Orar hoy, un desafío a superar (Apuntes sobre oración)

DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN APUNTES SOBRE LA ORACIÓN
Orar hoy, un desafío a superar
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
Angelo Comastri
BAC Popular

DICASTERIO PARA LA EVANGELIZACIÓN
APUNTES SOBRE LA ORACIÓN

Orar hoy, un desafío a superar
POR ANGELO COMASTRI
INTRODUCCIÓN DEL PAPA FRANCISCO
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID • 2024

Título original: Appunti sulla preghiera, vol 1: Pregare oggi. Una sfida da vincere
Traducido por Sol Corcuera Urandurraga
Damos las gracias a la Fundación Terzo Piastro por su contribución a la publicación de los volúmenes © Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo - Libreria Editrice Vaticana, 2024
00120 Ciudad del Vaticano © de esta edición: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024
Manuel Uribe, 4. 28033 Madrid www.bac-editorial.es Depósito legal: M-2321-2024
ISBN: 978-84-220-2324-1 Preimpresión: M.ª Teresa Millán Fernández
Impresión: Anebri, S.A. Pinto (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño de cubierta: BAC
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org;
91 702 19 70 / 93 272 04 47)

ÍNDICE GENERAL Nota del editor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Introducción del Santo Padre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
ORAR HOY, UN DESAFÍO A SUPERAR
Prefacio. ¡Hay que leerlo!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
Capítulo. 1. Tres referencias autorizadas sobre la
necesidad de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Con la oración podemos levantar el mundo. . . . . . 7
El hombre no puede realizarse sin oración. . . . . . . 10
Sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
La oración es un imán que atrae a Jesús. . . . . . . . . 12
Capítulo. 2. ¡Señor, enséñanos a orar!. . . . . . . . . . 15
No se puede vivir sin oración. . . . . . . . . . . . . . . . . 15
«¡Jesús rezaba!»: este argumento basta para estar a favor de la oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Primer paso del hombre hacia la oración: «Señor, dame a conocer cuál es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy» (Sal 39,5). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22


VIII Índice general
Segundo paso del hombre hacia la oración: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador!» (Lc 18,13). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
El primer paso de Dios hacia el hombre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
El segundo paso de Dios hacia el hombre: «Padre, les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17,26). . . . . . . . . . . . . 32
Capítulo 3. San Francisco de Asís. . . . . . . . . . . . . . 39
Capítulo 4. Madre Teresa de Calcuta. . . . . . . . . . . 57
Malcolm Muggeridge. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.

Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025.

Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».

INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE
La oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar palabras para expresar este misterio.
¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los maestros de espiritualidad, así como de las reflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre y sólo en la sencillez de quienes la viven.

Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).

El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta.
¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.

Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.
Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).

En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos. Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. 

Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa. Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación. Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón. Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.

Prefacio
¡HAY QUE LEERLO!

Como prefacio, o mejor, como introducción a estas páginas sobre el fascinante y actualísimo tema de la oración, he pensado proponerles el relato de una curiosa experiencia del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn. En 1962 publicó su primera novela que tenía como título Un día en la vida de Iván Denisóvich.

Era el periodo eufórico de la desestalinización. El propio Kruschev, delante de una asamblea de intelectuales, calificó la obra de Solzhenitsyn como una de las que «ayudan al pueblo en su lucha por una nueva sociedad, lo unen y consolidan sus fuerzas».

La narración del escritor ruso nos da a conocer una de las 3653 jornadas que Iván Denisóvich transcurrió en el campo de concentración, resaltando que para el pobre prisionero se trataba de un «precioso día, casi feliz». Es fácil intuir que este pobre Iván es el mismo autor, el cual sintetiza en este «precioso día, casi feliz» todo el horror que ese lugar provocó en él, donde «se le puede dar la vuelta a un hombre como si fuera un calcetín»; donde, «después de un día de viento, hielo y hambre, una cucharada de sopa de col cuenta más que la libertad de toda la vida pasada y de toda la vida futura y donde, al llegar la noche, el detenido puede ser feliz por haber conseguido sobrevivir».
Los trabajos forzados, el ser contado y vuelto a contar como si fuera ganado, la conciencia de encontrarse en manos de un tirano y no de la justicia, llevan a la aniquilación espiritual del hombre, a la descomposición de su sentido moral volviéndolo malo, cruel, despiadado y egoísta hasta el punto de que «el peor enemigo del prisionero es él mismo». 

Pero en la oscura noche de la opresión, en lo que parece que es terreno de los lobos, una pequeña llama brilla y da esperanza: es la fe de quien es prisionero por haberla custodiado, defendido y propagado; la fe del joven Aljoska, el cual «mira el sol y se alegra» y «tiene la sonrisa en los labios» a pesar de todo.
Él ha conseguido llevar consigo a ese infierno el libro del Nuevo Testamento: los evangelios y las epístolas de los apóstoles. Hasta ahora ha podido salvarlo de las continuas redadas y es feliz.

