipótesis, lo que conseguimos encontrar es solo agua estancada y amarga.
Pero Dios «tiene sed de nuestra sed»6 , mucho más que la sed que podamos tener nosotros de Él porque sabe que sin Él no podemos vivir. Creados a su imagen y semejanza, a imagen de quien es la propia vida, hemos perdido esta semejanza y desde entonces nuestra vida solo es una lenta muerte. Por eso, Dios mismo se ha puesto en camino para buscarnos a nosotros, ovejas perdidas y errantes. Dios sabe que solo su amor en persona puede quitarnos la sed. Ha venido a ofrecernos la vida para que tuviéramos su vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10,10). Y esta vida es en el Hijo, «que vino por el agua y la sangre» (1 Jn 5,6).
El profeta Ezequiel termina su libro con una impresionante visión: «De debajo del umbral del templo corría agua hacia el este […]. El agua corría por el lado derecho […]. El hombre que llevaba el cordel en la mano […] me dijo: «Estas aguas fluyen hacia la zona oriental, descienden hacia la estepa y desembocan en el mar de la Sal. Cuando hayan entrado en él, sus aguas serán saneadas. Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida […]. Porque apenas estas aguas hayan llegado hasta allí, habrán saneado el mar y habrá vida allí donde llegue el torrente. […] En ambas riberas del torrente crecerá toda clase de árboles frutales; no se marchitarán sus hojas ni se acabarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes, porque las aguas del torrente fluyen del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales» (Ez 47,1-12).
Este río de agua viva descendió del lado derecho del verdadero templo cuando «uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). Desde la cruz, desde el trono donde el Cordero, matado y glorificado, es perfectamente unido al Padre (cf. Ap 5,6) surge este río (cf. Ap 22,1) para dar la vida al mundo, para aplacar la sed de Dios y nuestra sed. Y desde entonces este río no cesa de brotar ni de derramarse sobre la tierra.
El Espíritu se derrama y actúa en lo íntimo de los corazones, atrayéndolos secreta y poderosamente hacia la Fuente de la que brota Él mismo, hacia el Corazón de Cristo y el Corazón del Padre. Como decía san Ignacio de Antioquía: «Sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: “Ven al Padre”»
El Espíritu suscita y mantiene viva en nuestros corazones esta sed de agua viva, esta nostalgia del rostro del verdadero Dios.
Y hubo un instante en el cual «vimos» el rostro de Dios, fue cuando, al crearnos con un acto de amor inexplicable, «alzó sobre nosotros la luz de su rostro» (Sal 4,7 Vg.). Creándonos a su imagen, dejó impreso en nosotros el «recuerdo» de su mirada. «Él mismo tocó nuestros ojos con un rayo en llamas de su belleza. La amplitud de la herida revela ya cuál es la flecha y la intensidad del deseo deja intuir Quién ha lanzado la saeta»
Y desde ese momento nuestro corazón está inquieto hasta que encuentre esta mirada, está sediento de este rostro.
Por eso, de manera silenciosa, el Espíritu sigue irrigando la tierra árida y seca de nuestras almas. Como un río subterráneo invisible, como una capa acuífera oculta, el Espíritu no deja de fecundar la vida de los hombres, de todos los hombres, hablando a cada uno según su lenguaje, saneando las aguas saladas y amargas con las que intentamos aplacar nuestra sed de vida y de amor, e irrigando en secreto las raíces de los árboles cuyos frutos y hojas curan nuestras heridas.
Pero la corriente oculta de este río invisible sube a la superficie de la tierra y se hace visible en la Iglesia. Todos los apóstoles que se encontraban en el Cenáculo habían traicionado y habían abandonado a Jesús. No tenían ningún mérito; su deseo era el único título para recibir al Espíritu. Vivían solo de la pobreza de la espera y del deseo. Jesús, al prometerles su Espíritu, solo les había pedido que «permanecieran»: «quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto» (Lc 24,49); «aguardad que se cumpla la promesa del Padre» (Hch 1,4). Cuando el Espíritu descendió sobre los apóstoles, María y las mujeres, la promesa del Padre se realizó y la Iglesia se hizo visible, la Esposa del Cordero descendió con el resplandor de la misma gloria de Dios (cf. Ap 21,11) porque es pobre como Dios mismo es pobre: el Dios Cordero, que se había manifestado como Siervo del Padre y siervo nuestro (cf. Jn 13,4 ss).
La sed de los pobres
Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Yo, el Señor, les responderé. (Is 41,17) Hay dos lugares donde esta pobreza de la Iglesia resplandece de forma luminosa: la liturgia y la vida contemplativa.
En la liturgia, la Iglesia se manifiesta en toda su pobreza divina y resplandeciente porque allí se muestra en su realidad más profunda, como la Esposa que recibe todo de su Esposo. En la liturgia, el río eterno es derramado sin medida y podemos beber su agua directamente de la fuente.
El otro lugar en el que la Iglesia manifiesta claramente su rostro de Esposa pobre es la vida contemplativa en el desierto. En el desierto la Iglesia experimenta su pobreza porque en la aridez del desierto no tiene recursos propios. Le falta el agua y el pan. Debe confiar exclusivamente en la fe en la promesa del Esposo: «Vengo pronto» (Ap 3,11; 22,7). Esta actitud espiritual, este deseo de que el Esposo vaya pronto a besarla porque está enferma de amor (cf. Cant 1,2; 2,5) es la misma con la que san Bruno describe su vida en el desierto. «Vivo en vigilancia constante esperando al Señor»9 . «Espero suplicando que la mano de la misericordia divina cure todas mis flaquezas»10. Esta «espera en la súplica», este «vivir en una permanente vigilia», este deseo de que venga Dios a curarnos con su amor, con su Espíritu, es el corazón, el núcleo de la vida en el desierto.
Poque, al fin y al cabo, solo hay una sed que nos atormenta, la sed de ser amados por el Padre.
«Sed constantes en orar» (1 Tes 5,17)
Las palabras de Jesús en san Lucas y las de san Pablo a los Tesalonicenses son desde siempre el punto de referencia que ha indicado a la Iglesia y a cada cristiano la necesidad de una oración incesante.
Una forma de esta oración incesante es sin duda la Liturgia de las Horas, en la que, como ya hemos visto, la Iglesia conserva con constancia y fidelidad el cántico de alabanza que Jesucristo Sumo Sacerdote introdujo en esta tierra de exilio.
Sin embargo, aunque es absolutamente necesaria, la sola unión con Cristo en la liturgia no es suficiente si no se convierte en la forma estable de toda nuestra vida.
Hemos de entregar a Cristo sin reservas toda nuestra persona: alma y cuerpo, todos nuestros deseos y sentimientos, buenos y malos, para recibir de Él lo que es nuestro, transfigurado en lo que es suyo, para que nuestros sentimientos se transformen en los mismos sentimientos de Cristo (Flp 2,5), como nos pide san Pablo. Por último, hemos de entregarle toda nuestra vida para que Él pueda seguir viviendo su vida en nosotros, para que Él pueda orar incesantemente en nosotros, repetir en nosotros: Abba.
Pero nuestro abandono en Él, aunque sinceramente queramos que sea completo, por desgracia es siempre parcial, siempre nos quedamos con algo, siempre hay en nosotros una mezcla de verdadero amor por Dios y de falta de voluntad a abandonarnos sin reservas a Él. Por eso necesitamos toda nuestra vida y toda nuestra muerte para que el Verbo tome plena posesión de nuestra persona, nuestro cuerpo y nuestra alma, para que se pueda convertir en nuestra carne.
El deseo de estar unidos a Jesús para que nuestra vida se convierta, por decirlo de algún modo, en intercambiable con la suya y la suya con la nuestra es lo único que puede permitirnos vivir en una oración ininterrumpida. Hemos de regresar constantemente a Él, hemos de mirarlo de nuevo cuando nos demos cuenta de que hemos desviado nuestra mirada de Él. Debemos aceptar morir a nosotros mismos para que él pueda vivir en nosotros. Y esta muerte ha de abrazar toda nuestra persona, también los rincones más ocultos de nuestro corazón. Nada de nuestra persona ha de evitar esta «invasión» de Cristo si no quiere «permanecer en la muerte» (cf. 1 Jn 3,14) porque, según las palabras de san Gregorio Nacianceno: «Lo que no ha sido asumido (por Cristo) no ha sido curado»
Tenemos que darle todo, el poco de luz y las muchas tinieblas, el bien y el mal que hay en nosotros para que Cristo cure todo lo que es nuestro y para que todo lo que es nuestro sea de Cristo. Es una verdadera muerte que nos da miedo. Pero es el corazón de nuestra vocación cristiana y monástica. En Jeremías, Dios pronuncia una frase que describe de forma realista todo esto. El Señor pregunta: «¿Quién arriesgaría su vida por ponerse cerca de mí?» (Jer 30,21).
«El que está cerca de mí está cerca del fuego», dice una frase de Jesús transmitida por los Padres . Por este motivo, quien ora quiere estar cerca del fuego, aun sabiendo que el fuego lo quemará. Prefiere ser consumido por esta cercanía, prefiere la humillación y el dolor de estas quemaduras a estar lejos de Cristo, aunque sea muy poco, porque sabe que «quien está lejos de mí está lejos del Reino», como sigue diciendo Jesús en la misma frase ya citada .
Aceptar que Jesús viva en nosotros su vida, su ofrenda al Padre, su oración: Abba, significa aceptar arriesgar la propia vida. María aceptó plenamente este riesgo y por este motivo la criatura que está más cerca de Dios. También nosotros con el bautismo hemos aceptado ese riesgo de «estar» con Él (cf. Mc 3,14).
Quizá no nos hemos dado cuenta ni hemos entendido todas las consecuencias. Quizá no sabíamos que el riesgo era tan grande. Pero lo hemos aceptado. Hemos consentido estar cerca de Jesús.
No pensábamos que tendría que ser tan completo el desplome de todo los que teníamos en nosotros, de todas nuestras seguridades, de todas nuestras ideas, de todos nuestros sueños. Pero poco a poco, Dios nos lo ha ido revelando mientras vamos caminando. Solo el Espíritu nos da la fuerza de correr el riesgo que deriva de la intimidad de la vida con Cristo. Para «abandonarse al Evangelio» como decía Madeleine Delbrêl «es necesario zambullirse en la muerte, en la fragilidad universal, en la descomposición actual de todos los valores, de los grupos humanos y de nosotros mismos. […] Hace falta saberse perdidos para querer ser salvados»
Y es por la gracia que ponemos lo que todavía queda de nosotros mismos en las manos del Señor día tras día… deseando que cada vez haya menos de nosotros para que Él sea cada vez más la totalidad de nuestra vida.
Este deseo de Él, que es una gracia suya, es nuestra oración. Y si no se interrumpe el deseo, estaremos orando siempre. En una conocida página, san Agustín habla de esta oración de deseo: Pon tu deseo en su presencia, y el Padre, que ve en lo oculto, te recompensará (Mt 6,6). Tu deseo es tu oración, y si continuo es tu deseo, continua es tu oración.
No en vano dijo el apóstol: «Orad sin interrupción» (1 Tes 5,17). Pero ¿acaso nos estamos arrodillando, o postrando o levantando las manos sin interrupción, para cumplir su mandato: Orad sin interrupción? Porque si decimos que nuestra oración es así, creo que no lo podemos hacer sin interrupción. Hay otra oración interior no interrumpida, que es el deseo. Hagas lo que hagas, si estás deseando aquel sábado, no interrumpes tu oración. Si no quieres interrumpir la oración, no interrumpas tu deseo. Tu deseo continuado es tu voz continuada. Callas si dejas de amar. [...] El frío de la caridad es el silencio del corazón; el ardor de la caridad es el clamor del corazón. Si la caridad permanece siempre, estás clamando siempre; y si clamas siempre, estás deseando siempre; y si está vivo tu deseo, te acuerdas del deseado
La oración de la Iglesia es incesante porque la Esposa siempre, constantetemente, está deseando a su Esposo
La sed
Mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada,
sin agua (Sal 63,2)
Sin embargo, a pesar de que nuestro corazón tiene sed de vida, de una vida que no acaba nunca, de una vida perfecta y «sabemos» dónde encontrarla, desde Adán hemos buscado esta vida fuera de Dios y lejos de Dios.
