Decían los antiguos que la oración es la respiración del alma. Y por sí misma hace brotar, crecer y acompañar toda experiencia religiosa.
Entre las innumerables formas de oración, los salmos son la oración de Israel que asume la Iglesia. En ellos todo queda implicado en la alabanza a Dios, desde los animales hasta las estrellas del cielo. Los 150 salmos son como la voz de la esposa Iglesia que habla con su esposo, el Señor. Es una conversación profunda, a veces con dolor, con sufrimiento. Otras con alegría, con esperanza. También con confianza, con acción de gracias. Hay un salmo para cada circunstancia de tu corazón, capaz de expresar a Dios con precisión el sentimiento más profundo que lo habita. Ese salmo es, aquí y ahora, la palabra que Dios quiere escuchar de ti.
En los salmos, además de la oración personal para el diálogo íntimo con Dios, encontramos la oración de la Iglesia que se vive en la celebración, en la liturgia.
El pueblo entero que se reúne para la alabanza a Dios con los salmos es el gran aliento de la humanidad y de la creación, alabando a su Señor y Creador.
DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN
APUNTES SOBRE LA ORACIÓN
Orar con los salmos
POR GIANFRANCO RAVASI
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID • 2024
Título original: Appunti sulla preghiera, vol 1: Pregare oggi. Una sfida da vincere
Traducido por Juan Carlos García Domene
Damos las gracias a la Fundación Terzo Piastro por su contribución a la publicación de los volúmenes
© Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo - Libreria Editrice Vaticana, 2024
00120 Ciudad del Vaticano © de esta edición: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024
Manuel Uribe, 4. 28033 Madrid
www.bac-editorial.es
Depósito legal: M-3764-2024
ISBN: 978-84-220-2325-8
Preimpresión: M.ª Teresa Millán Fernández
Impresión: Anebri, S.A. Pinto (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño de cubierta: BAC
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)
ÍNDICE GENERAL
Nota del editor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Introducción del Santo Padre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
ORAR CON LOS SALMOS
Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
Capítulo. 1. La oración, respiro del alma. . . . . . . . 7
El alegre canto de alabanza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
La súplica amarga. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Capítulo. 2. Orar con los salmos. . . . . . . . . . . . . . . 13
El edificio del Salterio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Los rostros del Salterio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
El arcoíris de la oración sálmica. . . . . . . . . . . . . . . 17
1. La crisis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
2. La esperanza, la confianza y la acción de gracias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
3. La oración de la adoración y del entusiasmo 21
4. La oración litúrgica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
5. Vida político-cultural y oración. . . . . . . . . . . . 24
6. Los salmos imprecatorios. . . . . . . . . . . . . . . . 26
VIII Índice general
Capítulo 3. Los Salmos, Palabra de Dios y de la humanidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
El encuentro entre Dios y el orante. . . . . . . . . . . . . 31
La tercera presencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Capítulo 4. Un salterio en miniatura. . . . . . . . . . . 39
Salmo 1: Los dos caminos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
Salmo 2: El Rey Mesías. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
Salmo 6: ¡Sáname, Señor!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
Salmo 8: Poco inferior a los ángeles. . . . . . . . . . . . 41
Salmo 16 (15): El camino de la vida más allá de la muerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
Salmo 19 (18): La luz del sol y de la Palabra. . . . . 43
Salmo 22 (21): Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Salmo 23 (22): El Señor es mi pastor. . . . . . . . . . . 44
Salmo 29 (28): Los siete truenos de la tormenta. . 45
Salmo 39 (38): El hombre vivo es como un soplo 46
Salmos 42-43 (41-42): Como busca la cierva corrientes de agua. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
Salmo 49 (48): La riqueza y la muerte. . . . . . . . . . 48
Salmo 51 (50): ¡Miserere!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Salmo 63 (62): Mi alma tiene sed de ti. . . . . . . . . . 49
Salmo 72 (71): El Mesías, Rey de Justicia. . . . . . . 50
Salmo 73 (72): Más allá de la crisis de fe. . . . . . . . 51
Salmo 84 (83): El canto del peregrino. . . . . . . . . . 52
Salmo 87 (86): Nadie es extranjero. . . . . . . . . . . . 52
Salmo 88 (87): La súplica más angustiosa. . . . . . . 53
Salmo 90 (89): Nuestros años como un soplo. . . . 54
Salmo 92 (91): El canto del anciano. . . . . . . . . . . . 55
Salmo 98 (97): El Señor Rey de la tierra. . . . . . . . 56
Salmo 103 (102): Dios tierno como un padre. . . . . 56
Índice general IX
Salmo 104 (103): Cántico de las Criaturas. . . . . . . 57
Salmo 110 (109): El Mesías rey y sacerdote. . . . . 58
Salmo 117 (116): Una jaculatoria. . . . . . . . . . . . . . 59
Salmo 119 (118): Imponente canto de la palabra
divina. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
Salmo 122 (121): Jerusalén, ciudad de paz. . . . . . 60
Salmo 128 (127): El canto de la familia. . . . . . . . . 61
Salmo 130 (129): De profundis, desde lo hondo. . 62
Salmo 131 (130): Un niño en brazos de su madre 63
Salmo 137 (136): Junto a los ríos de Babilonia. . . 64
Salmo 139 (138): Señor, tú me sondeas y me conoces. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
Salmo 148: El aleluya de la creación. . . . . . . . . . . 65
Salmo 150: El último aleluya. . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.
Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025.
Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».
INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE
La oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar palabras para expresar este misterio. ¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los maestros de espiritualidad, así como de las reflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre y sólo en la sencillez de quienes la viven.
Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).
El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta. ¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.
Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.
Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que como se dice en la Introducción del Santo Padre Benedicto XV nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre.
El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.
Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa.
Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación.
Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón.
Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.
INTRODUCCIÓN
El sonido del cuerno corría por las calles de las ciudades y de los pueblos, su eco resonaba por los campos: era el signo del quincuagésimo año en el que se proclamaba «la liberación en la tierra para todos sus habitantes». De este modo, en el libro de los sacerdotes del antiguo Israel, el Levítico (capítulo 25), se pregonaba el año jubilar, denominado así por aquel cuerno, en hebreo jobel. También en la cristiandad, de diversos modos, se han sucedido eventos análogos. Ahora, nosotros, nos encaminamos al Jubileo de 2025.
Para el Israel bíblico era un tiempo en el que los habitantes y la tierra reposaban, evitando toda actividad agrícola, alimentándose de los dones espontáneos de la naturaleza. El reposo que ahora nosotros vivimos con el Año Santo tiene otra dimensión: es un tiempo intenso y lleno de espiritualidad. Un tiempo colmado por dos actos fundamentales.
El primero es el de la oración y la meditación. El gran pensador y creyente francés del siglo xvii Blaise Pascal advertía: «Los antiguos filósofos decían: “¡Vuelve a ti mismo! Allí encontrarás tu quietud”. Pero no es cierto. Otros dicen: “¡Sal fuera! Busca la felicidad divirtiéndote”.
Pero no es cierto. La felicidad no está ni fuera ni dentro de nosotros. Está en Dios y por eso estará fuera y dentro de nosotros» (Pensamientos 391). He aquí, pues, el sentido de las páginas de este volumen: es una invitación a entrar en el Año Jubilar teniendo en las manos el Salterio, el libro bíblico destinado por excelencia a la pausa orante y al silencio contemplativo. Es una guía para «cantar a Dios con arte» a través de los salmos. Como decía san Agustín: «la gran obra de los hombres es alabar a Dios» (Magnum opus hominum laudare Deum). Pero hay un segundo acto que florece de la oración y hace de este tiempo santo «un año del favor del Señor».
Ya en el antiguo Israel era el tiempo de la liberación de los esclavos. Así lo sugirió Jesús en su sermón en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, citando al profeta Isaías. La oración, el canto, la liturgia no nos encierran en un oasis sagrado de incienso, velas y rituales, sino que nos invitan a entrar luego en la plaza y en la historia. He aquí, en efecto, las palabras de Cristo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19; Is 61,1-2).
Es el compromiso de alejar nuestros pasos de los caminos del mal, de la agresión, del odio y de la injusticia, para hacer firme el camino del amor y de la solidaridad que lleva a reconocer el rostro de Cristo en nuestros hermanos que sufren y son marginados. De hecho, los salmos, como veremos, no instan al orante a despegar de la realidad cotidiana hacia cielos míticos o vagamente místicos, sino a recorrer los caminos de la historia, incluso los pedregosos, y a vivir la fe en el día de fiesta, pero también en la noche oscura de la prueba. El Salterio abre sus cantos al bullicio de la existencia social, a los trabajos y a los días, a las risas y a las lágrimas, a los dramas personales y a las tragedias nacionales. Siempre, sin embargo, con una certeza: si «mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Sal 27,10).
Esta pequeña guía de los salmos comprende cuatro puntos cardinales: una reflexión general sobre la oración, soplo o respiro del alma; una panorámica de los textos sálmicos; un retrato de los dos protagonistas, Dios y el orante, pero también la irrupción de la presencia del mal; por último, una antología de breves comentarios sobre los salmos más queridos por la tradición y la liturgia. El deseo es que todos los fieles aprovechen plenamente estos «maravillosos tesoros de oraciones», como ha llamado el Concilio Vaticano II al Salterio (Dei Verbum, 15).
Capítulo 1
LA ORACIÓN, RESPIRO DEL ALMA
«Con razón decían los antiguos que rezar es respirar. Aquí vemos cuán insensato es querer hablar de un “porqué”. ¿Por qué respiro? porque de lo contrario moriría. Lo mismo ocurre con la oración». En su diario, un filósofo del siglo xix, el danés Søren Kierkegaard, anotó estas palabras desarrollando un símbolo muy querido por la tradición espiritual: la oración es un poco como el oxígeno que hace respirar al alma, y si los sacramentos se asemejan al alimento del espíritu, no cabe duda de que la respiración de la oración precede y acompaña a toda la experiencia religiosa. Por eso, según la tradición del judaísmo, rezar es la «gran recompensa de la existencia humana».
El alegre canto de alabanza
Los salmos, que son por excelencia la oración de Israel y de la Iglesia, implican a todas las criaturas en la alabanza a Dios, desde los propios animales hasta las estrellas del cielo. Antes de proseguir por los caminos de ese libro bíblico, quisiéramos lanzar una mirada a un horizonte inmenso que se extiende por nuestro planeta y se prolonga a través de los siglos. Es el mundo de la oración en sus miles de formas según las diferentes religiones y, a veces, de forma inesperada incluso entre los no creyentes que lanzan un grito o una invocación hacia el cielo, vacío de divinidad para ellos.
Así rezaba, por ejemplo y a su manera, un escritor ateo ruso del siglo xx Alexandr Zinoviev: «Te lo pido Dios mío, intenta existir al menos un poco, por mí. No tienes más que seguir lo que sucede: ¡es muy poco! Pero, Señor, esfuérzate por ver: vivir sin testigos es un infierno. Por eso, forzando la voz, grito: Padre mío, te suplico, ¡existe!». Para los creyentes, sin embargo, la oración es mucho más y es, como dijimos, necesaria para vivir espiritual e incluso físicamente. Nos contentamos en esta panorámica con señalar la aparición casi de dos regiones de colores antitéticos. A lo largo de esas zonas se abren diferentes caminos de oración. El primero es el —si quisiéramos adoptar una imagen cromática— luminoso, cálido, festivo y armonioso «rojo».
Es el canto de alabanza. Es glorificación, adoración, acción de gracias, celebración, contemplación de Dios y de sus obras. Se le exalta no para obtener un don particular, sino por el simple hecho de que existe y se revela en palabras y obras. La expresión literaria más común es el himno, que está presente en todos los cultos de la humanidad y ocupa un espacio significativo, como veremos, en el Salterio.
La síntesis ideal está en ese «aleluya», que en hebreo significa «alabad al Señor»: jalona algunos salmos y también pertenece a nuestra bella y alegre liturgia. Es un canto que se expande en bendición: «Bendice alma mía al Señor y todo mi ser a su santo nombre» (Sal 103,1).
O se convierte en acción de gracias por su salvación y es anhelo del alma: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti» (Sal 63,2). Quizá la insignia de la más alta alabanza cristiana esté en el canto Gloria in excelsis o en la oración de Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
La súplica amarga
Hay, sin embargo, otra región de la oración en la que hay que aventurarse y es aquella, por utilizar de nuevo la metáfora cromática, «violeta», el otro extremo del espectro de colores, con una dimensión más fría, marcada por el dolor, por las lágrimas, por el silencio vacío de un Dios que parece ausente, al que, sin embargo, se grita. Es la súplica o la lamentación que a menudo se desarrolla según un esquema, también documentado en los salmos: al amargo presente se opone el pasado, pero se vislumbra un futuro en la liberación esperada. Al «yo» del orante se opone el «otro» malvado, no pocas veces personificado en los enemigos, y al final se invoca la irrupción de un «Otro» supremo, el Dios salvador.
El adversario, sin embargo, a veces no es externo a nosotros en la hostilidad, en la enfermedad, en la prueba, sino que es interno en nuestra misma alma y en nuestra misma vida. Y es el pecado. Entonces se elevan a Dios invocaciones de perdón, se confiesan las propias faltas, se reconoce la justicia de Dios y se confía en su bondad misericordiosa. Todo el mundo conoce la fuerza espiritual y poética que tiene el Salmo 51 en la primera palabra de la versión litúrgica latina Miserere. La súplica tiene, pues, diversos matices y Jesús mismo exhortó a utilizarla como llave para abrir la puerta del corazón de Dios: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá», pues «lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé» (Mt 7,7; Jn 15,16).
La oración distintiva del cristianismo, el «Padre nuestro», resume admirablemente estos dos colores de la oración. En efecto, las tres primeras invocaciones son la alabanza por excelencia a Dios, a su persona (el «nombre»), al reino de amor y de justicia que quiere instaurar en la historia, a su voluntad salvífica. Las otras cuatro preguntas, en cambio, son una súplica por el pan de cada día, el perdón de los pecados, la liberación de la tentación y del mal. El entrelazamiento de la alabanza y la súplica permite, pues, comprender otra dimensión fundamental de la oración.
Es lo que San Pablo formula de manera esencial cuando invita a los cristianos de Roma a que «presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: este es vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). El cuerpo para el mundo semítico no es una realidad opuesta al alma, sino que es la expresión unitaria de la persona. Por eso el orante hebreo, al agitar el cuerpo en la oración, mueve todas sus articulaciones para implicar a todo el ser en la oración. Es por esta razón que los profetas combatieron un culto intimista y ajeno a la vida. Las palabras de Amós son lapidarias: «Aborrezco y rechazo vuestras fiestas, no acepto vuestras asambleas. Aunque me presentéis holocaustos y ofrendas, no me complaceré en ellos, ni miraré las ofrendas pacíficas con novillos cebados. Aparta de mí el estrépito de tus canciones; no quiero escuchar la melodía de tus cítaras» (Am 5,21-24).
Jesús mismo fue claro al unir oración y vida, liturgia y caridad: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos… Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 7,21; 5,23-24). La oración no es un acto mágico, sino una opción que tiene una redundancia en el conjunto de la existencia, del mismo modo que la liturgia no debe limitarse al oasis sagrado del ritual del templo entre cánticos e incienso, sino que debe irradiarse a la plaza pública, es decir, a la vida cotidiana, a los compromisos sociales, a las contradicciones de la vida, a las decisiones entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero y lo falso.
Capítulo 2
ORAR CON LOS SALMOS
Psalterium meum, gaudium meum!, «¡Oh mi Salterio, mi alegría!»: así exclamaba san Agustín al comentar un salmo, el 138. Este libro bíblico —compuesto en el original por 19 351 palabras hebreas— (es el tercero más extenso, después de los textos de Jeremías y del Génesis), con sus 150 himnos, ha sido durante siglos «la voz de la misma Esposa [la Iglesia] que habla al Esposo», como afirmó el Concilio Vaticano II en su documento sobre la liturgia (SC 84), continuando la tradición del Templo de Jerusalén y de la Sinagoga judía. Los títulos impuestos por la tradición a esta colección poética orante son evocadores y significativos: en hebreo Tehillîm, que significa las «alabanzas», la celebración del Señor por sus fieles, en griego Psalmoi, con alusión a la dimensión musical de la representación, de ahí el latín Psalterium y nuestros Salterio y libro de los Salmos.
El edificio del Salterio
El propósito de esta presentación no es introducirse en las complejas cuestiones histórico-críticas relacionadas con la formación de las diversas composiciones y su posterior edición en una obra única, ni penetrar en los análisis exegéticos de cada salmo individual. Aunque los salmos fueron colocados por la tradición bajo el patrocinio del rey David, son expresión de la fe secular del pueblo de Dios en diversos periodos de su historia.
Por eso es incisiva la imagen utilizada por san Jerónimo, el traductor de la Biblia al latín, cuando comparaba el Salterio con un edificio al que se accede no solo con la gran llave de la puerta de entrada, es decir, el Espíritu Santo inspirador, sino también con una serie de llaves específicas para cada habitación individual, es decir, para cada salmo.
Nos contentaremos con ofrecer una guía general esencial: será como estar en el monte Nebo contemplando la Tierra Prometida de la misma manera que Moisés. La nuestra será, pues, ante todo, una mirada panorámica sobre las características temáticas generales de toda la colección de los salmos, para hacer posible su reavivamiento y reactualización en la oración y en la vida del cristiano, especialmente en un tiempo fuerte e intenso como el del Jubileo. Se cumple así lo que decía un autor místico judío del siglo pasado, Abraham J. Heschel: «Un canto en cada día, un canto para cada día».