Cada noche, a la tenue luz de la lámpara que se queda encendida en el frío barracón, lee y reza. Iván lo escucha, ya que su cama está justo encima de la suya. 

Esa noche oye que le dicen: —Ves bien, Iván Denísovich, que su alma aspira a dirigir una oración a Dios. ¿Por qué no dejas que la haga?
Iván miró de reojo a Aljoska. Vio sus ojos relucir como dos luces. Suspiró.
—¿Quieres saber por qué no rezo? Porque, Aljoska, las oraciones, como las preguntas escritas, o no llegan a su destino o son rechazadas.
—¡Uno ha de tener una confianza inquebrantable en su propia oración! Si tiene una fe semejante, podrás decir a ese monte que se mueva 
y lo hará. 

Iván sonrió y se enrolló otro cigarrillo. Se lo hizo encender por uno de los estonios.
—¡Para de contar patrañas, Aljoska!... Vosotros los baptistas habéis rezado todos a coro en el Cáucaso, y ¿habéis movido si acaso un solo monte? También ellos eran pobres «cristos»: ¿qué mal podían hacer orando a Dios? Sin embargo, a todos les habían caído veinticinco años por cabeza. Porque era un periodo así: le caían veinticinco años a cualquiera.
—Pero no hemos rezado por eso, Denísovich, —intentaba convencerlo Aljoska—. El Señor nos ha enseñado que, de todas las cosas terrenas y perecederas, solo tenemos que orar por el pan de cada día. Nosotros en realidad rezamos así: «Danos hoy nuestro pan de cada día».

—La ración, ¿quieres decir?
—preguntó Iván. 
Pero Aljoska no se rendía: quería convencerlo más con los ojos que con las palabras y le acariciaba la mano:
Iván Denísovich, no hace falta orar para que te envíen un paquete postal o te den un tazón más de esa bazofia. ¡Las cosas más apreciadas por los hombres son viles a los ojos de Dios! Hay que orar por el espíritu, para que el Señor nos quite del corazón la espuma de la maldad.

Iván se volvió a tumbar... Se sumergió en sus propios pensamientos sin escuchar el borboteo de Aljoska.
—En resumen —concluyó al final— reza todo lo que quieras, pero no te reducirán la pena. Tendrás que vivirla desde el principio hasta el final.
—¡Pero no se tiene que orar por eso! —
se horrorizó Aljoska—. ¿Qué te importa la libertad? ¡En libertad, los últimos restos de tu fe serán ahogados por las malas hierbas! ¡Tienes que estar contento de estar en la cárcel! ¡Aquí, tienes todo el tiempo para pensar en el alma!

Iván miraba el techo en silencio. Tampoco él sabía si quería volver a ser libre o no... Ni sabía si la vida habría sido mejor allí que aquí...
Aljoska no mentía cuando decía que estaba contento de estar en la cárcel: se le notaba en la voz y en los ojos...
—Mira, Aljoska —le explicaba Iván— tu razonamiento va bien. Cristo te ha dicho que vayas a la cárcel y es por Cristo que te encuentras aquí. ¿Pero por qué me han metido a mí aquí?

La pregunta se quedó sin respuesta, ya que lo impidió un enésimo control nocturno. Pero la respuesta ya se la había dado: «Hay que orar por el espíritu, para que el Señor nos quite del corazón la espuma de la maldad».

La maldad es el verdadero mal del hombre: liberarse de ella es sin duda obra suya; pero le es imposible sin la ayuda de Dios: este es el gran motivo de la necesidad de la oración del hombre.

Y donde quiera que estemos hemos de hacer nuestra la oración de Iván: «Señor, ¡quítanos del corazón la espuma de la maldad!»

¡Qué hermoso es, qué consolador, verdadero y de gran actualidad es el testimonio de este prisionero de un campo de concentración perdido en la inmensa Rusia! Su lección es también válida para nosotros, en especial en este año dedicado a la oración.
Cardenal Angelo Comastri

Capítulo 1
TRES REFERENCIAS AUTORIZADAS SOBRE LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN

Con la oración podemos levantar el mundo
Santa Teresa de Lisieux (1873-1897), que fue una misionera maravillosa y fecunda a pesar de quedarse toda su vida dentro de un monasterio, expresó bien el secreto de la fecundidad de la oración que hoy muchos ya no entienden.