Como dice Él mismo, lamentándose con el profeta Jeremías: «Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (Jer 2,13). Donde pensamos que hay agua, buscamos aplacar nuestra sed de vida excavando aljibes agrietados. Pero siempre acabamos decepcionados y sedientos porque, en la mejor de las hipótesis, lo que conseguimos encontrar es solo agua estancada y amarga.
Pero Dios «tiene sed de nuestra sed»6 , mucho más que la sed que podamos tener nosotros de Él porque sabe que sin Él no podemos vivir. Creados a su imagen y semejanza, a imagen de quien es la propia vida, hemos perdido esta semejanza y desde entonces nuestra vida solo es una lenta muerte. Por eso, Dios mismo se ha puesto en camino para buscarnos a nosotros, ovejas perdidas y errantes. Dios sabe que solo su amor en persona puede quitarnos la sed. Ha venido a ofrecernos la vida para que tuviéramos su vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10,10). Y esta vida es en el Hijo, «que vino por el agua y la sangre» (1 Jn 5,6).
El profeta Ezequiel termina su libro con una impresionante visión: «De debajo del umbral del templo corría agua hacia el este […]. El agua corría por el lado derecho […]. El hombre que llevaba el cordel en la mano […] me dijo: «Estas aguas fluyen hacia la zona oriental, descienden hacia la estepa y desembocan en el mar de la Sal. Cuando hayan entrado en él, sus aguas serán saneadas. Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida […]. Porque apenas estas aguas hayan llegado hasta allí, habrán saneado el mar y habrá vida allí donde llegue el torrente. […] En ambas riberas del torrente crecerá toda clase de árboles frutales; no se marchitarán sus hojas ni se acabarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes, porque las aguas del torrente fluyen del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales» (Ez 47,1-12).
Este río de agua viva descendió del lado derecho del verdadero templo cuando «uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). Desde la cruz, desde el trono donde el Cordero, matado y glorificado, es perfectamente unido al Padre (cf. Ap 5,6) surge este río (cf. Ap 22,1) para dar la vida al mundo, para aplacar la sed de Dios y nuestra sed. Y desde entonces este río no cesa de brotar ni de derramarse sobre la tierra.
El Espíritu se derrama y actúa en lo íntimo de los corazones, atrayéndolos secreta y poderosamente hacia la Fuente de la que brota Él mismo, hacia el Corazón de Cristo y el Corazón del Padre. Como decía san Ignacio de Antioquía: «Sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: “Ven al Padre”»
El Espíritu suscita y mantiene viva en nuestros corazones esta sed de agua viva, esta nostalgia del rostro del verdadero Dios.
Y hubo un instante en el cual «vimos» el rostro de Dios, fue cuando, al crearnos con un acto de amor inexplicable, «alzó sobre nosotros la luz de su rostro» (Sal 4,7 Vg.). Creándonos a su imagen, dejó impreso en nosotros el «recuerdo» de su mirada. «Él mismo tocó nuestros ojos con un rayo en llamas de su belleza. La amplitud de la herida revela ya cuál es la flecha y la intensidad del deseo deja intuir Quién ha lanzado la saeta»
Y desde ese momento nuestro corazón está inquieto hasta que encuentre esta mirada, está sediento de este rostro.
Por eso, de manera silenciosa, el Espíritu sigue irrigando la tierra árida y seca de nuestras almas. Como un río subterráneo invisible, como una capa acuífera oculta, el Espíritu no deja de fecundar la vida de los hombres, de todos los hombres, hablando a cada uno según su lenguaje, saneando las aguas saladas y amargas con las que intentamos aplacar nuestra sed de vida y de amor, e irrigando en secreto las raíces de los árboles cuyos frutos y hojas curan nuestras heridas.
Pero la corriente oculta de este río invisible sube a la superficie de la tierra y se hace visible en la Iglesia. Todos los apóstoles que se encontraban en el Cenáculo habían traicionado y habían abandonado a Jesús. No tenían ningún mérito; su deseo era el único título para recibir al Espíritu. Vivían solo de la pobreza de la espera y del deseo. Jesús, al prometerles su Espíritu, solo les había pedido que «permanecieran»: «quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto» (Lc 24,49); «aguardad que se cumpla la promesa del Padre» (Hch 1,4). Cuando el Espíritu descendió sobre los apóstoles, María y las mujeres, la promesa del Padre se realizó y la Iglesia se hizo visible, la Esposa del Cordero descendió con el resplandor de la misma gloria de Dios (cf. Ap 21,11) porque es pobre como Dios mismo es pobre: el Dios Cordero, que se había manifestado como Siervo del Padre y siervo nuestro (cf. Jn 13,4 ss).
La sed de los pobres
Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Yo, el Señor, les responderé. (Is 41,17) Hay dos lugares donde esta pobreza de la Iglesia resplandece de forma luminosa: la liturgia y la vida contemplativa.
En la liturgia, la Iglesia se manifiesta en toda su pobreza divina y resplandeciente porque allí se muestra en su realidad más profunda, como la Esposa que recibe todo de su Esposo. En la liturgia, el río eterno es derramado sin medida y podemos beber su agua directamente de la fuente.
El otro lugar en el que la Iglesia manifiesta claramente su rostro de Esposa pobre es la vida contemplativa en el desierto. En el desierto la Iglesia experimenta su pobreza porque en la aridez del desierto no tiene recursos propios. Le falta el agua y el pan. Debe confiar exclusivamente en la fe en la promesa del Esposo: «Vengo pronto» (Ap 3,11; 22,7). Esta actitud espiritual, este deseo de que el Esposo vaya pronto a besarla porque está enferma de amor (cf. Cant 1,2; 2,5) es la misma con la que san Bruno describe su vida en el desierto. «Vivo en vigilancia constante esperando al Señor»9 . «Espero suplicando que la mano de la misericordia divina cure todas mis flaquezas»10. Esta «espera en la súplica», este «vivir en una permanente vigilia», este deseo de que venga Dios a curarnos con su amor, con su Espíritu, es el corazón, el núcleo de la vida en el desierto.
Poque, al fin y al cabo, solo hay una sed que nos atormenta, la sed de ser amados por el Padre.
Solo hay una
herida que hace sangrar nuestro corazón: la duda de ser
amados.
Solo el Espíritu, solo el amor de Dios en persona puede curar nuestra herida y aplacar nuestra sed
porque solo el Padre nos ama de verdad, sin pedir nada
a cambio. Lo único que nos pide para saciar nuestra sed
con el agua viva de su Espíritu, es decir, con el mismo
amor que tiene por su Hijo unigénito, es tener sed de Él,
como Él tiene sed de nosotros (Jn 19,28). El agua de la
vida, el Espíritu, nos viene dada a la medida de nuestra
sed, a la medida de nuestro deseo, de nuestra pobreza.
«Quien tenga sed, que venga. Y quien quiera, que
tome el agua de la vida gratuitamente» (Ap 22,7).
La espera
¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? (Sal 13,2) Ronda, amado mío (Cant 2,17) … pero el Esposo tarda» (Mt 25,5). Quedarse, perseverar, permanecer a pesar de todo parece significar que Él no vendrá nunca, que es difícil. Pero es esta espera inmóvil del corazón lo que permite al río de agua viva fluir con plenitud en nosotros porque: «El siervo que será amado es aquel que esté de pie, inmóvil, cerca de la puerta, despierto, atento, en espera, preocupado por abrir nada más oír que llaman a la puerta. Ni el cansancio, ni el hambre, ni las preocupaciones, ni las invitaciones amistosas, las injurias, los golpes o las burlas, ni las voces que pueden circular a su alrededor según las cuales su señor habría muerto o se habría irritado contra él o habría decidido hacerle daño, en resumen, nada lo distraerá mínimamente de su atenta inmovilidad [...]. El estado de espera recompensado así es lo que ordinariamente llamamos “paciencia” [...]: indica a uno que espera sin moverse, sin importar todos los ataques y los golpes con los que se intenta moverlo.
“Dan fruto con perseverancia” (Lc 8,15)»11.
La espera
¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? (Sal 13,2) Ronda, amado mío (Cant 2,17) … pero el Esposo tarda» (Mt 25,5). Quedarse, perseverar, permanecer a pesar de todo parece significar que Él no vendrá nunca, que es difícil. Pero es esta espera inmóvil del corazón lo que permite al río de agua viva fluir con plenitud en nosotros porque: «El siervo que será amado es aquel que esté de pie, inmóvil, cerca de la puerta, despierto, atento, en espera, preocupado por abrir nada más oír que llaman a la puerta. Ni el cansancio, ni el hambre, ni las preocupaciones, ni las invitaciones amistosas, las injurias, los golpes o las burlas, ni las voces que pueden circular a su alrededor según las cuales su señor habría muerto o se habría irritado contra él o habría decidido hacerle daño, en resumen, nada lo distraerá mínimamente de su atenta inmovilidad [...]. El estado de espera recompensado así es lo que ordinariamente llamamos “paciencia” [...]: indica a uno que espera sin moverse, sin importar todos los ataques y los golpes con los que se intenta moverlo.
“Dan fruto con perseverancia” (Lc 8,15)»11.
Esta «paciencia» permite al río de agua viva que haga
nacer de nuestra pobre tierra árboles que dan fruto y hojas medicinales. Este permanecer estables le permite curar
todas nuestras flaquezas porque nos hace experimentar la
gratuidad del amor de Dios por nosotros. Solo si estamos
realmente sedientos podemos acercarnos al Corazón de
Dios, la fuente de la que brota el río eterno del Espíritu.
En la última cena dijo Jesús a sus apóstoles: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar
Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,1-3). «Volveré y os llevaré conmigo».
Esta promesa del Señor sostiene toda la espera de la Iglesia mientras dure el tiempo presente. Una espera respaldada por el amor y la esperanza, pero que no por ello es menos dolorosa y, a veces, difícil. Sin duda, «la Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su eucaristía y que está ahí en medio de nosotros.
Sin embargo, esta presencia está velada» (CCE 1404)
En la última cena dijo Jesús a sus apóstoles: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar
Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,1-3). «Volveré y os llevaré conmigo».
Esta promesa del Señor sostiene toda la espera de la Iglesia mientras dure el tiempo presente. Una espera respaldada por el amor y la esperanza, pero que no por ello es menos dolorosa y, a veces, difícil. Sin duda, «la Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su eucaristía y que está ahí en medio de nosotros.
Sin embargo, esta presencia está velada» (CCE 1404)
«Hemos de arriesgar nuestra vida por una realidad de la que no tenemos ninguna experiencia directa. A través de esta fe entramos en un universo que escapa de todo lo que el mundo nos enseña. Las consolaciones interiores, las luces que recibimos en la oración, son también algo transitorio y no son Dios. Además, esta fe no nos pertenece. No podemos dárnosla nosotros mismos. Es un don del Señor que debemos pedir y recibir con agradecimiento, aun sabiendo que nos despojará cada vez más de todos los apoyos sobre los que aún contamos».
Nos queda el deseo ardiente de ver el rostro del Amado. Este deseo inunda toda la oración de los salmos: «¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 13,2; 27,8-9; 42,3).
¿Cuándo? ¿Hasta cuándo?
Como dice Job: «Si voy a Oriente, no está allí; si a Occidente, no puedo distinguirlo; en el Norte se oculta y no lo veo; escondido en el Sur, no lo vislumbro…» (23,8-9), y, sin embargo, «aunque me mate, yo esperaré en él» (Job 13,15 Vg.).
Solo la obra del Espíritu Santo puede hacernos vivir en esta espera sin vacilar, sin perder la esperanza.
En nuestros corazones, «el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26). Y estos «gemidos inefables» no son otra cosa que la petición «Abba-Padre» (Rom 8,15; Gal 4,6).
Si Dios nos deja en la oscuridad y, al mismo tiempo, nos hace ser conscientes de nuestros pecados, es porque quiere hacernos comprender que su Bondad es más fuerte que nuestro mal. Nuestro único futuro es la infinita misericordia de su Corazón, esta aceptación incondicional que nos ofrece el «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,3) y lo que nos permite seguir esperando en silencio una curación… que nunca llega… o, al menos, que no llega nunca de la manera que la estamos esperando.