Antes de comenzar esta fotografía del Salterio, recordemos solo un hecho externo marginal que, sin embargo, es necesario para el uso de cada uno de los salmos: se trata de la cuestión de su numeración. Adoptamos, como en las Biblias actuales, el cómputo hebreo que, a partir del Salmo 10, tiende a ser una unidad superior al de la traducción latina (esta última se utiliza todavía hoy en la liturgia). La variación se debe al hecho de que los dos Salmos 9 y 10 se han fusionado en un único salmo, el Salmo 9, en las versiones griega y latina del Salterio. Pero ahora —como hemos anunciado— volvamos la mirada a estos cantos de oración, a sus diferentes tonos, a sus temas y a los múltiples géneros literarios que revelan
Los rostros del Salterio
Los salmos son en el fondo poemas llenos del lenguaje colorista y exótico de Oriente, cargados de símbolos y vinculados a formas literarias propias. Es significativo, por ejemplo, el llamado paralelismo, por el que un concepto se repite dos o tres veces de forma distinta pero similar. Además, las imágenes sálmicas se elevan a los cielos donde se alza el Señor, «envuelto en luz como en un manto», para descender hasta el Sheol, en hebreo la tierra de los muertos, el inframundo, el Abismo, poblado de espectros y sumido en el silencio. Los ojos de los salmistas se vuelven hacia los imponentes cedros del Líbano, que se elevan en lo alto del cielo oriental, siempre despejado, pero también se detienen en el hisopo, una planta esbelta que brota entre las piedras de las murallas. Se dibuja toda la Tierra Prometida con todos sus panoramas geográficos y sociales: desde el más terrible, el huracán, que devasta bosques (Sal 29), páramos desérticos, animales y acontecimientos históricos nacionales, hasta el delicioso cuadro de una madre con su bebé en brazos (Sal 131), como tendremos ocasión de ilustrar.
Los salmos son poemas para ser cantados y acompañados musicalmente en la liturgia, son oraciones corales para ser interpretadas al son de melodías entonces ya conocidas, como se indica a menudo en los títulos colocados al comienzo de muchas composiciones del Salterio.
Así, al solista que entona el canto de los dones que Dios ha sembrado en la historia de Israel, la asamblea litúrgica debe responder con la repetición de la antífona «Porque es eterna su misericordia» (Sal 136). El templo y el culto comunitario están en el centro del libro de los Salmos, que se convierte así también en el texto de oración oficial de Israel y en el texto «eclesial» del cristianismo. Los hebreos dividieron el Salterio en cinco «libros» o colecciones (Sal 1-41; 42-72; 73-89; 90-106; 107- 150): así, las cinco grandes «palabras» pronunciadas por Dios en la Torá, es decir, en los cinco primeros libros de la Biblia (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), se yuxtaponen a las cinco «palabras» de respuesta del Israel fiel. Así nació el diálogo entre Dios y el hombre. La palabra de Dios y la palabra del hombre se encuentran, la primera encarnándose, la segunda divinizándose.
Los salmos se apoyan, pues, sobre la existencia humana, sobre el luto y las fiestas, sobre la política y los afectos íntimos; el ruido de las calles y las ciudades se desvanece, pero no se apaga como si nos introdujéramos en una ermita silenciosa donde todo calla y todo se olvida. Estos textos, que abarcan casi mil años de la historia de Israel, no son solo un modelo de oración, sino también de vida. A este respecto, podemos citar un conocido símil de la tradición judaica. La hoja, examinada en transparencia, revela una vena que nutre y sostiene el tejido conjuntivo del que está compuesta; del mismo modo, los salmos se entreveran en la vida sin anularla en su realismo concreto, sino sosteniéndola y alimentándola. La mística que de ellos brota no es evanescente y genéricamente espiritual, sino que tiene sabor, sangre, cuerpo, como lo tiene precisamente la persona que vive día a día.
Los salmos son, por tanto, el espejo de quien busca a Dios con corazón sincero dentro de su historia. Incluso el Credo de Israel no es una secuencia de abstractos artículos de fe, sino de acciones que Dios ha realizado a lo largo de los siglos en favor de su pueblo (Dt 26,5-9; Jos 24,2-13; Sal 136). La fórmula de fe más completa y la forma de oración más elevada de la Biblia son el reconocimiento, la profesión y la meditación de las grandes obras de Dios (léanse los Salmos 78; 105 y 106).
Los itinerarios de oración que ofrecen los salmos están, pues, vinculados al camino humano, a nuestras horas y a esos tramos de la historia humana que debemos recorrer y en los que debemos descubrir la presencia del Dios-Emmanuel. Intentemos, pues, seguir sus huellas principales.
El arcoíris de la oración sálmica
El poeta francés Paul Claudel representó la sucesión de las oraciones del Salterio recurriendo a la imagen de los colores del arcoíris: los ciento cincuenta salmos que componen el libro de los Salmos representan verdaderamente un arcoíris de problemas, alegrías, esperanzas, tristezas, amarguras y múltiples estados de ánimo. Intentemos identificar los colores más pronunciados que se expresan a través de ciertas formas o patrones denominados por los estudiosos «géneros literarios».
1. La crisis
En los salmos domina el color del sufrimiento, ciertamente más que el de la alegría: casi un tercio del Salterio está bajo el signo del lamento y del dolor, como la vida, que conoce más tinieblas que alegrías. A veces se trata de enfermedades graves, tragedias nacionales, enemigos implacables que crean a nuestro alrededor un muro de frialdad, odio e incluso violencia y persecución (por ejemplo, Sal 7,2; 35,19; 38,20; 69,5; 86,14.17; 142,7). Es lo que la Biblia llama «el enemigo» y que constituye con el orante y Dios los tres personajes del drama que encierra toda súplica. A veces, este antagonista es aún más peligroso porque está incrustado en el interior del orante, es su pecado el que le hace experimentar la tragedia del silencio de Dios (Sal 38; 51; 130).
Otras veces, como en el Salmo 73, es la crisis de fe que el creyente experimenta de forma agónica, cuando expresa que «De todo he visto en mi vana existencia: gente honrada que fracasa por su honradez, gente malvada que prospera por su maldad» (Ecl 7,15). El escándalo de la injusticia y del dolor inocente lleva a los labios del orante la eterna pregunta que parece desvanecerse: «Señor ¿cuándo vas a mirarlo?» (Sal 35,17). En el dolor, la oración adquiere una audacia y una inmediatez semejantes al grito desgarrador de Job (c. 3) o de Jeremías (20,7ss). La primera palabra de estos salmos es precisamente la invocación angustiada del nombre del Señor (por ejemplo, Sal 3,2; 6,2; 7,2).
Sin embargo, en la oración sálmica surge siempre una certeza: el Dios mudo y distante, que incluso parecía indiferente, interviene finalmente concediendo la súplica. La Biblia no conoce la desesperación total y suicida: el final de todos los salmos de lamentación se proyecta siempre hacia un futuro de liberación (la única excepción es quizá el Salmo 88, al que nos referiremos en adelante). Es, pues, necesario alinear inmediatamente otro color, después del sombrío de la súplica.
2. La esperanza, la confianza y la acción de gracias
En efecto, la oración sálmica está atravesada por una
luminosa corriente de esperanza y confianza que brota
precisamente del concepto bíblico de fe. Creer, como
dice el verbo hebreo para fe, que ha entrado en nuestro
amén en su significado original, es apoyarse en una roca
estable que no admite derrumbamiento: es edificar sobre
Dios, «la esperanza de Israel» (Jer 14,8), y no sobre las
arenas de la duda. En efecto, «Mejor es refugiarse en
el Señor que fiarse de los hombres» (Sal 118,8). El túnel
oscuro de la crisis y el dolor es atravesado por los fieles
con la certeza de que no termina en la nada, sino en la
paz y la alegría.
La imagen del rebaño confiado a la guía segura del pastor, su compañero de camino (Sal 23) bajo el sol implacable del desierto y a lo largo de los senderos desolados de la estepa, y la imagen ya citada del «niño en brazos de su madre» (Sal 131,2) son los símbolos de esta actitud de oración (cf. Sal 4; 11; 16; 27; 46; 62; 115; 125; 129; 131). En efecto, «En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres; en ti confiaban, y no los defraudaste» (Sal 22,5-6).
La esperanza sostiene no solo el breve lapso de una prueba o de una aventura terrena, sino que, poco a poco, impregna toda la parábola de la existencia humana hasta el duro paso de la muerte, que ya no es aniquilación y oscuridad, porque «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,11; cf. Sal 49 y 73). Es el tema de la comunión eterna con Dios, ya florecida en la fidelidad a su palabra durante la existencia terrena.
Esta confianza, tema específico de algunos salmos, anima y hace posible también la acción de gracias comunitaria y personal que constituye la base de una serie de salmos (9-10; 30; 32; 34; 65-68; 92; 116; 118; 124; 138). Puede sorprender que, en comparación con la vasta letanía de lamentos del Salterio, la alegría del agradecimiento sea tan escasa y se exprese en un tono menos intenso. Ciertamente, como la Biblia también da testimonio del hombre y de su realidad, este desequilibrio refleja una experiencia triste y desgraciadamente constante. La gratitud tiene más dificultades en la memoria de las personas que pedir un favor. De los diez leprosos curados, solo «uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias» (Lc 17,15-16).
Pero tampoco hay que olvidar, como hemos dicho, que la súplica bíblica termina ya con la anticipación de la acción de gracias, más aún, con la certeza confiada de que la felicidad está ya a las puertas, porque Dios «¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas?» (Lc 18,7). La última palabra que el Señor recibe de sus fieles es siempre de paz y serenidad, porque sabe que su grito de dolor no cae en saco roto, sino que tiene un oído trascendente que lo escucha: «Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación» (Sal 118,21).
3. La oración de adoración y del entusiasmo
La imagen del rebaño confiado a la guía segura del pastor, su compañero de camino (Sal 23) bajo el sol implacable del desierto y a lo largo de los senderos desolados de la estepa, y la imagen ya citada del «niño en brazos de su madre» (Sal 131,2) son los símbolos de esta actitud de oración (cf. Sal 4; 11; 16; 27; 46; 62; 115; 125; 129; 131). En efecto, «En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres; en ti confiaban, y no los defraudaste» (Sal 22,5-6).
La esperanza sostiene no solo el breve lapso de una prueba o de una aventura terrena, sino que, poco a poco, impregna toda la parábola de la existencia humana hasta el duro paso de la muerte, que ya no es aniquilación y oscuridad, porque «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,11; cf. Sal 49 y 73). Es el tema de la comunión eterna con Dios, ya florecida en la fidelidad a su palabra durante la existencia terrena.
Esta confianza, tema específico de algunos salmos, anima y hace posible también la acción de gracias comunitaria y personal que constituye la base de una serie de salmos (9-10; 30; 32; 34; 65-68; 92; 116; 118; 124; 138). Puede sorprender que, en comparación con la vasta letanía de lamentos del Salterio, la alegría del agradecimiento sea tan escasa y se exprese en un tono menos intenso. Ciertamente, como la Biblia también da testimonio del hombre y de su realidad, este desequilibrio refleja una experiencia triste y desgraciadamente constante. La gratitud tiene más dificultades en la memoria de las personas que pedir un favor. De los diez leprosos curados, solo «uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias» (Lc 17,15-16).
Pero tampoco hay que olvidar, como hemos dicho, que la súplica bíblica termina ya con la anticipación de la acción de gracias, más aún, con la certeza confiada de que la felicidad está ya a las puertas, porque Dios «¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas?» (Lc 18,7). La última palabra que el Señor recibe de sus fieles es siempre de paz y serenidad, porque sabe que su grito de dolor no cae en saco roto, sino que tiene un oído trascendente que lo escucha: «Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación» (Sal 118,21).
3. La oración de adoración y del entusiasmo
Es el modelo de la oración en estado puro: es la alabanza espontánea y libre a Dios, que ya hemos tenido
ocasión de esbozar a nivel general. Es lo que los exegetas
definen como himno: ya no hay una motivación concreta
que sostenga la oración como en los salmos de acción
de gracias; ya no se hace referencia a un don preciso que
se ha obtenido. Se da gracias a Dios por el mero hecho
de que está presente, vive, obra y se comunica, se le contempla en su amor eterno y continuo, se le celebra por
su gran gloria que despliega ante todo en la naturaleza.
Así nacen los himnos al Creador: a menudo en ellos
predomina el asombro por la grandeza y el esplendor
que envuelve toda realidad cósmica, y a veces se centra
la atención en el ser más fascinante del universo, «poco
inferior a los ángeles» (Sal 8,6): el hombre. Entre estos
himnos figuran el Salmo 8, un canto a la grandeza de la
persona humana; o el llamado «Salmo de los siete truenos», el Salmo 29, que contiene una escritura de tormenta y ha sido considerado por algunos estudiosos como
uno de los textos más antiguos del Salterio, basado en
temas arcaicos externos a Israel pero eficaces y constantes para él; el Salmo 103 o 104, que tal vez conserve
un eco del himno egipcio al sol compuesto por el faraón
«monoteísta» Amenofis IV.
Otras composiciones celebran la presencia de Dios en la historia que conduce hacia el reino definitivo instaurado por su Cristo: son los himnos del reino de Dios, puntuados por la aclamación entusiasta «¡El Señor es Rey!» (Sal 93,1; 96,10; 97,1; 99,1). El reino de Dios se reconoce como eterno (Sal 93), universal (Sal 94,2; 96,1). El reino de Dios es reconocido como eterno (Sal 93),universal (Sal 94,2; 96,10). Por eso, «Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra» (Sal 96,11-13).
Por último, otro centro de alabanza es Sión, polo de atracción de todo corazón judío (Sal 46; 48; 76; 84; 87; 122). La colina sobre la que se alza el templo es el punto de convergencia de las corrientes vivas de las peregrinaciones que realizan los judíos y toda la humanidad, deseosos de encontrar la paz en Jerusalén («pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos»: Sal 46,10; cf. Is 2,1-5). En cuanto aparece ante los ojos atónitos del peregrino la «morada santa del Altísimo» (Sal 46,5), renace la esperanza, porque «El Señor del universo está con nosotros» (Sal 46,12). En efecto, «el Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob» (Sal 87,2).
En el himno, toda la persona humana, con sus emociones, sus expectativas, su fragilidad y su grandeza, es convocada a una grandiosa celebración que se expresa gozosamente en el estribillo del aleluya o en la antífona «su misericordia es eterna» que —como ya hemos visto— jalona todo el Salmo 136. Toda la existencia del hombre se convierte precisamente en un «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rom 12,1). En la reinterpretación cristiana, el hombre busca, en la oración de alabanza y adoración, modelarse cada vez más a Cristo, cuando dice: «Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste» (Jn 17, 4).
4. La oración litúrgica
Como decíamos, la colina de Sión, sede del templo, es siempre punto de referencia y de atracción para el creyente judío: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!» (Sal 122,1). «Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo» (Sal 84,4).
Si la liturgia en el templo es la síntesis más elevada de toda la vida social y personal de Israel, puede sorprender que se conserven tan pocos fragmentos de rituales litúrgicos en el Salterio. No hay que olvidar, sin embargo, que muchas composiciones sálmicas contienen pasajes de origen cultual y que toda la colección de salmos constituirá más tarde el fundamento del culto judío y cristiano.
Es natural, pues, que la oración con los salmos fluya también hoy en la liturgia y encuentre en ella su expresión más intensa. Nunca hay un individuo rezando solo, al margen de la comunidad, sino siempre un miembro del pueblo elegido en diálogo con el Dios de la alianza y de la elección de todo Israel. El halo de la alianza y de la «nación santa» rodea a todo orante que eleva su voz al Señor. En particular, dos salmos, el 15 y el 24 —que casi deben equipararse a los actos penitenciales previos a la celebración cristiana de la Palabra y de la eucaristía— nos presentan la auténtica actitud con la que acercarnos a la liturgia. Para que no se reduzca a farsa o magia, debe estar enraizada en la vida, en nuestras relaciones con Dios y con el prójimo en justicia, amor y lealtad, como reitera desde hace tiempo el mensaje central de muchos profetas (Is 1,10-20; Am 5,21-24; Os 6,6; Miq 6,6-8; Jer 6,20).
El Decálogo, con sus exigencias religiosas y comunitarias, se convierte entonces en el control esencial de la autenticidad de nuestras celebraciones y ritos (cf. también Sal 50; 52; 53; 75; 81; 95).
El culto no debe ser una coartada para eludir los compromisos de fidelidad interior y social, de espiritualidad y de solidaridad: no basta cuando falta la justicia hacia el prójimo. «¿Quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo? El que procede honradamente y practica la justicia» (Sal 15,1-2). «Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias» (Sal 51,18-19).
Otras composiciones celebran la presencia de Dios en la historia que conduce hacia el reino definitivo instaurado por su Cristo: son los himnos del reino de Dios, puntuados por la aclamación entusiasta «¡El Señor es Rey!» (Sal 93,1; 96,10; 97,1; 99,1). El reino de Dios se reconoce como eterno (Sal 93), universal (Sal 94,2; 96,1). El reino de Dios es reconocido como eterno (Sal 93),universal (Sal 94,2; 96,10). Por eso, «Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra» (Sal 96,11-13).
