Las parábolas de la oración (Apuntes sobre oración)

DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN
APUNTES SOBRE LA ORACIÓN
Las parábolas de la oración
POR ANTONIO PITTA


BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID • 2024
Título original: Appunti sulla preghiero, vol. 5: Le parabole della preghiera
Traducido del original italiano por Sol Corcuera Urandurraga
Textos bíblicos tomados de Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española.

Damos las gracias a la Fundación Terzo Piastro por su contribución a la publicación de los volúmenes
© Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo - Libreria Editrice Vaticana, 2024
00120 Ciudad del Vaticano
© de esta edición: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024
Manuel Uribe, 4. 28033 Madrid
www.bac-editorial.es
Depósito legal: M-8923-2024
ISBN: 978-84-220-2333-3
Preimpresión: M.ª Teresa Millán Fernández
Impresión: Anebri, S.A. Pinto (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño de cubierta: BAC
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ÍNDICE GENERAL

Nota del editor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Introducción del Santo Padre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
LAS PARÁBOLAS DE LA ORACIÓN
Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
Capítulo I. Jesús y la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . 7
«Enséñanos a orar». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Los lugares de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
¿Qué tipos de oración?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Los contenidos de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Capítulo II. El padrenuestro (Lc 11,1-4): la oración de los discípulos. . . . . . . . . . 19
Oración y seguimiento. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
De la santificación del nombre a la tentación para la fe. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Capítulo III. El amigo inoportuno y el pan cotidiano (Lc 11,5-13). . . . . . . . . . . . .. 25
En situación de emergencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
El Espíritu Santo y la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . 28
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Capítulo IV. El padre misericordioso y la remisión de los pecados (Lc 15,11-32). . . . . . . . . . . . . . . . . 31
«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». . . . 32

VIII Índice general
La arrogancia del hijo mayor. . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Capítulo V. La viuda, el juez y la fe (Lc 18,1-8). . 39
Poder frente a fragilidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
La fe en el mundo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
Capítulo VI. El fariseo, el publicano y la santidad del templo (Lc 18,9-14). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
La oración arrogante. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
La oración sincera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Capítulo VII. La parábola de la higuera y la llegada del reino (Lc 21,29-36). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Los signos de los tiempos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
Una oración vigilante. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.

Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025.

Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».

INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE
La oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar palabras para expresar este misterio.

¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los maestros de espiritualidad, así como de lasreflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre y sólo en la sencillez de quienes la viven. Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).

El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta. ¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a lasgrandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialm ente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.

Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.

Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementarla certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).

En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.

Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa.

Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación.

Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón. Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.



INTRODUCCIÓN
POR  Mons. ANTONIO PITTA

Después de Las parábolas de la misericordia (2015), que traté con motivo del Jubileo extraordinario de la Misericordia, las de la oración prosiguen por el mismo camino en el año dedicado a la oración promovido por el papa Francisco. La intuición sobre la enseñanza de la oración en parábolas es del evangelista Lucas, especialmente sensible a ambos aspectos de Jesús. Es el maestro más grande de parábolas, aunque es necesario distinguir la fuente original de las parábolas de su redacción final. La primera se debe a la predicación histórica de Jesús; la segunda, a las intervenciones de las primeras comunidades cristianas y a las redacciones finales del propio evangelista.

En cualquier caso, como intuyó Joachim Jeremias, quien profundiza en las palabras de Jesús se encuentra con una sólida base histórica.

Si, en un cierto punto de su predicación, alguno de sus discípulos le pidió enseñarle a orar, esto quiere decir que Jesús tenía un modo particular de orar. Antes de Jesús, también Juan el Bautista y los fariseos habían enseñado a orar a sus discípulos. Sin embargo, Juan había elegido una oración estética en el desierto de Judea y los fariseos no utilizaban las parábolas para enseñar a orar.

El recurso a las parábolas caracteriza de manera especial la enseñanza de Jesús sobre la oración. Jesús no inventó un sistema nuevo para orar. Con todo el respeto por los otros maestros, Jesús no fue ni un ermitaño, ni un bonzo, ni un maestro de yoga. Más bien eligió la vida cotidiana de su pueblo para enseñar a orar con las parábolas.

En el camino que emprendemos nos pararemos sobre todo en la oración de Jesús y, en particular, en el padrenuestro. Por tanto, se profundizará en las palabras relacionadas de modo explícito con la oración: el amigo inoportuno, la viuda y el juez incrédulo, el fariseo y el publicano en el templo, la higuera y el reino de Dios. A primera vista, la parábola del padre misericordioso, más que del «hijo pródigo», no parece que se relacione con la oración. La palabra por excelencia pretende responder más bien a los que critican que Jesús frecuente a publicanos y pecadores (Lc 15,1-2). Sin embargo, la desconcertante humanidad del padre misericordioso inconcebible para cualquier padre en este mundo revela la relación entre el Padre celestial y los seres humanos.

Aparte de la parábola de la higuera, que se encuentra también en los Evangelios de Marcos y de Mateo, las demás parábolas sobre la oración solamente se encuentran en el Evangelio de Lucas: el Evangelio de la oración y de las parábolas por antonomasia. Sin querer forzar los contenidos, consideramos original la relación entre el padrenuestro y las parábolas sobre la oración. Jesús ilustró el padrenuestro con las parábolas y estas remitían continuamente al padrenuestro. Es determinante este continuo ir y venir entre el padrenuestro y las parábolas de la oración. Por lo que el modo más apropiado de recitar y explicar el padrenuestro se encuentra en las parábolas.

No son fortuitos el inicio y el final de las parábolas sobre la oración, sino que responden a la estrategia narrativa de Lucas.
 La primera parábola justo después del padrenuestro es la del amigo inoportuno (Lc 11,5-13).
 La última parábola trata sobre la higuera y el reino y se ha de considerar como una oración vigilante (Lc 21,29- 36). 
La primera palabra termina con el don del Espíritu Santo (Lc 11,13), La última se cierra con la oración vigilante a la luz del reino de Dios (Lc 11,31). 

Entre el Espíritu y la vigilancia se dibuja una copertenencia natural y necesaria. El Espíritu enseña a orar porque grita con fuerza en el ánimo humano; y la oración vigilante nace de la presencia del Espíritu de Cristo en el corazón de los creyentes.

 Deseo de corazón a los lectores que entre la presencia del Espíritu en la Iglesia y la oración que enseña a reconocer los signos de los tiempos, se dejen guiar por Jesús, maestro original de oración con las parábolas.


Capítulo I
JESÚS Y LA ORACIÓN

Jesús de Nazaret fue un hombre de oración. Es uno de los innegables datos históricos sobre su vida terrena. Durante los pocos años de su vida pública, a menudo se retiraba en oración hasta el punto de que, un día, los discípulos le pidieron que les enseñara a orar (Lc 11,1).

«Abba, padre» (Mc 14,36) era la invocación más breve y densa con la que oraba. Con esta invocación familiar inicia el padrenuestro: «Padre, santificado sea tu nombre» (Lc 11,2). Todos los Evangelios representan a Jesús en oración; el de Lucas más que los otros en los momentos cruciales de su vida. Mientras estaba orando, Jesús recibe el bautismo en el Jordán (Lc 3,21). Antes de elegir a sus discípulos, transcurre una noche en oración (Lc 6,12). Su Transfiguración en el monte ocurre mientras está orando. Cuando intuye que se acerca el fin, a pesar de su joven edad, su oración se hace más intensa. Su agonía fue auténtica, una lucha de todo menos pacífica (Lc 22,44).

«Enséñanos a orar»
A primera vista, la insistencia sobre la oración en la vida de Jesús es inconcebible. ¿Qué necesidad tenía el hijo de Dios de orar tanto? Si era el Hijo de Dios, ¿acaso no conocía la voluntad del Padre celestial? Entre el escepticismo de quien piensa en Jesús en oración, como una especie de recitación solitaria y la espontaneidad de quien lo considera un extraterrestre, su oración fue en realidad una oración en la lucha, sobre todo en Getsemaní, cuando sudó sangre (Lc 22,44).

El autor de la Carta a los Hebreos describe con realismo la oración de Jesús: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (Heb 5,7). En la fuente original del texto griego no se menciona la «vida terrena» de Jesús, como sí aparece en distintas traducciones, sino que habla de su «carne» (sarx), que se debería traducir más bien como su humanidad. Con gran perspicacia, el autor prosigue precisando que Jesús, «aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5,8). La reacción de Jesús no fue una relación evidente de quien era Hijo de Dios y sabía todo. Aprendió más bien del sufrimiento que había padecido. Del «sufrir» o pathein llegó al «aprender» o mathein. Siglos de historia han acumulado demasiada ceniza sobre la humanidad de Jesús y sobre su oración, entre escepticismo y naturalismo barato.

Entre estas dos visiones se distingue la piedad de Jesús cargada de humanidad. ¿Qué pasa entonces con su naturaleza divina? Si con la oración tuvo que aprender la obediencia por todo lo que sufrió, ¿qué sentido tendría considerarlo Hijo de Dios?

De la Carta a los Hebreos brota una perspectiva original sobre la relación entre la naturaleza divina y humana de Jesús a la que todavía hoy le cuesta abrirse camino: «Llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna» (Heb 5,9). Mientras se sigue pensando que Jesús era perfecto a causa del intercambio entre su naturaleza divina y su naturaleza humana, la Carta a los Hebreos traslada la percepción de Jesús al término de su humanidad.

Si nos fijamos bien, desde el inicio del tratado sobre el sacerdocio de Jesucristo, se confiesa que «en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo», reconocido como «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1,2-3).
Pertenece a la fe compartida por las primeras comunidades cristianas la creencia de que Jesús era Hijo de Dios. Queda todavía por demostrar el nivel de su humanidad.

No es una perfección originaria entre ambas naturalezas (la divina y la humana) de Jesús, sino que está relacionada con el sacrificio de quien, a través de la oración más sufrida, ha realizado un sacrificio perfecto.
En este momento es necesario modificar la cognición de sacrificio. En la manera común de pensar, el «sacrificio» consiste en la privación de algo o en la renuncia a algo. En realidad, en su sentido original, el sacrificio consiste en la transformación de lo profano en sagrado: «sacrificio» deriva del latín sacrum-fácere, que se tendría que traducir por «hacer sagrado». En ese sentido, la oración de Jesús es sacrificio, transformación de lo cotidiano y lo profano en sagrado y santo. Una de las mayores ilusiones sobre la oración concierne la espontaneidad, es decir, que responda de la manera más natural.