Porque, al final, nuestra verdadera y definitiva curación es el abandono confiado de un niño en los brazos de su madre (cf. Sal 130,2). Un abandono que fue la obra maestra del Espíritu Santo en Jesús crucificado cuando le hizo gritar sus últimas palabras terrenas: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Es este abandono el que nos cura del desaliento, de la falta de esperanza. Como san Bruno, seguimos «esperando implorantemente que la mano de la misericordia divina cure nuestras miserias interiores y satisfaga nuestro deseo»
Este abandono filial e implorante es la hendidura que la gracia de Dios ha abierto en nuestro corazón de piedra y a través del cual el Padre podrá soplar su espíritu sobre el barro con el que hemos sido hechos (cf. Gen 2,7) y así finalmente podrá transformarnos a su imagen y semejanza (cf. Gen 1,27). De este modo, la grieta se volverá una herida que hará que nuestro corazón sea similar al de Jesús, es decir, un corazón capaz de tener compasión por los demás y, antes, por nosotros mismos.
Antes de sustraerse a su vista, el Señor dejó como respuesta a este deseo de su Esposa, a esta espera del alma, sus últimas palabras sobre la tierra: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
Estas palabras son como el viático que quiso dejar Jesús a su Iglesia para que no pierda su ánimo en el largo peregrinar que, después de la Pascua, deberá afrontar a diario en la oscuridad de la fe. Esta promesa del Señor es solo el punto de apoyo de la Iglesia que sabe y que cree que el Resucitado no la ha abandonado, sino que la acompaña y sostiene día tras día con una secreta presencia que la anima y que nutre su esperanza en la espera del encuentro definitivo con su Esposo cuando, como le ha prometido, «vendrá de nuevo y nos llevará con Él» (cf. Jn 14,14).
No ya en sentido figurado, sino en realidad, la Iglesia, después de la Pascua, revive la experiencia del pueblo de Israel cuando, después de cruzar el Mar Rojo, Dios lo acompañaba continuamente con su presencia durante su paso por el desierto, pero velado en la columna de nube y de fuego.
Ahora Dios acompaña el peregrinar de su pueblo con su presencia en la Palabra y en los sacramentos, de modo especialísimo en la celebración de la Eucaristía; sin embargo, esta presencia está escondida.
Escondida en su corazón, la Iglesia custodia una secreta y continua nostalgia, la nostalgia de ver de nuevo el rostro de su Esposo que ahora se ha ocultado a sus ojos.
Comentando el versículo del Salmo 118: «Mis ojos se consumen ansiando tus promesas» (Sal 118,82), san Ambrosio describe esta espera impaciente de la Iglesia como la de una «joven esposa que espera con una espera inagotable en la orilla, desde la duna, la llegada de su esposo y, en cada nave que vislumbra se imagina que a bordo de ella se encuentra su marido y teme que otro tenga antes que ella el placer de ver a su amado y que no sea ella la primera en decir: «¡Te he visto!»
El silencio de Dios
Parece que a menudo (¿siempre?) la respuesta de Dios a este deseo del encuentro, a esta incesante oración, es su silencio.
Por la noche, buscaba
al amor de mi alma;
lo buscaba, y no lo encontraba (Cant 3,1).
Esta espera en la noche, este deseo insatisfecho de la Presencia desvelada, es el sufrimiento de la Iglesia y de todas las almas que buscan a Dios en la oración.
En efecto, aunque el cristiano esté seguro de la venida de su Señor porque «es imposible que Dios mienta» (Heb 6,18), el silencio de Dios parece ser la única respuesta a nuestro deseo de verlo, respuesta que hace aumentar e incrementar el deseo. Pero esta espera vigilante en la noche, una espera oscura y dolorosa en la que vive la Iglesia, esta espera que parece no terminar nunca, nos ayuda a comprender y a compartir desde el interior la experiencia que a menudo viven tantos hermanos nuestros de la humanidad. Desilusionados que viven sin sentido, pero que, sin embargo, siguen deseando, a menudo inconscientemente, que suceda algo, que por fin algo o alguien llegue a dar un sentido a su existencia, a liberarlos del vacío.
«El impresionante misterio del Sábado Santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el Sábado Santo: el día del ocultamiento de Dios. [...] Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran Sábado Santo, en un día de la ausencia de Dios. [...] La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros»14.
«Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta.
Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible»
San Bruno veía su vida en soledad como una espera perseverante, escudriñando como un centinela en la noche la llegada del Esposo para abrirle inmediatamente
En su Cántico espiritual, san Juan de la Cruz tiene unos versos maravillosos para describir esta espera y deseo de la Esposa:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
Salí tras ti clamando y eras ido
Pero mientras dure el tiempo, no habrá otra presencia de Cristo que la que nos da la fe. La Iglesia lo sabe y, sin embargo, hasta el final de los tiempos, el Espíritu y la Esposa suplican al Señor sin desfallecer: «¡Ven!» (cf. Ap 22,17).
Pero la espera es larga y tarda en llegar (cf. Mt 25,5).
Es más, a menudo el Señor parece que está durmiendo (cf. Mc 4,38) que se ha olvidado de su Esposa, de modo que parece que la pequeña barca de la Iglesia, que está intentando atravesar el mar «de noche» (cf. Jn 6,17) para alcanzar «la otra orilla» (Mc 4,35), a veces se hunde por la tempestad (cf. Mt 8,24).
Pero esta dolorosa experiencia de la ausencia y del silencio de Dios que hace la Iglesia no es algo «anómalo» ni tendría por qué sorprendernos. No es otra cosa que la participación en el transcurrir del tiempo de lo que vivió el propio Señor cuando, «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte» (Heb 5,7).
Esta experiencia del ocultamiento de Dios no es otra cosa que la continuación en la Iglesia del misterio pascual del Señor. Por Él, con Él y en Él, a través de la oscuridad de la cruz y del sepulcro, la Iglesia está pasando de este mundo al Padre, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. Y como ya sabemos, la Pascua sucede «de noche».
Esta nostalgia de Cristo, este deseo de volver a verlo, esta dolorosa espera en la noche, la Iglesia la vive de modo especialmente intenso en los monjes, es decir, en quienes han sido llamados por Cristo a ser de manera especial signos vivos y transparentes de su Pascua para todo su cuerpo místico.
Son quienes han sido llamados a vivir como centinelas que escudriñan en la noche los primeros signos de la aurora: «Vigía, ¿qué queda de la noche?» (Is 21,11).
La nostalgia y el deseo de «ver a Cristo», de «ver el rostro del Señor» (cf. Sal 27,8), son la marca indeleble que el fuego del Espíritu ha imprimido en el corazón de todos los buscadores de Dios, en el corazón de cada uno de nosotros que estamos llamados por Él a vivir el misterio de «una perseverante vigilancia divina, esperando su regreso, para abrirle en cuanto llame»
Sin embargo, a veces todo esto parece ser una ilusión y nos parece que nos encontramos con las manos vacías, o peor, que solo tenemos en las manos las ruinas de la vida que habíamos soñado.
Cuando parece que todo se desmorona en nosotros y a nuestro alrededor, cuando nuestra debilidad y nuestro pecado resultan un peso que nunca podremos quitarnos de encima, cuando los fantasmas que llevamos ocultos en los pliegues secretos del corazón salen con violencia a la superficie, cuando el fracaso parece que es ya el único horizonte abierto ante nosotros, cuántas veces nos preguntamos en lo secreto de nuestro corazón si esta espera del Señor será algún día colmada, o si bien se trata solo de una ilusión y quizá debemos admitir que nos hemos equivocado. Cuántas veces «esperábamos la paz y, en cambio, no hay ningún bienestar» (cf. Jer 14,19). Hemos hecho lo posible por hacer la Voluntad de Dios, para serle fieles. Hemos velado durante largo rato para estar preparados para acogerlo en cuanto hubiera llamado, aunque hubiera sido levemente y, en cambio, no solo no ha llegado, sino que parece que incluso se ha alejado más…
Pero esto significa olvidar «que el amor del Padre ha penetrado en nuestra vida a través del Corazón herido de Cristo, sugiriendo así que quizá el Padre solo entra en cada vida humana a través del corazón traspasado: el corazón quebrantado por el dolor de los pecados, de los males, de los fracasos, del “desastre” que ha reducido el don de la vida, de lo absurdo y de la degradación a la que se ha reducido a sí mismo»
«Si no es a través de un corazón roto ¿cómo puede nuestro Señor Jesucristo entrar?»20. Este perseverar en la espera, este consumir los ojos en la oscuridad de la noche para escudriñar la llegada del Verbo (cf. Sal 118,82), esta obstinada esperanza en la venida de Dios, a pesar de que todo parezca decir lo contrario, en realidad es el único modo que tenemos para decir al Padre nuestro deseo de comunión con Él, con pobreza, pero con verdad. Esto es lo único que nos pide.
El Padre no puede resistirse a este deseo que, a pesar de todo, persevera obstinadamente esperándolo. Porque este deseo es obra del Espíritu de Cristo en nosotros. El cántico de alabanza alcanza su mayor pureza en el frio de esta noche, cuando todo parece estar perdido.
Paradójicamente, es de la profundidad de estos infiernos, de ventre inferi (Gen 2,3) que sube al Padre el himno más puro: «Nadie canta de forma más pura que quienes están en el infierno más profundo; lo que creemos que es el canto de los ángeles es su canto»
La purificación de la esperanza
«El Señor los condujo seguros, sin alarmas» (Sal 78,53): en realidad, la Iglesia, y nosotros en ella, solo vivimos en la esperanza esta intimidad con el Padre, fruto de la Pascua de Cristo; en la esperanza participamos ahora a su misterio pascual, a su «transición». Pero, a pesar de vivirla solo en la esperanza, esta intimidad es ya real.
Por mucho que pueda ser oscuro el camino que el Señor hace recorrer a su Iglesia y a nosotros dentro de ella; por mucho que pueda ser incomprensible lo que vivimos a diario, por mucho que parezca que no tenga luz el futuro que nos espera, estamos seguros de que estamos en las manos del Padre y que él nos está conduciendo hacia la plenitud de la Pascua. Nos está guiando hacia la Tierra prometida de la intimidad con Él a través de nuestro desierto porque, como nos ha dicho: «Sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza. Me invocaréis e iréis a suplicarme, y yo os escucharé. Me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón» (Jer 29,11-13). «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Pero «estoy con vosotros en silencio». «Os hablo con “el susurro de una brisa suave”» (1 Re 19,12).
«El silencio de Dios puede ser intercambiado por la ausencia o la muerte de Dios si se piensa que solo la palabra sea signo de atención y de existencia. Pero en el caso de Dios, la plenitud del amor, la espera de que el hombre se libere de la prisión de lo finito y de los ídolos, se expresa mediante ese silencio que no es inexistencia o incomunicabilidad, sino palabra más allá de las palabras, Palabra sin palabras»
En efecto, más allá de lo que podamos «experimentar», más allá de los sentimientos y de las emociones, más allá de nuestra psique, existe un «lugar» escondido en las profundidades de nuestro corazón donde somos «tocados» inmediatamente por Él, donde estamos en comunión con Él por medio de la fe, la esperanza y el amor. Este «toque» divino se pasa «en silencio» porque es Dios que está engendrando a Dios en nosotros: «Mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Esto va más allá y está por encima de cualquier palabra posible.
En realidad, «en este silencio, insoportable para el hombre “exterior”, el Padre nos da a conocer a su Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos hace partícipes de la oración de Jesús» (CCE 2717
Este silencio como única respuesta de Dios a nuestra oración nos permite purificar nuestra imagen de Dios, como lo hizo Job, y poder así huir de la tentación de hacer de la oración un «comercio» entre iguales. Como le ocurrió a Job que, al final de su lucha con Dios, ante el esplendor del misterio de Dios, tuvo que reconocer que «te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). Este silencio, esta «ausencia» de Dios es la purificación necesaria de todos los orantes para que puedan alcanzar la «visión» del Dios verdadero.
«La fe contiene los elementos de la firmeza, la confianza absoluta, la entrega, pero también el de la oscuridad. [...] El modelo de la “colaboración”, que tan caro nos resulta, respecto a Dios falla, porque no permite expresar suficientemente la sublimidad de Dios y lo oculto de su actividad. Precisamente el ser humano abierto del todo a Dios llega a aceptar la alteridad de Dios, lo oculto de su voluntad, que puede convertirse para la nuestra en espada que atraviesa»
Es absolutamente necesaria esta experiencia del silencio de Dios, del aparente «fracaso» de la oración. En efecto, todos, cada uno de nosotros y la Iglesia, estamos siempre expuestos a la sutil tentación mundana de la utopía, es decir, a la de creer que se pueda realizar la salvación en la historia, en nuestra historia personal y en la de la Iglesia.