Ella, con una gran lucidez, escribió: «Un sabio dijo “dadme una palanca, un punto de apoyo yo levantaré el mundo”. Lo que Arquímedes no pudo obtener porque su petición no se dirigía a Dios y era expresada solo desde un punto de vista material, los santos lo han obtenido plenamente. El Omnipotente les ha dado como punto de apoyo a Él mismo y solo a Él; como palanca ha dado la oración que inflama con un fuego de amor, y así han elevado el mundo. Y así lo elevan los santos de la Iglesia militante y lo levantarán también los santos futuros hasta el final del mundo».

Son palabras que hay que meditar de rodillas. Y, sobre todo, son palabras que hay que tomarse en serio empezando a orar de verdad. ¡De inmediato: hoy mismo!

Teresa nos confía una verdad de un valor incalculable: ¡los verdaderos «apóstoles» son los santos! Y, ante todo, ¡son apóstoles porque rezan!

Ella, con pocas palabras, destruye viejas controversias e ilumina el problema de la evangelización del mundo y de la fecundidad del apostolado cristiano: ¡necesitamos santos!
Y para tener santos, necesitamos personas de una auténtica oración; y la auténtica oración es la que inflama con un fuego de amor: solo así es posible levantar el mundo y acercarlo al corazón de Dios.
¿Se podía ser más claro? ¿Y al mismo tiempo más sencillo? ¿Y más profundo? ¿Y más luminosamente evangélico?

Santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones (¡hay que señalarlo!) entendió la eficacia de la oración desde los catorce años. Así sucedió todo.
En Francia, en la noche del 17 de marzo de 1887, un tal Enrico Pranzini cometió un triple asesinato. Fue arrestado y su juicio terminó el 23 de julio con una condena a muerte: así preveía la ley francesa del momento.

Teresa de Lisieux, hoy santa, tenía entonces catorce años y ya era una maravillosa cristiana, abierta a la luz de Dios y deseosa de llevar almas al encuentro con la misericordia de Dios.

En cuanto se enteró de la noticia de la condena a muerte de Enrico Pranzini, Teresa se preocupó mucho porque el homicida había rechazado expresamente cualquier encuentro con un sacerdote y todo dejaba pensar que había muerto impenitente.

La futura santa estaba triste por este hecho y comenzó una oración ferviente, involucrando a su hermana Celina en la misma tarea. ¿Y qué sucedió? Escuchemos el relato vivo de Teresa:
«Yo estaba segurísima de que Dios perdonaría al pobre desgraciado Pranzini […], para mi consuelo, le pedía solo “una señal” de arrepentimiento... ¡Mi oración fue escuchada al pie de la letra! A pesar de la prohibición que papá nos había hecho de leer periódicos, no creía desobedecerle leyendo los pasajes que hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, se puso a mi alcance sin pretenderlo el periódico “La Croix”. Lo abro apresuradamente, y ¿qué es lo que veo?... ¡Ah!, las lágrimas traicionaron mi emoción, y me vi obligada a esconderme.... Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y estaba a punto de meter su cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, sobrecogido por una inspiración repentina, da media vuelta, coge un Crucifijo que le presentaba el sacerdote, ¡y besa por tres veces sus llagas sagradas!... Luego, su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que declara que “en el cielo habrá más gozo por un solo pecador que hace penitencia que por 99 justos ¡que no tienen necesidad de penitencia!” (Lc 15,7)» .
Si creyéramos en la eficacia de la oración, nos pasaríamos mucho tiempo de rodillas. ¡Y el mundo cambiaría de dirección!

El hombre no puede realizarse sin oración.
David Maria Turoldo (1916-1992), ha dicho:
«Yo creo que el hombre no puede realizarse sin el silencio ni la oración. Lo que más falta en este tiempo nuestro, en esta civilización, es el espíritu de oración. Esta sería la verdadera revolución: ¿el mundo no reza? Yo rezo. ¿El mundo no guarda silencio? Yo guardo silencio. Y me pongo a la escucha. Revolución no consiste en romper o destruir, sino en introducir un espíritu nuevo en las formas de siempre. Lo que más nos falta es precisamente la relación con el misterio, la apertura hacia el infinito de Dios: por eso está tan solo el hombre, por eso es tan insuficiente y se ve tan amenazado. Es la característica de esta civilización del fracaso: ya no se guarda silencio, no se contempla. Se ha perdido el verdadero valor de las cosas. Y es un tiempo sin cantos. Hoy no se canta; hoy se chilla, se grita: realmente es la civilización del estruendo. Un tiempo sin oración, sin silencio y, por tanto, sin escucha. Ya nadie escucha a nadie. No sin razón estos tiempos no tienen alegría porque la alegría viene de lejos. Hay que excavar en profundidad: es necesario volver a orar»
¡Sí, es necesario volver a orar! Solo la oración deja espacio a Dios en nuestra vida y en la historia del mundo: y con Dios todo es posible.

Sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres
En 1968 estuve con Madre Teresa de Calcuta por primera vez.
Era sacerdote desde hacía apenas un año y sentí el impulso de ir a pedir a Madre Teresa que me acompañara con su oración.
Madre Teresa, nada más verme, me preguntó a quemarropa: «¿Cuántas horas rezas al día?». Me pilló un poco por sorpresa, porque me esperaba que me preguntara: «¿Cuánta caridad haces?». En cualquier caso, le respondí: «Madre, celebro la santa misa todos los días, rezo el rosario todos los días, no descuido mi oración cotidiana del breviario...».
Madre Teresa cogió mis manos entre las suyas y me susurró al oído: «¡No es suficiente! ¡La relación con Jesús es una relación de amor! Y en el amor uno no puede limitarse al deber. Haces bien en celebrar la misa cada día y en rezar el rosario y el breviario: ¡es tu deber! Pero tienes que añadir un poco de tiempo de adoración delante de la Eucaristía, ¡en un tú a tú con Jesús!».

El consejo de Madre Teresa me llegó al corazón, pero me permití decirle: «Madre, me esperaba que usted me preguntara: “¿Cuánta caridad haces?». Madre Teresa se puso seria y luego me recitó lentamente estas palabras en las que se encierra todo el secreto de su vida. Dijo: «¿Y tú crees que yo podría llevar mi amor a los pobres si Jesús no me diera su Amor cada día a través de la oración? Recuerda: ¡sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres!».

Se tendrían que gritar estas palabras en las iglesias y en las plazas: son la medicina para curar la actual dispersión de tanta gente… ¡también eclesiástica!

Con su vida, Madre Teresa nos recuerda una verdad imprescindible: «¡Sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres!».
Saquemos consecuencias de todo esto: con honradez, prontitud y coherencia.

La oración es un imán que atrae a Jesús
Domenico Giuliotti, poeta y escritor, nació el 18 de febrero de 1877 en San Casciano Val di Pesa, en la provincia de Florencia. Vivió una infancia serena en una familia en la que se respiraba la fe católica. Él mismo comentaba:
«Mi infancia transcurrió en una antigua villa solitaria en lo alto de una colina cuando el campo todavía era piadoso y fue una infancia muy religiosa. Me rodeaban de cosas y de personas verdaderamente puras. 
Era el tiempo en el que los campesinos, después del duro día de trabajo, se reunían en la cocina iluminada por una gran llama en la chimenea del hogar y, de rodillas, sobre el suelo irregular, rezaban el rosario mientras una gran cacerola freía el sofrito para su sopa de pan negro. 
Mi padre, granjero, era amigo de sus subordinados y como un padre para ellos. Mi madre, nacida en el seno de una familia campesina, una mujer purísima y muy fuerte, alternaba el gobierno de la casa con la oración cotidiana. Por la mañana, una breve acción de gracias al Señor por habernos concedido un buen descanso y una invocación a su ayuda para las tareas de la jornada; a mediodía, el ángelus antes de ponernos a la mesa; y, antes de dormir, la avemaría y el credo. Eran oracion . Tres referencias autorizadas sobre la necesidad de la oraciónes que recitábamos todos juntos y que descendían al alma con una luz benéfica»
En su adolescencia, Domenico Giuliotti se separó de forma brutal de Cristo y se convirtió en un feroz enemigo de la Iglesia y de todo lo que olía a cristianismo: como diría él mismo, se convirtió en un seguidor del Anticristo.
Pero su corazón estaba inquieto y, poco a poco, retomó el camino de regreso. En cuanto dio el paso que lo devolvió a la casa de la fe, Domenico Giuliotti se dio cuenta de lo «insensato» que había sido y se hizo inflexible consigo mismo para castigarse por su fuga imperdonable.

Se comportó como el borracho que, una vez cortado el lazo con el vino, no quiere ni siquiera sentir su olor. Después de su conversión, Domenico Giuliotti amó visceralmente la fe católica y escribió páginas vibrantes en defensa de la grandeza del sacerdote católico.