Por último, otro centro de alabanza es Sión, polo de atracción de todo corazón judío (Sal 46; 48; 76; 84; 87; 122). La colina sobre la que se alza el templo es el punto de convergencia de las corrientes vivas de las peregrinaciones que realizan los judíos y toda la humanidad, deseosos de encontrar la paz en Jerusalén («pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos»: Sal 46,10; cf. Is 2,1-5). En cuanto aparece ante los ojos atónitos del peregrino la «morada santa del Altísimo» (Sal 46,5), renace la esperanza, porque «El Señor del universo está con nosotros» (Sal 46,12). En efecto, «el Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob» (Sal 87,2).
En el himno, toda la persona humana, con sus emociones, sus expectativas, su fragilidad y su grandeza, es convocada a una grandiosa celebración que se expresa gozosamente en el estribillo del aleluya o en la antífona «su misericordia es eterna» que —como ya hemos visto— jalona todo el Salmo 136. Toda la existencia del hombre se convierte precisamente en un «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rom 12,1). En la reinterpretación cristiana, el hombre busca, en la oración de alabanza y adoración, modelarse cada vez más a Cristo, cuando dice: «Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste» (Jn 17, 4).
4. La oración litúrgica
Como decíamos, la colina de Sión, sede del templo, es siempre punto de referencia y de atracción para el creyente judío: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!» (Sal 122,1). «Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo» (Sal 84,4).
Si la liturgia en el templo es la síntesis más elevada de toda la vida social y personal de Israel, puede sorprender que se conserven tan pocos fragmentos de rituales litúrgicos en el Salterio. No hay que olvidar, sin embargo, que muchas composiciones sálmicas contienen pasajes de origen cultual y que toda la colección de salmos constituirá más tarde el fundamento del culto judío y cristiano.
Es natural, pues, que la oración con los salmos fluya también hoy en la liturgia y encuentre en ella su expresión más intensa. Nunca hay un individuo rezando solo, al margen de la comunidad, sino siempre un miembro del pueblo elegido en diálogo con el Dios de la alianza y de la elección de todo Israel. El halo de la alianza y de la «nación santa» rodea a todo orante que eleva su voz al Señor. En particular, dos salmos, el 15 y el 24 —que casi deben equipararse a los actos penitenciales previos a la celebración cristiana de la Palabra y de la eucaristía— nos presentan la auténtica actitud con la que acercarnos a la liturgia. Para que no se reduzca a farsa o magia, debe estar enraizada en la vida, en nuestras relaciones con Dios y con el prójimo en justicia, amor y lealtad, como reitera desde hace tiempo el mensaje central de muchos profetas (Is 1,10-20; Am 5,21-24; Os 6,6; Miq 6,6-8; Jer 6,20).
El Decálogo, con sus exigencias religiosas y comunitarias, se convierte entonces en el control esencial de la autenticidad de nuestras celebraciones y ritos (cf. también Sal 50; 52; 53; 75; 81; 95).
El culto no debe ser una coartada para eludir los compromisos de fidelidad interior y social, de espiritualidad y de solidaridad: no basta cuando falta la justicia hacia el prójimo. «¿Quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo? El que procede honradamente y practica la justicia» (Sal 15,1-2). «Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias» (Sal 51,18-19).
El comentario ejemplar de
estos salmos se encuentra en la voz del profeta Miqueas:
«“¿Con qué me presentaré al Señor y me inclinaré ante el
Dios excelso?¿Me presentaré con holocaustos, con terneros de un año? ¿Le agradarán al Señor mil bueyes, miríadas de ríos de aceite? ¿Le ofreceré mi primogénito por mi
falta, el fruto de mis entrañas por mi pecado?”. Hombre,
se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y
caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6,6-8).
5. Vida político-cultural y oración
Aunque no faltan en los salmos ecos de acontecimientos políticos fechados y de catástrofes nacionales (véase el Salmo 78 o las llamadas súplicas colectivas como el Salmo 44), es sobre todo en la figura del soberano, descendiente de David, donde se fija la atención de una serie de composiciones destinadas probablemente a la liturgia de la entronización y coronación del rey (Sal 2; 18; 20; 21; 72; 89; 101; 110; 132).
Pero el interés, aunque vivo, que el judío siente por su historia, atestiguado también por los salmos históricos (Sal 78; 105; 106; 111; 114; 135; 136), va más allá del mero deseo de construir los anales del Estado judío o de dejar constancia de los acontecimientos políticos, sociales y económicos en los que Israel se vio envuelto. Las figuras, a menudo apagadas y pecadoras, que se suceden en el candelero político a través de la dinastía davídica son el signo de una presencia más decisiva de Dios que, precisamente a través de estos instrumentos frágiles e imperfectos, sigue conduciendo la historia de la salvación hacia metas más elevadas.
El «ungido» (en hebreo, «mesías») que ahora se sienta en el trono de David está destinado, aun dentro de los límites de su debilidad y de su infidelidad, a anunciar y dar esperanza en la venida del definitivo «Mesías ungido», «hijo de Dios» (Sal 2,7) en el sentido más elevado como gobernante judío. Este será el sentido pleno y perfecto que adquirirán los salmos reales en la reinterpretación que el cristianismo ha hecho a la luz de la figura de Cristo.
5. Vida político-cultural y oración
Aunque no faltan en los salmos ecos de acontecimientos políticos fechados y de catástrofes nacionales (véase el Salmo 78 o las llamadas súplicas colectivas como el Salmo 44), es sobre todo en la figura del soberano, descendiente de David, donde se fija la atención de una serie de composiciones destinadas probablemente a la liturgia de la entronización y coronación del rey (Sal 2; 18; 20; 21; 72; 89; 101; 110; 132).
Pero el interés, aunque vivo, que el judío siente por su historia, atestiguado también por los salmos históricos (Sal 78; 105; 106; 111; 114; 135; 136), va más allá del mero deseo de construir los anales del Estado judío o de dejar constancia de los acontecimientos políticos, sociales y económicos en los que Israel se vio envuelto. Las figuras, a menudo apagadas y pecadoras, que se suceden en el candelero político a través de la dinastía davídica son el signo de una presencia más decisiva de Dios que, precisamente a través de estos instrumentos frágiles e imperfectos, sigue conduciendo la historia de la salvación hacia metas más elevadas.
El «ungido» (en hebreo, «mesías») que ahora se sienta en el trono de David está destinado, aun dentro de los límites de su debilidad y de su infidelidad, a anunciar y dar esperanza en la venida del definitivo «Mesías ungido», «hijo de Dios» (Sal 2,7) en el sentido más elevado como gobernante judío. Este será el sentido pleno y perfecto que adquirirán los salmos reales en la reinterpretación que el cristianismo ha hecho a la luz de la figura de Cristo.
En la oración se ilumina también la experiencia social que vive el creyente, manteniendo su autonomía, su
realidad y sus características específicas. El hombre que
se encuentra con Dios no es un ser incorpóreo, sino una
criatura puesta en la tierra «para que la cultive y la guarde» (Gen 2,15). Por tanto, se acerca a Dios con su cultura
y su inteligencia. Es lo que la Biblia denomina con el término sabiduría, una cualidad humana que abarca todos
los ámbitos de la educación: cuestiones sociales (justicia, prudencia, misericordia, instrucción), éticas (mandamientos, relaciones con el prójimo), filosóficas (el dolor de los inocentes y la teodicea relacionada con él, es
decir, la justificación de Dios a pesar de la existencia del mal, la retribución según las obras) y religiosas (teología
y mística).
Son los llamados «salmos sapienciales», que implican la experiencia humana, el reflejo de la propia inteligencia, adquisiciones y pensamientos que ayudan a comprender mejor la realidad, a sondear ciertas cuestiones de la existencia comunitaria y de los asuntos personales (Sal 90; 37; 49; 73). O bien estos salmos se convierten en catequesis, es decir, en profundización teológica de la voluntad de Dios: es el caso del monumental Salmo 119 dedicado a la celebración de la Ley como palabra divina. En hebreo, la Torá-Ley tiene un sentido mucho más amplio que el nuestro porque, como hemos dicho, abarca ciertamente todo el Pentateuco, es decir, los cinco primeros libros de la Biblia, pero a un nivel más general es la revelación de la palabra de Dios y la expresión de la respuesta de Israel. El Salmo 119 ahonda precisamente en la Ley divina en todas sus dimensiones, en todos sus valores y en todas sus exigencias, como indica el muestrario de términos que el mismo salmo utiliza para definirla (orden, mandamiento, estatuto, precepto, camino, palabra, instrucción, testimonio...).
6. Los salmos imprecatorios
Dentro del Salterio se encuentran algunas composiciones que a menudo han creado una reacción escandalizada en la comunidad cristiana, hasta el punto de que han sido expulsadas del uso litúrgico actual. Se trata de los llamados «salmos imprecatorios», cuyo tejido de invectivas avergüenza al discípulo de Cristo, que debería, por el contrario, amar a su enemigo y perdonarlo, aunque desgraciadamente la historia está plagada de ejemplos muy diferentes. Son la expresión de una cultura y de un ambiente social antiguo y lejano y, por tanto, deben interpretarse correctamente, ciertamente no en sentido literal, entendiéndose que la llamada «ley del talión» pretende en realidad responder a las exigencias de la justicia distributiva y retributiva, según la cual a cada crimen debe corresponder un castigo igual o idéntico, como para poner a cero el mal.
Ahora, sin embargo, intentaremos comprender la matriz ideal de estas páginas que aún se encuentran bajo el sello de la inspiración divina. En primer lugar, estas palabras están animadas por la misma indignación de los profetas ante las manifestaciones brutales y sangrientas del mal en la historia humana. Revelan un ardiente anhelo de justicia, se convierten en una oración hecha de carne y hueso, dispuesta a implicar todo el ser de la persona, cuerpo y sentimientos, pasión y razón. El mismo Jesús manifiesta a veces esta indignación contra la hipocresía y la injusticia, ya sea blandiendo su bastón contra los mercaderes del templo (Jn 2,13-22), ya sea lanzando directamente maldiciones e invectivas, como podemos leer en el capítulo 23 de Mateo.
Hay, además, un rasgo característico de la cultura simbólica semítica que es ajeno al uso de conceptos abstractos: el mal, por tanto, no pocas veces se personifica en un enemigo concreto. El lenguaje oriental, pues, ama las imágenes fuertes, las expresiones verbales contundentes, el calor enardecido de las palabras. Estos tonos truculentos tienen una representación sorprendente en estas líneas del Salmo 58 lanzadas contra los políticos poderosos y corruptos: «Oh Dios, rómpeles los dientes en la boca; quiebra, Señor, los colmillos a los leones. Que se evaporen como agua que fluye, que se marchiten como hierba que se pisa. Sean como limaco que se deslíe al deslizarse; como aborto de mujer, que no llega a ver el sol. Antes de que echen espinas, como la zarza verde o quemada, arrebátelos el vendaval. Goce el justo viendo la venganza, bañe sus pies en la sangre del malvado; y la gente dirá: “¡El justo cosecha su fruto; sí, hay un Dios que juzga en la tierra!”» (vv. 7-12).
La retórica furiosa, la violencia de la polémica y la fe de la cultura semítica en la eficacia de la palabra a la hora de bendecir y maldecir forman parte de la psicología social subyacente a estas imprecaciones, pero también revelan indirectamente la ansiedad moral subyacente, hasta el punto de que la exclamación final remite a la confianza en un Dios que hace justicia en la tierra y al único que se le confía la venganza. San Juan Crisóstomo, padre de la Iglesia oriental del siglo iv, veía en estas invectivas un signo vivo de la «condescendencia» de Dios que «asume el lenguaje, las concepciones humanas y las verdades todavía imperfectas». Este es el tema de la correcta interpretación de la violencia sagrada en las Sagradas Escrituras (guerra santa, luchas tribales, simbolismo marcial aplicado a Dios): pertenece a la historicidad de la Revelación bíblica.
La Palabra de Dios no es una serie de teoremas teológicos perfectos y abstractos: es, sí, una verdad que, sin embargo, se abre paso a través de los acontecimientos humanos con todo su peso de maldad, sangre, miseria y dolor, y no solo con su luz, belleza y amor. Es, en la práctica, una aplicación de la Encarnación que lleva al Logos, la Palabra divina y trascendente, a la «carne» viva y a menudo dramática de la historia humana (Jn 1,14). Esta presencia divina debe aceptar la realidad de la libertad de la persona, que Dios no anula ni aplasta. Él quiso que su criatura fuera libre en el bien y en el mal, y por tanto propensa no solo a obedecer, sino también a violar sus leyes (Gen 2-3).
Sin embargo, la meta a la que quiere conducir la historia y las mismas opciones humanas es un horizonte de luz donde cesarán «la muerte, el luto y el dolor» (Ap 21,4). Por eso San Pablo, citando un pasaje del Deuteronomio (32,35) exhorta así a los cristianos: «No os toméis la venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia, pues está escrito: Mía es la venganza, yo daré lo merecido, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber: actuando así amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,19-21).
Capítulo 3
LOS SALMOS, PALABRA DE DIOS Y DE LA HUMANIDAD
«Uno se sorprende a primera vista de que haya un libro de oraciones en la Biblia. ¿Acaso no es la Biblia toda Palabra de Dios dirigida a nosotros? Ahora bien, las oraciones son palabras humanas, ¿cómo pueden encontrarse en la Biblia? Si la Biblia contiene un libro de oraciones, debemos deducir que la Palabra de Dios no es solo lo que quiere dirigirnos, sino también lo que quiere oír de nosotros». Es significativa esta observación que Dietrich Bonhoeffer, el teólogo martirizado por el nazismo en 1945, propuso en el librito que dedicó a la oración de los salmos
El encuentro entre Dios y el orante
La revelación bíblica es, en efecto, dialógica: la Palabra de Dios se entrelaza también con la palabra humana y su encuentro se sitúa bajo el sello de la inspiración. Por tanto, es natural que los salmos sean una manifestación de este abrazo entre Dios y el orante. Están unidos por una relación de amor y fidelidad, expresada sobre todo por la palabra hebrea hesed, que resuena cien veces en el Salterio y que genera una intimidad entre Dios y sus fieles. Por eso resuenan a menudo adjetivos posesivos y pronombres personales: «mi/nuestro» dirigido a Dios vuelve 75 veces; unas cincuenta veces se llama a Israel «su» pueblo; diez veces «su» heredad y siete veces «su» rebaño.
Se trata de una relación interpersonal que se define también a través de un «recuerdo» mutuo. Por un lado, está el Señor que se acuerda de sus fieles, o de su pueblo al que ha elegido y hecho cercano a través de una alianza a la que siempre permanece fiel (Sal 105,8) y que pone en práctica a través de sus acciones en la historia de la salvación (Sal 78,4-5). Por otra parte, toma el relevo el «recordar» del orante, verbo que se convierte en una especie de sinónimo de «creer». En efecto, es frecuente en el Salterio la llamada a «acordarse de Dios» (Sal 77,4), a «recordar las maravillas de antaño» (77,12), a «recordar su nombre» (119,55).
La relación con Dios adquiere en consecuencia la tonalidad de comunión, de intimidad mística, descrita a través de un variado simbolismo que dejamos al lector del Salterio descubrir, sobre todo cuando lo utiliza como libro de oración: la mesa, el cáliz de vino, el perfume destinado al huésped, la saciedad, el saciarse, la morada común en el monte santo del templo, la tierra reseca fertilizada por la lluvia, la sombra que protege del ardor del sol, las alas que protegen, el calor íntimo del nido, el deseo mutuo, etc.
Especialmente importante en este encuentro es el símbolo de la luz, que, por otra parte, es un signo del misterio divino utilizado por todas las civilizaciones: «Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas» (Sal 18,29). La Palabra de Dios es «Lámpara para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105). La persona humana procede, por supuesto, con la guía también de la razón y de los sentidos, pero deslumbrante es la palabra divina que, como el sol, hace palidecer las otras lámparas. Ahora bien, el símbolo de la luz encierra precisamente el vínculo entre la trascendencia divina y la realidad histórica humana. Porque es, como Dios, exterior a nosotros, totalmente superior, nos precede y nos sobrepasa; no se puede asir con las manos y doblarlas.
Sin embargo, nos envuelve, nos penetra y nos calienta, nos especifica, nos identifica, nos vivifica. Criatura y Creador se encuentran en el halo de luz, que se convierte así en signo de revelación. Ejemplar en este sentido es el Salmo 19, que tendremos ocasión de presentar en la antología final: en él se entrelazan las dos luces, la del sol que habla de su Creador y nos lo revela en la creación, y la de la Ley, la Torá, los mandamientos del Señor, que son «claros e iluminan los ojos», de modo que «tu siervo es iluminado por ellos» (Sal 19,9.12). Se comprende, pues, lo relevante que es en esta línea «ver a Dios» y su rostro, de modo que a menudo nos encontramos con la expresión «hacer resplandecer el rostro» en el Salterio (por ejemplo, Sal 4,7; 80,4.20; 119,135).
En las antípodas, por supuesto, está el «ocultar el rostro» por parte de Dios, que genera esta invocación repetida en los salmos: «No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo» (Sal 27,9). Si el rostro luminoso del Señor es fuente de vida, alegría y esperanza, su oscurecimiento o alejamiento se convierte en raíz de juicio y angustia: «No escondas tu rostro a tu siervo. Estoy en peligro, respóndeme enseguida» (Sal 69,18). Corolario de esta constelación simbólica de luz y rostro son los verbos de «visión» que presuponen igualmente un encuentro de miradas entre Dios y el interlocutor. La serie de textos sálmicos que ensalzan esta intersección entre el ojo divino y el humano es muy rica.