Más o menos conscientemente, estamos convencidos de que el Reino nacerá del perfeccionamiento espiritual de cada individuo y de la comunidad, de que «las magníficas y progresivas suertes» son imparables y son el camino seguro por el que llegará a nosotros el Reino.
Al contrario, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 677): «El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (Cf. Ap 21, 2-4)». El silencio de Dios nos «obliga» a recordar que «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Nada»… quizá no nos damos realmente cuenta de que «nada» significa exactamente «nada de nada», no «poco».
Es necesario que el cuerpo de cada uno de los miembros experimente y viva en sí mismo la debilidad radical de la Cabeza crucificada, clavada e impotente. Porque solo cuando la pobreza alcanzó en Cristo este abismo insuperable, solo entonces pudo Él decir humanamente «Abba, Padre» con plenitud. Y solo cuando cada uno de nosotros, en la medida establecida por el Padre, comulgue realmente a esta pobreza de Cristo, solo entonces cada uno de nosotros y, por tanto, la Iglesia entera será plenamente lo que el Padre haya proyectado para nosotros desde la eternidad. Quizá tendríamos que leer con esta luz las pruebas humillantes que la Iglesia está viviendo y atravesando en nuestro tiempo porque «antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18,8; Mt 24, 12)» (CCE 675).
«Es bueno que el ministerio pueda portar hoy esta faz denigrada, que Judas lo traicione de nuevo en todos los sentidos. [...] Cuanto más reconociblemente se trasluzca a través de la faz del ministerio la cabeza llena de sangre y heridas, tanto más pura interiormente será la existencia ministerial»
Si, por un lado, la grave crisis actual que está viviendo la Iglesia es una liberación de la tentación de la posibilidad utópica de una realización infrahistórica e intramundana del Reino, por otro lado, los sufrimientos actuales son «los dolores de parto» (Ap 12,2) con los cuales la Iglesia está engendrando a Cristo en el mundo.
«La Iglesia solo puede entenderse en su Señor. No existe autocomprensión alguna de la Iglesia [...]. Dejará siempre que su Señor le regale su sentido y se percatará cada vez más profundamente de dicho sentido, con amor humilde, en el sí y en el servicio»
Y este don de sí misma que recibe del Señor nunca falla. Es indefectible la fidelidad de Cristo a su Esposa, a cada alma. Por esta razón, «a pesar de la hostilidad del Dragón, la Iglesia siempre engendra a Cristo».
Y de este modo, acogiéndose con pobreza a sí misma por Cristo, con Él y por medio de Él, la Iglesia «se engendra a sí misma cada día»
Capítulo VI
EL DESIERTO
«La Iglesia del desierto» (cf. Hch 7,38)
Existe un «lugar» donde es colmada esta espera de
Dios en el silencio y la pobreza de espíritu. Existe un
«lugar» donde se da el encuentro entre el Esposo y la
Esposa, un encuentro que es el deseo eterno de Dios y la
inquietud del corazón humano.
En este «lugar», Dios revela en la fe su verdadero rostro a quienes lo están deseando en la humillación de su incurable pobreza. Este lugar es el desierto. Etimológicamente, el desierto es un «lugar abandonado», un lugar del que todos han huido porque carece de las condiciones para vivir. Por eso hay soledad en el desierto. Nadie va al desierto, es más, el desierto lo es porque todos lo han abandonado
En efecto, el desierto es un lugar en el que el ser humano experimenta su propia vulnerabilidad y se encuentra en una total impotencia, sin los habituales soportes, de manera que ha de admitir y afrontar su propia mortalidad. El desierto es el signo de nuestra total impotencia porque es allí donde se nos revela nuestra debilidad, porque no se puede sobrevivir en el desierto. Allí falta el pan, el agua, las normales relaciones con los demás que nos permiten vivir. En el desierto, el hombre se descubre en su verdad: «desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Por este motivo, el desierto es un lugar al que nadie quiere ir, y mucho menos quedarse. Nadie puede ir al desierto por propia iniciativa.
Solo el Espíritu puede atraer al desierto, como sucedió con Cristo (cf. Mt 4,1; Lc 4,1; san Marcos dice incluso que el Espíritu «empujó» a Jesús al desierto, Mc 1,12).
Por eso, como afirma el mismo Señor, es Él quien conduce al desierto a su esposa: «Yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón» (Os 2,16).
Allí, en la soledad, Dios ha preparado un refugio a la Mujer para «hablarle al corazón», para alimentarla (cf. Ap 12,6) con su Palabra. Allí será por fin destruida en nosotros la imagen deformada de Dios que habían recibido en herencia de nuestro primer padre y recibiremos de Dios la revelación de su verdadero rostro: el de un esposo enamorado y no el de un déspota. Allí «me llamarás “esposo mío”, y ya no me llamarás “mi amo”» (Os 2,18).
Solo en la expoliación del desierto donde «se adquiere esa mirada serena que hiere de amor al Esposo y por medio de cuya transparencia y pureza se ve a Dios»
. Como la Iglesia, cada uno de nosotros es «atraído» por el Espíritu al desierto. Él nos hace intuir que hay algo en el desierto, Alguien, que lo hace fascinante. Y esta atracción es más fuerte que el miedo que se siente instintivamente por el desierto. «Lo bello del desierto — dice el Principito— es que en algún lugar esconde un pozo»
. Es cierto, escondido en las profundidades del desierto, hay un pozo y al borde de este pozo está sentado Jesús, solo, que nos espera para decirnos: «Dame de beber» (Jn 4,8). Y esta mujer a la que Jesús pide que le dé de beber «es figura de la Iglesia» .
Si el hombre experimenta la sed en el desierto, hasta llegar a la muerte, en el desierto nos encontramos con Jesús que nos revela que también Dios tiene sed, una sed de nosotros que lo llevará a la muerte, a la cruz, donde morirá de sed (cf. Jn 19,28). La revelación de esta sed de Dios será la realización de todas las Escrituras (ibid.).
Por tanto, también hay un desierto para Dios y este desierto es la ausencia del hombre, el rechazo del hombre que no quiere corresponder a su amor divino.
Pero Dios sigue deseando encontrar a alguien que corresponda de verdad a su amor (cf. Jn 4,23), y, por este motivo, seduce a la Iglesia, la atrae al desierto para hablarle al corazón (cf. Os 2,16).
Solo en el desierto, cuando todos los ruidos y las voces se callan, solo entonces Dios puede hablarnos al corazón y mostrarnos su verdadero rostro, no el de un faraón omnipotente, sino el de un enamorado sediento del amor de su esposa.
En este «lugar», Dios revela en la fe su verdadero rostro a quienes lo están deseando en la humillación de su incurable pobreza. Este lugar es el desierto. Etimológicamente, el desierto es un «lugar abandonado», un lugar del que todos han huido porque carece de las condiciones para vivir. Por eso hay soledad en el desierto. Nadie va al desierto, es más, el desierto lo es porque todos lo han abandonado
En efecto, el desierto es un lugar en el que el ser humano experimenta su propia vulnerabilidad y se encuentra en una total impotencia, sin los habituales soportes, de manera que ha de admitir y afrontar su propia mortalidad. El desierto es el signo de nuestra total impotencia porque es allí donde se nos revela nuestra debilidad, porque no se puede sobrevivir en el desierto. Allí falta el pan, el agua, las normales relaciones con los demás que nos permiten vivir. En el desierto, el hombre se descubre en su verdad: «desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Por este motivo, el desierto es un lugar al que nadie quiere ir, y mucho menos quedarse. Nadie puede ir al desierto por propia iniciativa.
Solo el Espíritu puede atraer al desierto, como sucedió con Cristo (cf. Mt 4,1; Lc 4,1; san Marcos dice incluso que el Espíritu «empujó» a Jesús al desierto, Mc 1,12).
Por eso, como afirma el mismo Señor, es Él quien conduce al desierto a su esposa: «Yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón» (Os 2,16).
Allí, en la soledad, Dios ha preparado un refugio a la Mujer para «hablarle al corazón», para alimentarla (cf. Ap 12,6) con su Palabra. Allí será por fin destruida en nosotros la imagen deformada de Dios que habían recibido en herencia de nuestro primer padre y recibiremos de Dios la revelación de su verdadero rostro: el de un esposo enamorado y no el de un déspota. Allí «me llamarás “esposo mío”, y ya no me llamarás “mi amo”» (Os 2,18).
Solo en la expoliación del desierto donde «se adquiere esa mirada serena que hiere de amor al Esposo y por medio de cuya transparencia y pureza se ve a Dios»
. Como la Iglesia, cada uno de nosotros es «atraído» por el Espíritu al desierto. Él nos hace intuir que hay algo en el desierto, Alguien, que lo hace fascinante. Y esta atracción es más fuerte que el miedo que se siente instintivamente por el desierto. «Lo bello del desierto — dice el Principito— es que en algún lugar esconde un pozo»
. Es cierto, escondido en las profundidades del desierto, hay un pozo y al borde de este pozo está sentado Jesús, solo, que nos espera para decirnos: «Dame de beber» (Jn 4,8). Y esta mujer a la que Jesús pide que le dé de beber «es figura de la Iglesia» .
Si el hombre experimenta la sed en el desierto, hasta llegar a la muerte, en el desierto nos encontramos con Jesús que nos revela que también Dios tiene sed, una sed de nosotros que lo llevará a la muerte, a la cruz, donde morirá de sed (cf. Jn 19,28). La revelación de esta sed de Dios será la realización de todas las Escrituras (ibid.).
Por tanto, también hay un desierto para Dios y este desierto es la ausencia del hombre, el rechazo del hombre que no quiere corresponder a su amor divino.
Pero Dios sigue deseando encontrar a alguien que corresponda de verdad a su amor (cf. Jn 4,23), y, por este motivo, seduce a la Iglesia, la atrae al desierto para hablarle al corazón (cf. Os 2,16).
Solo en el desierto, cuando todos los ruidos y las voces se callan, solo entonces Dios puede hablarnos al corazón y mostrarnos su verdadero rostro, no el de un faraón omnipotente, sino el de un enamorado sediento del amor de su esposa.
En realidad, solo aquí, despojados por la misma fuerza del desierto de los débiles soportes que constituían
nuestra frágil seguridad y nos daban la ilusión de una
vida «buena», nos enfrentamos a «nuestros demonios» y
a las «bestias salvajes que hemos alimentado en nuestros
corazones desde tiempos inmemoriales»4
Aquí salen a la luz del sol sin posibilidad de ocultarlas nuestra maldad, nuestros vicios y perversas inclinaciones. En el desierto nos vemos despojados de todo. En el desierto, nuestro orgullo, sobre todo el espiritual, es reducido al silencio. De este modo, solo cuando se apaga en nosotros el fragor del orgulloso esfuerzo que hacemos continuamente para salvarnos con nuestras fuerzas, solo entonces, en el silencio del desierto, podremos oír el susurro de Dios que habla «con una brisa suave» (1 Re 19,12), con una voz de silencio.
La Iglesia en oración
Aquí salen a la luz del sol sin posibilidad de ocultarlas nuestra maldad, nuestros vicios y perversas inclinaciones. En el desierto nos vemos despojados de todo. En el desierto, nuestro orgullo, sobre todo el espiritual, es reducido al silencio. De este modo, solo cuando se apaga en nosotros el fragor del orgulloso esfuerzo que hacemos continuamente para salvarnos con nuestras fuerzas, solo entonces, en el silencio del desierto, podremos oír el susurro de Dios que habla «con una brisa suave» (1 Re 19,12), con una voz de silencio.
La Iglesia en oración
En efecto, solo entonces podrá hablar a nuestro corazón y decirnos lo incomprensible y grande que es su
amor por cada uno de nosotros. Solo cuando en la soledad hagamos la experiencia humillante de nuestra incurable miseria, solo entonces podremos «ver» realmente
el verdadero rostro de Dios. Y entonces nos daremos
cuenta de verdad que el único motivo por el que Dios
nos ha guiado al desierto es «porque es eterna su misericordia» (Sal 136,16).
Nos ha llevado a la soledad para
que pudiéramos hacer la experiencia concreta de que en
el desierto el hombre «espera todo de la misericordia de
Dios y nada de sus propios méritos»5
.