¿Quién no ha orado al menos una vez en la vida? En realidad, la oración exige trato, es una enseñanza que nace de la condición natural de la persona humana, pero que se alimenta a través del perfeccionamiento de lo profano en sagrado. Con la oración Jesús transformó la vida cotidiana en un sacrificio perfecto, de tal manera que por su crucifixión no ha sido necesario repetir ningún sacrificio, solo el de cada uno unido a su Cruz.

Los lugares de la oración
En tiempos de Jesús, los principales lugares para orar en Palestina eran el templo y la sinagoga. El templo de Jerusalén era considerado uno de los pilares de la piedad del pueblo judío. La asistencia anual al templo de Jerusalén para las fiestas principales, como la Pascua, veía fluir multitud de personas. El evangelista Lucas recuerda la visita del niño Jesús al templo para la purificación (Lc 2,22-24) Y a sus doce años para el bar mitzvá (Lc 2,42), el paso de la infancia a la adolescencia. Por lo tanto, no tendría que sorprender que Jesús cuente la parábola del fariseo y del publicano en el templo (Lc 18,9-14), sobre la que nos detendremos más adelante. Mientras tanto, con motivo de la expulsión de los mercaderes del templo, Jesús cita al profeta Isaías para definir el templo como «casa de oración» (Is 56,7 en Lc 19,46).

Además del templo de Jerusalén, las sinagogas esparcidas por los pueblos de Palestina. permitían proseguir en la oración. No es casualidad que Lucas escoja la sinagoga de Nazaret para relatar el inicio de la vida pública de Jesús (Lc 4,16-30). La sinagoga era lugar de oración y de profundización en la Sagrada Escritura. Con la destrucción del segundo templo (70 d.C.), las sinagogas se convirtieron en los únicos lugares para orar en asamblea.

Sin socavar la función del templo y de la sinagoga, Lucas anota que Jesús oraba en cualquier lugar: en el desierto donde fue tentado (Lc 4,1) o en lugares aislados (Lc 5,16; 9,18). Sin embargo, para orar prefería la montaña, como antes de escoger a sus discípulos (Lc 6,12) y con motivo de la Transfiguración (Lc 9,28). El sitio que más amaba era el monte de los Olivos (Lc 22,39), a poca distancia del recinto amurallado de Jerusalén, más allá del valle del Cedrón. En ese monte, Jesús sudó como gotas de sangre y desde ese lugar fue llevado al cielo en el momento de la Ascensión (Hch 1,12). La preferencia por el monte se debe a una de las peculiaridades de la oración: la ascesis o la tensión hacia lo alto. Este estado no es solo válido para situaciones excepcionales de éxtasis o de arrobamiento, sino para cualquier experiencia de oración. Para quien sube a un monte a orar, el cielo evoca el lugar del encuentro.

La extensión de lugares para la oración de Jesús —desde el templo a la sinagoga, desde el desierto al monte— se debe a la santidad de lo creado. Jesús nunca desacreditó el templo ni la sinagoga. Pero cualquier lugar se convierte para él en ocasión de relacionarse con el Padre.

El diálogo con la samaritana en el pozo recoge uno de los pasajes más originales de la oración para Jesús. «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre [...] Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad» (Jn 4,21.24).

Si las religiones entran en conflicto a la hora de decidir sobre el mejor lugar para orar —la sinagoga, el templo, un santuario, una mezquita o una iglesia— Jesús en cambio señala que no se adora a Dios en el monte Garizim ni en el monte Sion, sino en Espíritu y en verdad. Adorar a Dios en Espíritu y verdad significa adorarlo guiados por el espíritu que conduce a la verdad más profunda y la verdad en cuestión no es una idea ni un concepto, sino que es Jesús en persona: Él es la verdad que instaura una relación auténtica al Padre.

¿Qué tipos de oración?
No existe un solo tipo de oración, sino que asume expresiones distintas dependiendo de las múltiples situaciones. Este dato también es válido para Jesús, que transmitió diversas formas de oración a sus discípulos: agradecimiento, bendición, alabanza, petición y súplica.

Durante la Última Cena, Jesús dio gracias al Padre dos veces antes de distribuir el cáliz y el pan a sus discípulos (Lc 22,17.19). El verbo escogido es eucharisteō, del que procede la actual eucaristía. Antes de compartir cualquier comida, Jesús y sus discípulos dan gracias al Señor por su providencia.

Análoga al agradecimiento es la bendición dirigida al Señor. Lucas representa a Jesús en esa actitud antes de la multiplicación de los panes y los peces (Lc 9,16) y con motivo del encuentro con los discípulos de Emaús (Lc 24,53). La bendición del pan tenía que ser tan habitual para Jesús que los discípulos de Emaús lo reconocieron nada más partir el pan con ellos (Lc 24,54).

El agradecimiento y la bendición expresan un aspecto esencial de la oración: salir de sí mismo es confiar totalmente en el Señor. Por este motivo, también cuando aparecen otras formas de oración, como la petición o la súplica, están siempre precedidas del agradecimiento y/o de la bendición. A este respecto, es ejemplar el padrenuestro: en la primera parte se pide que, como Padre, Dios santifique su nombre, realice su reino y se haga su voluntad. A partir de esta bendición se entrelazan las peticiones del pan cotidiano, la remisión de las deudas o de los pecados y no permitir que se entre en tentación.

Una oración difundida en el ambiente palestino es la oración con los salmos. Marcos recuerda que Jesús y sus discípulos concluyeron la Última Cena con el canto del gran Hallel, el Salmo 135 (Mc 14,26). Según la tradición judía consolidada, este cántico era utilizado sobre todo al final de la Cena pascual porque recordaba las acciones del Señor en la historia de la salvación. Jesús debía de estar tan acostumbrado a orar con los salmos que sus últimas palabras en la Cruz retoman el inicio del Salmo 22,2: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). 

A menudo, la oración personal y la comunitaria se convierten en peticiones. Entre las peticiones de Jesús se distingue la de la mies: es grande, pero como escasean los trabajadores, pide a sus discípulos que recen para que el Señor envíe trabajadores a su mies (Mt 9,38). La oración de petición denota el estado de indigencia o de carencia en que se encuentran quienes la pronuncian.
 
Por este motivo, los discípulos de Jesús no necesitan ayunar cuando están con Él. Cuando se les sea quitado el esposo, también ellos tendrán que ayunar como hacen los discípulos de Juan (Lc 5,33). Durante la pasión, Jesús se preocupa de la constancia de la fe de Pedro: ha orado por él para que, una vez que se convierta, sea capaz de confirmar a sus hermanos (Lc 22,32).

Cuando la vigilancia se transforma en oración, para Jesús estamos en condición de evitar cualquier imprevisto porque estamos preparados para encontrarnos con el Señor (Lc 21,36). Hablamos de la vigilancia en la oración y no cualquier tipo de insomnio nocturno. La condición contraria de la vigilancia en la oración se comprueba cuando se es golpeado por el sueño, como los discípulos en el huerto de los Olivos (Mc 14,34-38). La oración de Jesús está tan impregnada de humanidad que se transforma en clamor cuando llega al final de su vida:

«Y a la hora nona, Jesús clamó [no solo gritó] con voz potente» (Mc 15,34). Ha sido el clamor más sufrido e impregnado de la pregunta sobre el fin último por el que Dios lo ha abandonado en la cruz. El momento final de la vida terrena de Jesús no fue marcado por un obvio resultado por el hecho de ser Hijo de Dios. Al contrario, su último respiro. está impregnado de la confianza y del clamor dirigido por quien sufre de modo desgarrador e interpela al Padre.

Entre los datos históricos más compartidos sobre la vida de Jesús está su capacidad de realizar milagros. En realidad, Jesús no era el único taumaturgo del que se habla en el mundo antiguo. También Alejandro Magno y Apolonio de Tiana fueron considerados taumaturgos.

Sin embargo, mientras los otros taumaturgos realizaban milagros y exorcismos por sus extraordinarias capacidades, Jesús atribuía esa fuerza a la oración y en especial a la relación con su Padre. Es emblemática la curación de un hijo endemoniado que su padre se vio obligado a llevar a Jesús ya que sus discípulos no conseguían curarlo. Cuando ya estaba curado el chico, los discípulos preguntaron a Jesús por qué ellos no habían sido capaces de expulsar al demonio. Jesús responde que «esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,29). Donde hay oración, el mal, y en especial el maligno, se alejan, pierden su poder.

Las oraciones que hemos recorrido demuestran la profunda humanidad de Jesús. No existe únicamente un tipo de oración, sino que esta atraviesa todas las situaciones de la vida, como la misma respiración: jadeante, ansiosa, agitada, tranquila, pacífica, abierta y asfixiante. En una palabra, la oración de Jesús es cotidiana como el pan cotidiano que hay que pedir en el padrenuestro.

Los contenidos de la oración
Los evangelistas han transmitido los diversos contenidos de la oración de Jesús: La más conocida es el padrenuestro, pero no es la única. La «oración de los más pequeños» quedó tan impresa en las primeras tradiciones de la Iglesia que es relatada entre los «dichos» de Jesús:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25; Lc 10,21).

Cuanto más se madura en la oración, más se es consciente de la propia pequeñez. Los pequeños en cuestión no son quienes se quedan como niños, golpeados por una forma de infantilismo permanente. Son más bien quienes se convierten en tales por su relación con el Señor. Quienes no tienen un peso social ni político son destinatarios de la voluntad de Dios transmitida por la revelación de Jesús.

Para comprender la voluntad del Señor en la propia existencia, es necesario crecer en pequeñez; si no, Dios se aleja y se esconde delante de quien se jacta de su propia inteligencia. Contra fáciles malentendidos, también en este caso, la atención no se concentra en la sabiduría ni en la inteligencia que hay que excluir en todos los ámbitos, sino en una sabiduría que presume de poder prescindir de la oración ya que parece inútil a efectos de una realización de sí mismo. Cuando la oración es auténtica no se transforma en una autoexaltación, sino que se convierte en sagrario de la voluntad de Dios revelada por gracia y no por derecho.

Entre las oraciones más conocidas de Jesús resalta la invocación de abba citada por Marcos: «¡Abba!, Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). Son necesarias algunas precisiones sobre esta invocación, porque si no se malinterpreta su naturaleza. Abba forma parte de las «mismísimas palabras de Jesús» y no ha sido inventada por el evangelista Marcos. Se trata de una invocación en arameo, la lengua de Jesús y de Galilea. Muy probablemente, esta invocación se difundió en poco tiempo y se imprimió en la memoria colectiva de las primeras comunidades (Gal 4,6; Rom 8,15). 