He aquí una página memorable:
«Ellos solos [ los sacerdotes], aunque indignos, sostienen, sostenidos por Cristo, los muros vacilantes de la ciudad terrena. Si nos imagináramos que ya no habría sacerdotes, tampoco existiría ya la Iglesia; pero si no existiera ya la Iglesia, tampoco habría ya liturgia; y si ya no existiera la liturgia, tampoco existirían ya los sacramentos; y sin sacramentos, ya no se daría la irrigación de la gracia. Y consecuencia de todo ello vendría la sequedad, la esterilidad y la muerte. El sacerdote es un hombre, pero es más que los ángeles; es un pecador, pero quita los pecados; es un siervo, pero el Señor le obedece. Los ángeles e incluso la Reina de los ángeles no tienen el poder de absolver, ni el poder de obligar a Cristo cada día a renovar, bajo las santas especies del pan y del vino, la ofrenda universalmente reparadora de Dios a Dios. Solo él puede hacer estos prodigios»
Domenico Giuliotti se apagó cristianamente a las nueve y cuarto del 12 de enero de 1956. Había escrito poco antes de morir:
«Ven por tanto pronto, oh Señor, a devorar todo el mal con tu famélico amor. ¿Qué importa si no te verán mis cansados ojos de la carne? ¡Sé que vendrás, Señor! Por tanto, puedo partir con alegría de esta “cama ensangrentada” ahora que, en proporción con mi capacidad de entender, es decir, de amar, me has abierto y desvelado tu adorable Misterio»

. ¿Cómo se dio el milagro del regreso de Domenico Giuliotti al conmovedor abrazo a Dios? Él mismo dio un día la respuesta: «Todo sucedió gracias a las oraciones insistentes y sinceras de mi madre».
¡Es verdad! Cuando alguien se convierte, ¡siempre hay alguien que está rezando por él en algún sitio!

Capítulo 2
¡SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR

No se puede vivir sin oración
En la Biblia se afirma claramente la necesidad de la oración, ¡de la verdadera oración! En el Antiguo Testamento hay sobre todos dos episodios que ponen muy bien de manifiesto el gigantesco poder de la oración.
El primero está ambientado alrededor de los robles de Mamre. Abrahán acaba de hospedar a tres personajes misteriosos y ha recibido el anuncio de que dentro de un año será padre de un niño... largamente esperado. El clima está lleno de misterio, pero también lleno de luz: en realidad, cada encuentro con Dios es así.

Esta es la escena de la oración audaz e insistente: «Los hombres se levantaron de allí y miraron hacia Sodoma. Abrahán los acompañaba para despedirlos. El Señor pensó: “¿Puedo ocultarle a Abrahán lo que voy a hacer? Abrahán se convertirá en un pueblo grande y numeroso, y en él se bendecirán todos los pueblos de la tierra”» (Gen 18,16-18).

Dios confía a Abrahán que el pecado pesa sobre el destino de dos ciudades, hasta tal punto que tiene pensado destruirlas. Abrahán siente un estremecimiento de solidaridad hacia las dos ciudades y al mismo tiempo siente que puede llamar al corazón de los “tres misteriosos personajes”: «Abrahán se acercó y le dijo: “¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?”» (Gen 18,23-25).

La verdadera oración nos hace entrar en el corazón de Dios y, por lo tanto, puede permitirse ser audaz e insistente. Por este motivo, Abrahán no pierde el ánimo y desciende el número a cuarenta personas, a treinta, a veinte y la respuesta es: «En atención a los veinte, no la destruiré» (Gen 18,31). Abrahán tiene un momento de duda, pero a continuación, con la fuerza de la fe, se atreve a decir: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más: ¿Y si se encuentran diez?». Contestó el Señor: «En atención a los diez, no la destruiré» (Gen 18,32). Desgraciadamente, tampoco hubo diez justos. Pero permanece intacto el significado del relato: la oración es diálogo; la oración es iniciativa de amor; la oración es atrevimiento; la oración es la puerta que nos introduce en el Corazón de Dios y en el mismísimo misterio de sus decisiones.

¡Oh, si rezáramos de verdad! Juan Pablo I, en una de las pocas catequesis que el Señor le concedió dar, con el candor que era propio en él, exclamó: «¡Perdemos muchas batallas porque rezamos poco!». La Biblia le da ampliamente razón.

El segundo episodio memorable sobre la fuerza de la oración está en el libro del Éxodo. Israel está de camino hacia la Tierra Prometida: pero el viaje está lleno de dificultades, riesgos, emboscadas y enemigos. Ante un enemigo poderoso y peligroso, Moisés toma la siguiente decisión: «Amalec vino y atacó a Israel en Refidín. Moisés dijo a Josué: “Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón de Dios en la mano”. Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec. Y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol» (Ex 17,8-12).

A veces, ante los continuos problemas de nuestro duro camino hacia el Paraíso, nosotros buscamos soluciones de pura alquimia humana y también de una astucia totalmente terrestre.
¿Y si en cambio la solución estuviera en alzar simplemente las manos a Cristo día y noche? ¿Acaso no es posible que el ejemplo de Moisés tenga algo que enseñarnos también a nosotros, «profesores» de Dios más que «testigos» de Dios?
En teoría, todos estamos convencidos de la importancia de la oración: se habla muy a menudo de ello y se repite por todas partes.