He aquí algunos ejemplos.
Por parte de Dios: «El Señor tiene su trono en el cielo; sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres… ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte... Los ojos del Señor miran a los justos… Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles» (11,4; 102,20-21; 34,16; 116,15).
Por parte del orante: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red... se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios… A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia» (25,15; 69,4; 123,1-2). En efecto, todas las criaturas y todos los seres vivientes están en la misma actitud: «Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo» (Sal 145,15).
Podríamos concluir, llegados a este punto, con una suave invocación que exalta el valor divino y humano de este símbolo: «Guárdame como a las niñas de tus ojos» (17,8). La visión y la contemplación son la culminación de la oración: he aquí el sello del encuentro entre los dos protagonistas del Salterio, el Señor y el orante, Dios y el yo humano abrazados en un diálogo de amor incluso en los momentos de prueba y de oscuridad
Y es precisamente en esta última situación donde se cuela un tercer sujeto, que parece romper ese vínculo entre los dos protagonistas del Salterio y rompe palabras y miradas.
La tercera presencia
Es una figura negativa que perturba la armonía entre Dios y su criatura. En el lenguaje bíblico, es «el enemigo» que, como ya hemos tenido ocasión de decir al hablar de la oración en su forma general y universal, es una presencia típica en las súplicas, es decir, en las invocaciones contra el mal que asedia a los fieles. Por supuesto, en algunos casos puede tratarse de un adversario personal que mina al orante, que lo calumnia, lo humilla, lo persigue. Sugerente es el original retrato de la traición en el Salmo 55: «Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría; si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él; pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad: juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios» (55,13-15).
Otras veces puede tratarse de una persona poderosa que prevarica, o de la masa hostil de un ejército que avanza contra la ciudad santa, como en el caso del hundimiento de Jerusalén bajo los babilonios en 586 a.C. (Sal 74; 137). Este es el tema dominante en las lamentaciones sálmicas nacionales (Sal 44; 79; 80). A menudo, sin embargo, el enemigo se convierte en una personificación concreta del mal, la enfermedad, la infelicidad. También aquí se emplea una variedad de simbolismos, que ahora solo podemos enumerar, dejando que los descubran versículo a versículo quienes utilizan el Salterio como lectura y oración constantes. Así, a menudo aparecen imágenes marciales: la espada, el arco, las flechas, el escudo, la guerra, la derrota militar.
A veces se utilizan símbolos cinegéticos o zoomorfos para encarnar al enemigo-mal: caza con trampas y redes, bestias feroces como leones, perros rabiosos, toros 3. Los salmos, palabra de Dios y de la humanidad enfurecidos. Baste citar a este respecto el salmo pronunciado por Jesús en la cruz, el 22: «Me acorrala un tropel de novillos, me cercan toros de Basán; abren contra mí las fauces leones que descuartizan y rugen. Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; me acorrala una jauría de mastines» (22,13-14.17). Y la invocación continúa: «Sálvame de las fauces del león; a este pobre, de los cuernos del búfalo» (22,22), precisando, sin embargo, que quien rodea al orante es «una banda de malhechores» (22,17), para disolver el valor de la metáfora bestial.
El lector, pues, encontrará también en las páginas sálmicas un simbolismo naturalista, como las aguas que inundan, destruyen y atacan al creyente hasta la garganta, o el riesgo de resbalar en un pozo profundo que parece sumergirnos en el inframundo, o incluso la aridez del suelo que genera sed. El mal que se entromete entre Dios y la criatura humana puede ser muchas veces la enfermedad en todos sus tipos y sintomatologías, desde la lepra hasta la inapetencia y la fiebre.
Pero, en particular, irrumpe en esa especie de patio de recreo de Satanás que es el aislamiento solitario, el abandono, el rechazo de los demás.
Hay, sin embargo, dos presencias oscuras más desconcertantes, capaces de crear una fuerte crisis en el diálogo entre Dios y el hombre. En primer lugar, el silencio de Dios mismo, su distancia distante de soberano impasible, indiferente al sufrimiento de sus criaturas. Estas súplicas son semejantes a las lacerantes de Job, como en el célebre comienzo del Salmo 22 citado, utilizado por Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).
Por el contrario, ese silencio divino parece ser signo de hostilidad, con la imagen ya evocada de «esconder su rostro» (hasta 22 veces en el Salterio), su «alejamiento» e incluso el «encendido de su ira». Esta es la prueba más difícil para el creyente.
La otra presencia hostil es, sin embargo, estrictamente humana y es el pecado, que es violación de la moral y desobediencia a la palabra divina. Famosos a este respecto son los ya citados Salmos 51 (Miserere) y 130 (De profundis
Solo con la confesión y el repudio de este enemigo inherente al propio hombre florece de nuevo el diálogo mediante la conversión, la reconciliación y el perdón de Dios, que es más fuerte que la ofensa del pecador.
El vocabulario que expresa el borrado del mal en este caso es sugerente: el «no recuerdo» de la culpa por parte del Señor que vuelve a «volver su rostro» hacia el orante, que «cubre» (kipper) el pecado para borrarlo, pero también el shûb del hombre, literalmente su «vuelta» al buen camino tras la desviación del pecado, y por tanto su «conversión». Una síntesis admirable que describe la reanudación del diálogo interrumpido por la rebelión humana se encuentra en un salmo con una fuerte carga mística, el Salmo 103: «Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos» (vv. 11-12).
En conclusión, los salmos son una oración que implica a Dios y a la humanidad, a la eternidad y a los acontecimientos cotidianos. Son una invitación a caminar a la luz de la palabra divina, son una súplica para ser salvados del mal fuera y dentro de nosotros, son una resolución: «Aparto mi pie de toda senda mala, para guardar tu palabra» (Sal 119,101). Pero el presente de la Biblia siempre está inserto en un movimiento hacia el futuro. Ulises, arrancado de su patria, anhelaba volver a su patria perdida y a su pasado, aunque solo fuera para contemplar el humo que salía de las chimeneas de las casas (Odisea, 1.58). Su patria era un «retorno», un «antes». Abraham, el tipo del creyente bíblico, en cambio, es un peregrino en la tierra porque su patria es un «después», un «adelante».
La oración de los salmos nos ayuda a buscar este futuro no proyectándonos desde la realidad hacia sueños o fantasías de evasión, sino comprometiéndonos cada día en nuestro itinerario terrestre que tiene un desembarco luminoso: «Porque no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,10-11).
Imitando a Jesús, que en su última Pascua cantó el Hallel, es decir, la colección de salmos destinados a las celebraciones litúrgicas solemnes (tal vez el Salmo 113- 118 o el Salmo 136: véase Mt 26,30), también la comunidad cristiana —especialmente durante el tiempo jubilar—, a través de la Liturgia de las Horas y la Liturgia de la Palabra, se une a este coro que asciende a Dios desde hace siglos. A este respecto, es significativo el llamamiento de san Pablo: «La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3,16).
Son los llamados «salmos sapienciales», que implican la experiencia humana, el reflejo de la propia inteligencia, adquisiciones y pensamientos que ayudan a comprender mejor la realidad, a sondear ciertas cuestiones de la existencia comunitaria y de los asuntos personales (Sal 90; 37; 49; 73). O bien estos salmos se convierten en catequesis, es decir, en profundización teológica de la voluntad de Dios: es el caso del monumental Salmo 119 dedicado a la celebración de la Ley como palabra divina. En hebreo, la Torá-Ley tiene un sentido mucho más amplio que el nuestro porque, como hemos dicho, abarca ciertamente todo el Pentateuco, es decir, los cinco primeros libros de la Biblia, pero a un nivel más general es la revelación de la palabra de Dios y la expresión de la respuesta de Israel. El Salmo 119 ahonda precisamente en la Ley divina en todas sus dimensiones, en todos sus valores y en todas sus exigencias, como indica el muestrario de términos que el mismo salmo utiliza para definirla (orden, mandamiento, estatuto, precepto, camino, palabra, instrucción, testimonio...).
6. Los salmos imprecatorios
Dentro del Salterio se encuentran algunas composiciones que a menudo han creado una reacción escandalizada en la comunidad cristiana, hasta el punto de que han sido expulsadas del uso litúrgico actual. Se trata de los llamados «salmos imprecatorios», cuyo tejido de invectivas avergüenza al discípulo de Cristo, que debería, por el contrario, amar a su enemigo y perdonarlo, aunque desgraciadamente la historia está plagada de ejemplos muy diferentes. Son la expresión de una cultura y de un ambiente social antiguo y lejano y, por tanto, deben interpretarse correctamente, ciertamente no en sentido literal, entendiéndose que la llamada «ley del talión» pretende en realidad responder a las exigencias de la justicia distributiva y retributiva, según la cual a cada crimen debe corresponder un castigo igual o idéntico, como para poner a cero el mal.
Ahora, sin embargo, intentaremos comprender la matriz ideal de estas páginas que aún se encuentran bajo el sello de la inspiración divina. En primer lugar, estas palabras están animadas por la misma indignación de los profetas ante las manifestaciones brutales y sangrientas del mal en la historia humana. Revelan un ardiente anhelo de justicia, se convierten en una oración hecha de carne y hueso, dispuesta a implicar todo el ser de la persona, cuerpo y sentimientos, pasión y razón. El mismo Jesús manifiesta a veces esta indignación contra la hipocresía y la injusticia, ya sea blandiendo su bastón contra los mercaderes del templo (Jn 2,13-22), ya sea lanzando directamente maldiciones e invectivas, como podemos leer en el capítulo 23 de Mateo.
Hay, además, un rasgo característico de la cultura simbólica semítica que es ajeno al uso de conceptos abstractos: el mal, por tanto, no pocas veces se personifica en un enemigo concreto. El lenguaje oriental, pues, ama las imágenes fuertes, las expresiones verbales contundentes, el calor enardecido de las palabras. Estos tonos truculentos tienen una representación sorprendente en estas líneas del Salmo 58 lanzadas contra los políticos poderosos y corruptos: «Oh Dios, rómpeles los dientes en la boca; quiebra, Señor, los colmillos a los leones. Que se evaporen como agua que fluye, que se marchiten como hierba que se pisa. Sean como limaco que se deslíe al deslizarse; como aborto de mujer, que no llega a ver el sol. Antes de que echen espinas, como la zarza verde o quemada, arrebátelos el vendaval. Goce el justo viendo la venganza, bañe sus pies en la sangre del malvado; y la gente dirá: “¡El justo cosecha su fruto; sí, hay un Dios que juzga en la tierra!”» (vv. 7-12).
La retórica furiosa, la violencia de la polémica y la fe de la cultura semítica en la eficacia de la palabra a la hora de bendecir y maldecir forman parte de la psicología social subyacente a estas imprecaciones, pero también revelan indirectamente la ansiedad moral subyacente, hasta el punto de que la exclamación final remite a la confianza en un Dios que hace justicia en la tierra y al único que se le confía la venganza. San Juan Crisóstomo, padre de la Iglesia oriental del siglo iv, veía en estas invectivas un signo vivo de la «condescendencia» de Dios que «asume el lenguaje, las concepciones humanas y las verdades todavía imperfectas». Este es el tema de la correcta interpretación de la violencia sagrada en las Sagradas Escrituras (guerra santa, luchas tribales, simbolismo marcial aplicado a Dios): pertenece a la historicidad de la Revelación bíblica.
La Palabra de Dios no es una serie de teoremas teológicos perfectos y abstractos: es, sí, una verdad que, sin embargo, se abre paso a través de los acontecimientos humanos con todo su peso de maldad, sangre, miseria y dolor, y no solo con su luz, belleza y amor. Es, en la práctica, una aplicación de la Encarnación que lleva al Logos, la Palabra divina y trascendente, a la «carne» viva y a menudo dramática de la historia humana (Jn 1,14). Esta presencia divina debe aceptar la realidad de la libertad de la persona, que Dios no anula ni aplasta. Él quiso que su criatura fuera libre en el bien y en el mal, y por tanto propensa no solo a obedecer, sino también a violar sus leyes (Gen 2-3).
Sin embargo, la meta a la que quiere conducir la historia y las mismas opciones humanas es un horizonte de luz donde cesarán «la muerte, el luto y el dolor» (Ap 21,4). Por eso San Pablo, citando un pasaje del Deuteronomio (32,35) exhorta así a los cristianos: «No os toméis la venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia, pues está escrito: Mía es la venganza, yo daré lo merecido, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber: actuando así amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,19-21).
Capítulo 3
LOS SALMOS, PALABRA DE DIOS Y DE LA HUMANIDAD
«Uno se sorprende a primera vista de que haya un libro de oraciones en la Biblia. ¿Acaso no es la Biblia toda Palabra de Dios dirigida a nosotros? Ahora bien, las oraciones son palabras humanas, ¿cómo pueden encontrarse en la Biblia? Si la Biblia contiene un libro de oraciones, debemos deducir que la Palabra de Dios no es solo lo que quiere dirigirnos, sino también lo que quiere oír de nosotros». Es significativa esta observación que Dietrich Bonhoeffer, el teólogo martirizado por el nazismo en 1945, propuso en el librito que dedicó a la oración de los salmos
El encuentro entre Dios y el orante
La revelación bíblica es, en efecto, dialógica: la Palabra de Dios se entrelaza también con la palabra humana y su encuentro se sitúa bajo el sello de la inspiración. Por tanto, es natural que los salmos sean una manifestación de este abrazo entre Dios y el orante. Están unidos por una relación de amor y fidelidad, expresada sobre todo por la palabra hebrea hesed, que resuena cien veces en el Salterio y que genera una intimidad entre Dios y sus fieles. Por eso resuenan a menudo adjetivos posesivos y pronombres personales: «mi/nuestro» dirigido a Dios vuelve 75 veces; unas cincuenta veces se llama a Israel «su» pueblo; diez veces «su» heredad y siete veces «su» rebaño.
Se trata de una relación interpersonal que se define también a través de un «recuerdo» mutuo. Por un lado, está el Señor que se acuerda de sus fieles, o de su pueblo al que ha elegido y hecho cercano a través de una alianza a la que siempre permanece fiel (Sal 105,8) y que pone en práctica a través de sus acciones en la historia de la salvación (Sal 78,4-5). Por otra parte, toma el relevo el «recordar» del orante, verbo que se convierte en una especie de sinónimo de «creer». En efecto, es frecuente en el Salterio la llamada a «acordarse de Dios» (Sal 77,4), a «recordar las maravillas de antaño» (77,12), a «recordar su nombre» (119,55).
La relación con Dios adquiere en consecuencia la tonalidad de comunión, de intimidad mística, descrita a través de un variado simbolismo que dejamos al lector del Salterio descubrir, sobre todo cuando lo utiliza como libro de oración: la mesa, el cáliz de vino, el perfume destinado al huésped, la saciedad, el saciarse, la morada común en el monte santo del templo, la tierra reseca fertilizada por la lluvia, la sombra que protege del ardor del sol, las alas que protegen, el calor íntimo del nido, el deseo mutuo, etc.
Especialmente importante en este encuentro es el símbolo de la luz, que, por otra parte, es un signo del misterio divino utilizado por todas las civilizaciones: «Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas» (Sal 18,29). La Palabra de Dios es «Lámpara para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105). La persona humana procede, por supuesto, con la guía también de la razón y de los sentidos, pero deslumbrante es la palabra divina que, como el sol, hace palidecer las otras lámparas. Ahora bien, el símbolo de la luz encierra precisamente el vínculo entre la trascendencia divina y la realidad histórica humana. Porque es, como Dios, exterior a nosotros, totalmente superior, nos precede y nos sobrepasa; no se puede asir con las manos y doblarlas.
Sin embargo, nos envuelve, nos penetra y nos calienta, nos especifica, nos identifica, nos vivifica. Criatura y Creador se encuentran en el halo de luz, que se convierte así en signo de revelación. Ejemplar en este sentido es el Salmo 19, que tendremos ocasión de presentar en la antología final: en él se entrelazan las dos luces, la del sol que habla de su Creador y nos lo revela en la creación, y la de la Ley, la Torá, los mandamientos del Señor, que son «claros e iluminan los ojos», de modo que «tu siervo es iluminado por ellos» (Sal 19,9.12). Se comprende, pues, lo relevante que es en esta línea «ver a Dios» y su rostro, de modo que a menudo nos encontramos con la expresión «hacer resplandecer el rostro» en el Salterio (por ejemplo, Sal 4,7; 80,4.20; 119,135).
En las antípodas, por supuesto, está el «ocultar el rostro» por parte de Dios, que genera esta invocación repetida en los salmos: «No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo» (Sal 27,9). Si el rostro luminoso del Señor es fuente de vida, alegría y esperanza, su oscurecimiento o alejamiento se convierte en raíz de juicio y angustia: «No escondas tu rostro a tu siervo. Estoy en peligro, respóndeme enseguida» (Sal 69,18). Corolario de esta constelación simbólica de luz y rostro son los verbos de «visión» que presuponen igualmente un encuentro de miradas entre Dios y el interlocutor. La serie de textos sálmicos que ensalzan esta intersección entre el ojo divino y el humano es muy rica.
He aquí algunos ejemplos.
Por parte de Dios: «El Señor tiene su trono en el cielo; sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres… ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte... Los ojos del Señor miran a los justos… Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles» (11,4; 102,20-21; 34,16; 116,15).