Ya que el padrenuestro inicia con «Padre» en Lc 11,2 sin añadir el pronombre «nuestro», de ello se deriva que a menudo Jesús se ha dirigido a Dios llamándolo «Padre». Por consiguiente, no tendría que sorprender que el evangelista Juan relate la oración más amplia de Jesús insistiendo en la invocación de «Padre». El reconocimiento de la paternidad de Dios atraviesa la maravillosa «oración sacerdotal» relatada en el cuarto Evangelio (Jn 17,1-26). El nombre de Dios que Jesús ha dado a conocer al mundo es «Padre», expresión del amor infinito de Dios por los seres humanos.

Sin embargo, «¡Abba!, padre» no es un meteorito caído del cielo, sino que se inserta en la consolidada oración judía de tiempos de Jesús. Una de las Dieciocho Bendiciones, difundidas en las sinagogas del siglo i, es análoga a la petición de perdón del padrenuestro: «Perdónanos, Padre nuestro, porque hemos pecado contra ti» (Dieciocho Bendiciones, 6). 

El Qaddish, o la oración para la santificación, utilizada en las sinagogas, inicia prácticamente como la primera parte del padrenuestro: «Bendito sea su gran Nombre para siempre, por toda la eternidad; en este mundo de su creación que creó conforme a su voluntad; llegue su reino pronto, en nuestra vida, y en nuestros días […]». Por lo tanto, no pertenece solo a Jesús la idea de la paternidad de Dios.

 Por otro lado, los profetas ya habían reconocido la paternidad y la maternidad de Dios. En nombre de su pueblo, el profeta Isaías invoca: «Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano» (Is 64,7). 

Un poco más adelante, el mismo profeta compara el amor de Dios por su pueblo con el de una madre que consuela a su hijo (Is 66,13). El amor materno y paterno de Dios es incluso más fiel que el de una madre por su niño. Aunque una mujer se olvidara de su propio hijo, Dios no lo olvidaría nunca (Is 49,15). En la oración se entrevé el rostro paterno y materno de Dios: paterno por la seguridad que transmite; materno por la intimidad con la que se relaciona con sus hijos.

En el recorrido de la oración del pueblo judío se inserta el Shemá, la confesión de la singularidad de Dios: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo […]» (Dt 6,4). El rezo del Shemá dos veces al día ya era practicado en tiempos de Jesús. Ante la petición del doctor de la Ley sobre cómo heredar la vida eterna, el diálogo con Jesús declina el Shemá de Dt 6,5-9 con el mandamiento del amor al prójimo (Lev 19,18).

Parece que antes de Jesús los dos mandamientos eran bien distintos: por una parte, el amor a Dios; por otra, el amor al prójimo. Durante su predicación, Jesús los unió ya que el amor a Dios se verifica en el amor al prójimo y al contrario (Mc 12,28-31). La parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37) aclara de manera irreprochable el vínculo entre los dos mandamientos. Cuando entran en conflicto, como en la situación de un moribundo, el amor al prójimo exige preceder el amor a Dios. Las parábolas de la oración se introducen en la piedad judía y en la vida pública de Jesús que enseñó a sus discípulos a vivir en el mundo con sabiduría y discernimiento, pero sobre todo les enseñó a orar.



Capítulo II
EL PADRENUESTRO (Lc 11,1-4): LA ORACIÓN DE LOS DISCÍPULOS


Las parábolas sobre la oración comienzan con la breve sección que el evangelista Lucas dedica al tema (Lc 11,1-13). Estamos en el inicio del viaje de Jesús con sus discípulos hacia Jerusalén (Lc 9,51), lo encontramos en un lugar orando. En ese momento, uno de sus discípulos le pide: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11,1). Esta no es la única vez en que se menciona la oración de Juan Bautista. Ya durante el ministerio de Jesús en Galilea se señalaron el ayuno y la oración del Bautista y de los fariseos, mientras los discípulos de Jesús comían y bebían (Lc 5,33). La comparación con la oración de Juan Bautista pone de manifiesto algunos aspectos esenciales de la oración de Jesús.

Oración y seguimiento
Los hombres y las mujeres se convierten en personas de oración siguiendo a quien ya ha aprendido a orar. A menudo se piensa que la oración es una tendencia natural o espontánea de cada individuo. Sin negar este primer aspecto de la oración, que pone de manifiesto una natural relación con Dios, es necesario pasar de la espontaneidad a la frecuentación constante. De otro modo, con el tiempo la espontaneidad se va reduciendo hasta acabar desapareciendo. Las innumerables preocupaciones de la vida cotidiana toman el control y la oración es ahogada por el ansia a causa de que el tiempo que escasea. Es necesario el paso de la oración espontánea a una oración duradera, a condición de que se preserve la natural actitud hacia la oración y que desembarque en una especie de «escuela de oración» siguiendo a alguien.

El discípulo anónimo que pide a Jesús que les enseñe a orar se ha sentido atraído por la oración de Juan Bautista con sus discípulos. Lucas no se detiene mucho sobre la oración del Bautista. No es difícil deducir que los discípulos del Bautista estaban fascinados por su ascetismo ya que su misión transcurrió en el desierto de Judea. En esta comparación destacan algunos aspectos de la oración de Jesús. Juan Bautista y Jesús fueron hombres de oración. Sin embargo, mientras el Bautista declinó la oración con el ayuno y el ascetismo en el desierto, Jesús confirió a la oración los rasgos de la vida cotidiana.

Para ambos, la oración exige trato, constancia tras quien es maestro de oración. Con Jesús, la oración se hizo cotidiana, normal y constante. Cotidiana, como el pan diario que se tiene que pedir en el padrenuestro; normal, como cualquier lugar en el que se percibe la exigencia; constante, como la respiración en los pulmones.

La oración de Jesús se distingue también de la de algunos fariseos que buscaban hacerse notar cuando oraban en las plazas y en las sinagogas. En realidad, no todos los fariseos hacían alarde de su modo de orar. Por ejemplo, Nicodemo, que era un jefe de los judíos, no estaba acostumbrado a hacerse notar en público y había frecuentado a Jesús de noche (Jn 20,39). Sin embargo, los fariseos corrían siempre el riesgo de jactarse de las obras de piedad que practicaban: el ayuno, la oración y la limosna. Jesús tenía muchos amigos fariseos, pero prefería anteponer la persona humana, sobre todo los enfermos y los pobres a cualquier práctica de piedad.

Por lo tanto, Jesús no minusvaloró la importancia de la oración, sino que la hizo cotidiana y normal, para realizarla en cualquier lugar: en casa, por la calle y mientras se está de viaje. El padrenuestro se inserta en este contexto y es esencial para todo discípulo de Jesús. Detengámonos en esta oración que enseñó Jesús al comienzo del viaje antes de contar las parábolas sobre la oración.

De la santificación del nombre a la tentación para la fe
El padrenuestro ha sido transmitido con dos redacciones similares y diversas al mismo tiempo: una más larga, de Mateo (Mt 6,9-13) y una breve, de Lucas (Lc 11,2-4). También es diverso el contexto escogido por los dos evangelistas. Mientras Mateo coloca el padrenuestro en el Sermón de la Montaña (Mt 5,1–7,29), Lucas lo sitúa en el comienzo del camino hacia Jerusalén (Lc 9,51–19,46). Muy probablemente, la narración de Lucas responde al contexto original ya que, después de un determinado periodo, los discípulos ven a menudo a Jesús retirándose para orar y reconocen la importancia de la oración. La petición del discípulo de que Jesús les enseñara a orar se comprende solo en una fase avanzada de seguir sus pasos. Por tanto, el padrenuestro pertenece a las «mismísimas palabras de Jesús», transmitidas antes de que los evangelistas compusieran sus escritos.

Citemos la redacción del padrenuestro según Lc 11,2-4; es menos conocida que la de Mt 6,9-13: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación» (Lc 11,2-4). La versión breve del padrenuestro contiene cinco peticiones, mientras que Mateo relata siete. En el Evangelio de Mateo se añaden las peticiones sobre la voluntad divina en el cielo y en la tierra (Mt 6,10) y de ser rescatados del maligno (Mt 6,13). Como en Mt 6,9-13, el padrenuestro en Lc 11,2-4 se divide en dos partes: las peticiones sobre la santificación del Nombre y el advenimiento del reino en la primera parte (Lc 11,2); aquellas sobre la vida de los discípulos en la segunda (Lc 11,2-4).

Más que Mateo, Lucas elige el padrenuestro como el manifiesto del seguimiento a Cristo.

La principal novedad sobre el padrenuestro en el Evangelio de Lucas afecta a la relación que establece Jesús con las parábolas sobre la oración. De hecho, sin ningún tipo de interrupción, Jesús relata la parábola del amigo inoportuno (Lc 11,5-13) para profundizar en la relación entre los discípulos y el Padre celestial (Lc 11,13). 

En esta original conexión reside la relación entre la oración y las parábolas. Jesús enseñó a orar con las parábolas; y el padrenuestro se refleja en las parábolas que aclaran sus contenidos. Como maestro de parábolas, Jesús no podía escoger un mejor camino para enseñar a orar. En los próximos capítulos profundizaremos en esta conexión entre el padrenuestro y la oración en las parábolas: el amigo inoportuno (Lc 11,5-13); la viuda y el juez (Lc 18,1-8); el padre misericordioso (Lc 15,11- 32); el fariseo y el publicano en el templo (Lc 18,9-14); y la higuera con los signos del reino (Lc 21,29-36). De las parábolas citadas se distingue la del padre misericordioso. 

A primera vista, parece que no tiene mucho que ver con la oración, porque es motivada por la elección de Jesús de frecuentar y comer con publicanos y pecadores (Lc 15,1-12). En realidad, el padre de la parábola refleja el modo de actuar de Dios con los seres humanos. Además, las peticiones de los dos hijos durante la parábola están destinadas a ser corregidas por el padre misericordioso. La oración del hijo menor que pide solo ser reintegrado como un siervo más (Lc 15,21) contrasta con la oración arrogante del primogénito que acusa al padre de injusticia (Lc 15,29). Veremos cómo la parábola del padre misericordioso desarrolla como las otras algunos aspectos del padrenuestro.

Adentrémonos en las parábolas con las que Jesús abre algunas ventanas de la paternidad infinita de Dios sobre el mundo. Jesús fue un hombre de oración y enseñó a orar con las parábolas extraídas de la vida cotidiana. En esta singular unión entre el padrenuestro y las parábolas de la oración, Jesús se distingue de los otros maestros de oración, antiguos y nuevos. Enseñó a orar con parábolas sacadas de la vida cotidiana porque la oración o es cotidiana o no es oración.