Solo si nos dejamos guiar por el Espíritu ad interiora deserti (Ex 3,1), hasta las «profundidades del desierto», podremos descubrir el rostro ardiente desde el que nos llama Dios desde siempre a cada individuo y a la Iglesia. Y allí, postrados en silencio, descalzos con la cara cubierta, podremos recibir la revelación de su Nombre.
Solo si nos dejamos guiar por el Espíritu ad interiora deserti (Ex 3,1), hasta las «profundidades del desierto», podremos descubrir el rostro ardiente desde el que nos llama Dios desde siempre a cada individuo y a la Iglesia. Y allí, postrados en silencio, descalzos con la cara cubierta, podremos recibir la revelación de su Nombre.
Y solo en la Pascua, es decir, en la revelación que Él
hace de sí mismo en la zarza ardiente de la cruz y de la
resurrección de su Hijo, donde Cristo arde sin consumirse en el fuego del Espíritu, en el fuego del amor por el
Padre y por nosotros, solo allí podremos «ver» a Dios en
su verdad.
Pero la Pascua de Cristo sucede en la más profunda soledad y en el silencio más completo: ¿quién puede decir de hecho en qué instante resucitó Cristo?
Pero la Pascua de Cristo sucede en la más profunda soledad y en el silencio más completo: ¿quién puede decir de hecho en qué instante resucitó Cristo?
«¡Qué noche tan dichosa! —canta el Exultet— solo
ella conoció el momento en que Cristo resucitó del abismo».
Por esta razón, el desierto es el lugar donde se puede celebrar de manera más perfecta la
verdad, la cruz de Cristo es llamada eremita y verdadero
eremita es Cristo Dios que lleva la cruz»7
.
Por eso, solo en la soledad y en el silencio de una noche pascual la Iglesia, y nosotros en ella y con ella, podremos vivir en plenitud y de manera definitiva nuestra comunión completa con la muerte y la resurrección de Cristo, nuestra pascua. «La Iglesia solo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (cf. Ap 19, 1-9)» (CCE 677).
Y en el silencio nocturno de esta pascua nuestra nos será revelado el verdadero rostro del Padre en el rostro del Hijo crucificado y resucitado. Por tanto, al final, toda la vida de oración se resume y se concentra en dejar que Cristo viva en nosotros su vida de alabanza y de ofrenda al Padre. Todo converge en vivir con Él su Pascua. En compartir, ahora en la luminosa oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz deslumbrante de la resurrección, el silencio profundo y la inmensa soledad de su «noche pascual».
Capítulo VII
LA VIDA RESUCITADA
«Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Cant 6,3)
Todo lo que hemos mencionado hasta ahora puede
parecer quizá muy «intimista», incluso «alienante», lejos de la realidad a menudo tan trágica de nuestro mundo
y de nuestra Iglesia.
Todo esto se parece a una fábula y, sin embargo, es nuestra fe y la única razón de ser de los cristianos, de la Iglesia es dar testimonio de esta verdad con la vida.
Todo esto solo puede parecer un cuento de hadas si olvidamos que la Pascua es el único hecho que ha cambiado definitiva y radicalmente la historia.
Como ya hemos recordado, la Pascua es «el único acontecimiento de la historia que no pasa. […]. Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte […]. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida» (CCE 1085).
Esta contemporaneidad de la Pascua en todos los momentos de todos los tiempos es la razón por la cual cualquier hombre puede vivir una real experiencia de la Pascua, de la presencia real del Resucitado en su propia vida.
Y esta contemporaneidad del resucitado con todos los hombres de todos los tiempos es lo que permite a nuestra oración no ser una autoilusión, una vacía ensoñación o, peor, un delirio en el cual nos hablamos con nosotros mismos o con la nada.
Por tanto, es en la oración donde Cristo resucitado, vivo y presente, presente y activo, «aquí y ahora» sigue atrayendo hacia sí a todos (Jn 12.32), atrayéndolos en su Misterio.
San Bruno, en su carta a Raúl Le Verd, nos dejó una descripción sobria, pero fascinante de su experiencia de esta intervención del Resucitado en su vida, experiencia que dictó una nueva dirección a su existencia: ¿Te acuerdas, amigo mío, del día en que nos encontrábamos juntos tú y yo con Fulcuyo le Borgne en el jardincillo contiguo a la casa de Adam, donde entonces me hospedaba? Hablamos, según creo, un buen rato de los falsos atractivos del mundo, de sus riquezas perecederas y de los goces de la vida eterna.
Entonces, ardiendo en amor divino, prometimos, hicimos voto y decidimos abandonar en breve las sombras fugaces del siglo para captar los bienes eternos.
Por tanto, la oración es la «puerta» que permite a Cristo entrar realmente en nuestra vida, para atraernos al desierto y hablarnos al corazón (Os 2,16). La oración, también la más pobre, es la única «puerta» a través de la cual el resucitado puede irrumpir en nosotros y en nuestro mundo (Ap 4,1). E irrumpe en él sorprendiéndonos siempre… porque Él, en la soberana libertad de su amor, se reserva «sorprender» también a quien quizá no lo espera o lo espera inconscientemente.
VII. La vida resucitada
Para estar cerca de nosotros, cerca en el tiempo y cerca de la inquietud de nuestra modernidad, ¿cómo no recordar la conversión de Simone Weil? Así la relata ella en A la espera de Dios. Fue en un momento en el que estaba recitando un poema de George Herbert:
Creía que estaba recitándolo solo como una hermosa poesía (el poema Love, del poeta inglés George Herbert, †1633), mientras, sin saberlo, esa recitación tenía la virtud de una oración.
Fue precisamente mientras la estaba recitando que Cristo descendió y me tomó.
En mis razonamientos sobre la insolubilidad del problema de Dios no había previsto esta posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios.
Por otra parte, ni los sentidos, ni la imaginación habían tenido una mínima participación en esta conquista repentina de Cristo; solo sentido a través del sufrimiento la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado
En efecto, la oración, también la más costosa, la más árida, la más distraída, la que parece que inexorablemente cae siempre en el vacío, siempre es escuchada porque Quien la escucha siempre está vivo y presente. Siempre es un «contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios».
Por este motivo, una Iglesia que ora, un cristiano que ora, es decir, que se dejan atraer realmente por Cristo, que dejan que Él irrumpa en su vida y siga viviendo en ellos su Pascua, son lo más «eficaz» que exista porque hacen presente, aunque con una inmensa pobreza y limitación, la única novedad que existe en nuestro universo, el único acontecimiento que realmente importa: la entrega de la misma vida de Dios a nosotros los hombres y, por eso mismo, la destrucción de la muerte.
«Es fuerte el amor como la muerte» (Cant 8,6)
Por eso, solo en la soledad y en el silencio de una noche pascual la Iglesia, y nosotros en ella y con ella, podremos vivir en plenitud y de manera definitiva nuestra comunión completa con la muerte y la resurrección de Cristo, nuestra pascua. «La Iglesia solo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (cf. Ap 19, 1-9)» (CCE 677).
Y en el silencio nocturno de esta pascua nuestra nos será revelado el verdadero rostro del Padre en el rostro del Hijo crucificado y resucitado. Por tanto, al final, toda la vida de oración se resume y se concentra en dejar que Cristo viva en nosotros su vida de alabanza y de ofrenda al Padre. Todo converge en vivir con Él su Pascua. En compartir, ahora en la luminosa oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz deslumbrante de la resurrección, el silencio profundo y la inmensa soledad de su «noche pascual».
Capítulo VII
LA VIDA RESUCITADA
«Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Cant 6,3)
Todo esto se parece a una fábula y, sin embargo, es nuestra fe y la única razón de ser de los cristianos, de la Iglesia es dar testimonio de esta verdad con la vida.
Todo esto solo puede parecer un cuento de hadas si olvidamos que la Pascua es el único hecho que ha cambiado definitiva y radicalmente la historia.
Como ya hemos recordado, la Pascua es «el único acontecimiento de la historia que no pasa. […]. Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte […]. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida» (CCE 1085).
Esta contemporaneidad de la Pascua en todos los momentos de todos los tiempos es la razón por la cual cualquier hombre puede vivir una real experiencia de la Pascua, de la presencia real del Resucitado en su propia vida.
Y esta contemporaneidad del resucitado con todos los hombres de todos los tiempos es lo que permite a nuestra oración no ser una autoilusión, una vacía ensoñación o, peor, un delirio en el cual nos hablamos con nosotros mismos o con la nada.
Por tanto, es en la oración donde Cristo resucitado, vivo y presente, presente y activo, «aquí y ahora» sigue atrayendo hacia sí a todos (Jn 12.32), atrayéndolos en su Misterio.
San Bruno, en su carta a Raúl Le Verd, nos dejó una descripción sobria, pero fascinante de su experiencia de esta intervención del Resucitado en su vida, experiencia que dictó una nueva dirección a su existencia: ¿Te acuerdas, amigo mío, del día en que nos encontrábamos juntos tú y yo con Fulcuyo le Borgne en el jardincillo contiguo a la casa de Adam, donde entonces me hospedaba? Hablamos, según creo, un buen rato de los falsos atractivos del mundo, de sus riquezas perecederas y de los goces de la vida eterna.
Entonces, ardiendo en amor divino, prometimos, hicimos voto y decidimos abandonar en breve las sombras fugaces del siglo para captar los bienes eternos.
Por tanto, la oración es la «puerta» que permite a Cristo entrar realmente en nuestra vida, para atraernos al desierto y hablarnos al corazón (Os 2,16). La oración, también la más pobre, es la única «puerta» a través de la cual el resucitado puede irrumpir en nosotros y en nuestro mundo (Ap 4,1). E irrumpe en él sorprendiéndonos siempre… porque Él, en la soberana libertad de su amor, se reserva «sorprender» también a quien quizá no lo espera o lo espera inconscientemente.
VII. La vida resucitada
Para estar cerca de nosotros, cerca en el tiempo y cerca de la inquietud de nuestra modernidad, ¿cómo no recordar la conversión de Simone Weil? Así la relata ella en A la espera de Dios. Fue en un momento en el que estaba recitando un poema de George Herbert:
Creía que estaba recitándolo solo como una hermosa poesía (el poema Love, del poeta inglés George Herbert, †1633), mientras, sin saberlo, esa recitación tenía la virtud de una oración.
Fue precisamente mientras la estaba recitando que Cristo descendió y me tomó.
En mis razonamientos sobre la insolubilidad del problema de Dios no había previsto esta posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios.
Por otra parte, ni los sentidos, ni la imaginación habían tenido una mínima participación en esta conquista repentina de Cristo; solo sentido a través del sufrimiento la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado
En efecto, la oración, también la más costosa, la más árida, la más distraída, la que parece que inexorablemente cae siempre en el vacío, siempre es escuchada porque Quien la escucha siempre está vivo y presente. Siempre es un «contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios».
Por este motivo, una Iglesia que ora, un cristiano que ora, es decir, que se dejan atraer realmente por Cristo, que dejan que Él irrumpa en su vida y siga viviendo en ellos su Pascua, son lo más «eficaz» que exista porque hacen presente, aunque con una inmensa pobreza y limitación, la única novedad que existe en nuestro universo, el único acontecimiento que realmente importa: la entrega de la misma vida de Dios a nosotros los hombres y, por eso mismo, la destrucción de la muerte.
«Es fuerte el amor como la muerte» (Cant 8,6)
Porque la muerte, nuestra muerte, por mucho que sea
exorcizada, por mucho que sea acallada, ocultada, sigue
siendo el único verdadero problema de cada uno de nosotros.
Quizá quien cree en el Resucitado no se da cuenta de que para un no creyente «es la propia vida la que está herida de muerte. Porque “sabe” que todo lo que es importante y de valor para él en el presente está condenado a muerte en el futuro. Cualquier cosa que ame, tendrá que morir. La vida se transforma en la realización de la muerte. Todo está invadido por la nada y lo absurdo»
Todo lo que hace el hombre es para intentar huir de la angustia de su muerte que sabe que llegará a pesar de todo. «Solo Jesús puede decirnos a cada uno de nosotros:
“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz»
En efecto, «si la venida de Dios en el hombre no llegase a esta profundidad, Dios se burlaría de él. Al hacerse hombre, Dios se dirige hacia el seno de la muerte, entra en ella, y este es el acontecimiento definitivo, el único.