Por parte del orante: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red... se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios… A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia» (25,15; 69,4; 123,1-2). En efecto, todas las criaturas y todos los seres vivientes están en la misma actitud: «Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo» (Sal 145,15).
Podríamos concluir, llegados a este punto, con una suave invocación que exalta el valor divino y humano de este símbolo: «Guárdame como a las niñas de tus ojos» (17,8). La visión y la contemplación son la culminación de la oración: he aquí el sello del encuentro entre los dos protagonistas del Salterio, el Señor y el orante, Dios y el yo humano abrazados en un diálogo de amor incluso en los momentos de prueba y de oscuridad
Y es precisamente en esta última situación donde se cuela un tercer sujeto, que parece romper ese vínculo entre los dos protagonistas del Salterio y rompe palabras y miradas.
La tercera presencia
Es una figura negativa que perturba la armonía entre Dios y su criatura. En el lenguaje bíblico, es «el enemigo» que, como ya hemos tenido ocasión de decir al hablar de la oración en su forma general y universal, es una presencia típica en las súplicas, es decir, en las invocaciones contra el mal que asedia a los fieles. Por supuesto, en algunos casos puede tratarse de un adversario personal que mina al orante, que lo calumnia, lo humilla, lo persigue. Sugerente es el original retrato de la traición en el Salmo 55: «Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría; si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él; pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad: juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios» (55,13-15).
Otras veces puede tratarse de una persona poderosa que prevarica, o de la masa hostil de un ejército que avanza contra la ciudad santa, como en el caso del hundimiento de Jerusalén bajo los babilonios en 586 a.C. (Sal 74; 137). Este es el tema dominante en las lamentaciones sálmicas nacionales (Sal 44; 79; 80). A menudo, sin embargo, el enemigo se convierte en una personificación concreta del mal, la enfermedad, la infelicidad. También aquí se emplea una variedad de simbolismos, que ahora solo podemos enumerar, dejando que los descubran versículo a versículo quienes utilizan el Salterio como lectura y oración constantes. Así, a menudo aparecen imágenes marciales: la espada, el arco, las flechas, el escudo, la guerra, la derrota militar.
A veces se utilizan símbolos cinegéticos o zoomorfos para encarnar al enemigo-mal: caza con trampas y redes, bestias feroces como leones, perros rabiosos, toros 3. Los salmos, palabra de Dios y de la humanidad enfurecidos. Baste citar a este respecto el salmo pronunciado por Jesús en la cruz, el 22: «Me acorrala un tropel de novillos, me cercan toros de Basán; abren contra mí las fauces leones que descuartizan y rugen. Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; me acorrala una jauría de mastines» (22,13-14.17). Y la invocación continúa: «Sálvame de las fauces del león; a este pobre, de los cuernos del búfalo» (22,22), precisando, sin embargo, que quien rodea al orante es «una banda de malhechores» (22,17), para disolver el valor de la metáfora bestial.
El lector, pues, encontrará también en las páginas sálmicas un simbolismo naturalista, como las aguas que inundan, destruyen y atacan al creyente hasta la garganta, o el riesgo de resbalar en un pozo profundo que parece sumergirnos en el inframundo, o incluso la aridez del suelo que genera sed. El mal que se entromete entre Dios y la criatura humana puede ser muchas veces la enfermedad en todos sus tipos y sintomatologías, desde la lepra hasta la inapetencia y la fiebre.
Pero, en particular, irrumpe en esa especie de patio de recreo de Satanás que es el aislamiento solitario, el abandono, el rechazo de los demás.
Hay, sin embargo, dos presencias oscuras más desconcertantes, capaces de crear una fuerte crisis en el diálogo entre Dios y el hombre. En primer lugar, el silencio de Dios mismo, su distancia distante de soberano impasible, indiferente al sufrimiento de sus criaturas. Estas súplicas son semejantes a las lacerantes de Job, como en el célebre comienzo del Salmo 22 citado, utilizado por Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).
Por el contrario, ese silencio divino parece ser signo de hostilidad, con la imagen ya evocada de «esconder su rostro» (hasta 22 veces en el Salterio), su «alejamiento» e incluso el «encendido de su ira». Esta es la prueba más difícil para el creyente.
La otra presencia hostil es, sin embargo, estrictamente humana y es el pecado, que es violación de la moral y desobediencia a la palabra divina. Famosos a este respecto son los ya citados Salmos 51 (Miserere) y 130 (De profundis
Solo con la confesión y el repudio de este enemigo inherente al propio hombre florece de nuevo el diálogo mediante la conversión, la reconciliación y el perdón de Dios, que es más fuerte que la ofensa del pecador.
El vocabulario que expresa el borrado del mal en este caso es sugerente: el «no recuerdo» de la culpa por parte del Señor que vuelve a «volver su rostro» hacia el orante, que «cubre» (kipper) el pecado para borrarlo, pero también el shûb del hombre, literalmente su «vuelta» al buen camino tras la desviación del pecado, y por tanto su «conversión». Una síntesis admirable que describe la reanudación del diálogo interrumpido por la rebelión humana se encuentra en un salmo con una fuerte carga mística, el Salmo 103: «Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos» (vv. 11-12).
En conclusión, los salmos son una oración que implica a Dios y a la humanidad, a la eternidad y a los acontecimientos cotidianos. Son una invitación a caminar a la luz de la palabra divina, son una súplica para ser salvados del mal fuera y dentro de nosotros, son una resolución: «Aparto mi pie de toda senda mala, para guardar tu palabra» (Sal 119,101). Pero el presente de la Biblia siempre está inserto en un movimiento hacia el futuro. Ulises, arrancado de su patria, anhelaba volver a su patria perdida y a su pasado, aunque solo fuera para contemplar el humo que salía de las chimeneas de las casas (Odisea, 1.58). Su patria era un «retorno», un «antes». Abraham, el tipo del creyente bíblico, en cambio, es un peregrino en la tierra porque su patria es un «después», un «adelante».
La oración de los salmos nos ayuda a buscar este futuro no proyectándonos desde la realidad hacia sueños o fantasías de evasión, sino comprometiéndonos cada día en nuestro itinerario terrestre que tiene un desembarco luminoso: «Porque no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,10-11).
Imitando a Jesús, que en su última Pascua cantó el Hallel, es decir, la colección de salmos destinados a las celebraciones litúrgicas solemnes (tal vez el Salmo 113- 118 o el Salmo 136: véase Mt 26,30), también la comunidad cristiana —especialmente durante el tiempo jubilar—, a través de la Liturgia de las Horas y la Liturgia de la Palabra, se une a este coro que asciende a Dios desde hace siglos. A este respecto, es significativo el llamamiento de san Pablo: «La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3,16).
UN SALTERIO EN MINIATURA
Hasta ahora hemos adoptado una especie de contemplación desde lo alto: de hecho, ya hemos utilizado la imagen de la visión desde la cima del monte Nebo, cuando Moisés, en el umbral de su muerte, tuvo ante sí el panorama de la Tierra Prometida, pero también escuchó aquella gélida prohibición del Señor: «Te la he hecho ver con tus propios ojos, pero no entrarás en ella» (Dt 34,4). Después de las páginas dedicadas casi a describir el mapa del Salterio en sus diferentes características y colores de sus regiones literarias y religiosas, ahora —a diferencia de Moisés— quisiéramos aventurarnos en algunos de esos territorios.
Evidentemente, no es posible proponer una guía de lectura de los 150 salmos, dada la calidad particular y esencial de este subsidio. Hemos pensado, pues, en una selección de los cantos sálmicos más significativos, los más conocidos y aceptados en el uso litúrgico o espiritual, capaces, sin embargo, de dar cuenta también de esos «géneros literarios» antes descritos (himnos de alabanza, súplicas, profesiones de fe y confianza, acciones de gracias, cantos de Sión y del reino de Dios, composiciones sapienciales, meditaciones sobre la historia de la salvación, etc.). Para cada uno de los salmos elegidos, reservaremos solo una clave de lectura mínima, una especie de atisbo que dará una idea del tema que se descubrirá más adelante y se profundizará en la lectura integral meditada. Es, por tanto, imprescindible coger ahora la propia Biblia y abrirla en la sección dedicada a los salmos, para poder leer a continuación los textos que se propondrán progresivamente (entre paréntesis se indica la numeración litúrgica del salmo).
Abierta en el original hebreo por una palabra que comienza por la primera letra del alfabeto, alef, esta composición sapiencial es casi la clave de lectura de toda la colección de los Salmos. Dos caminos, dos destinos, dos humanidades se enfrentan: el justo que canta los salmos es como un árbol frondoso que no ve marchitarse sus hojas, el injusto es tan estéril como la paja esparcida por el viento. La última letra con la que se cierra este salmo es la letra tau, la última del alfabeto hebreo: el salmo es, por tanto, idealmente el alfabeto de la moral y de las opciones del hombre en la historia.
He aquí una de las páginas más famosas del Salterio: con el Salmo 110, representa la oración mesiánica clásica del cristianismo. En sí mismo, sin embargo, el himno es un texto de la solemne liturgia de coronación del rey de Judá. Ese día, según una práctica oriental, se le asignó una cualidad divina: «Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy» (v. 7). Si para Israel el soberano seguirá siendo solo el hijo adoptivo y no natural del Señor, en la reinterpretación cristiana el Mesías-rey del salmo será el Cristo, el Hijo por excelencia. En el fondo se oyen ruidos de rebelión, pero Dios se pone de parte del «hijo» cuyo cetro destrozará toda resistencia del mal como si fuera una olla de barro. Y todos se postrarán ante él para rendirle «homenaje temblando».
Salmo 6: ¡Sáname, Señor!
«¡No puedo más!»: ésta es la dramática súplica de un enfermo que siente cómo el poder helado de la muerte se ramifica desde su agotamiento físico. En la nebulosa visión del más allá que tenía entonces Israel, el reino de los muertos es un ámbito de silencio del que Dios está ausente (v. 6). La intensa demanda de vida que el enfermo dirige a Dios es, por tanto, algo más que una simple petición de curación. Es el deseo de recuperar la vida y la intimidad con el Dios que ahora parece hostil: por eso la tradición cristiana ha situado este salmo en la apertura de los siete salmos penitenciales (6; 32; 38; 51; 102; 130; 143). Bajo esta luz, el dolor se interpreta como fruto del pecado, según una antigua concepción que vinculaba el sufrimiento a la culpabilidad. Pero, como siempre en las súplicas bíblicas, la última es siempre una palabra de esperanza y de vida: «El Señor ha escuchado mi súplica» (v. 9).
Salmo 8: Poco inferior a los ángeles
Confiado a las arenas de la luna por los astronautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin por invitación de san Pablo VI, este salmo es una extraordinaria celebración del hombre en el gran esquema de las criaturas del universo. Sin embargo, en el «eterno silencio del espacio infinito», esta «caña pensante» —por utilizar la imagen del célebre filósofo francés del siglo xvii Blaise Pascal— es una mota microscópica. Más insignificante aún es su realidad frente a un Dios creador todopoderoso que borda con sus dedos las constelaciones y los planetas del cielo.
Sin embargo, es precisamente este Dios quien se inclina sobre el hombre y lo corona, haciéndolo poco menos que él mismo, soberano del horizonte cósmico. Un canto al humanismo, pues; una oración arriesgada cuando el hombre se convierte en tirano y humilla al mundo. Por eso la Carta a los Hebreos transforma este salmo nocturno en el canto del hombre perfecto, el Cristo (2,5-10).
Salmo 16 (15): El camino de la vida más allá de la muerte
Maravillosa composición escrita tal vez por un sacerdote: el lenguaje de la «herencia» divina en los vv. 5-7 es típico de la clase levítica, que no poseía un territorio propio en Israel, sino que vivía en torno al Templo.
El corazón poético y religioso del salmo está, pues, en la profesión de fe del v. 2: «Yo digo al Señor: “Tú eres mi Dios”. No hay bien para mí fuera de ti. Señor, tú eres mi único bien». Nos parece escuchar ya las palabras de santa Teresa de Ávila: «Nada le falta al que posee a Dios: ¡solo Dios le basta!». Animado por esta confianza, el poeta se atreve también a desafiar el miedo supremo del hombre, el de la muerte. Por un lado ve el fluir inexorable de los días hacia la tumba, pero por otro intuye que el Dios de la vida no puede permitir que sus fieles se precipiten en la nada o en la fantasmagórica sala de los muertos. A sus ojos aparece casi un resplandor: es el camino de la vida y de la alegría eterna ante el rostro de Dios. Pedro en su discurso de Pentecostés (Hch 2,22-36) y Pablo en su discurso en Antioquía de Pisidia (Hch 13,14-43) repiten las palabras del Salmo 16 y las aplican a Cristo resucitado.
Salmo 19 (18): La luz del sol y de la Palabra
Dos soles, dos luces, dos palabras divinas: el sol, la
luz y la palabra de la creación, la voz secreta de Dios;
el sol, la luz y la palabra de la Torá, en la práctica de la
Biblia, la voz explícita de Dios. Un célebre comentarista
judío medieval escribió: «Del mismo modo que el mundo no se ilumina y vive si no es por el sol, el alma no
alcanza su plenitud de luz y vida si no es por la Torá». El
sol no es un dios como Ra o Atón, las divinidades solares
egipcias, es solo una hermosa criatura que, como un novio o un atleta, sale del tálamo de la noche para recorrer
la órbita del cielo. Y en su resplandor tiene un mensaje
cifrado superior que desvelar, el de su Creador. La Torá,
la Ley de Dios, es en cambio la palabra explícita, pura,
radiante y eterna del Señor. Quien la acepta con alegría
es como si probara una miel de sabor inalcanzable, es
como si poseyera un tesoro incomparable.
Salmo 22 (21): Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
No hay cristiano que no conozca la fuerza estremecedora de los primeros versos de esta célebre lamentación, gritada por Jesús agonizante (Mt 27,46). Un texto de gran desolación salpicado de sangre y lágrimas, marcado por imágenes «bestiales» de sabor claramente oriental (toros, leones, lebreles, búfalos), confiado en filigrana a la representación de un cuerpo con los huesos dislocados, el corazón blando como la cera, la garganta como arcilla reseca, la respiración fatigosa, las manos y los pies heridos... Alrededor, el silencio de Dios y la hostilidad de los hombres que ya se reparten la herencia, convencidos de que se enfrentan a un maldito (v. 19). En cambio, de repente, aquí está el punto de inflexión: «¡Me has respondido!» (v. 22). Y el lamento se convierte en un himno de acción de gracias festiva (vv. 23-27) y en un canto al Señor, Rey del universo (vv. 28-29). De la desesperación a la esperanza, de la muerte a la vida, de la tumba a la resurrección: «¡Contemplad la obra del Señor!» (v. 32).
Salmo 23 (22): El Señor es mi pastor
«Los cientos de libros que he leído no me han aportado tanta luz y tanto consuelo como estos versículos del Salmo 23». Este testimonio del filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) expresa claramente la fascinación constante que ejerce en los lectores esta lírica estudiada, amada y continuamente repetida en las liturgias cristianas. Hay dos unidades simbólicas que rigen el poema: la primera es la pastoral, tan cara a la tradición bíblica y oriental en general (véase Ez 34 y Jn 10), la segunda es la de la hospitalidad (la mesa, el aceite perfumado, el cáliz lleno), signo de intimidad. El pastor no es solo el guía, es también el compañero de viaje para quien las horas del rebaño son sus horas, los mismos riesgos, la misma sed y hambre, el mismo calor implacable. La comida de la hospitalidad, por su parte, evoca el sacrificio de comunión en el Templo que incluía un banquete sagrado con la carne de la víctima inmolada. Los dos símbolos hablan, pues, de comunión e intimidad entre Dios y el hombre: «Tú estás conmigo» (v. 4) es, pues, la palabra decisiva del salmo y confía en la actitud subyacente.
Salmo 29 (28): Los siete truenos de la tormenta
Salmo 22 (21): Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
No hay cristiano que no conozca la fuerza estremecedora de los primeros versos de esta célebre lamentación, gritada por Jesús agonizante (Mt 27,46). Un texto de gran desolación salpicado de sangre y lágrimas, marcado por imágenes «bestiales» de sabor claramente oriental (toros, leones, lebreles, búfalos), confiado en filigrana a la representación de un cuerpo con los huesos dislocados, el corazón blando como la cera, la garganta como arcilla reseca, la respiración fatigosa, las manos y los pies heridos... Alrededor, el silencio de Dios y la hostilidad de los hombres que ya se reparten la herencia, convencidos de que se enfrentan a un maldito (v. 19). En cambio, de repente, aquí está el punto de inflexión: «¡Me has respondido!» (v. 22). Y el lamento se convierte en un himno de acción de gracias festiva (vv. 23-27) y en un canto al Señor, Rey del universo (vv. 28-29). De la desesperación a la esperanza, de la muerte a la vida, de la tumba a la resurrección: «¡Contemplad la obra del Señor!» (v. 32).