Capítulo III
EL AMIGO INOPORTUNO Y EL PAN COTIDIANO (Lc 11,5-13)


La primera parábola de Jesús sobre la oración se concentra en dos momentos decisivos del padrenuestro: la invocación inicial, Padre, y la petición sobre el pan cotidiano (Lc 11,3). No por casualidad, la parábola del amigo inoportuno alude a tres panes que pide un amigo a su vecino para poder ofrecer a quien llega de improviso en plena noche (Lc 11,5-8). A causa de esta relación, resulta oportuno precisar la proporción de los personajes. El personaje principal no es uno de los tres amigos implicados en la parábola, sino el Padre que, al final, da el Espíritu Santo a quienes se lo piden (Lc 11,13).

Como es habitual en las parábolas, Jesús parte de lejos relatando un hecho verosímil de la vida cotidiana: un préstamo alimentario entre amigos. Mientras se desarrolla, la parábola relata algunas particularidades con las que abre los ojos de sus discípulos hacia la relación con el Padre celestial. La oración no es una pía ilusión de quien se imagina que está hablando con Dios, mientras que está hablando consigo mismo. La oración profundiza progresivamente en la relación con Dios, que es Padre.

En situación de emergencia
Muchas parábolas de Jesús giran en torno a tres interlocutores: ¡Fulano, Mengano y Zutano! O en términos personales: yo, tú y el otro. La parábola del amigo inoportuno no es una excepción de este cliché y sigue el mismo patrón. La situación verosímil de la parábola es de emergencia. A medianoche un hombre llega a la casa de su amigo y le pide tres panes para ofrecer a otro amigo que acababa de llegar de un viaje porque no tiene nada para darle.

Para la cultura oriental, la hospitalidad es sagrada, sobre todo cuando aparece en una situación de emergencia. Paradigmática es la experiencia de Abrahán que había acogido a tres hombres en los robles de Mambré (Gen 18,1-16). El episodio también es aludido en la Carta a los Hebreos que recomienda a los creyentes practicar la hospitalidad: «Por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Heb 13,2). A menudo, la oración se realiza en situaciones de emergencia o de necesidad: ¡nos dirigimos al Padre cuando lo necesitamos! Y el Padre sabe bien que el corazón humano está hecho así. Cuando se encuentra en la necesidad, se dirige a Dios; cuando supera la emergencia, se olvida de la oración.

No es sencillo pasar de una oración de emergencia dictada por la necesidad a una oración constante capaz de superar todos los obstáculos. La parábola del amigo inoportuno educa al discípulo a no limitarse a la oración por necesidad, sino a conseguir una oración persistente, como la del amigo que sigue llamando a la puerta. Para que se realice ese paso, es necesario superar uno de los principales obstáculos: Dios tiene algo más importante en qué pensar que escuchar la petición de los tres panes.

La respuesta del amigo en casa refleja este obstáculo: no se ve capaz de levantarse para dar tres panes a su amigo. La puerta de la casa está bien cerrada, los niños están en la cama y el no puede levantarse para escuchar la petición de quien está llamando a la puerta.

La insistencia sobre los tres panes refleja la primera petición del padrenuestro: «Danos cada día nuestro pan cotidiano» (Lc 11,3). El primer alimento que se necesita es el pan que poner en la mesa para sí mismo y para los demás. El discípulo que se abandona en la providencia del Padre necesita sobre todo el pan para su propio sustento. A este respecto, se entiende la cotidianidad de la oración. Del mismo modo que nos vemos obligados a comer cada día, el discípulo pide cada día que la providencia divina no le falte jamás.

 A menudo, la petición sobre el pan cotidiano en el padrenuestro es espiritualizada con referencia a la eucaristía. Sin reducir la importancia de la eucaristía, sería engañoso preocuparse del pan eucarístico sin cuidar el sustento cotidiano. Dios, que es Padre, no se olvida de dar tanto el pan de cada día de la mesa como la eucaristía. Es difícil pasar de la emergencia a la petición cotidiana del pan ya que cada uno procura conseguir su sustento sin depender de los demás ni tampoco de Dios.

Esta parábola pone de manifiesto lo mucho que es necesario pasar de la improvisación a la constancia en la oración. Cuando conseguimos esta condición, ya estamos preparados para cualquier tipo de emergencia. En la vida cotidiana no faltan situaciones de emergencia como la del amigo inoportuno. Sin embargo, se nos prepara confiando en que la paternidad de Dios se extiende a todos los seres humanos.

El Espíritu Santo y la oración
La segunda parte de la parábola traslada la atención de los tres amigos en situación de emergencia al Padre con sus hijos (Lc 11,9-13). En la oración hace falta pedir para recibir, buscar para hallar y llamar para que alguien abra. La oración no sirve para nada a Dios que conoce el corazón humano mejor que el propio ser humano. La oración es necesaria para el discípulo porque nutre su vida interior a la manera de como lo hace el pan cotidiano para el cuerpo. El sujeto implícito del pedir para recibir, buscar para hallar y llamar para que se nos abra es Dios, que es Padre providente con sus hijos. En definitiva, la necesidad de Dios es el motor interior de la oración.

En esta segunda parte de la parábola, Jesús se centra en dos alimentos para ejemplificar la relación entre el Padre y sus hijos. Al hijo que pide un pez, su padre nunca le dará una serpiente. Y al hijo que pide un huevo, su padre tampoco le dará un escorpión. En cuanto tales, algunos peces se asemejan a serpientes y no es sencillo distinguir un huevo de un escorpión, hecho una bola sobre sí mismo. A menudo, en la oración se verifica este malentendido: que Dios no escuche la oración del discípulo y que, en vez de un pez le dé una serpiente y un escorpión en lugar de un huevo. En realidad, el Padre siempre escucha la oración del discípulo, pero lo hace a su manera. Lo que parece una serpiente en realidad es un pez, lo que da la impresión de ser un escorpión es en realidad un huevo. En estas situaciones, el discípulo tiene una urgente necesidad de discernimiento, si no, abandonará la oración.

El segundo momento de la parábola termina con el paso del relato a la vida cotidiana. Si los seres humanos, que están más inclinados al mal que al bien, saben dar cosas buenas a sus propios hijos, cuánto más el Padre celestial dará el espíritu Santo a quienes se lo piden (Lc 11,13). A primera vista, entre la parábola del amigo inoportuno y el Padre con sus hijos parece que no existe ninguna relación. ¿Qué tiene que ver con esta parábola pedir a Dios en la oración que nos dé al Espíritu Santo? En realidad, Jesús escoge el momento más oportuno para mencionar al Espíritu en las parábolas. Resulta iluminador compararlo con el mismo pasaje de Mateo porque en él se nos habla de «cosas buenas a los que le piden» (Mt 7,11), no del Espíritu Santo. En realidad, el Espíritu es el primer don que otorga el Padre a sus hijos y con el Espíritu todas las demás gracias materiales y espirituales.

El Espíritu es el protagonista de la oración porque «acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26). Más que en otros ámbitos de la propia existencia, cuando oramos experimentamos nuestra propia debilidad: la de quien al final no sabe ni siquiera lo que es necesario pedir. Entonces, el Espíritu socorre al discípulo haciéndose compañero suyo y uniéndose a su respiración. El Espíritu es la respiración de Dios derramada en el corazón de los creyentes (Rom 5,5).

Conclusión
El hecho de que no se mencione al Espíritu de modo explícito en el padrenuestro induce a menudo a subestimar su importancia. Sin embargo, la primera palabra del padrenuestro es la invocación «Abba, padre», que el Espíritu grita en los creyentes (Gal 4,6) y estos en el Espíritu (Rom 8,15). Sin el Espíritu, es imposible «gritar» (no solo «invocar») «Abba, Padre». Jesús enseñó a sus discípulos a orar dirigiéndose a Dios que es Padre porque desde el inicio hasta el último momento de su vida, se dirigió a Dios llamándolo «Abba» (Mc 14,36). En el primer capítulo hemos precisado que la invocación de «Abba, Padre» no está solo dirigida al padre por su hijo pequeño, sino también por el adulto que, en situaciones de emergencia y de tormento, nunca pierde la confianza en la paternidad de Dios.

La primera parábola de la oración menciona al Espíritu Santo para que cada uno aprenda a respirar con el Espíritu de Cristo. Sin embargo, el Espíritu del que se habla en la parábola no es un espíritu de predicción, como el viento que susurra entre los árboles. Es más bien el Espíritu que establece una relación de confianza con el Padre y con Jesucristo. El Espíritu es sumamente necesario en la oración porque si no, se cae en el espontaneísmo y en el arbitrio por el que cada uno ora como quiere y cuando quiere. El Espíritu Santo es el maestro interior que enseña a orar con perseverancia. El primer nivel de enseñanza de Jesús sobre la oración en las parábolas aborda el paso de una oración extemporánea y espontánea a una constante, bajo la guía del Espíritu.



Capítulo IV
EL PADRE MISERICORDIOSO Y LA REMISIÓN DE LOS PECADOS (Lc 15,11-32)


Desde el punto de vista de la belleza, las parábolas de Jesús son verdaderas y auténticas obras de arte. La «parábola del padre misericordioso», erróneamente titulada la parábola del «hijo pródigo» es una de sus parábolas más logradas. Se puede leer innumerables veces y nunca pierde su fascinación. Releerla según la perspectiva de la oración no está fuera de lugar ya que, de hecho, la parábola reenvía a la relación entre Dios y sus hijos.

Muy probablemente, ningún padre se comportaría como el padre de la parábola. Los caracteres inconcebibles con los que Jesús describe al padre misericordioso remiten a la relación entre Dios y los seres humanos. En realidad, en el modo de actuar del padre misericordioso está Dios que es Padre en búsqueda de cada persona humana.

Si para el mundo grecorromano el hombre está en búsqueda del hombre, como Diógenes de Sinope con la linterna a plena luz del día, para el mundo bíblico es Dios quien busca al hombre, aunque lo conozca ya en profundidad. La pregunta primordial a Adán, «¿Dónde estás?» (Gen 3,9) atraviesa la historia de la salvación y llega a la parábola del padre misericordioso. ¿Qué enseñanza sobre la oración comunica Jesús a sus discípulos con esta parábola? Detengámonos en las reacciones de los dos hijos y las respuestas del padre, para captar algunos aspectos esenciales de la oración. La perspectiva con la que releemos la parábola es dada por la cuarta petición del padrenuestro según Lc 11,4. Los discípulos piden al Padre que les perdone sus pecados para que sean capaces de perdonar a los que les ofenden.