Jesús, vencedor con su muerte de la muerte y que nos entrega su vida: este es el único Acontecimiento de la historia, su cruz y su resurrección»
Quizá quien cree en el Resucitado no se da cuenta de que para un no creyente «es la propia vida la que está herida de muerte. Porque “sabe” que todo lo que es importante y de valor para él en el presente está condenado a muerte en el futuro. Cualquier cosa que ame, tendrá que morir. La vida se transforma en la realización de la muerte. Todo está invadido por la nada y lo absurdo»
Todo lo que hace el hombre es para intentar huir de la angustia de su muerte que sabe que llegará a pesar de todo. «Solo Jesús puede decirnos a cada uno de nosotros:
“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz»
En efecto, «si la venida de Dios en el hombre no llegase a esta profundidad, Dios se burlaría de él. Al hacerse hombre, Dios se dirige hacia el seno de la muerte, entra en ella, y este es el acontecimiento definitivo, el único.
Jesús, vencedor con su muerte de la muerte y que nos entrega su vida: este es el único Acontecimiento de la historia, su cruz y su resurrección»
Y este acontecimiento se hace cotidianamente «nuestro» en la oración. Porque la oración, o es comunión con el resucitado o no es oración. Quien ora uniéndose a Jesús con la fe «tiene la vida eterna y no debe afrontar el juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida», como afirma el Señor (Jn 5,24).
Cuando ora, el cristiano «tiene la vida eterna»: la posee ya. Ha pasado ya con Cristo de la muerte a la vida porque acoge en sí mismo al Cristo vivo, y vivo hoy, vivo en el único Acto que le da vida: el recibir la vida del Padre y restituirla en la eucaristía. Con la oración pasamos de una vida, que es para la muerte y tiene la muerte como único horizonte, a la vida sin fin que brota del don de sí mismo hasta el extremo, hasta la muerte.
Para quien ora, la Pascua de Cristo se ha convertido en su propia vida hasta el punto de poder decir: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Para un cristiano no hay nada que pueda resultar extraño a la vida nueva, a la vida pascual de Cristo con la cual está en contacto íntimo con la oración, con los sacramentos de la liturgia. Por este motivo, Pablo puede preguntar a los bautizados: «Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,17).
«Todo», es decir «cualquier cosa». En cada gesto, en cada palabra, en cada actividad, en cada momento vivido con amor, en obediencia a la Voluntad de Dios, «pasamos» con Cristo al Padre y en este «pasar», en este «paso» atraemos todo y a todos con nosotros. Porque el poder de la Pascua afecta y transforma todo. Y de este modo, todo puede convertirse realmente en oración.
Cada palabra nuestra, cada gesto nuestro, incluso, y quizá sobre todo, los más pequeños y banales, los más naturales, como dormir o comer, respirar y caminar, lo que hacemos por costumbre o por necesidad, pueden convertirse en un eco del «sí» de Jesús al Padre, si con una mirada de fe reconocemos en ellos la invitación del Padre a cumplir su voluntad.
En nuestra jornada, a menudo tan «normal», tan «banal», podemos descubrir una infinidad de momentos en los que poder decir al Padre con Jesús: «No aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. En cambio, me preparaste un cuerpo. Entonces yo dije: He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (cf. Heb 10,6-7).
Porque todas las cosas pequeñas de cada día son el «material», el «cuerpo» que Dios nos ofrece para que nuestro amor por Él no se quede en palabras, en un sentimiento vacío, sino que tome precisamente «cuerpo».
De este modo, nuestra persona en todas sus dimensiones podrá convertirse real y concretamente en una prolongación de la encarnación, «una humanidad complementaria en la que Él renueve todo su Misterio» . De este modo, nuestra persona se convertirá en Iglesia.
Capítulo VIII
LA MADRE DE LA ORACIÓN
«He entrado en mi jardín, hermana mía, esposa» (Cant 5,1)
En la pobre historia de nuestro mundo, un día se pronunció un «sí» tan completo y total que permitió a Dios tomar
realmente cuerpo en nuestro universo. Fue un «sí» sin reservas que brotó de un corazón tan cristalino y sin ningún retorno sobre sí mismo que atrajo realmente a Dios a la tierra.
María.
Hubo un día en el que Dios llamó a la puerta de una pequeña casa de pueblo, llamó a la puerta de una muchacha desconocida pidiéndole: «Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma sin tacha» (Cant 5,2), mi todo. Ábreme, porque mi alegría es estar con los hijos de los hombres. Y ella le abrió inmediatamente la puerta.
Y entonces «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).
Por medio de la fe silenciosa de María, la alabanza que el Verbo canta eternamente al Padre, Abba, también se empezó a cantar en nuestro mundo con palabras nuestras.
La oración se hacía carne, se hacía visible y tangible para que todos pudiéramos cantar con el Hijo su canto eterno al Padre. Porque fue ese «sí» de la Virgen lo que permitió finalmente a la humanidad «que desatara en oración dichosa y veraz su lengua muda y sintiera el inefable poder regenerador de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas humanas, por Cristo Señor en el Espíritu Santo»
Y la Virgen fue la primera que se unió a este canto con su Magníficat.
Canto que ha hecho suyo la Iglesia y que canta a diario en la puesta del sol, haciendo suya la invitación de san Ambrosio: «que esté en cada uno el alma de María para ensalzar al Señor, que en cada uno esté el espíritu de María para exultar en Dios»
. Así, es siempre ella, María tympanistria nostra la que todavía hoy guía el canto de acción de gracias de la Iglesia, que guía el coro de voces de los fieles que alaban en la oración a Dios por la salvación que ha obrado en ellos.
«María guardaba todas estas cosas en su corazón y meditaba en ellas» (Lc 2,19). [...]
La memoria primero, la conciencia luego, la comprensión después, el asombro, la contemplación, finalmente, no son quizás las fases de la vida
espiritual de la Virgen, que se ha elevado, también desde
este aspecto, por ejemplo, a una especie de proceso interior que debería ¿Se cumplirá en cada seguidor de Cristo?
[...] Jesús está presente, ante todo, por la fe, en nosotros.
Al respecto lo dice todo una palabra de san Pablo: “Cristo
habita en vuestros corazones por la fe” (Ef 3,17).
De esta afirmación deriva toda la vida espiritual de nuestra religión (que luego estará integrada por otro elemento esencial, la gracia, y otro coeficiente instrumental, la Iglesia)» En el evangelio de Lucas, dice Jesús: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21).
Y comenta san Ambrosio: «Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios […]. Si según la carne hay una única Madre de Cristo, según la fe Cristo es engendrado por todos»
María es, por tanto, Madre de la oración, la nuestra y la de la Iglesia, porque es Madre del Único que puede y sabe orar. En la medida de nuestra fe, María está siempre engendrando silenciosamente en nosotros y con nosotros a Cristo y por eso mismo está engendrando nuestra oración.
Y sobre todo engendra la oración de los pobres, de aquellos que «no saben pedir como conviene» (Rom 8,26), que no saben y no pueden recorrer los caminos intransitables de la «gran» oración. A estas «pequeñas almas», Dios ofrece a María como sencillo camino de oración, como medio fácil para su transformación en Cristo. «Alabada sea por siempre esta gran Madre majestuosa, en cuyas rodillas he aprendido todo» .
«¡Sí, alabada sea esta gran Madre, en cuyas rodillas hemos aprendido y seguimos aprendiendo efectivamente todo cada día!»
Sí, con María somos como niños pequeños que balbucean sus primeras oraciones en la rodillas de su mamá que se las enseña… Por eso, san Luis María Grignion de Montfort escribe en el Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen :
De esta afirmación deriva toda la vida espiritual de nuestra religión (que luego estará integrada por otro elemento esencial, la gracia, y otro coeficiente instrumental, la Iglesia)» En el evangelio de Lucas, dice Jesús: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21).
Y comenta san Ambrosio: «Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios […]. Si según la carne hay una única Madre de Cristo, según la fe Cristo es engendrado por todos»
María es, por tanto, Madre de la oración, la nuestra y la de la Iglesia, porque es Madre del Único que puede y sabe orar. En la medida de nuestra fe, María está siempre engendrando silenciosamente en nosotros y con nosotros a Cristo y por eso mismo está engendrando nuestra oración.
Y sobre todo engendra la oración de los pobres, de aquellos que «no saben pedir como conviene» (Rom 8,26), que no saben y no pueden recorrer los caminos intransitables de la «gran» oración. A estas «pequeñas almas», Dios ofrece a María como sencillo camino de oración, como medio fácil para su transformación en Cristo. «Alabada sea por siempre esta gran Madre majestuosa, en cuyas rodillas he aprendido todo» .
«¡Sí, alabada sea esta gran Madre, en cuyas rodillas hemos aprendido y seguimos aprendiendo efectivamente todo cada día!»
Sí, con María somos como niños pequeños que balbucean sus primeras oraciones en la rodillas de su mamá que se las enseña… Por eso, san Luis María Grignion de Montfort escribe en el Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen :
Existe una gran diferencia entre hacer una figura de bulto a golpes de martillo y cincel, y sacar una estatua vaciándola en un molde. [...] San Agustín llama a la santísima Virgen molde de Dios, el molde propio para formar y moldear dioses.
Quien sea arrojado en
este molde divino, quedará muy pronto formado y
moldeado en Jesucristo, y Jesucristo en él; con pocos gastos y en poco tiempo, se convertirá en Dios, porque ha sido arrojado en el mismo molde que ha
formado a Dios.
Sin confiar en su propia astucia, sino solo en la bondad del molde, se funde o se pierde en María, para convertirse en una copia natural de Jesucristo» (n. 219).
«Pero acuérdate que no se echa en el molde sino lo que está fundido y líquido; es decir, que es necesario destruir y fundir en ti al viejo Adán para transformarte en el nuevo en María (n. 221).
Sin confiar en su propia astucia, sino solo en la bondad del molde, se funde o se pierde en María, para convertirse en una copia natural de Jesucristo» (n. 219).
«Pero acuérdate que no se echa en el molde sino lo que está fundido y líquido; es decir, que es necesario destruir y fundir en ti al viejo Adán para transformarte en el nuevo en María (n. 221).
Y cuando, por obra del Espíritu Santo y por la oración de María, Cristo sea perfectamente formado en todos, cuando haya alcanzado su estatura plena, entonces su canto será cantado perfectamente por su cuerpo, por su Iglesia.
Entonces, la nueva Jerusalén descenderá del cielo resplandeciente de la gloria de Dios y ya no tendrá necesidad de ningún lugar de oración, de ningún templo, porque Dios mismo y Cristo serán su templo.
En efecto, entonces la comunión de la Santa Trinidad, el canto
eterno que el Hijo canta al Padre en el Espíritu Santo se
difundirá incesante y plenamente en todos los miembros
glorificados del Resucitado
Entonces la Iglesia irá al lugar de su reino, teniendo con ella solo sus miembros espirituales, inconexos y separados para siempre de todo lo que es impuro: una ciudad verdaderamente santa, verdaderamente triunfante, el reino de Jesucristo y reinante con Jesucristo.
A la espera de ese día, esta gime aquí como un exiliado: sentada, dice el santo Salmista, en los ríos de Babilonia, llora y gime, recordando a Sion: sentada en los ríos, estable entre los cambios; no es transportada por los ríos, sino que está suspirando en sus orillas; viendo que todo se desplaza, y suspirando por Sion, donde todo es permanente; llorando por encontrarse en medio de lo que pasa y no es, por el recuerdo que tiene en el corazón de lo que dura y es: estos son los gemidos de este exilio.
Entretanto, canta por consolarse, y canta el mismo canto de la Jerusalén celeste: Aleluya, sea alabado Dios; ¡Amén, así sea! Sea alabado Dios por su gran gloria; este es el canto de la Iglesia. Esta parte de ella, que ya está viva con Dios, lo canta en plenitud, y la otra, eco fiel, lo repite en la impaciencia y en la avidez de un santo deseo. Aleluya para la Iglesia, alabanza a Dios para la Iglesia: alabanza a Dios cuando llama, alabanza a Dios cuando se entrega: amén, así sea para la Iglesia que dice continuamente; ¡Él ha hecho bien todo!
Conclusión
LA ORACIÓN, EXPERIENCIA DE DIOS
Entonces la Iglesia irá al lugar de su reino, teniendo con ella solo sus miembros espirituales, inconexos y separados para siempre de todo lo que es impuro: una ciudad verdaderamente santa, verdaderamente triunfante, el reino de Jesucristo y reinante con Jesucristo.