Salmo 23 (22): El Señor es mi pastor
«Los cientos de libros que he leído no me han aportado tanta luz y tanto consuelo como estos versículos del Salmo 23». Este testimonio del filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) expresa claramente la fascinación constante que ejerce en los lectores esta lírica estudiada, amada y continuamente repetida en las liturgias cristianas. Hay dos unidades simbólicas que rigen el poema: la primera es la pastoral, tan cara a la tradición bíblica y oriental en general (véase Ez 34 y Jn 10), la segunda es la de la hospitalidad (la mesa, el aceite perfumado, el cáliz lleno), signo de intimidad. El pastor no es solo el guía, es también el compañero de viaje para quien las horas del rebaño son sus horas, los mismos riesgos, la misma sed y hambre, el mismo calor implacable. La comida de la hospitalidad, por su parte, evoca el sacrificio de comunión en el Templo que incluía un banquete sagrado con la carne de la víctima inmolada. Los dos símbolos hablan, pues, de comunión e intimidad entre Dios y el hombre: «Tú estás conmigo» (v. 4) es, pues, la palabra decisiva del salmo y confía en la actitud subyacente.
Salmo 29 (28): Los siete truenos de la tormenta
Según muchos estudiosos, esta deslumbrante coral de
tempestad es uno de los salmos más antiguos: extrae palabras, símbolos, ideas del mundo indígena preisraelita,
el mundo cananeo. La oda está jalonada por una sombría
onomatopeya: la palabra hebrea qôl, que significa a la
vez «trueno» y «voz», resuena siete veces. En el cosmos
desatado, el poeta vislumbra así una señal del Creador.
La tempestad en Canaán era vista como el orgasmo de Baal, el dios fecundador con su lluvia. En el salmo, en cambio, es solo un instrumento con el que Dios revela su trascendencia: Él está por encima de la tormenta y en Él y con Él solo hay paz (vv. 9-11). La tempestad se desarrolla según el guion: desde el Mediterráneo hasta la cordillera del Líbano (Sirión es el nombre fenicio), hasta las estepas meridionales de Cadés, donde las ciervas y ovejas preñadas abortan por miedo a los rayos y truenos. Pero en el torbellino ciclónico de la historia y la naturaleza tenemos un punto fijo en Él, el Señor que «bendice a su pueblo en la paz».
Salmo 39 (38): El hombre vivo es como un soplo
La tempestad en Canaán era vista como el orgasmo de Baal, el dios fecundador con su lluvia. En el salmo, en cambio, es solo un instrumento con el que Dios revela su trascendencia: Él está por encima de la tormenta y en Él y con Él solo hay paz (vv. 9-11). La tempestad se desarrolla según el guion: desde el Mediterráneo hasta la cordillera del Líbano (Sirión es el nombre fenicio), hasta las estepas meridionales de Cadés, donde las ciervas y ovejas preñadas abortan por miedo a los rayos y truenos. Pero en el torbellino ciclónico de la historia y la naturaleza tenemos un punto fijo en Él, el Señor que «bendice a su pueblo en la paz».
Esta desgarradora elegía autobiográfica sobre el mal
de vivir parece escrita por un hermano de Qohélet, el famoso sabio pesimista de la Biblia. En efecto, el término
hebel, muy querido por ese autor, resuena tres veces in
crescendo (v. 1,2; 12,8): traducido a menudo por «vanidad», significa en realidad aliento, soplo impalpable,
sombra huidiza, nube que se disuelve a la primera aparición del sol. Así es la vida también para nuestro poeta,
una secuencia vacía de días, solo tan larga como un palmo (v. 6), impregnada por la manía de poseer riquezas
que luego corroen las carcomas. La oración desnuda de
este gran poeta es una sola: clama a Dios que le conceda un solo instante de paz, que le deje respirar un solo
instante, literalmente que le deje tragar saliva —como la
colorida locución original del v. 14 que pretendía indicar un momento de respiro—. Y después, en la todavía
oscura visión veterotestamentaria de la otra vida, solo
quedará el vacío del sheol, el inframundo de la Biblia.
Salmos 42-43 (41-42): Como busca la cierva
corrientes de agua
El Sicut cervus de Pierluigi da Palestrina, una de las obras maestras de la música renacentista, puede servir de telón de fondo a esta estupenda lírica erróneamente dividida en dos salmos, el Salmo 42 y el Salmo 43, que en realidad es unitaria, como atestigua el estribillo antifonal de 42,6.12; 43,5.
El Sicut cervus de Pierluigi da Palestrina, una de las obras maestras de la música renacentista, puede servir de telón de fondo a esta estupenda lírica erróneamente dividida en dos salmos, el Salmo 42 y el Salmo 43, que en realidad es unitaria, como atestigua el estribillo antifonal de 42,6.12; 43,5.
En tres actos, se desarrolla en
forma autobiográfica la historia de un levita tal vez «excomulgado» de Jerusalén y relegado a residencia forzosa en tierra extraña, en la alta Galilea, en el nacimiento del
Jordán, cerca del monte Hermón y del desconocido monte Misar. Aunque rodeado de las aguas claras y frescas
del río sagrado, tiene sed de otra agua, el agua de Sión. Es
como la cierva que, habiendo llegado a un arroyo seco,
lanza su lamento al cielo: la garganta del salmista tiene
sed del Dios vivo que se revela en todo su esplendor en
Sión. La nostalgia de la liturgia del Templo (v. 5) es conmovedora, sobre todo ahora que los enemigos, los paganos, se burlan del justo preguntándole: «¿Dónde está
tu Dios?» (v. 11). Inolvidable es el soliloquio del poeta
con su alma, presente en los vv. 6.12, una llamada a la
esperanza porque Dios no callará hasta el final.
Se trata de la tercera parte de la única letra compuesta de los Salmos 42-43, erróneamente dividida en dos salmos. El levita relegado a la alta Galilea espera con confianza la intervención de Dios, que enviará a sus dos mensajeros, la Verdad y la Luz (v. 3). Ellos tomarán de la mano al orante exiliado y lo conducirán hacia Sión, hacia el altar de Dios, donde reanudará su servicio litúrgico con cantos y danzas. En un crescendo, resuena por última vez la antífona que ya se había cantado dos veces en el Salmo 42 (vv. 6.12): ahora sus palabras están a punto de cumplirse porque Dios, después de la prueba, se mostrará como «salvación de rostro», es decir, como alegría y luz. El pasaje del Salmo 43 ha sido utilizado por la tradición cristiana como oración de entrada a la liturgia eucarística según el antiguo rito latino: «Introibo ad altare Dei... Subiré al altar de Dios».
Salmo 49 (48): La riqueza y la muerte
Este «oratorio sobre la muerte» es otra de las obras maestras literarias y espirituales del Salterio. Gran meditación sapiencial sobre la verdadera escala de los valores humanos, el canto-oración se esfuerza por atravesar el velo oscuro de la muerte, última frontera de la existencia terrestre, para descubrir su misterio.
Se trata de la tercera parte de la única letra compuesta de los Salmos 42-43, erróneamente dividida en dos salmos. El levita relegado a la alta Galilea espera con confianza la intervención de Dios, que enviará a sus dos mensajeros, la Verdad y la Luz (v. 3). Ellos tomarán de la mano al orante exiliado y lo conducirán hacia Sión, hacia el altar de Dios, donde reanudará su servicio litúrgico con cantos y danzas. En un crescendo, resuena por última vez la antífona que ya se había cantado dos veces en el Salmo 42 (vv. 6.12): ahora sus palabras están a punto de cumplirse porque Dios, después de la prueba, se mostrará como «salvación de rostro», es decir, como alegría y luz. El pasaje del Salmo 43 ha sido utilizado por la tradición cristiana como oración de entrada a la liturgia eucarística según el antiguo rito latino: «Introibo ad altare Dei... Subiré al altar de Dios».
Este «oratorio sobre la muerte» es otra de las obras maestras literarias y espirituales del Salterio. Gran meditación sapiencial sobre la verdadera escala de los valores humanos, el canto-oración se esfuerza por atravesar el velo oscuro de la muerte, última frontera de la existencia terrestre, para descubrir su misterio.
La voracidad del
monstruo llamado sheol (como sabemos, el inframundo
de la Biblia) se traga las riquezas y los bienes: en vano
los poderosos se engañan ofreciendo un rescate con sus
inmensas finanzas a la Muerte. Por muy alta que sea la
cobertura financiera ofrecida, nunca será suficiente (v.
9). Y aun sabiendo esta verdad, el rico es como una bestia, marcada ya con el sello del fin, engañándose con la
ilusión de la victoria y la supervivencia: él —como dice
literalmente la antífona de los vv. 13 y 21— «no pasa de
noche» y es inmediatamente el fin, «no comprende» su
destino, bestialmente obtuso como es. Pero para el justo
se enciende una luz en las tinieblas de la muerte.
El Dios
eterno, señor de la vida, no puede dejar caer en la nada a
quienes han vivido en intimidad de amor y justicia con
él. Y éste es el testamento del poeta: «Pero a mí, Dios me
salva, me arranca de las garras del abismo» (v. 16).
El Miserere es, quizás, el salmo más famoso, meditado, interpretado, musicado, incluso pintado (por el artista francés Georges Rouault) por una inmensa multitud de hombres arrepentidos y convertidos. La célula poética y espiritual de esta súplica está, en efecto, toda en 4. Un salterio en miniatura 49 ese apasionado «¡Contra ti, contra ti solo pequé!». (v. 6).
La tradición judía, basándose precisamente en esta confesión, ha atribuido el salmo a David, adúltero con Betsabé y asesino del marido de la mujer, Urías (ver 2 Sam 10-12). En realidad, el estilo, el tema profético del «espíritu» y el «corazón» como sacrificio perfecto (v. 19), la súplica por la reconstrucción de los muros de Jerusalén tras el exilio babilónico en el siglo vi (vv. 20-21), todo apunta a una época posterior. Sin embargo, permanece intacta la fuerza interior de esta oración, que se asemeja a una tierra medio cubierta de tinieblas (la región oscura del pecado en los vv. 3-11) y medio cubierta de luz (la región luminosa de la gracia en los vv. 12-19).
Si el sentimiento de culpa es vivo, más intensa es, sin embargo,
la experiencia del perdón, de la novedad del espíritu, de la
alegría que el Misericordioso, Dios, derrama sobre el
pecador arrepentido. Por eso, más que un canto penitencial, el Salmo 51 es una celebración de la resurrección a
la vida, en el espíritu de la parábola evangélica del hijo
pródigo o, mejor dicho, del padre misericordioso (Lc
15,11-32).
Salmo 63 (62): Mi alma tiene sed de ti
Salmo muy apreciado por la tradición mística por la sed y el hambre de Dios que lo impregnan, esta letra es también una obra maestra de alto valor simbólico, a pesar del cambio de tono, de súplica a himno. Una verdadera geografía del alma se despliega a lo largo del hilo del simbolismo físico: tiene sed de infinito, como la tierra reseca y sedienta, agrietada por el calor; tiene hambre de carne de sacrificios (v. 6), es decir, de adoración, sus labios esperan la miel de la alabanza. La meta es el abrazo soñado, tras una noche de vigilia y espera: «A ti se aferra mi alma» (v. 9). Pero este cántico de intimidad total con Dios termina en una escena sombría, poblada de chacales, espadas, lugares oscuros e infernales y seres mentirosos. Es, sin embargo, el anuncio del fin del mal: en la adhesión mística se descubre un optimismo irreprimible hacia la historia.
Salmo 72 (71): El Mesías, Rey de Justicia
Junto con los Salmos 2; 89; 110, el Salmo 72 constituye la tetralogía clásica de los salmos reales reinterpretados en clave mesiánica por la tradición judía y cristiana.
Detrás del rostro del joven rey a punto de ser coronado, al que se le desea un reinado de justicia y largos años, se perfila el rostro del rey perfecto, el supremo «mesías ungido» que será verdaderamente juez justo de los pobres y «derribará al opresor» (v. 4). Precisamente en esta larga y gloriosa perspectiva, los tonos encomiásticos de la himnología monárquica se transforman en la realidad esperada con la venida del Mesías: su justicia será perfecta, su gobierno universal, su reinado eterno, todo el cosmos quedará envuelto en la paz, es decir, el tan esperado shalôm que el v. 16 pinta con los colores agrícolas de un paraíso terrenal (las espigas de trigo se mecerán incluso en las áridas cumbres de las montañas). El himno, de estructura muy refinada y marcado por aclamaciones reales (vv. 5.11.17), se cierra con una bendición posterior (vv. 18- 19). Fue añadida por la tradición litúrgica judía que había dividido el Salterio en cinco libros: el segundo libro, iniciado con el Salmo 42, terminaba aquí con esta bendición.
Salmo 73 (72): Más allá de la crisis de fe
Esta extraordinaria historia de un alma registra la tribulación interior de un creyente, tal vez un sacerdote, en crisis de fe ante el triunfo de la injusticia en el mundo.
Su historia espiritual se convierte en oración, poesía y testimonio a través de los dos actos en los que se distribuye esta meditación sapiencial. El primero, en los vv. 2-16, es el retrato por parejas de los malvados y los justos tal como se presentan en el escándalo de la historia: el injusto es retratado con un desdén y una náusea difíciles de superar, la arrogancia y la vulgaridad del poder tienen aquí su representación más sarcástica. Sin embargo, la tentación de abandonar toda honestidad y ser como ellos se rompe de inmediato con un «hasta que...» (v. 17) que marca el paso al segundo acto. En efecto, el poeta vuelve al Templo y al silencio de su conciencia: allí puede comprender el destino, el «fin», el «más tarde» de los malvados y de los justos (vv. 17-28). Entonces se le abren los ojos y, en lo que se ha llamado «el texto espiritual más bello del Antiguo Testamento», el salmista deja su último testamento de fe y esperanza: «Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor Dios mi refugio, y contar todas tus acciones en las puertas de Sión» (v. 28).
Y Dios le toma de la mano; aunque la carne y el corazón se disuelvan, el creyente es acogido en los brazos del Eterno. He aquí otra página del Antiguo Testamento en la que el horizonte más allá de la muerte se ilumina con luz y certeza. «¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra» (v. 25).
Salmo 84 (83): El canto del peregrino
Abierto por la exclamación asombrada de un peregrino que llega ante el Templo, este canto de Sión, de una belleza conmovedora, describe la añoranza del peregrino cuando está a punto de abandonar la ciudad santa. En efecto, el anhelo que le invade, durante la oración, pasa por tres tonos. Está el antiguo anhelo, refrescado durante el viaje, cuando se atraviesa el Valle de las Lamentaciones (un lugar diversamente identificado), se pasa de fortaleza en fortaleza y comienza a caer la primera lluvia de otoño (vv. 7-8). Está el deseo saciado ante el Templo, en la intimidad de la oración, en las salas donde fermenta la liturgia.
Está, finalmente, el deseo que renace cuando, antes de volver a casa, uno se despide y echa una última mirada a Sión. Al peregrino le parece casi espontáneo envidiar a la golondrina y al gorrión que tienen su nido bajo los aleros y las cornisas del Templo. Porque estar en Sión es como estar en el paraíso, en la alegría de la intimidad con Dios. Los palacios de los poderosos o los santuarios paganos pueden ser fascinantes, pero el poeta ya ha hecho, sin vacilar, su elección: «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa» (v. 11).
Salmo 87 (86): Nadie es extranjero
Este breve canto a Sión contiene en sí mismo una carga ecuménica que puede interpretarse de diversas maneras. Sión, sin embargo, aparece como la raíz de la más alta densidad cósmica, es la fuente de toda armonía para el plan de la tierra y de las naciones cuyos cuatro puntos cardinales están claramente delineados: Babilonia es la superpotencia oriental, Rahab, es decir, Egipto, es la occidental, Tiro y Filistea representan el norte y Etiopía el sur profundo. Pues bien, todos estos pueblos figuran en el libro de la historia de Dios como ciudadanos de Jerusalén. Tres veces, en los vv. 4.5.6, se repite el verbo hebreo jullad, «allí nació»: todos los pueblos de la tierra, ya no considerados impuros y paganos, tienen su origen materno, su «fuente» precisamente en Sión, donde reside el Señor, la ciudad que hace a todos los hombres iguales y en paz. Es natural la referencia cristiana a la Jerusalén de Pentecostés en la que todas las naciones se reúnen en sus lenguas para proclamar la misma «gran obra de Dios» (Hch 2,5-12).
Salmo 88 (87): La súplica más angustiosa
«El salmo más oscuro del Salterio, el más sombrío de todos los lamentos, el De profundis más dramático, el Cantar de los Cantares del pesimismo... »: estas y otras definiciones acuñadas por los exegetas expresan la impresión que se tiene al leer esta súplica extrema lanzada a Dios cuando los pies del orante parecen hundirse irremediablemente en la tumba y el horizonte se ha vuelto oscuro y silencioso. El grito extremo, semejante a un SOS lanzado hacia Dios, se desarrolla sobre dos temas, el sepulcro (vv. 2-8) y la soledad total (vv. 9-19).
El sheol, el inframundo bíblico, domina toda la lamentación con su lúgubre presencia; casi parece un canto a la muerte que se ramifica con su mano helada en los huesos y la carne del orante. La muerte, sin embargo, es anticipada por la soledad: quien está marginado y solo, aunque viva, es como un cadáver. Incluso Job, en páginas amargas, se lamentaba de este silencio de los hombres (19,13ss). Pero hay otro silencio, el de Dios. Si en los infiernos las Sombras callan y Dios enmudece ante ellas, el silencio actual de Dios es señal de que ha abandonado a este hombre, triste desde la infancia, infeliz y enfermo (v. 16). Entonces sí que ha llegado el fin: ni siquiera hay una brizna de luz en el horizonte como en las otras súplicas sálmicas. Ya solo quedan las eternas tinieblas infernales (v. 19).