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» 
La oración del hijo pródigo es una súplica dictada por la urgencia. Cuando todavía se encuentra lejos de la casa de su padre, mientras se encuentra pastoreando cerdos, el hijo menor decide entrar en sí mismo y preparar la petición para su padre: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo» (Lc 15,20). Su súplica comienza como el padrenuestro: «Padre». Sin embargo, se trata de una súplica dictada por la necesidad. El hijo pródigo no decide entrar en sí mismo porque se había arrepentido, sino porque corre el riesgo de morir de hambre. No es casualidad que, cuando se encuentra delante de su padre, el joven empiece a repetir la misma súplica, pero se ve interrumpido por su padre. 

El hijo habría querido continuar diciendo lo que ya había proyectado: «Trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,19). En negativo, la súplica del hijo revela algunos aspectos esenciales de la oración. Dios es padre para siempre y sus hijos no pierden nunca su condición filial. Cuanto más avanzamos en la oración más nos damos cuenta de que nos espera un padre fiel a sus promesas y en su búsqueda del hombre.

El momento en que da un vuelco la parábola se verifica cuando el padre entrevé a su hijo desde lejos: «Lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Lc 15,20). La secuencia de los verbos expresa el entusiasmo incontenible con el que el padre va hacia su hijo. La oración es un encuentro con el Padre que ve a lo lejos, donde nadie más puede ver. El padre ve desde lejos a su hijo porque lo está esperando desde el momento en el que salió hacia un país lejano (Lc 15,13). ¡La lejanía del hombre no lo es para Dios!

La exigencia de superar la lejanía del hijo es recogida en un verbo cargado de pathos: «Se le conmovieron las entrañas». En el griego original, el término utilizado es esplanknísthē, el verbo derivado de las splankna, las «vísceras», la sede de los sentimientos y el vientre donde reside y es generada la vida. En su Evangelio, Lucas recurre tres veces a este verbo cargado de involucración.

Jesús se conmueve ante las puertas de Naín, cuando vio a una madre viuda que lloraba por la muerte de su hijo (Lc 7,13). El verbo vuelve a aparecer en la parábola del buen samaritano: «Al verlo, se compadeció» (Lc 10,33) del moribundo abandonado en el camino. Este verbo alcanza su culmen con la parábola del padre misericordioso. La oración es revelación de la compasión de Dios por cada uno: la compasión paterna y materna de Dios. Rembrandt dio en el clavo en el modo en el que representó El regreso del hijo pródigo (1668, Hermitage de San Petersburgo): las manos del padre sobre los hombros de su hijo son distintas. Su mano derecha es femenina, la izquierda es masculina, mientras que su hijo hunde su rostro en el seno de su padre. El seno es donde la compasión de Dios regenera a una vida nueva a quien está envuelto por su misericordia.

Cuando maduramos en la oración, nos damos cuenta de que, por mucho que corramos para alcanzar al padre, él corre primero, más que nadie, para encontrarse con su hijo. Quien se cuelga del cuello del otro no es el hombre que se inclina delante de Dios, sino Dios que se cuelga al cuello de su hijo. La oración es, por último, el beso de Dios: el beso de la intimidad que cancela la lejanía incluso en las diferencias abismales. El beso del padre en la parábola se parece al beso de Dios a Moisés en tierra de Moab, según la tradición judía. Para hacer menos dura la separación de Moisés de su pueblo, se cuenta que Dios besa su alma en el tránsito de la vida terrena a la eternidad. En la oración nunca somos extraños; siempre somos hijos de un padre que envuelve con su paternidad y su maternidad, sea cual sea el pecado del hijo.

Siguen los gestos de la dignidad devuelta por el padre al hijo. El padre pide a sus siervos que le traigan el traje más hermoso y que se lo pongan, que le pongan el anillo en el dedo y las sandalias en los pies. El encuentro culmina con la fiesta por el hijo muerto y vuelto a la vida. Todas las acciones de Dios descritas en la parábola condensan la primera petición del padrenuestro: «Santificado sea tu nombre» (Lc 11,2) significa que Dios manifiesta su santidad recreando una vida nueva para cada uno. Solo Dios es capaz de esta compasión. Desde el momento de su encuentro, solo actúa y manda el padre, mientras que el hijo es revestido por la santidad de Dios.

Antes de estar caracterizada por buenas acciones, la santidad es elección que expresa la pertenencia de quien es santo delante de Dios. El santo no se pertenece, es propiedad elegida de Dios. Cualquiera que sea el pecado del hijo, la santidad con la que el padre lo envuelve y lo reviste le da vida nueva.

La arrogancia del hijo mayor
La segunda parte de la parábola muestra el enfrentamiento entre el padre y su hijo mayor (Lc 15,25-32). Aunque parezca mentira, el encuentro más difícil de gestionar para el padre no es con el hijo pequeño, sino con el primogénito, que nunca se ha alejado de casa. Con motivo del regreso del hijo menor, el mayor estaba regresando del campo porque se ocupaba de las propiedades de la familia. Después de ser informado por los siervos sobre la fiesta, el hijo mayor se enfurece y decide no participar en la fiesta. En ese momento, el padre decide salir de nuevo para alcanzar al hijo mayor y suplicarlo. La respuesta del hijo mayor emana rencor: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos» (Lc 15,29). La denuncia del hijo mayor es arrogante, de quien se apropia del derecho de que su padre escuche su petición porque siempre ha obedecido a su Ley.

A causa de su arrogancia, el primogénito condena firmemente a su hermano denunciando su pecado delante de su padre. Solo por su denuncia se nos informa de que su hermano había dilapidado la herencia paterna con prostitutas (Lc 15,30). Cuando se aducen derechos delante de Dios, es inevitable la arrogancia con la que se condena y se juzga al hermano. De hecho, el hijo mayor se niega a perdonar a su hermano porque está convencido de que él no ha pecado ante el padre. De este modo, la parábola desmiente la petición del padrenuestro sobre la remisión de los propios pecados para perdonar los de los demás (Lc 11,4).

Al primogénito le falta lo esencial: reconocer que la paternidad de Dios vale tanto para él como para su hermano. Por eso, el hijo mayor no se dirige nunca a su progenitor llamándolo «padre», ni reconoce la fraternidad que lo une a su hermano pequeño. Así es la oración transformada en derecho y en adquisición de mérito: olvida que el otro es su propio hermano y se perpetra el drama de Caín después de haber asesinado a Abel: «¿Dónde está tu hermano?» (Gen 4,9).

¡La respuesta de su padre es desgarradora! No niega su derecho sobre la herencia que le espera al primogénito. Sin embargo, le pide participar en la fiesta ya que el hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado. Una vez más, está en juego la paternidad asombrosa de Dios y no la de un progenitor cualquiera. En la compasión por el hombre, Dios olvida todo y pide a su hermano que se alegre por el regreso de su hermano, el padre le recuerda lo que el primogénito rechaza reconocer: «Este hermano tuyo» (Lc 15,32).

Jesús responde de este modo a la arrogancia de los que lo juzgan por andar con pecadores. La parábola termina en modo abierto, sin una conclusión. No se dice si el primogénito decidió participar o no en la fiesta por el regreso del hermano. La conclusión abierta deja a cada uno la responsabilidad y la libertad de decidir, pero Dios siempre está de parte de los pecadores, no de la de los justos.

Conclusión
Con su parábola más famosa, Jesús enseña a orar corrigiendo la oración del hijo pequeño y la del mayor. La oración del pequeño es rectificada por la santidad con la que Dios le devuelve su dignidad de hijo. La del primogénito es vista de nuevo por la paternidad ilimitada de Dios.

El padre no niega los derechos adquiridos por el primogénito, pero le pide ir más allá: reconocer al hermano que ha vuelto a la vida. Entre la súplica del hijo menor, nacida de la urgencia, y el derecho adquirido del hijo mayor se impone la increíble paternidad de Dios. La respuesta de Dios con la santificación del hijo pequeño es equilibrada por la reconciliación con el que el mayor debería acoger a su hermano. Extraño, pero verdadero; Dios reconcilia a sus hijos más de lo que un hermano sabe reconciliarse con su hermano, esta fascinante parábola enseña a orar sin olvidarse de su hermano. De otro modo, el Padre no sabe qué hacer de una oración que no se haga cargo del pecado de los demás: la remisión de los pecados, pedida en el padrenuestro es inseparable del comportamiento de quien perdona a su hermano la deuda contraída (Lc 11,4).

Esta parábola encuentra respuesta en la del «rey misericordioso» del Evangelio de Mateo (Mt 18,23-35). Mientras la parábola de Lucas concluye de modo abierto, sin detenerse en el resultado del encuentro entre el padre y su primogénito, ni tampoco entre los dos hermanos, la de Mateo se cierra con un dramático epílogo. Ante el siervo al que el rey había condonado una deuda incalculable, pero que sin embargo no perdona la deuda a un siervo como él, el rey ordena que pase toda su vida en prisión. A modo de comentario de la parábola, añade Jesús: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,35).

La reconciliación de la deuda entre los hermanos no es opcional, sino obligatoria, si no, es inevitable el infausto fin del siervo que no está dispuesto a condonar la deuda del hermano. La remisión de la deuda realizada por el rey es la razón última por la que la remisión entre hermanos es una consecuencia obligada que no deja coartada a nadie.



Capítulo V
LA VIUDA, EL JUEZ Y LA FE (Lc 18,1-8)

El camino de Jesús con sus discípulos hacia Jerusalén está llegando a su fin y el Señor vuelve a hablar de la necesidad de orar sin descanso (Lc 18,1). Así inician las dos nuevas enseñanzas sobre la oración en las parábolas de la viuda y el juez que no teme a Dios (Lc 18,2-8); y la parábola del fariseo y el publicano en el templo (Lc 18,9-14). Como la gran mayoría de las parábolas de Jesús, esta primera también pone en escena tres personajes: una viuda, su adversario y el juez descreído (no «inicuo»).

A primera vista, esta parábola parece repetir los contenidos de la parábola del amigo inoportuno (Lc 11,5-13) que ya hemos tratado en el capítulo tercero. En realidad, de esta nueva parábola salen algunos detalles originales sobre la oración. El padrenuestro ofrece una nueva clave de acceso a la parábola: «No nos dejes caer en tentación» (Lc 11,4), relacionando la tentación con la fe del discípulo.