A la espera de ese día, esta gime aquí como un exiliado: sentada, dice el santo Salmista, en los ríos de Babilonia, llora y gime, recordando a Sion: sentada en los ríos, estable entre los cambios; no es transportada por los ríos, sino que está suspirando en sus orillas; viendo que todo se desplaza, y suspirando por Sion, donde todo es permanente; llorando por encontrarse en medio de lo que pasa y no es, por el recuerdo que tiene en el corazón de lo que dura y es: estos son los gemidos de este exilio.
Entretanto, canta por consolarse, y canta el mismo canto de la Jerusalén celeste: Aleluya, sea alabado Dios; ¡Amén, así sea! Sea alabado Dios por su gran gloria; este es el canto de la Iglesia. Esta parte de ella, que ya está viva con Dios, lo canta en plenitud, y la otra, eco fiel, lo repite en la impaciencia y en la avidez de un santo deseo. Aleluya para la Iglesia, alabanza a Dios para la Iglesia: alabanza a Dios cuando llama, alabanza a Dios cuando se entrega: amén, así sea para la Iglesia que dice continuamente; ¡Él ha hecho bien todo!
Conclusión
LA ORACIÓN, EXPERIENCIA DE DIOS
Somos conscientes de que los comentarios precedentes, más que tratar detalladamente el tema que nos habíamos propuesto, solo lo han evocado.
Sin embargo, ya que, como decía san Pablo VI, «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan» , concluyamos estas pocas reflexiones con el testimonio de la vida de oración de un monje que ha transcurrido su larga existencia en esta incesante búsqueda del rostro de Dios
La oración para el monje cartujo
La definición clásica de oración es la de Juan Damasceno, «una elevación del alma a Dios» (CCE 2559). Sin embargo, el cartujo preferirá quizá la definición del monje Juan Clímaco, que denomina la oración una «frecuentación» de Dios (La escalera del divino ascenso, grado 28.
Él añade también que la oración es unión con Dios, ¡enôsis!). Usamos la palabra «frecuentación» para traducir homilia, una palabra que designa el contacto habitual con una persona, un estar con alguien.
En la orden de los Cartujos, Guigo, el autor de la primera regla (en realidad una simple recopilación de costumbres) escribe, casi de pasada (es su estilo) una frase fundamental: «Nuestra principal aplicación y nuestra vocación son vivir en el silencio y en la soledad de la celda»
Sin embargo, hemos de recordar lo que dijo un monje cisterciense, gran amigo de los cartujos, Guillaume de Saint Thierry: «El monje nunca está menos solo que cuando está solo», porque en la soledad, el monje está con Dios. Por eso, la oración para él solo es vivir esta situación.
San Bruno, el fundador de los cartujos, en una de las pocas cartas que tenemos de él, escribía ya: «Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, solo lo conocen quienes lo han experimentado»
Es por tanto una cuestión de «experiencia». Pero hemos de decir inmediatamente que esta «experiencia» puede ser vivida en la más completa oscuridad, en la ausencia de cualquier tipo de sentimiento. Esto es algo muy difícil de entender para el hombre de la actualidad:
sin embargo, comprenderlo es la perla de gran valor escondida en la vocación cartuja. A nivel de lo que se percibe, de lo que el monje experimenta muy a menudo, se dará simplemente el hecho de que «resiste», de que, a pesar de todo, sigue viviendo en la soledad. A pesar de las pruebas, a pesar de tener a veces la tentación de huir, persevera porque lo profundo de su corazón se ciñe a este modo de vida. Porque Dios está presente en esta constancia. Es Él, solo Él, quien nos da la fuerza de perseverar.
El propio Bruno lo enseña en otra carta a los Hermanos de Chartreuse. Decía que muchos habían deseado esa soledad, pero no habían podido quedarse porque «no habían recibido esa gracia de lo alto. Nulli eorum desuper concessum est».
La oración, experiencia de Dios
A pesar de que en la actualidad algunos prefieren hablar de las causas psicológicas de la vocación o de la falta de vocación, esta observación de san Bruno es fundamental. Esta es la realidad: podemos estar en la soledad porque hemos sido apoyados por Dios. Los factores humanos, lo que sentimos, ya sean positivos o negativos, sin duda existen; pero, después de una larga experiencia, nos damos cuenta de que estos factores no alcanzan la realidad profunda que está dentro de nosotros. No conseguimos sentirla.
Y la realidad profunda es que por la fe sé que Dios está ahí, en mí, y es Él quien me lleva. Lo sé en la fe. La fe no es solo un grito, es conocimiento. Porque existen muchas formas distintas de ciencia o conocimiento humano. Pero en la cima está el «superconocimiento» (epignôsis): es un neologismo acuñado por san Pablo para describir la luz que pone Dios dentro de nosotros (Ef 4,13; etc.).
Sin embargo, ya que, como decía san Pablo VI, «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan» , concluyamos estas pocas reflexiones con el testimonio de la vida de oración de un monje que ha transcurrido su larga existencia en esta incesante búsqueda del rostro de Dios
La oración para el monje cartujo
La definición clásica de oración es la de Juan Damasceno, «una elevación del alma a Dios» (CCE 2559). Sin embargo, el cartujo preferirá quizá la definición del monje Juan Clímaco, que denomina la oración una «frecuentación» de Dios (La escalera del divino ascenso, grado 28.
Él añade también que la oración es unión con Dios, ¡enôsis!). Usamos la palabra «frecuentación» para traducir homilia, una palabra que designa el contacto habitual con una persona, un estar con alguien.
En la orden de los Cartujos, Guigo, el autor de la primera regla (en realidad una simple recopilación de costumbres) escribe, casi de pasada (es su estilo) una frase fundamental: «Nuestra principal aplicación y nuestra vocación son vivir en el silencio y en la soledad de la celda»
Sin embargo, hemos de recordar lo que dijo un monje cisterciense, gran amigo de los cartujos, Guillaume de Saint Thierry: «El monje nunca está menos solo que cuando está solo», porque en la soledad, el monje está con Dios. Por eso, la oración para él solo es vivir esta situación.
San Bruno, el fundador de los cartujos, en una de las pocas cartas que tenemos de él, escribía ya: «Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, solo lo conocen quienes lo han experimentado»
Es por tanto una cuestión de «experiencia». Pero hemos de decir inmediatamente que esta «experiencia» puede ser vivida en la más completa oscuridad, en la ausencia de cualquier tipo de sentimiento. Esto es algo muy difícil de entender para el hombre de la actualidad:
sin embargo, comprenderlo es la perla de gran valor escondida en la vocación cartuja. A nivel de lo que se percibe, de lo que el monje experimenta muy a menudo, se dará simplemente el hecho de que «resiste», de que, a pesar de todo, sigue viviendo en la soledad. A pesar de las pruebas, a pesar de tener a veces la tentación de huir, persevera porque lo profundo de su corazón se ciñe a este modo de vida. Porque Dios está presente en esta constancia. Es Él, solo Él, quien nos da la fuerza de perseverar.
El propio Bruno lo enseña en otra carta a los Hermanos de Chartreuse. Decía que muchos habían deseado esa soledad, pero no habían podido quedarse porque «no habían recibido esa gracia de lo alto. Nulli eorum desuper concessum est».
La oración, experiencia de Dios
A pesar de que en la actualidad algunos prefieren hablar de las causas psicológicas de la vocación o de la falta de vocación, esta observación de san Bruno es fundamental. Esta es la realidad: podemos estar en la soledad porque hemos sido apoyados por Dios. Los factores humanos, lo que sentimos, ya sean positivos o negativos, sin duda existen; pero, después de una larga experiencia, nos damos cuenta de que estos factores no alcanzan la realidad profunda que está dentro de nosotros. No conseguimos sentirla.
Y la realidad profunda es que por la fe sé que Dios está ahí, en mí, y es Él quien me lleva. Lo sé en la fe. La fe no es solo un grito, es conocimiento. Porque existen muchas formas distintas de ciencia o conocimiento humano. Pero en la cima está el «superconocimiento» (epignôsis): es un neologismo acuñado por san Pablo para describir la luz que pone Dios dentro de nosotros (Ef 4,13; etc.).
El conocimiento de la fe es una luz divina secretamente presente en mi espíritu que me hace
ver con esa luz recibida y con ningún otro medio, que
«todo esto es verdadero» y, ante todo, que Dios está precisamente en mí. No puedo «apoderarme» de esta luz
para escrutarla, sino que está en mí.
Este rápido esbozo de lo que es la fe no nos ha desviado del tema de la oración. La oración es una «frecuentación» de Dios porque consiste en vivir una realidad que ya me ha sido dada, es decir, Dios que está presente, aquí, en mi propia fe.
¿Qué significa vivirla? La fe, al ser una Presencia divina dentro de mí, «toca» a Dios en la oscuridad. Quien quiere vivir de esto no podrá contentarse con las representaciones que tiene de Dios en su mente, ni de los pequeños movimientos emotivos que tiene en su corazón. En su pequeño tratado Instrucciones espirituales, Eckart describe estas decisivas palabras: «Lo que buscamos no es a un Dios que se presenta a nuestra mente bajo forma de pensamientos y sentimientos porque cuando estos desaparecen, desaparece también ese Dios. Lo que queremos es la misma realidad de Dios, mucho más allá de cualquier pensamiento o sentimiento».
¿Cómo puede realizarse esto? Los estatutos de la Orden de los Cartujos dicen que el camino del monje consiste en ser «introducido por el Espíritu Santo en las profundidades de su corazón» (St. 4.2). Es el eco de una convicción muy profunda que ha estado presente en todos los monjes solitarios. Los monjes solitarios están seguros de llevar en lo más profundo de sí mismos un abismo de luz. En la mayoría de las veces, esta luz permanece para ellos completamente oculta. Pero esto importa poco. Este abismo de luz le atrae; es la verdadera fuente de esa «alegría divina» de la que hablaba san Bruno.
Solo el Espíritu Santo puede movernos en esta dirección. Por tanto, no hemos de hacer nada más que dejar que Dios mismo actúe en nosotros. El monje es totalmente receptivo en su oración.
Orar significa dejar que Dios actúe. Una consecuencia de ello es que el monje está llamado a un desprendimiento total de sí mismo. Porque la auténtica receptividad, si no es solo un pío deseo, exige un largo y duro aprendizaje. Decía Madre Teresa de Calcuta: «Amar duele» (es decir, duele a quien ama, evidentemente).
No nos corresponde a nosotros decir al Señor cuándo ha de actuar. El monje vive fundamentalmente en un estado de espera: espera el día en el que vendrá su Señor (cf. Lc 12,26), es decir cuando el Señor se manifestará como es plenamente.
«Bienaventurada el alma que, esperando la venida de su Señor justo hoy, considera como nada todo el cansancio del día y el cansancio de la noche porque sabe que con las primeras luces del alba su Señor se le manifestará». Así hablaba el monje Elías el Ecdicos. Este monje era casi contemporáneo de san Bruno. San Bruno tenía exactamente el mismo pensamiento
Pero existe otro aspecto de la oración. Aquí nuestra humanidad vuelve a adquirir sus derechos. Para apropiarme como ser humano de esta realidad humana que está en mí, también tengo que ejercer mis facultades: mi inteligencia, mi voluntad, mis sentimientos. Jan van Ruusbroec, cuyos escritos fueron la lectura preferida de muchos cartujos en los siglos precedentes, explica: La gracia brota de Dios mismo como un movimiento interior, un efecto del Espíritu Santo que actúa en nuestro espíritu desde el interior, no desde el exterior.
Porque Dios es más íntimo a nosotros de lo que podemos ser nosotros mismos y su movimiento está más cerca de nosotros que nuestra acción. De este modo, Dios obra en nosotros desde el interior hacia el exterior, mientras que las cosas creadas obran en nosotros desde el exterior hacia el interior.
Por lo tanto, orar significa simplemente permitir a Dios actuar dentro de mí. Para que Dios actúe, puede ser necesaria una determinada cantidad de actividad de oración; por ejemplo, para algunas personas, el rezo prolongado del rosario, etc. Pero esta actividad solo tiene valor porque Dios ora en mí a través de ella. San Pablo decía que nadie puede decir «¡Jesús es Señor!», si no es movido por el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). Esto es todavía más verdadero para todas las formas concretas de oración que puede utilizar el monje. En cualquier caso, lo que realmente cuenta es la homilía, estar con Dios.