Pero ¿estamos de verdad seguros de que la oración está en el centro de nuestra vida? ¡Una cosa es hablar de oración y otra bien distinta es orar!

A veces, ante los recurrentes e insidiosos desafíos de la historia, todos estamos tentados de abandonarnos a colaboraciones de refinadas competencias y de alta profesionalidad... teórica. ¿Y si en vez de eso buscáramos simplemente a algunas personas, como Aarón y Jur, para tener siempre en alto las manos de quienes tienen que orar por todos? ¿No pensamos que tendríamos más fuerza y credibilidad, más eficacia en nuestro apostolado?

«¡Jesús rezaba!»: este argumento basta para estar a favor de la oración
Para el discípulo, El comportamiento de Jesús es una norma absoluta de vida. ¡De hecho, Jesús es el Maestro!
Pues bien, nadie puede negar que la oración haya sido literalmente el centro de la vida de Jesús: la oración era su respiración, su horizonte de referencia, la fuente de sus acciones y de sus palabras.

Blaise Pascal (1623-1662), al mirar a Jesús, observaba las normas del comportamiento cristiano y concluía: «¡Amo la pobreza porque Cristo ha amado la pobreza!».

Pero se puede decir tranquilamente y de manera legítima lo mismo con respecto a la oración: ¡Amo la oración sin discusión porque Cristo ha amado la oración!

El evangelista Marcos anota: «Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1,35).
Debía de ser un gesto tan habitual que se quedó profundamente impreso en la memoria de los apóstoles: estos, después de la Ascensión, no podían acordarse de su Maestro y Señor sin recordar al mismo tiempo su oración.

San Lucas, un escritor capaz casi de pintar los gestos de la vida de Jesús, subraya un aspecto de gran importancia: Jesús, antes de tomar la decisión de llamar a los apóstoles, ¡pasó una noche entera en oración! El evangelista relata este hecho porque es una extraordinaria lección de vida: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (Lc 6,12-13).

Charles de Foucauld (1858-1916), conmovido profundamente por este comportamiento de Jesús, se enamoró de la oración nocturna: la noche se convirtió en el refugio habitual de su oración y el tiempo más apreciado para el coloquio, la adoración y la intercesión.

¿No tendría que hacer lo mismo cada discípulo? ¿No debería el discípulo tener sus ojos mirando siempre al Maestro para entender cada latido, cada matiz, cada postura en su vida? ¿Cuánto se ha dirigido nuestra mirada al Señor en el día de hoy? ¿Cuánto inspira su vida la nuestra?

¡No se pueden eludir estas preguntas, si queremos que Jesús sea nuestro Maestro y nosotros seamos sus discípulos!

Por otra parte, resulta doloroso tener que admitir que muchas de nuestras decisiones no nacen de la oración: 
nacen de la inteligencia, pero ¿basta con la inteligencia?
Nacen del estudio, pero ¿basta con el estudio? 
Nacen de la investigación, pero ¿basta con la investigación? 
Nacen de la sociología, pero ¿basta con la sociología?
Nacen de la astucia, pero ¿basta con la astucia?

Sigamos de nuevo al Maestro. Escribe el evangelista Mateo: «Al enterarse Jesús [de la muerte de Juan el Bautista] se marchó de allí en barca, a solas, a un lugar desierto» (Mt 14,13); poco después, añade: «Enseguida [después de la multiplicación de los panes] Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo» (Mt 14,22-23).

Estos gestos habituales de Jesús quedaron indeleblemente grabados en la memoria de los discípulos y se convirtieron en el punto de referencia continuo de sus decisiones y de su comportamiento. Pedro (¡al que eligió Jesús para confirmar la fe del resto!), no habría podido decir un día: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra» (Hch 6,4), si no hubiera estado más que convencido de estar siguiendo un comportamiento ya visto en el Maestro.

Esta decisión de Pedro, ¿no tiene nada que decirnos hoy?
Estoy convencido de que hoy habría meditado largamente el inicio del capítulo sexto de los Hechos de los Apóstoles: tengo la impresión de que nos estamos moviendo en la dirección opuesta a la que tomaron los apóstoles en un momento muy similar al nuestro.

Incluso los Evangelios nos dicen que la oración de Jesús puso en crisis la oración de los discípulos. Mirando a Jesús que rezaba, ¡se dieron cuenta de que no sabían orar! Y esto es lo que sucede: «Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “¡Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos!”» (Lc 11,l).

La oración de Jesús tenía que ser al mismo tiempo transparente y misteriosa: era una santa oración en la que se veía algo hermoso, pero al mismo tiempo seguía siendo un misterio profundo. La petición de los apóstoles fue espontánea: «Jesús, haznos entrar en este hermoso misterio que se ve en tus ojos y en tu rostro. Jesús, ¡enséñanos a orar!».
Nosotros también necesitamos retomar esta invocación: en efecto, a todos nosotros nos tiene que quedar muy claro que el camino de nuestra oración no ha terminado porque no ha terminado el camino de la fe y tampoco el de la conversión; el camino de conversión, el camino de fe y el camino de oración son caminos al mismo tiempo, son caminos intercambiables.