Poder frente a fragilidad
A la parábola de la viuda y el juez descreído se puede atribuir el principio de la «coincidencia de los contrarios» o de la colisión entre polos opuestos. En la escena, Jesús presenta a una viuda y a un juez, es decir, la condición más frágil en el ámbito social de la antigüedad y la más poderosa. En ese tiempo, la viudedad era un fenómeno muy difundido, sobre todo la femenina. De hecho, los hombres iban a la guerra y arriesgaban su vida en la tierra y en el mar. Esta situación social se refleja de inmediato en las primeras comunidades cristianas que, para afrontar esta emergencia, introdujeron entre otras cosas el ministerio de la diaconía para asistir a las viudas (Hch 6,1-6). Estaba tan difundida la condición de viudedad que san Pablo recuerda entre otras cosas el uso de un auténtico y verdadero elenco de viudas (1 Tim 5,9).

Por desgracia, los abusos a mujeres pertenecen a la historia de la humanidad; y los abusos a las viudas eran todavía más frecuentes. Una viuda no tenía a un marido que le garantizara los derechos y estaba sujeta a frecuentes abusos. Por tanto, no sorprende que, para crear un encuentro de contrarios, la parábola hable de una viuda que se dirige al juez con especial insistencia.

En el polo opuesto, se encuentra un juez que no teme a Dios (Lc 18,2). Si las viudas y los huérfanos ocupaban el nivel más indefenso de la sociedad, los jueces se encontraban en el más elevado. El poder de un juez era ilimitado hasta el punto de que había que dirigirse a él para cualquier petición. No es casual que el juez de la parábola se caracterice por su incredulidad: no teme a Dios, que es como decir que «no es creyente», que gestiona el poder como le viene en gana. La nota predominante del juez descreído es un poder sin límites. Sin embargo, este juez también tiene su talón de Aquiles: teme que la viuda le ponga las manos encima y le hinche el ojo (Lc 18,6).

La escena raya la ironía: un hombre tan poderoso como es un juez, en el culmen de su carrera jurídica, teme a una viuda que le pide que haga justicia contra su adversario. En esta colisión entre el encuentro de dos polos opuestos (la viuda y el juez) destaca uno de los temas más fascinantes de la Sagrada Escritura: la justicia. La oración es el lugar en el que, más que en cualquier otro sitio, se entrevé la justicia de Dios o la que el padrenuestro, según el Evangelio de Mateo llama «la voluntad de Dios» (Mt 6,10). ¿En qué consiste la justicia para Jesús?

La parábola revela que la justicia de Dios no consiste en dar a cada uno lo suyo, como es el caso de la justicia retributiva, sino en garantizar el derecho de una persona débil, de una viuda. En la oración se experimenta la proximidad de Dios, que no se pone de parte del juez, sino de la viuda. Un Dios que no necesita una justicia ecuánime, sino que hace justos a los que ama con su voluntad. Con un conmovedor argumento a fortiori que desde el nivel menor alcanza el mayor, Jesús pregunta al final de la parábola a los que le están escuchando: «¿No hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?» (Lc 18,7).

En una primera consideración, justicia y elección parecen incompatibles: la justicia tendría que ser igual para todos, mientras la elección se dirigiría a algunos, no a todos. En realidad, esta parábola muestra que la justicia sin elección está desencarnada y la elección sin la justicia es limitada. Contra la idea de la doble predestinación entre quien es elegido al bien y quien lo es al mal, la elección de Dios se realiza con la salvación de todos sin excluir a ninguno. La viuda de la parábola es elegida ya que se encuentra en el último puesto en la protección de los derechos. En la elección, Dios comienza siempre por los últimos para llegar a los primeros, nunca lo hace en sentido opuesto. La justicia divina imita de la elección el rostro de la justificación y de la salvación. La elección recibe de la justicia su tensión hacia la salvación de todos, sin excluir a ninguno.

Por lo tanto, la viuda es elegida y el juez descreído es injusto, mientras que Dios hará justicia a sus elegidos. De su encuentro / desencuentro cotidiano emerge la constancia en la oración. La viuda no se cansa de buscar cada día al juez, aunque no sea creyente. Al final, el juez se ve entre la espada y la pared por la insistencia de la viuda. La oración educa a reconocer la proximidad de Dios que nunca se pone de lado del fuerte, sino siempre del débil.

La fe en el mundo
En una primera lectura, parece que esta parábola no refleja ninguna de las peticiones del padrenuestro. En realidad, la pregunta final sobre la fe hace referencia a la última petición del padrenuestro: «No nos dejes caer en tentación» (Lc 11,4). La tentación a la que se hace mención no es de tipo moral, sino fundamental: es la tentación de quien ya no se fía de Dios y desiste en la oración. El diablo o quien siempre busca separar en la relación con el Padre es especialmente sensible a esta tentación. De tal modo que Lucas anota al final de las tentaciones de Jesús en el desierto: «Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión» (Lc 4,13).

El Kairós o el momento fijado es el de la agonía en el monte de los Olivos, cuando Jesús pide a sus discípulos que oren con él para no entrar en tentación (Lc 22,39-46). No es casualidad que la versión más larga del padrenuestro añada en Mt 6,13: «y líbranos del mal» (Mt 6,13).

Desgraciadamente, la traducción del padrenuestro en lengua corriente no transmite bien la idea de esta última petición. En el griego original no aparece el verbo «abandonar» (en griego kataleipō), sino «hacer entrar» (eisferō), ni tampoco se habla del Mal en abstracto, sino del «maligno» que es el tentador o el diablo. La imagen subyacente es cotidiana, como es típico en la predicación de Jesús. Para entenderla es necesario imaginar una nasa para la pesca que sirve para capturar a los peces en un lago en un mar como el de Galilea. Una vez que entran dentro, la portezuela de la nasa se cierra y los peces no consiguen salir. De manera análoga, el discípulo pide al Padre que no sea puesto en condición de entrar en tentación; y si ha sido capturado, implora ser rescatado del maligno. 

En cuanto Padre, a Dios, se le pide rescatar a quien no consigue liberarse por sí solo de la tentación del maligno. Dios es como el pariente más próximo de quien se espera que vele a que su familiar no se encuentre en condición de esclavitud. En caso contrario, cae sobre él la responsabilidad de rescatar o redimir del maligno. Por tanto, la tentación a la que se alude tanto en Lc 11,4 como en Mt 6,13 es la de la fe: la misma fe con la que termina la parábola de la viuda y el juez: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).

El término de «fe» en el original griego es pistis que, a su vez, reenvía al original judío de emunah: un término con distintos matices. La fe es al mismo tiempo fidelidad, fiabilidad, confianza y credibilidad; no se reduce a los contenidos que hay que creer, sino que implica la relación con el Otro. En esencia, la fe que pide Jesús a su discípulo hasta su vuelta es la confianza de que el Señor está a su lado y no se olvida de que es el pariente más próximo que cuida de los que no consiguen salir de la tentación por la fe. Cuando la oración es verdadera, exige constancia y, de cualquier modo, causa el cansancio en quien ha de luchar. La oración es lucha, campo de batalla que induce a menudo a rendirse. Por este motivo, la parábola termina con la pregunta sobre la presencia de la fe hasta el final.

La historia de la salvación presenta dos paradigmas esenciales de la fe entendida de este modo: Abrahán y Jesús de Nazaret. Abrahán es padre de la fe porque «creyó al Señor y se le contó como justicia» (Gen 15,6). Había recibido la promesa de una descendencia numerosa como la arena del mar y las estrellas del cielo. Sin embargo, después de haber recibido por fin a Isaac, el hijo de la promesa, Abrahán es puesto a prueba por la petición del sacrificio de ese mismo hijo (Gen 22,1-19). Una prueba terrible que Abrahán atraviesa con la confianza de quien nunca falta a sus promesas. La liberación de Isaac en el momento culminante de la prueba confirma que no basta con tener fe si no se pasa por la prueba que ella comporta. Por este motivo, Abrahán se convierte en padre de la fe (Rom 4,1) para todos aquellos que, como él, siguen perseverando en la prueba.

Igualmente decisiva es la fe de Jesús que es puesta a prueba en los días de su humanidad, como recuerda la Carta a los Hebreos: «A gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad» (Heb 5,7). Así se recuerda el momento crucial de la vida de Jesús: la agonía en Getsemaní antes de la crucifixión. Sobre la fe/fidelidad de Jesús ya nos hemos detenido en el primer capítulo de nuestro itinerario. 

Aparentemente, Jesús no fue escuchado por Dios cuando le pidió que le fuera ahorrada la prueba. Sin embargo, nunca faltó a la confianza en el Padre y se abandonó a su voluntad. La relación entre «Abba, Padre» en Mc 14,35, y «con qué fin (no por qué) me has abandonado» en Mc 15,34, es increíble, pero real. Jesús no pidió el motivo de su abandono en la cruz, sino su fin último. A esta profunda relación se debe la oración de Jesús en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). La oración es lucha sin límites que lleva al todo o nada entre la entrega y la confianza en Dios, a pesar de que la evidencia parezca demostrar lo contrario.

Conclusión
A la Carta a los Hebreos se debe el estupendo elogio de la fe (Heb 11,1-40), entendida como «fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (Heb 11,1). El elenco de los testigos de la fe parte de Abel (Heb 11,4) y termina con «una nube tan ingente de testigos» (Heb 12,1). La historia de la salvación que atraviesa la Biblia es, entre otras cosas, la historia de la fe: el encuentro entre la fidelidad de Dios a sus promesas y la confianza en quienes no desisten en la prueba.

Para la Carta a los Hebreos, es original el inicio de la fe: no empieza con Abrahán, sino con Abel ya que la propia fe es sacrificio, concebido no como privación de algo, sino como transformación de lo profano en sagrado. En esto se distingue de la oración del creyente ya que esta no anticipa el sacrificio, sino que es sacrificio de alabanza. Dios no necesita el sacrificio de Isaac, ni el sacrificio de su Hijo, pero para todos los que siguen las huellas de Abrahán agrada el sacrificio de la fe contenida en la oración. Cuanto más unidos estamos a Cristo por medio del Espíritu, más se transforma la oración en sacrificio de alabanza.

La parábola de la viuda y el juez no se limita en insistir en la perseverancia en la oración; añade la finalidad esencial de la oración: crecer en la fe, sobre todo ante la tentación de no ser escuchados. En el inicio de la parábola, la viuda es más débil que el juez: su adversario le ha hecho injusticia. Al final, es más fuerte que el juez porque recibe lo que ha pedido con insistencia. La oración transforma la debilidad en fuerza porque está sostenida por la gracia: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9).