Nuestro «segundo fundador» Guigo era muy consciente de todo esto. En su vocabulario personal, el encuentro inmediato con Dios mismo, que es la razón de ser de la vida en soledad, es expresado de preferencia con el hecho de que «Dios nos revela sus secretos» (por ejemplo, la manifestación de Dios a Jacob en la soledad, cf. Cons. 80 n.4). Pero, al mismo tiempo, este encuentro hace un amplio uso de intermediarios: se realiza a través de una serie de actividades concretas: el monje en su celda, sigue diciendo Guigo (St. 4.2), «se ocupará de una manera ordenada y provechosa en la lectura, escritura, salmodia, oración, meditación, contemplación y trabajo». A través de todo esto, explican nuestros Estatutos (ibid.), el monje desarrolla el hábito de «la escucha tranquila del corazón».
En esta vida secreta con Dios, el monje conocerá momentos difíciles, pero también otros momentos en los que percibirá su propia alegría. San Bruno no pasó por alto estos momentos; se refirió a ellos en la frase fundamental que hemos citado: «Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, solo lo conocen quienes lo han experimentado». Y san Bruno dice a Raúl Le Verd que «la recompensa por el esfuerzo del combate es la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu Santo».
Este rápido esbozo de lo que es la fe no nos ha desviado del tema de la oración. La oración es una «frecuentación» de Dios porque consiste en vivir una realidad que ya me ha sido dada, es decir, Dios que está presente, aquí, en mi propia fe.
¿Qué significa vivirla? La fe, al ser una Presencia divina dentro de mí, «toca» a Dios en la oscuridad. Quien quiere vivir de esto no podrá contentarse con las representaciones que tiene de Dios en su mente, ni de los pequeños movimientos emotivos que tiene en su corazón. En su pequeño tratado Instrucciones espirituales, Eckart describe estas decisivas palabras: «Lo que buscamos no es a un Dios que se presenta a nuestra mente bajo forma de pensamientos y sentimientos porque cuando estos desaparecen, desaparece también ese Dios. Lo que queremos es la misma realidad de Dios, mucho más allá de cualquier pensamiento o sentimiento».
¿Cómo puede realizarse esto? Los estatutos de la Orden de los Cartujos dicen que el camino del monje consiste en ser «introducido por el Espíritu Santo en las profundidades de su corazón» (St. 4.2). Es el eco de una convicción muy profunda que ha estado presente en todos los monjes solitarios. Los monjes solitarios están seguros de llevar en lo más profundo de sí mismos un abismo de luz. En la mayoría de las veces, esta luz permanece para ellos completamente oculta. Pero esto importa poco. Este abismo de luz le atrae; es la verdadera fuente de esa «alegría divina» de la que hablaba san Bruno.
Solo el Espíritu Santo puede movernos en esta dirección. Por tanto, no hemos de hacer nada más que dejar que Dios mismo actúe en nosotros. El monje es totalmente receptivo en su oración.
Orar significa dejar que Dios actúe. Una consecuencia de ello es que el monje está llamado a un desprendimiento total de sí mismo. Porque la auténtica receptividad, si no es solo un pío deseo, exige un largo y duro aprendizaje. Decía Madre Teresa de Calcuta: «Amar duele» (es decir, duele a quien ama, evidentemente).
No nos corresponde a nosotros decir al Señor cuándo ha de actuar. El monje vive fundamentalmente en un estado de espera: espera el día en el que vendrá su Señor (cf. Lc 12,26), es decir cuando el Señor se manifestará como es plenamente.
«Bienaventurada el alma que, esperando la venida de su Señor justo hoy, considera como nada todo el cansancio del día y el cansancio de la noche porque sabe que con las primeras luces del alba su Señor se le manifestará». Así hablaba el monje Elías el Ecdicos. Este monje era casi contemporáneo de san Bruno. San Bruno tenía exactamente el mismo pensamiento
Pero existe otro aspecto de la oración. Aquí nuestra humanidad vuelve a adquirir sus derechos. Para apropiarme como ser humano de esta realidad humana que está en mí, también tengo que ejercer mis facultades: mi inteligencia, mi voluntad, mis sentimientos. Jan van Ruusbroec, cuyos escritos fueron la lectura preferida de muchos cartujos en los siglos precedentes, explica: La gracia brota de Dios mismo como un movimiento interior, un efecto del Espíritu Santo que actúa en nuestro espíritu desde el interior, no desde el exterior.
Porque Dios es más íntimo a nosotros de lo que podemos ser nosotros mismos y su movimiento está más cerca de nosotros que nuestra acción. De este modo, Dios obra en nosotros desde el interior hacia el exterior, mientras que las cosas creadas obran en nosotros desde el exterior hacia el interior.
Por lo tanto, orar significa simplemente permitir a Dios actuar dentro de mí. Para que Dios actúe, puede ser necesaria una determinada cantidad de actividad de oración; por ejemplo, para algunas personas, el rezo prolongado del rosario, etc. Pero esta actividad solo tiene valor porque Dios ora en mí a través de ella. San Pablo decía que nadie puede decir «¡Jesús es Señor!», si no es movido por el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). Esto es todavía más verdadero para todas las formas concretas de oración que puede utilizar el monje. En cualquier caso, lo que realmente cuenta es la homilía, estar con Dios.
Nuestro «segundo fundador» Guigo era muy consciente de todo esto. En su vocabulario personal, el encuentro inmediato con Dios mismo, que es la razón de ser de la vida en soledad, es expresado de preferencia con el hecho de que «Dios nos revela sus secretos» (por ejemplo, la manifestación de Dios a Jacob en la soledad, cf. Cons. 80 n.4). Pero, al mismo tiempo, este encuentro hace un amplio uso de intermediarios: se realiza a través de una serie de actividades concretas: el monje en su celda, sigue diciendo Guigo (St. 4.2), «se ocupará de una manera ordenada y provechosa en la lectura, escritura, salmodia, oración, meditación, contemplación y trabajo». A través de todo esto, explican nuestros Estatutos (ibid.), el monje desarrolla el hábito de «la escucha tranquila del corazón».
En esta vida secreta con Dios, el monje conocerá momentos difíciles, pero también otros momentos en los que percibirá su propia alegría. San Bruno no pasó por alto estos momentos; se refirió a ellos en la frase fundamental que hemos citado: «Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, solo lo conocen quienes lo han experimentado». Y san Bruno dice a Raúl Le Verd que «la recompensa por el esfuerzo del combate es la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu Santo».
«Por el esfuerzo del combate»: notemos estas palabras. El combate existe y no faltan los momentos de
prueba. J. B. Porion, un monje que fue maestro espiritual, nos desvela su secreto en una carta a un hermano
que pasaba un momento de prueba:
Es delicado describir el lugar de Cristo en nuestra oración. La cuestión central no es cuántos de nuestros pensamientos de oración se den a Cristo y cuántos a la Trinidad. Los pensamientos explícitos no son la cuestión principal. En realidad, el carácter crístico de nuestra oración es expresado perfectamente por las palabras de san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Es una cuestión de vida
El corazón de la vida de Cristo es el ofrecimiento de sí mismo por amor al Padre. Esto es de por sí un misterio insondable, infinito y, al mismo tiempo, un misterio que gobierna toda la historia de la humanidad y de cada ser humano.
Por la gracia, encontramos en nosotros mismos una inclinación a la entrega total a Dios en alabanza de su gloria. Esta no es otra cosa que la presencia en nosotros de este Misterio de Cristo. Esta presencia en nosotros encuentra su máxima actualización en la participación en el sacrificio de la misa.
La oración, experiencia de Dios
Pensemos en lo que M. Olier decía del sacerdote en ese momento: «Hemos de aniquilarnos en esta acción y estar allí puramente como miembros de Jesucristo». Miembros vivos, llamados a vivir interiormente lo que vive Cristo en este sacrificio.
Al mismo tiempo, la misa es el culmen de toda nuestra vida: todo lo que hacemos y, por tanto, cualquier otra forma de oración está refiriéndose implícitamente a esta unión en la misa y a lo que Cristo vive en ella. Esto es verdad también cuando la Misa (o incluso Cristo) no están presentes en nuestros pensamientos.
Pero ya que el misterio de Cristo está inscrito de forma tan profunda en nuestros corazones por la gracia, es mucho más fácil pasar, si se presenta la ocasión, al recuerdo de la cruz. De ninguna manera se siente esta memoria como un cuerpo extraño en nuestra meditación.
Como último análisis, el «conocimiento» de Dios es un acto de amor. Un episodio del final de la vida de la pequeña Teresa nos lo dirá mejor que cualquier discurso.
Torturada por la enfermedad y por las pruebas interiores, ya no conseguía moverse de la cama, cuando un día las enfermeras la descubrieron de rodillas en la cama (¿cómo lo había conseguido?), con los ojos intensamente fijos en el Crucificado. Le preguntaron: «¿Qué le estás diciendo a Jesús?». Y su respuesta: «No le hablo, lo amo».
Esta sensación de cansancio, este rápido agotamiento de las fuerzas durante el día, esta falta de gusto por todo lo que se presenta que hay que hacer en el marco de vida cartujano, todo esto es una de las formas de la prueba cartujana, de la agonía que hemos consentido cuando nos hemos tirado a Dios como nos tiramos al mar. La solución sería soportar todo esto, día tras día, en unión con nuestro Señor; llevar esta paciente consumación como una gloria oscura. En la Cartuja sufrimos esta agonía de un modo u otro: y, esperando contra toda esperanza, nos es dado concebir la vida eterna en nosotros mismos, en lo secreto más íntimo de nosotros mismos. A menudo, un secreto para nosotros mismos […]Esta es otra forma de homilia, de frecuentación de Dios. En realidad, sí contiene una alegría, pero es una alegría secreta, la de estar unidos a Cristo
Es delicado describir el lugar de Cristo en nuestra oración. La cuestión central no es cuántos de nuestros pensamientos de oración se den a Cristo y cuántos a la Trinidad. Los pensamientos explícitos no son la cuestión principal. En realidad, el carácter crístico de nuestra oración es expresado perfectamente por las palabras de san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Es una cuestión de vida
El corazón de la vida de Cristo es el ofrecimiento de sí mismo por amor al Padre. Esto es de por sí un misterio insondable, infinito y, al mismo tiempo, un misterio que gobierna toda la historia de la humanidad y de cada ser humano.
Por la gracia, encontramos en nosotros mismos una inclinación a la entrega total a Dios en alabanza de su gloria. Esta no es otra cosa que la presencia en nosotros de este Misterio de Cristo. Esta presencia en nosotros encuentra su máxima actualización en la participación en el sacrificio de la misa.
La oración, experiencia de Dios
Pensemos en lo que M. Olier decía del sacerdote en ese momento: «Hemos de aniquilarnos en esta acción y estar allí puramente como miembros de Jesucristo». Miembros vivos, llamados a vivir interiormente lo que vive Cristo en este sacrificio.
Al mismo tiempo, la misa es el culmen de toda nuestra vida: todo lo que hacemos y, por tanto, cualquier otra forma de oración está refiriéndose implícitamente a esta unión en la misa y a lo que Cristo vive en ella. Esto es verdad también cuando la Misa (o incluso Cristo) no están presentes en nuestros pensamientos.
Pero ya que el misterio de Cristo está inscrito de forma tan profunda en nuestros corazones por la gracia, es mucho más fácil pasar, si se presenta la ocasión, al recuerdo de la cruz. De ninguna manera se siente esta memoria como un cuerpo extraño en nuestra meditación.
Como último análisis, el «conocimiento» de Dios es un acto de amor. Un episodio del final de la vida de la pequeña Teresa nos lo dirá mejor que cualquier discurso.
Torturada por la enfermedad y por las pruebas interiores, ya no conseguía moverse de la cama, cuando un día las enfermeras la descubrieron de rodillas en la cama (¿cómo lo había conseguido?), con los ojos intensamente fijos en el Crucificado. Le preguntaron: «¿Qué le estás diciendo a Jesús?». Y su respuesta: «No le hablo, lo amo».
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR ESTE VOLUMEN DE
«APUNTES SOBRE LA ORACIÓN, 6.»,
DE LA
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS,
EL DÍA 25 DE ABRIL DE 2024, FESTIVIDAD DE SAN MARCOS,
EN LOS TALLERES DE
ANEBRI, S.A.
MADRID
L A U S D E O V I R G I N I Q U E M A T R I