Salmo muy apreciado por la tradición mística por la sed y el hambre de Dios que lo impregnan, esta letra es también una obra maestra de alto valor simbólico, a pesar del cambio de tono, de súplica a himno. Una verdadera geografía del alma se despliega a lo largo del hilo del simbolismo físico: tiene sed de infinito, como la tierra reseca y sedienta, agrietada por el calor; tiene hambre de carne de sacrificios (v. 6), es decir, de adoración, sus labios esperan la miel de la alabanza. La meta es el abrazo soñado, tras una noche de vigilia y espera: «A ti se aferra mi alma» (v. 9). Pero este cántico de intimidad total con Dios termina en una escena sombría, poblada de chacales, espadas, lugares oscuros e infernales y seres mentirosos. Es, sin embargo, el anuncio del fin del mal: en la adhesión mística se descubre un optimismo irreprimible hacia la historia.
Junto con los Salmos 2; 89; 110, el Salmo 72 constituye la tetralogía clásica de los salmos reales reinterpretados en clave mesiánica por la tradición judía y cristiana.
Detrás del rostro del joven rey a punto de ser coronado, al que se le desea un reinado de justicia y largos años, se perfila el rostro del rey perfecto, el supremo «mesías ungido» que será verdaderamente juez justo de los pobres y «derribará al opresor» (v. 4). Precisamente en esta larga y gloriosa perspectiva, los tonos encomiásticos de la himnología monárquica se transforman en la realidad esperada con la venida del Mesías: su justicia será perfecta, su gobierno universal, su reinado eterno, todo el cosmos quedará envuelto en la paz, es decir, el tan esperado shalôm que el v. 16 pinta con los colores agrícolas de un paraíso terrenal (las espigas de trigo se mecerán incluso en las áridas cumbres de las montañas). El himno, de estructura muy refinada y marcado por aclamaciones reales (vv. 5.11.17), se cierra con una bendición posterior (vv. 18- 19). Fue añadida por la tradición litúrgica judía que había dividido el Salterio en cinco libros: el segundo libro, iniciado con el Salmo 42, terminaba aquí con esta bendición.
Esta extraordinaria historia de un alma registra la tribulación interior de un creyente, tal vez un sacerdote, en crisis de fe ante el triunfo de la injusticia en el mundo.
Su historia espiritual se convierte en oración, poesía y testimonio a través de los dos actos en los que se distribuye esta meditación sapiencial. El primero, en los vv. 2-16, es el retrato por parejas de los malvados y los justos tal como se presentan en el escándalo de la historia: el injusto es retratado con un desdén y una náusea difíciles de superar, la arrogancia y la vulgaridad del poder tienen aquí su representación más sarcástica. Sin embargo, la tentación de abandonar toda honestidad y ser como ellos se rompe de inmediato con un «hasta que...» (v. 17) que marca el paso al segundo acto. En efecto, el poeta vuelve al Templo y al silencio de su conciencia: allí puede comprender el destino, el «fin», el «más tarde» de los malvados y de los justos (vv. 17-28). Entonces se le abren los ojos y, en lo que se ha llamado «el texto espiritual más bello del Antiguo Testamento», el salmista deja su último testamento de fe y esperanza: «Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor Dios mi refugio, y contar todas tus acciones en las puertas de Sión» (v. 28).
Y Dios le toma de la mano; aunque la carne y el corazón se disuelvan, el creyente es acogido en los brazos del Eterno. He aquí otra página del Antiguo Testamento en la que el horizonte más allá de la muerte se ilumina con luz y certeza. «¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra» (v. 25).
Abierto por la exclamación asombrada de un peregrino que llega ante el Templo, este canto de Sión, de una belleza conmovedora, describe la añoranza del peregrino cuando está a punto de abandonar la ciudad santa. En efecto, el anhelo que le invade, durante la oración, pasa por tres tonos. Está el antiguo anhelo, refrescado durante el viaje, cuando se atraviesa el Valle de las Lamentaciones (un lugar diversamente identificado), se pasa de fortaleza en fortaleza y comienza a caer la primera lluvia de otoño (vv. 7-8). Está el deseo saciado ante el Templo, en la intimidad de la oración, en las salas donde fermenta la liturgia.
Está, finalmente, el deseo que renace cuando, antes de volver a casa, uno se despide y echa una última mirada a Sión. Al peregrino le parece casi espontáneo envidiar a la golondrina y al gorrión que tienen su nido bajo los aleros y las cornisas del Templo. Porque estar en Sión es como estar en el paraíso, en la alegría de la intimidad con Dios. Los palacios de los poderosos o los santuarios paganos pueden ser fascinantes, pero el poeta ya ha hecho, sin vacilar, su elección: «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa» (v. 11).
Este breve canto a Sión contiene en sí mismo una carga ecuménica que puede interpretarse de diversas maneras. Sión, sin embargo, aparece como la raíz de la más alta densidad cósmica, es la fuente de toda armonía para el plan de la tierra y de las naciones cuyos cuatro puntos cardinales están claramente delineados: Babilonia es la superpotencia oriental, Rahab, es decir, Egipto, es la occidental, Tiro y Filistea representan el norte y Etiopía el sur profundo. Pues bien, todos estos pueblos figuran en el libro de la historia de Dios como ciudadanos de Jerusalén. Tres veces, en los vv. 4.5.6, se repite el verbo hebreo jullad, «allí nació»: todos los pueblos de la tierra, ya no considerados impuros y paganos, tienen su origen materno, su «fuente» precisamente en Sión, donde reside el Señor, la ciudad que hace a todos los hombres iguales y en paz. Es natural la referencia cristiana a la Jerusalén de Pentecostés en la que todas las naciones se reúnen en sus lenguas para proclamar la misma «gran obra de Dios» (Hch 2,5-12).
«El salmo más oscuro del Salterio, el más sombrío de todos los lamentos, el De profundis más dramático, el Cantar de los Cantares del pesimismo... »: estas y otras definiciones acuñadas por los exegetas expresan la impresión que se tiene al leer esta súplica extrema lanzada a Dios cuando los pies del orante parecen hundirse irremediablemente en la tumba y el horizonte se ha vuelto oscuro y silencioso. El grito extremo, semejante a un SOS lanzado hacia Dios, se desarrolla sobre dos temas, el sepulcro (vv. 2-8) y la soledad total (vv. 9-19).
El sheol, el inframundo bíblico, domina toda la lamentación con su lúgubre presencia; casi parece un canto a la muerte que se ramifica con su mano helada en los huesos y la carne del orante. La muerte, sin embargo, es anticipada por la soledad: quien está marginado y solo, aunque viva, es como un cadáver. Incluso Job, en páginas amargas, se lamentaba de este silencio de los hombres (19,13ss). Pero hay otro silencio, el de Dios. Si en los infiernos las Sombras callan y Dios enmudece ante ellas, el silencio actual de Dios es señal de que ha abandonado a este hombre, triste desde la infancia, infeliz y enfermo (v. 16). Entonces sí que ha llegado el fin: ni siquiera hay una brizna de luz en el horizonte como en las otras súplicas sálmicas. Ya solo quedan las eternas tinieblas infernales (v. 19).
La fragante y melancólica imagen central de los hombres como hierba que brota por la mañana y al atardecer se siega y se marchita remite a un tema caro a toda la literatura. En el Purgatorio, Dante escribió: «Tu nombre es el color de la hierba, / que va y viene y aquellos la decoloran / por lo que sale de la tierra inmadura» (XI, 115- 117). Esta suave pero intensa elegía sobre la fugacidad humana se apoya en imágenes temporales (mil años-un día, años-días, mañana-tarde), espaciales (el doble movimiento del «retorno» del hombre al polvo y del «retorno» de Dios al hombre) y psicológicas (la cólera y la misericordia de Dios, la angustia y la espera del hombre) para expresar dos sentimientos.
Por un lado, domina el
mal de vivir (vv. 1-10): nuestros años son tan delgados y
frágiles como un suspiro, pero todos están impregnados
de tristeza y falta de aliento. La meta está hecha de polvo, de sombra, de silencio. Por otra parte, sin embargo,
hay una súplica a Dios para que nos libre de este mal,
para que nos enseñe a contar nuestros días a fin de obtener la sabiduría del corazón. Confiando y adhiriéndose al Señor, que es eterno, el hombre vano y precario participa
de una solidez indestructible y sus obras adquieren una
nueva estabilidad y permanencia propias (vv. 11-17).
Una sutil esperanza de eternidad cierra, pues, esta elegía
abierta sobre el vacío y el polvo.
Salmo 92 (91): El canto del anciano
Utilizado por el culto sinagogal para la celebración
del sábado, la gran fiesta semanal, el Salmo 92 parece
efectivamente un himno con un trasfondo litúrgico en el
que se alaba a Dios con cantos y música por su amor y fidelidad (vv. 2-4). El cántico está ocupado por un enfrentamiento entre justos e impíos ante Dios (vv. 5-16). El
retrato de los malvados se confía a la imagen vegetal, ya
conocida del Salmo 90, de la hierba que florece pero que
pronto es pulverizada y aniquilada para siempre.
Para el retrato del justo se utiliza otra imagen vegetal, pero su valor es muy diferente. A diferencia del malvado, que es como la hierba frondosa pero efímera del campo, el justo se eleva hacia el cielo, sólido y majestuoso como la palmera y el cedro del Líbano. Su follaje se extiende hasta el santuario celestial y sus raíces se hunden en la tierra santa y fecunda del Templo: su cima aspira al infinito, su base está anclada en lo eterno, su existencia alcanza lo divino (vv. 13-14). Fuerza como la del unicornio, belleza como la de un héroe rociado de aceite (v. 11), vida como la de un árbol majestuoso y centenario, fruto continuo en continua juventud: éste es el canto entusiasta de los justos que el Salmo 92 encierra en sus estrofas.
Salmo 98 (97): El Señor Rey de la tierra
He aquí un «cántico nuevo», perfecto y glorioso, al Señor rey y juez, cuyas siete cualidades fundamentales se llaman maravilla, victoria, salvación, justicia, amor, lealtad, rectitud. Pero el cántico nace de un coro y una orquesta extraordinarios (vv. 4-8). No son solo los fieles quienes, acompañados por los instrumentos de culto del Templo (arpas, trompetas, liras), aclaman ante el Rey y Señor. Todas las criaturas participan también en el coro: ahí está el mar que ruge, ahí está la tierra con todos sus habitantes, ahí están los ríos que con sus brazos parecen palmas, mientras los ecos de los valles y las montañas crean sonidos profundos y prolongados.
Para el retrato del justo se utiliza otra imagen vegetal, pero su valor es muy diferente. A diferencia del malvado, que es como la hierba frondosa pero efímera del campo, el justo se eleva hacia el cielo, sólido y majestuoso como la palmera y el cedro del Líbano. Su follaje se extiende hasta el santuario celestial y sus raíces se hunden en la tierra santa y fecunda del Templo: su cima aspira al infinito, su base está anclada en lo eterno, su existencia alcanza lo divino (vv. 13-14). Fuerza como la del unicornio, belleza como la de un héroe rociado de aceite (v. 11), vida como la de un árbol majestuoso y centenario, fruto continuo en continua juventud: éste es el canto entusiasta de los justos que el Salmo 92 encierra en sus estrofas.
He aquí un «cántico nuevo», perfecto y glorioso, al Señor rey y juez, cuyas siete cualidades fundamentales se llaman maravilla, victoria, salvación, justicia, amor, lealtad, rectitud. Pero el cántico nace de un coro y una orquesta extraordinarios (vv. 4-8). No son solo los fieles quienes, acompañados por los instrumentos de culto del Templo (arpas, trompetas, liras), aclaman ante el Rey y Señor. Todas las criaturas participan también en el coro: ahí está el mar que ruge, ahí está la tierra con todos sus habitantes, ahí están los ríos que con sus brazos parecen palmas, mientras los ecos de los valles y las montañas crean sonidos profundos y prolongados.
La entrada del
Señor en el mundo y en la historia provoca una sacudida
de felicidad en todos y en todo. El mundo canta porque
Dios está en medio de sus criaturas y no es expulsado de
la humanidad con la rebelión del orgullo y la injusticia.
Salmo 103 (102): Dios tierno como un padre
El «Dios es amor» de la Primera Epístola de Juan (4,8) parece casi anticipado en esta bendición que exalta, ciertamente, la justicia divina pero se abre al perdón. Encerrado en dos bendiciones, personal la primera (vv. 2-3) y coral-cósmica la última (vv. 20-23), el salmo se desarrolla a lo largo de dos movimientos.
El «Dios es amor» de la Primera Epístola de Juan (4,8) parece casi anticipado en esta bendición que exalta, ciertamente, la justicia divina pero se abre al perdón. Encerrado en dos bendiciones, personal la primera (vv. 2-3) y coral-cósmica la última (vv. 20-23), el salmo se desarrolla a lo largo de dos movimientos.
El primero es un
dulce canto de amor y perdón (vv. 4-10), un perdón que
supera las rígidas leyes de la justicia (v. 10). El segundo
movimiento lírico celebra la relación entre el amor divino y la fragilidad humana (vv. 11-19) y lo hace a través
de cinco símiles muy eficaces: la distancia vertical entre el cielo y la tierra, la distancia horizontal entre oriente y
occidente, la ternura paterna, la hierba y la flor del campo
azotadas por el viento ardiente del desierto.
Sobre toda la
escena se alza la bondad amorosa de Dios, expresada entre otras cosas con una sugestiva raíz hebrea que indica
literalmente la «visceralidad» maternal del amor de Dios
por su criatura. El hombre débil e insustancial, «corto de
días y lleno de inquietud» (Job 14,1), es envuelto por el
«amor del Señor que es para siempre» (v. 17).
Salmo 104 (103): Cántico de las Criaturas
Según algunos estudiosos, este espléndido Cántico del Creador y las Criaturas revela algunos puntos de contacto con el Himno a Atón del célebre faraón Akhenatón (siglo xiv a.C.), que había reformado la religión egipcia sobre la base de un cierto monoteísmo solar (Atón era, de hecho, el disco solar). Lo cierto es que la perspectiva de nuestro poeta es diferente, porque el sol no es divino, sino solo uno de los muchos signos del esplendor de Dios en el cosmos.
Según algunos estudiosos, este espléndido Cántico del Creador y las Criaturas revela algunos puntos de contacto con el Himno a Atón del célebre faraón Akhenatón (siglo xiv a.C.), que había reformado la religión egipcia sobre la base de un cierto monoteísmo solar (Atón era, de hecho, el disco solar). Lo cierto es que la perspectiva de nuestro poeta es diferente, porque el sol no es divino, sino solo uno de los muchos signos del esplendor de Dios en el cosmos.
Fascinado por las maravillas diseminadas en la creación, el poeta parte del
cielo en el que se enciende una grandiosa epifanía divina (vv. 1-4), contempla la tierra y las aguas en tensión
(vv. 5-9), pasa a las innumerables manifestaciones de la
vida, generada por el agua en la tierra, germinada en formas animales y vegetales, estallada en la plenitud de las
criaturas (vv. 10-18).
Así llegamos al misterio del tiempo marcado por el sol y la luna, la vida nocturna de las
bestias y la diurna del hombre (vv. 19-24). El mar ya no
es el monstruo caótico que intenta demoler la creación,
sino un enjambre de naves y peces entre los que baila el monstruo acuático Leviatán, ahora reducido a una
simpática ballena (vv. 25-26). Sobre todo se extiende el
vivificante espíritu creador de Dios que, desde las alturas
de su cielo, contempla su obra maestra lleno de alegría
(vv. 27-34). Y para que todo cante alabanzas al Señor,
es necesario que el mundo sea limpiado y purificado de
todos los profanadores y de todos los malvados (v. 35).
Compuesto en el hebreo original de solo 63 palabras, este salmo real ha sido, sin embargo, uno de los más estudiados, musicados y amados del Salterio. Convertido en el texto clásico del mesianismo desde el judaísmo, sus palabras, no siempre claras en el hebreo original, han sido traducidas, elaboradas y estiradas hacia el rey perfecto, heredero del sacerdocio de Melquisedec, soberano-sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita (véase Gen 14).
El himno se estructura sobre dos oráculos paralelos. El primero (vv. 1-3) es el solemne dirigido al soberano el día de su entronización «a la diestra» del arca, signo de la presencia de Dios. El segundo oráculo (vv. 4-7) es, en cambio, más de tipo sacerdotal, ya que en la antigüedad el rey tenía también funciones cultuales, y termina con una visión sangrienta del rey triunfante aplastando los cráneos de sus enemigos, como el faraón en las representaciones egipcias, y bebiendo de los torrentes en sus marchas militares (vv. 6-7).
El v. 3,
en la antigua versión griega, se convirtió en la proclamación de la filiación divina del soberano davídico (véase
Sal 2,7): «Yo mismo te engendré, desde el seno, antes
de la aurora». Desde este punto de vista, el salmo se ha convertido en un clásico de la cristología, como atestiguan las numerosas citas neotestamentarias (véase, por
ejemplo, Mc 12,36; Hb 1,3.13; 7; Hch 2,34-35).