Capítulo VI
EL FARISEO, EL PUBLICANO Y LA SANTIDAD DEL TEMPLO (Lc 18,9-14)


En abierto contraste con la parábola de la viuda y el juez, Jesús prosigue con la oración en las parábolas deteniéndose en el fariseo y el publicano en el templo. Al igual que la anterior, esta parábola solo se encuentra en el Evangelio de Lucas, confirmando la enseñanza de la oración a través de parábolas. Ambas parábolas sobre la oración van de la mano con la justicia en Lc 18, 1-14.

A la justicia que la viuda espera del juez descreído se opone la de quien tiene la íntima arrogancia de creer ser justo delante de Dios y desprecia a los demás.
Como para las demás parábolas, el padrenuestro introduce la principal clave de lectura de esta nueva parábola: «Santificado sea tu nombre» (Lc 11,2).

La petición vuelve en la conclusión de la parábola con el paradójico vuelco de la situación con la que Dios justifica al publicano en vez de al fariseo en el templo (Lc 18,14).

Para hacernos una idea del impacto decisivo de la primera petición en el padrenuestro sobre el fariseo y el publicano en el templo, se tendría que recorrer la vocación del profeta Isaías en el templo (Is 6,1-9). El profeta contempla en visiones la presencia de Dios, lo confiesa tres veces «santo», reconoce su impureza y le es expiado su pecado. El fariseo y el publicano en el templo expresan por el contrario la expiación positiva y negativa de la justificación que Dios realiza con su santificación. Dios es santo porque santifica al pecador o a quien reconoce su culpa, mientras que quien no necesita ser santificado ya es pecador.

La oración arrogante
Como para la visión de Isaías, la parábola del fariseo y del publicano tiene lugar en el templo. En tiempos de Jesús, el templo de Jerusalén era todavía floreciente: era uno de los pilares de la piedad judía. No es fortuita la colocación de la parábola en el templo ya que el fariseo y el publicano oran ante Dios, pero con comportamientos opuestos. Por lo tanto, esta parábola también ve a tres interlocutores y no dos: el fariseo, el publicano y Dios que, al final, interviene justificando o, según la petición del padrenuestro, «santificando» al publicano y no al fariseo.

Antes de detenernos en la oración del fariseo, es necesario disipar algunos malentendidos. En tiempos de Jesús, el movimiento de los fariseos era el más extendido en Palestina. Jesús era incluso amigo de algunos fariseos, como Simón, que lo recibió en su casa (Lc 7,36-50). Entre las características distintivas de los fariseos estaba la fe en la resurrección, en la voluntad de Dios y la oración doméstica. Jesús no pretende condenar en masa al movimiento más importante de su tiempo.

Más bien pone en guardia de un peligro difundido para cualquiera: acostumbrarse a esa familiaridad con Dios hasta el punto de reemplazarlo, procurándose una justicia autogestionada. Si se entiende que es necesario pasar de una oración a trompicones y con exclusivos intereses personales a una constante y capaz de ser fiel, permanece inminente el riesgo contrario: tomar el puesto de Dios juzgando al prójimo hasta llegar incluso a condenarlo.

Para contrarrestar con fuerza este riesgo, Jesús se detiene en las oraciones del fariseo y del publicano. La manera en la que Jesús caracteriza al fariseo es ejemplar. Retrata al fariseo mientras está orando de pie delante de Dios y se funde en un autoelogio exagerado (Lc 18,11-12). En realidad, lo del fariseo es una perorata de veintinueve palabras sin pausa. El autoelogio comienza con un agradecimiento a Dios sin contenido, si no es el de compararse él con los demás. El fariseo no es como los demás, calificados de ladrones, injustos y adúlteros.

Entre los muchos que sigue juzgando sin piedad está el publicano que ora a una debida distancia. Este fariseo es garante de la Ley: ayuna dos veces por semana y paga el diezmo de todo lo que posee. Por tanto, a primera vista, su relación con Dios y con el prójimo se presenta encomiable. Sin embargo, la comparación negativa con los demás hombres y con el publicano lo aísla de la relación con su prójimo y con Dios. Su oración es tan arrogante que, mientras presume de ser impecable, regresará a su casa sin haber sido justificado (Lc 18,14). Es considerable la inflexión de la situación creada por Jesús. El fariseo parte de la presunción de ser justo despreciando a los demás y termina sin justificación. Es como decir que la oración arrogante de quien se pone en el lugar que corresponde a Dios es perjudicial porque ese fariseo se idolatra a sí mismo en vez de rendir culto a Dios.

El riesgo de la idolatría está siempre al acecho en la oración, al igual que en la vida. Su forma más solapada se verifica cuando la oración está atravesada por un ego que no deja espacio a Dios ni tampoco al prójimo. Es más, el idólatra de sí mismo se reconoce por su tendencia a despreciar a su prójimo hasta llegar a condenarlo. El publicano no tiene ninguna excusa ante la indignación del fariseo: es condenado solo por su trabajo de recaudar los impuestos en nombre del gobierno imperial. Así, el fariseo «no perdona ninguna deuda al deudor», entrando en conflicto con la última invocación del padrenuestro según el Evangelio de Lucas. En resumidas cuentas, el fariseo de la parábola no es justificado ni santificado por Dios porque, al condenar al publicano, se condena a sí mismo y profana el templo, que es la casa de Dios.

La oración sincera
«El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”» (Lc 18,13). A las veintinueve palabras del fariseo, Jesús pone en boca del publicano seis. Y mientras el fariseo estaba de pie ante Dios, el publicano no tiene el valor de levantar su mirada al cielo: se golpea su pecho reconociendo su culpa.

El publicano habría podido adelantar diferentes excusas para encontrar una salida a su justificación. Muy probablemente, se ha visto obligado a desempeñar una de las profesiones más impuras de su tiempo —recaudador de impuestos— para sostenerse a sí mismo y a su familia. En realidad, el publicano no alega ningún derecho, sino que se presenta delante del Señor tal y como es: con la desnudez de quien se sabe que no puede esconder nada delante de Dios. No en vano, su oración retoma la visión del profeta Isaías en el templo: «Está perdonado tu pecado» (Is 6,7). 

Y Dios, que no presta atención al aspecto, ni a las apariencias, reconoce el corazón arrepentido del publicano. La oración no solo está hecha de palabras, se caracteriza sobre todo como modo de ponerse delante del Señor. Los gestos del publicano, que se para a distancia, no se permite levantar su mirada al cielo y se golpea su pecho, son ya oración y a menudo no necesitan palabras o al menos no muchas palabras.

El publicano dirige a Dios una de las oraciones más breves y emotivas del Nuevo Testamento. Según el original griego dice: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13). El publicano no solo pide que Dios tenga compasión de él, sino que extinga su deuda, que no está en condiciones de expiar solo. Para la mentalidad judía de ese tiempo, cada pecado era una deuda contraída que había que expiar. Para hacernos una idea, el evangelista Mateo cuenta la parábola del rey misericordioso a quien el primer esclavo debía diez mil talentos (Mt 18,24): una deuda tan exorbitante que no basta una vida para pagarla. ¡Todos somos deudores delante de Dios y nadie tiene crédito suficiente! La breve y sincera oración del publicano revela esta apabullante verdad.

Solo la misericordia compasiva de Dios puede justificar al publicano y no el derecho adquirido ante él. En contraste con la oración del fariseo, la del publicano dice todo en poquísimos gestos y palabras.

Conclusión
La parábola del fariseo y del publicano en el templo termina de manera imprevista. Jesús exalta la inflexión de la situación: mientras el publicano regresa a casa justificado, el fariseo no está justificado. Solo Dios conoce y lee el corazón humano: lo valora por la sinceridad y el arrepentimiento con el que se pone en su presencia. Una situación tan invertida es impensable para cualquiera. ¿Qué hay de la Ley divina y de los mandamientos transmitidos por Dios a su pueblo? ¿No se dice en la Ley que es necesario pagar los impuestos y el diezmo de todo lo que se posea? ¿No es el ayuno una de las prácticas de piedad más difundidas en el pueblo judío? Con la inflexión de la situación entre el fariseo y el publicano, ¿no se corre el peligro de ser transgresores de la Ley, aunque sea justificado y santificado por Dios?

La parábola del fariseo y el publicano abre una ventana a la misericordia infinita de Dios que busca un corazón humillado y arrepentido, no un hombre inflexible y prepotente. Cuanto más seamos hombres y mujeres de oración, más humildes seremos; como María, que en el Magnificat reconoce el actuar inesperado de Dios: dispersa a los soberbios y enaltece a los humildes (Lc 2,52).



Capítulo VII
LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA Y LA LLEGADA DEL REINO (Lc 21,29-36)


Uno de los aspectos típicos de la oración que Jesús enseñó a sus discípulos es la vigilancia. La parábola de la higuera se inserta en esta exigencia y es la última parábola sobre la oración ya que, además, Jesús exhorta a sus discípulos a estar «despiertos en la oración» (Lc 21,36).

La parábola de la higuera es una de las más breves contadas por Jesús (Lc 21,29-31): solo dedica tres versículos a una higuera que está a punto de florecer. La ocasión permite a Jesús anotar que el reino de Dios se acerca como lo hace el verano para una higuera que está a punto de florecer. El centro de la parábola está dedicado al reino de Dios: ¿cómo reconocerlo? ¿Cuáles son los signos que anticipan su presencia? ¿Y cómo permite la oración vigilante no caer en el sueño de la razón?

La relación entre la higuera a punto de florecer en verano y la llegada del reino de Dios o de los cielos, nos lleva a la segunda petición del padrenuestro: «Venga tu reino» (Lc 11,2). Por una parte, el discípulo pide que el Señor acerque su reino; por otra parte, Jesús pide a su discípulo que aprenda a reconocer los signos de los tiempos sobre la llegada del reino. Una vez más, Jesús ilustra el padrenuestro con las parábolas sobre la oración.

Los signos de los tiempos
Durante los pocos años de su predicación en Galilea, Jesús anunció sobre todo que se acercaba el reino de Dios. Enviado para anunciar el reino de Dios (Lc 4,43), Jesús lo hizo presente con la elección de sus discípulos, algunas parábolas y la curación de los enfermos. Comparado con un grano de mostaza (Lc 13,18) o con la levadura para fermentar la masa (Lc 13,21), el reino de Dios no es visible a simple vista, sino que exige mirar más allá. De hecho, para reconocer el reino de Dios en acción es necesario mirar más allá de lo visible.