El evangelista Juan, que tuvo la gracia de sentir el latido del corazón de Cristo y de intuir el abismo de amor que ocultaba, fotografió los sentimientos de las últimas horas de la vida de Cristo citando una larga y memorable oración: la oración al Padre, la oración de la ofrenda de Amor, la oración de la amistad divina, la oración ferviente por la unidad de sus discípulos, la oración para invocar el alma de la oración para sus apóstoles y para sus discípulos de todos los tiempos.

Una vez concluida la cena, relata san Lucas: «Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: “Orad, para no caer en tentación”» (Lc 22,39-40).
¿Cómo es posible que en el momento más dramático de su vida, cuando su mismo cuerpo reaccionaba sudando sangre, haya visto la oración como única fuerza y único recurso? Y, sin embargo, es así. El Evangelio no puede cambiarse, ni ser retocado: ¡es así, es sencillamente así!

Cuando llegó el momento supremo, Jesús entra orando en el abrazo con su Padre: «Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”» (Lc 23,46).

Si esta ha sido la vida de Jesús, si este ha sido su apostolado, ¿podemos vivir nosotros una vida distinta o pensar nuestro apostolado de un modo diverso?
«¡Señor, enséñanos a orar!». La Palabra de Dios nos responde. ¡Escuchemos!

Primer paso del hombre hacia la oración: «Señor, dame a conocer cuál es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy» (Sal 39,5)

La Biblia enseña categóricamente (¡pero también lo enseña la experiencia!) que el hombre es pequeño. ¡Sí, el hombre es pequeño!

Esta verdad de partida es fundamental: en efecto, si el hombre intercambia la medida real de su estatura con la medida irreal de sus deseos, realiza un error fatal y, antes o después, pasará de la ilusión a la desilusión, del delirio de omnipotencia a la postración del nihilismo.

Así ha sucedido siempre y sucede continuamente, no hay más que mirar a nuestro alrededor.

La Biblia nos advierte con lealtad lo pequeño que es el hombre. Entonces, la primera postura que permite comenzar un verdadero camino de oración es precisamente esta: reconocer nuestra pequeñez, ser conscientes de nuestra condición de criaturas.

Veamos algunos textos significativos de la Escritura a través de los cuales aparece claramente el verdadero rostro del hombre.
Isaías, con un lenguaje robusto y nítido, escribe: «Dice una voz: “Grita”. Respondo: “¿Qué debo gritar?”. Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre» (Is 40,6).

¡Es verdad! El hombre lleva dentro de sí mismo un innato estado incompleto que no es otra cosa que su misma condición de “criatura” escrita en todas las fibras de su ser: ¡por eso hay una necesidad innata de adoración en el hombre! ¡El riesgo fatal del hombre es confundirse con el destinatario de esa adoración!

El Salmo 8, después de haber reconocido que el hombre tiene en él mismo una marca de grandeza, se apresura a precisar: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?».

El Salmo 37, recogiendo una objeción antigua y reciente, aconseja: «No te exasperes por los malvados, no envidies a los que obran el mal: se secarán pronto, como la hierba, como el césped verde se agostarán».

¿Por qué? Porque el malvado es el que no se apoya en el Señor; el malvado es el que ha orientado hacia «otros señores» la innata necesidad de adoración: se encontrará inexorablemente arrugado en la nada y el fracaso existencial. Así, el salmista susurra dirigiéndose al justo: «Confía en el Señor y haz el bien: habitarás tu tierra y reposarás en ella en fidelidad; sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón».

El salmista está decididamente seguro al afirmar que solo Dios es proporcional a los deseos del corazón humano: de hecho, ¡el hombre está sediento de Dios! Por este motivo, la conclusión es rápida como una flecha: «Mejor es ser honrado con poco que ser malvado en la opulencia; pues al malvado se le romperán los brazos, pero al honrado lo sostiene el Señor».

Sin embargo, a menudo el justo parece un derrotado y el impío parece un vencedor. No, asegura el salmista, no te dejes engañar:
«Vi a un malvado que se jactaba, que prosperaba como un cedro frondoso; volví a pasar, y ya no estaba; lo busqué, y no lo encontré».

Esta es la certeza del hombre de fe: del hombre que sabe ser pequeño e incompleto, pero que al mismo tiempo sabe que Dios lo completa.
También el Salmo 73, nos entrega el mismo mensaje en unas pocas frases:

«Pero yo por poco doy un mal paso,
casi resbalaron mis pisadas:
porque envidiaba a los perversos,
viendo prosperar a los malvados.