Semejante a una miniatura, este mini-himno, el más corto del Salterio, transformado en música de inefable belleza por Wolfgang A. Mozart en sus Vísperas solemnes de un confesor (1780), ha sido utilizado por la tradición como si fuera una jaculatoria y un Gloria que se colocan al final de otros himnos o salmos. Sus 17 palabras, de las que solo 9 son decisivas, son en realidad una celebración del corazón de la fe bíblica, la alianza que Dios establece con el hombre por su amor y fidelidad, en hebreo hesed y ‘emet. En esta alabanza, el poeta asocia todos los pueblos, todos los cantos de la tierra que se dirigen a Dios, el gran aliado de la humanidad. Salmo 119 (118): Imponente canto de la palabra divina
Este alfabeto monumental de la palabra de Dios, expresado eminentemente en la Torá, la Ley bíblica, se asemeja a un canto oriental que despliega sus células sonoras en círculos que suben en espiral hasta el cielo en repeticiones sin fin. En esta especie de «movimiento perpetuo» de fidelidad a la palabra divina, lámpara para los pasos (v. 105), más dulce que la miel (v. 103) y más preciosa que el oro fino (v. 127), impresiona la sofisticada técnica estilística por la que, con las letras progresivas del alfabeto hebreo, comienzan no solo los 22 octonarios del salmo, sino también todos los versos individuales del octonario, mientras que cada verso debe contener al menos una de las ocho palabras hebreas utilizadas para definir la ley: torah, «ley», dabar, «palabra», ‘edût, «testimonio», mishpat, «juicio», ‘imrah, «dicho», hôq, «decreto», piqqudîm, «preceptos», miswah, «orden».
Como en un rosario, que serpentea de alef a tau, de la A a la Z,
el creyente debe dejarse conquistar por este hilo orante continuo, el más largo de todo el Salterio, y profesar
su alegría de estar siempre con Dios en todas sus horas
y elecciones de la vida. Se dice que el filósofo Blaise
Pascal lo recitaba a diario, mientras que Dietrich Bonhoeffer, el teólogo martirizado por el nazismo en 1945,
escribió: «Sin duda, el Salmo 119 es particularmente
pesado por su longitud y monotonía; pero precisamente por eso debemos proceder palabra por palabra, frase
por frase, muy despacio, con paciencia. Descubriremos
entonces que las aparentes repeticiones son en realidad
aspectos nuevos de una misma realidad: el amor a la Palabra de Dios. Del mismo modo que este amor no puede
tener fin, las palabras que lo confiesan tampoco lo tienen. Pueden acompañarnos a lo largo de toda la vida, y
en su sencillez se convierten en la oración del niño, del
hombre, del anciano».
He aquí uno de los himnos más apasionados sobre Sión y la ascensión del peregrino a Jerusalén, ciudad situada en la cima de una montaña de 800 metros. Esta letra en la primera estrofa (vv. 1-2) funde dos momentos cronológicamente distintos: el momento lejano en que el peregrino decide ponerse en camino hacia la ciudad santa y el momento presente en que sus pies pisan por fin el suelo frente a las puertas de la ciudad.
Fascinado
por el esplendor arquitectónico y espiritual de Jerusalén,
el poeta se deja cautivar por el deseo de celebrar la ciudad de sus amores, sede de la casa de David y de los
tribunales de apelación, los «tronos del juicio» que hacen más justas a las tribus de Israel (segunda estrofa:
vv. 3-5).
El cántico se cierra, pues, con una última estrofa (vv. 6-9) que es un deseo «franciscano» de «Paz
y Bien» para la ciudad amada. Como ocurre a menudo
en los salmos de las ascensiones al templo de Sión, este
augurio hace un guiño a la asonancia entre la palabra
«Jerusalén», popularmente interpretada como «ciudad
de la paz», y la palabra hebrea shalôm, «paz», de connotaciones mesiánicas
Salmo 128 (127): El canto de la familia
Esta encantadora estampa familiar —que ha hecho del salmo uno de los textos litúrgicos del matrimonio judío y cristiano— muestra a un padre satisfecho de su trabajo, una esposa llena de vida y fecundidad como la vid, símbolo por excelencia del Israel bendecido por Dios, unos hijos llenos de energía y vitalidad como los retoños del olivo, otro árbol muy querido en la Biblia. Un idilio de paz, de serenidad, de felicidad.
Pero la puerta de la casa parece abrirse sobre Jerusalén: a la pequeña
familia judía sucede la gran familia de la nación sobre la
que desciende la misma atmósfera de paz, de serenidad,
de felicidad. El himno sapiencial, que florece en el interior de una casa, desemboca así en la liturgia del Templo
donde los sacerdotes, bendiciendo a esa familia, ven en
ella el signo de la protección divina y de la paz-shalôm
(v. 5) sobre todo el Israel fiel.
Salmo 130 (129): De profundis, desde lo hondo
Las 52 palabras hebreas del De profundis se han repetido, traducido y comentado más que muchos otros salmos. Y aunque a menudo reducida al rango de canto fúnebre, esta súplica sigue siendo un espléndido himno a la alegría del perdón. El grito del orante se eleva desde los lugares abismales del mal ocultos en el corazón humano, penetra en los cielos y de la culpa conduce a la gracia, del pecado a la redención, de la noche a la luz. Solo quisiéramos hacer dos observaciones sobre esta página tan famosa y tan aguda. La primera se refiere al v. 4. Para el salmista, el temor de Dios no surge del juicio, sino del perdón, tal como sugiere san Pablo: «la bondad de Dios te lleva a la conversión»
Las 52 palabras hebreas del De profundis se han repetido, traducido y comentado más que muchos otros salmos. Y aunque a menudo reducida al rango de canto fúnebre, esta súplica sigue siendo un espléndido himno a la alegría del perdón. El grito del orante se eleva desde los lugares abismales del mal ocultos en el corazón humano, penetra en los cielos y de la culpa conduce a la gracia, del pecado a la redención, de la noche a la luz. Solo quisiéramos hacer dos observaciones sobre esta página tan famosa y tan aguda. La primera se refiere al v. 4. Para el salmista, el temor de Dios no surge del juicio, sino del perdón, tal como sugiere san Pablo: «la bondad de Dios te lleva a la conversión»
Es la bondad de Dios
la que debe impulsaros a la conversión (Rom 2,4). El
acto de perdonar debe inspirar dolor por el amor divino
ofendido; en lugar de la ira de Dios, su amor desarmante
debe generar temor y dolor. Es más amargo golpear a un
padre que a un gobernante que no perdona. El segundo
hecho que queremos subrayar está contenido en la imagen del v. 6.
La espera del perdón es el suspiro de todo el
ser, igual que los centinelas espían el primer hilo de luz
del alba que marca el fin de los temores nocturnos. En la
trepidación está también la certeza de que el sol saldrá
siempre con su carga de luz y de vida. Pero la palabra
«centinelas» también indica más genéricamente «los que vigilan», quizá también los sacerdotes que en el Templo
esperan el día para presidir —quizá una vez en su vida
debido a su gran número— el culto de Israel. Una espera
santa y gozosa del amor de Dios por su criatura.
Salmo 131 (130): Un niño en brazos de su madre
La dulce imagen que encierran las pocas líneas de este salmo de confianza lo han convertido en uno de los más apreciados de la tradición cristiana. Es el canto de una confianza espontánea y absoluta, casi instintiva, semejante precisamente a la adhesión afectuosa y serena de un niño a la persona que constituye su seguridad y su paz, es decir, a su madre. No se trata, sin embargo, como muchos piensan, del niño que aún mama; el término hebreo utilizado define al niño destetado y la imagen, por tanto, es la muy oriental del bebé que la madre lleva a cuestas. Hay, pues, una intimidad más consciente.
Isaías ya había cantado la relación entre Israel y su Dios precisamente a partir del simbolismo materno: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49,15). A esta intimidad, que no comprenden quienes tienen el corazón hinchado de orgullo y aspiran a un éxito clamoroso, el poeta llama al final a todo Israel: «Espere Israel en el Señor ahora y por siempre» (v. 3).
Salmo 137 (136): Junto a los ríos de Babilonia
Repetida ininterrumpidamente en la tradición literaria a lo largo de los siglos, esta poderosa y dramática lamentación de los judíos exiliados a lo largo de los canales de Babilonia tras la destrucción de Jerusalén en 586 a.C. solo puede confiarse a la escucha. Su carga de desesperación y esperanza, la fuerza seca de su imaginería, la intensidad deslumbrante de la indignación y la melancolía son intraducibles en un comentario. El amor visceral por Sión, la imposibilidad de cantar y tocar las melodías del Templo profanándolas en tierra extranjera, la brutalidad de los torturadores, los recuerdos lacerantes de los edomitas, vasallos de Israel, que habían colaborado con los babilonios para arrasar la ciudad santa, se convierten en el tema de un poema sublime. Al final, la terrible maldición contra Edom y contra Babilonia, la exterminadora, persiste en los labios: como hicisteis a los hijos de los hebreos, así —por la justicia bíblica de la retribución— otros golpearán a vuestros hijos contra las rocas.
Una escena macabra, signo de la «condescendencia» del Dios de la Biblia hacia una humanidad oprimida que no tiene más arma que la de la palabra y la invocación al Dios vengador y justo. El concepto que subyace a esta maldición final ya lo explicamos anteriormente cuando tratamos de los llamados «Salmos imprecatorios».
Salmo 139 (138): Señor, tú me sondeas y me conoces
He aquí otra obra maestra del Salterio, un himno al Dios infinito, omnisciente, omnipotente, un himno de gran poder y soberana belleza. El himno, de calidad sapiencial, revela contactos con pasajes de Jeremías y Job: fue compuesto, por tanto, en la época postexílica (a partir del siglo v a.C.).
La dulce imagen que encierran las pocas líneas de este salmo de confianza lo han convertido en uno de los más apreciados de la tradición cristiana. Es el canto de una confianza espontánea y absoluta, casi instintiva, semejante precisamente a la adhesión afectuosa y serena de un niño a la persona que constituye su seguridad y su paz, es decir, a su madre. No se trata, sin embargo, como muchos piensan, del niño que aún mama; el término hebreo utilizado define al niño destetado y la imagen, por tanto, es la muy oriental del bebé que la madre lleva a cuestas. Hay, pues, una intimidad más consciente.
Isaías ya había cantado la relación entre Israel y su Dios precisamente a partir del simbolismo materno: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49,15). A esta intimidad, que no comprenden quienes tienen el corazón hinchado de orgullo y aspiran a un éxito clamoroso, el poeta llama al final a todo Israel: «Espere Israel en el Señor ahora y por siempre» (v. 3).
Repetida ininterrumpidamente en la tradición literaria a lo largo de los siglos, esta poderosa y dramática lamentación de los judíos exiliados a lo largo de los canales de Babilonia tras la destrucción de Jerusalén en 586 a.C. solo puede confiarse a la escucha. Su carga de desesperación y esperanza, la fuerza seca de su imaginería, la intensidad deslumbrante de la indignación y la melancolía son intraducibles en un comentario. El amor visceral por Sión, la imposibilidad de cantar y tocar las melodías del Templo profanándolas en tierra extranjera, la brutalidad de los torturadores, los recuerdos lacerantes de los edomitas, vasallos de Israel, que habían colaborado con los babilonios para arrasar la ciudad santa, se convierten en el tema de un poema sublime. Al final, la terrible maldición contra Edom y contra Babilonia, la exterminadora, persiste en los labios: como hicisteis a los hijos de los hebreos, así —por la justicia bíblica de la retribución— otros golpearán a vuestros hijos contra las rocas.
Una escena macabra, signo de la «condescendencia» del Dios de la Biblia hacia una humanidad oprimida que no tiene más arma que la de la palabra y la invocación al Dios vengador y justo. El concepto que subyace a esta maldición final ya lo explicamos anteriormente cuando tratamos de los llamados «Salmos imprecatorios».
He aquí otra obra maestra del Salterio, un himno al Dios infinito, omnisciente, omnipotente, un himno de gran poder y soberana belleza. El himno, de calidad sapiencial, revela contactos con pasajes de Jeremías y Job: fue compuesto, por tanto, en la época postexílica (a partir del siglo v a.C.).
Es difícil dar cuenta en unas pocas notas de las numerosas riquezas contenidas en estas cuatro
estrofas dedicadas a la omnisciencia (vv. 1-6), la omnipresencia divina (vv. 7-12), la creación del hombre (vv.
13-18) y el juicio divino sobre los malvados (vv. 19-
24).
Baste mencionar la sorpresa del hombre cuando ve
que Dios ya conoce su discurso desde la primera palabra (v. 4), su vana huida de Dios en una alocada huida hacia los cielos, hacia los infiernos, hacia la aurora y hacia los confines de la tierra (vv. 8-9), la oscuridad
que se hace transparente a la mirada de Dios (vv. 11-12),
el «tejido» del embrión en el vientre de su madre, un
bordado de incomparable belleza (vv. 13-15), la biografía de cada hombre ya escrita por Dios en su libro antes
de que existan nuestros días (v. 16), el amargo desprecio
por los malvados que se engañan a sí mismos rompiendo la obra divina (vv. 19-22)... Es el canto del encuentro
entre dos misterios, el misterio infinito de Dios y el del
hombre criatura «admirable» (v. 14).
Salmo 148: El aleluya de la creación
Canto coral de las criaturas dirigido por el hombre que preside esta liturgia cósmica de alabanza, el Salmo 148 se compone de dos poderosas aleluyas. El primero resuena en los cielos y tiene cantores astrales (vv. 1-6).
Canto coral de las criaturas dirigido por el hombre que preside esta liturgia cósmica de alabanza, el Salmo 148 se compone de dos poderosas aleluyas. El primero resuena en los cielos y tiene cantores astrales (vv. 1-6).
Su himno es una celebración de la creación y
de la providencia divina (vv. 5-6). El segundo aleluya
es cantado por la tierra representada por un alfabeto de
criaturas (veintidós seres creados que componen nuestro horizonte terrestre) que celebran la acción creadora y redentora de Dios (vv. 13-14).
Todos los habitantes del cielo y de la tierra son, pues, convocados al templo cósmico
para una oración «sinfónica» a su único Señor, Creador
y Salvador.
Salmo 150: El último aleluya
Con este aleluya coral se cierra la colección de los salmos. Un suntuoso, solemne y musical canto de alabanza al Señor, es el último mensaje del Salterio. Una cascada de aleluyas acompaña a la orquesta del Templo, que aquí está plenamente convocada con el shofar, el «cuerno», el arpa, la cítara, los timbales, las cuerdas, la flauta y los címbalos. Pero al final se eleva un sonido supremo, es el aliento de todo ser viviente que se convierte en oración y alabanza (v. 6). Con este canto cósmico, a menudo traspuesto en música, concluyen los tehilim, «las alabanzas», como llamaban los hebreos a los salmos.
CONCLUSIÓN
Aquí concluye nuestro breve recorrido por las páginas del Salterio, que se ha convertido en el libro de oración cristiana por excelencia, como atestiguan la Liturgia de las Horas, los Salmos Responsoriales de la Liturgia de la Palabra y las numerosas antífonas tejidas con textos sálmicos. San Ambrosio, al describir las olas sonoras de hombres, mujeres y niños que poblaban su iglesia de Milán cantando los salmos, las comparaba al «majestuoso vaivén de las olas del océano». Es el gran aliento de la humanidad y de la creación alabando a su Señor y Creador.
Para cerrar nuestro itinerario, dejamos la palabra a un gran maestro de la fe y la teología cristianas, santo Tomás de Aquino, que considera el Salterio como una síntesis del mensaje bíblico y teológico.
«En efecto, abarca en su universalidad la materia de toda teología. La razón por la que este libro bíblico es el más utilizado en la Iglesia es porque contiene en sí toda la Escritura. Su característica es que reitera, en forma de alabanza, todo lo que los demás libros exponen según los modos de narración, exhortación y discusión. Su fin es hacer orar, elevar el alma a Dios por la contemplación de su infinita majestad, por la meditación de la eterna bienaventuranza, por la comunión con la santidad de Dios y la imitación laboriosa de su perfección».
Con este aleluya coral se cierra la colección de los salmos. Un suntuoso, solemne y musical canto de alabanza al Señor, es el último mensaje del Salterio. Una cascada de aleluyas acompaña a la orquesta del Templo, que aquí está plenamente convocada con el shofar, el «cuerno», el arpa, la cítara, los timbales, las cuerdas, la flauta y los címbalos. Pero al final se eleva un sonido supremo, es el aliento de todo ser viviente que se convierte en oración y alabanza (v. 6). Con este canto cósmico, a menudo traspuesto en música, concluyen los tehilim, «las alabanzas», como llamaban los hebreos a los salmos.
Aquí concluye nuestro breve recorrido por las páginas del Salterio, que se ha convertido en el libro de oración cristiana por excelencia, como atestiguan la Liturgia de las Horas, los Salmos Responsoriales de la Liturgia de la Palabra y las numerosas antífonas tejidas con textos sálmicos. San Ambrosio, al describir las olas sonoras de hombres, mujeres y niños que poblaban su iglesia de Milán cantando los salmos, las comparaba al «majestuoso vaivén de las olas del océano». Es el gran aliento de la humanidad y de la creación alabando a su Señor y Creador.
Para cerrar nuestro itinerario, dejamos la palabra a un gran maestro de la fe y la teología cristianas, santo Tomás de Aquino, que considera el Salterio como una síntesis del mensaje bíblico y teológico.
«En efecto, abarca en su universalidad la materia de toda teología. La razón por la que este libro bíblico es el más utilizado en la Iglesia es porque contiene en sí toda la Escritura. Su característica es que reitera, en forma de alabanza, todo lo que los demás libros exponen según los modos de narración, exhortación y discusión. Su fin es hacer orar, elevar el alma a Dios por la contemplación de su infinita majestad, por la meditación de la eterna bienaventuranza, por la comunión con la santidad de Dios y la imitación laboriosa de su perfección».