La comunidad de los discípulos o la Iglesia es la manifestación más tangible del reino de Dios que Jesús anunció con palabras y obras. Es oportuno precisar que la Iglesia no es el reino de Dios, pero lo manifiesta a través de la comunión de los que siguen a Jesús. Sería desafortunado asimilar el reino de Dios a la Iglesia: son demasiados los errores de los discípulos para caer en esa ilusión. Sin embargo, los discípulos que forman la Iglesia manifiestan el reino de Dios con su comunión y la misión. Hay una relación íntima entre el reino de Dios y la Iglesia que está hecha de tensiones y de reconocimientos. En cualquier caso, el reino de Dios se ha acercado con la misión de Jesús, sigue revelándose entre sus discípulos en la Iglesia y los espera hasta el encuentro final con su Señor Jesucristo.

Para enseñar a sus discípulos a esperar el reino de Dios, Jesús contó entre otras cosas la parábola de la higuera.
Algunos símbolos que atraviesan la Biblia no son elegidos por casualidad: pensemos en la vid con la viña y el olivo con el aceite. Elegida para representar al pueblo elegido, la viña exige un cuidado constante: desde la plantación hasta la vendimia. Pocas plantaciones son más valiosas que un olivar y la producción del aceite: es la planta de la elección ya que el aceite es utilizado para la consagración. También la higuera con sus frutos remite a la relación entre Dios y los seres humanos. Cuando la higuera empieza a florecer quiere decir que se está verificando el paso de la primavera al verano. Quedarse bajo una higuera, como Natanael (Jn 1,47-48), significa esperar los signos de los tiempos para la llegada del reino de Dios.

Con su riqueza y belleza, la creación reenvía siempre al Creador: a los seres humanos les compete la responsabilidad de reconocer el modo como la creación se remite al Creador. Cuando produce frutos en el bien y sufre sus abusos en el mal, la creación sigue relacionándose con la persona humana. Es revelador lo que afirma san Pablo en la Carta a los Romanos sobre la participación entre la creación y los seres humanos: «En efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20-21). Hay una participación profunda entre la creación, los seres humanos y los creyentes que se expresa con los llamados «signos de los tiempos».

La Gaudium et spes del Concilio Vaticano II confirió una importancia de primer orden a las relaciones entre la Iglesia y los signos de los tiempos: «Corresponde a la Iglesia el deber permanente de escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas» (Gaudium et spes, 4).

Una oración vigilante
En el contexto de la parábola de la higuera, entre una estación y otra, Jesús exhorta a sus discípulos a vigilar orando en cada momento (Lc 21,36). Si en el comienzo de su camino hacia Jerusalén, sus discípulos le pidieron que les enseñara aorar es porque a menudo Jesús había velado en la oración. No es una coincidencia que la elección de los Doce inicie con la oración nocturna de Jesús hasta la mañana siguiente (Lc 6,12-16). También el epílogo de su misión se realiza en la oración durante la agonía en Getsemaní (Lc 22,39-46). Los días terribles de la pasión vieron un ir y venir de Jesús entre el monte de los Olivos y el templo de Jerusalén (Lc 21,37). Si durante el día se quedaba en el templo para dialogar con el pueblo, Jesús se iba de noche al monte de los Olivos para consolidar cada vez más la relación con su Padre.

Los discípulos no tuvieron la fuerza ni la valentía de velar con él y se vieron superados por el sueño. Durante la agonía en Getsemaní, Jesús pidió más veces a sus discípulos que velaran para no entrar en tentación (Lc 22,40.46). En esa ocasión más que en otras, el discípulo no ha de pedir a su Padre que no le abandone en la tentación, sino que no le deje entrar en ella porque cuando no consigue velar con la oración se encuentra sin una salida.

Entre el sueño de la razón y la oración vigilante, el discípulo está obligado a elegir de qué parte estar. Si opta por el sueño, se ve abrumado por la tristeza o la pérdida del valor para seguir. Si elige velar, está en condición de reconocer los signos de los tiempos que entrevé en lo creado y en la sociedad en la que vive. Entre el sueño y la vigilancia, el discípulo aprende a atravesar la última fase de la oración enseñada por Jesús.

La vigilancia en la oración es necesaria ya que revela el rostro de la esperanza. Se vela porque se espera, de otro modo no se comprende por qué sería necesario velar por la noche. Sin embargo, son necesarias algunas precisiones sobre la esperanza para no malinterpretar su naturaleza. La Sagrada Escritura es el código principal de la esperanza para el pueblo judío y la comunidad cristiana.

No en vano, Abrahán, que es padre de la fe, es al mismo tiempo modelo de la esperanza contra toda esperanza.
Es abismal la diferencia entre la esperanza en la cultura occidental de la esperanza que nos trae la Biblia. Basta comparar el mito de Pandora con cualquier página de la Escritura para darnos cuenta de las diferencias. Según el mito griego, cuando Pandora vertió todos los males en el mundo, en el fondo de la caja solo quedaba la esperanza destinada a transformarse de ilusión a una desilusión fatal. Samuel Beckett representó mejor que nadie la esperanza por la cultura occidental en su obra Esperando a Godot: se parece a dos mendigos a la espera de un pequeño Dios que no llega nunca.

Al contrario, la Escritura anuncia una esperanza distinta, fundamentada en un acontecimiento y no en el deseo humano: el éxodo desde Egipto es el paradigma de la esperanza judía y el Señor Resucitado es la razón última de la esperanza cristiana. Entre los que no tienen esperanza y los creyentes sobresale una esperanza que, enraizada en la fe y el amor, se convierte en convicción por el más allá de la vida terrena. Si una de las primeras confesiones de la fe cristiana es Maranatá («El Señor viene» o «Ven, Señor») es porque el Verbo se hizo carne y los creyentes contemplan su gloria hasta el final de la vida.

 La oración vigilante permite a los creyentes elegir lo permanente en vez de lo pasajero. Sin disminuir en absoluto el valor de las realidades en el mundo, la oración vigilante se reconoce por la disponibilidad a ir al encuentro del Señor que viene. La breve parábola de la higuera enseña a sus discípulos a reconocer los signos de los tiempos y del mundo para estar en condición de valorarlos en vistas al más allá.

Conclusión
La última parábola de Jesús en el Evangelio de Lucas está dedicada a la oración vigilante: es la fase más madura de la oración. Pedimos al Padre que «venga su reino» o que haga cercana su presencia en lo creado y en la humanidad de nuestro tiempo. Compete al discípulo la elección entre la vigilancia y el sueño en la prueba que comporta la fe. Jesús no afrontó la hora de la agonía durmiendo noches tranquilas, sino con una oración vigilante atravesada por la invocación «¡Abba!, Padre» (Mc 14,36).

Cuanto más madura sea la vigilancia en la oración, más se dará cuenta el discípulo de cuándo llega a una nueva estación para la naturaleza y los seres humanos.

Parece que el carisma de la profecía es cada vez más raro en la Iglesia de nuestro tiempo. Quizá responde a la realidad, pero esta ausencia no depende de la escasa generosidad del Espíritu Santo, sino de la ausencia de oración vigilante. La parábola más breve de Jesús termina con una mirada a la esperanza. A una esperanza ilusoria y desilusionada se contrapone la esperanza arraigada en el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Jesucristo. La esperanza cristiana no es una virtud entre las muchas que existen, sino que Cristo mismo es «esperanza de la gloria» (Col 1,27).



CONCLUSIÓN
¡Jesús enseñó a orar orando! Es el núcleo esencial de su enseñanza sobre la oración. El padrenuestro es el manifiesto de la oración para todo discípulo. Es original la unión entre el padrenuestro y algunas parábolas sobre la oración. Por una parte, el padrenuestro es el hilo conductor de la oración en las parábolas; por la otra, algunas parábolas explican el padrenuestro. A la luz de las parábolas sobre la oración se pueden delinear cinco fases de la original escuela de oración enseñada por Jesús.

1. La parábola del amigo inoportuno enseña a pasar de una oración dictada por la urgencia o la necesidad a una generada por el Espíritu Santo. La oración es como el pan necesario entregado por el Padre a sus propios hijos. Con el Espíritu, el Padre da a cada discípulo lo que es necesario para él.

2. La segunda fase de la oración enseñada por Jesús ve la poderosa relación entre el padre misericordioso y sus dos hijos. Siempre es necesario aprender a pedir la remisión de las propias deudas sin olvidar el perdón de los propios deudores. Dios es siempre un padre que busca a sus hijos. Con su misericordia corrige la oración dictada por la urgencia de su hijo pequeño santificándolo con su compasión y la de su hijo mayor restableciendo su fraternidad. No podemos invocar a Dios como padre si no reconocemos en el otro a nuestro hermano.

3. El giro en la escuela de la oración de Jesús se verifica con la parábola de la viuda y del juez descreído. La petición de no entrar en tentación en el padrenuestro está ilustrada por la fe perseverante o constante de la viuda. No se trata de cualquier tentación moral, sino de la tentación de la fe obligada a atravesar la prueba.

4. Entre la profanación y la santificación del nombre de Dios, la parábola del fariseo y del publicano en el templo compara dos tipos de oración. Por una parte, la oración arrogante y narcisista en exceso del fariseo; por la otra, la oración humilde del publicano. La inflexión de la situación demuestra que Dios justifica o santifica al publicano y no al fariseo.

5. La breve e incisiva parábola de la higuera que florece cierra las parábolas sobre la oración. La oración llega a su plena maduración cuando por medio de la vigilancia permite al discípulo reconocer los signos de los tiempos o del reino de Dios que se acerca. Entre el Espíritu que sigue guiando a los creyentes y el reino que hay que reconocer en los pasos entre las estaciones, la oración es más necesaria que nunca. Si no, no se está en condición de reconocer las distintas estaciones de la vida personal y comunitaria. No resulta fortuito que la última fase de la escuela de oración de Jesús termine con la vigilancia abierta a la esperanza, en vistas al encuentro con el Señor.

El lema del próximo Jubileo de la Iglesia de 2025 es Peregrinos de esperanza. En la medida en la que la oración ayuda a reconocer los signos de los tiempos, la esperanza de los creyentes se basa en el encuentro con Cristo.
La vida cristiana se inicia con el Maestro que llega al discípulo para que le siga; el epílogo es ir a su encuentro con la viva esperanza de estar siempre con él.


SE TERMINÓ DE IMPRIMIR ESTE VOLUMEN DE «APUNTES SOBRE LA ORACIÓN, 5», 
DE LA BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, 
EL DÍA 11 DE ABRIL DE 2024, FESTIVIDAD DE SAN ESTANISLAO, OBISPO Y MÁRTIR,
 EN LOS TALLERES DE ANEBRI. MADRID

L A U S D E O V I R G I N I Q U E M A T R I