[...] En un momento causan horror,
y acaban consumidos de espanto. 
Como un sueño al despertar, Señor,
al despertarte desprecias sus sombras

[...] ¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Se consumen mi corazón y mi carne;
pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo».


¡Este es el verdadero rostro del hombre que surge de la Escritura!
El hombre es un pequeño que no puede jugar a ser un gigante. De hecho, la pequeñez del hombre solo tiene un enfoque liberador: apoyarse en el único Grande y dejarse abrazar por Él. Por eso, Fiódor Dostoyevski dijo con unas pocas palabras fulgurantes: «Toda la ley de la existencia reside en esto: que el Hombre pueda inclinarse ante el infinitamente Grande». Gandhi añadió sabiamente: «El buscador de Dios debe ser más humilde que el polvo».

Y san Agustín Roscelli, un pequeño gran sacerdote genovés del siglo XIX, afirmaba con una profunda precisión teológica: «En el paraíso encontraremos a personas que no han sido ni mártires, ni obispos, ni sacerdotes, ni teólogos... pero no encontraremos a ni una sola persona que no haya sido humilde».

Sin humildad no se llega a Dios: el hombre solo llegará a sentir los pasos del Eterno y la careza del Infinito si acepta con serenidad su pequeñez como verdad y como punto de partida del camino de su inquieta inteligencia.
Por desgracia, no siempre sucede así. El hombre histórico ha vivido el trágico incidente de la libertad hecha orgullo: el hombre histórico ha rechazado a Dios y, dramáticamente, ha caído en la amarga experiencia del pecado. Por lo tanto, hemos de mostrar ahora el segundo paso indispensable.

Segundo paso del hombre hacia la oración: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador!» (Lc 18,13)

Friedrich Nietzsche (1844-1900), filósofo inquietante y testigo singular del drama de la cultura occidental, en el fragmento 108 de su obra La ciencia jovial declara con seguridad:
«Dios ha muerto: pero tal y como es la naturaleza de los hombres, habrá, quizá aún durante milenios, cuevas en las que se proyecte su sombra. Y nosotros… ¡nosotros aún tenemos que derrotar a su sombra!».

¡Qué propósito más descabellado! En realidad, ¡Dios nunca se convertirá en una sombra, pero el hombre sí se convierte en una sombra cuando se separa de Dios!

El mismo Nietzsche, en el fragmento 125 de la misma obra, nos entrega una sufrida página en la cual el ateísmo ya no es presentado como una conquista, sino como un altísimo drama. Escribe:
«¿No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritado sin cesar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!” Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron a risa. “¿Se te ha extraviado?” decía uno. “¿Se ha perdido como un niño?”, decía otro. “¿Se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿se ha embarcado? ¿ha emigrado? Y estas preguntas acompañaban risas en el corro. El loco se encaró con ellos y, clavándoles la mirada, exclamó: “¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado, vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar?
¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender la tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oís el rumor de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún nada de la descomposición divina? Los dioses también se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos nosotros, asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué ceremonias sagradas tendremos que inventar? La grandeza de este acto ¿no es demasiado grande para nosotros?”».
Paradójicamente, Nietzsche ha recogido un aspecto real y trágico de la historia humana: en efecto, realmente, el hombre siempre ha intentado y sigue intentando matar a Dios; el hombre siempre ha intentado y sigue intentando huir de su Padre; el hombre siempre ha intentado y sigue intentando hacerse un propio «dios»: es más, ¡intenta hacerse «dios»!

¿Y el resultado? El resultado es la llegada amarga a un sentimiento de orfandad, a una insignificancia opresiva, a una pérdida de las coordenadas que nos permiten responder a las preguntas decisivas e ineludibles: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?

El periodista Indro Montanelli (1909-2001) tenía totalmente razón. Poco antes de morir, tuvo la valentía y la honradez de decir: «Si tengo que cerrar los ojos sin saber de dónde vengo y a dónde voy, ¿qué he venido a hacer en estos rápidos días de mi vida… valía la pena abrir los ojos? ¡Lo que estoy diciendo es una declaración de fracaso!».
Da que pensar.

El pecado es un auténtico germen de insensatez que enmudece el pasado y el futuro del hombre y hace que su presente sea indescifrable: en efecto, en cuanto rechaza a Dios, el hombre se encuentra en una vorágine de deseos que ya no llevan a ningún sitio. ¡Es la experiencia que tiene mucha gente hoy en día!

El Salmo 78, percibiendo el movimiento de fracaso de todo pecado, llega a compararlo con un tiro que no alcanza su objetivo: «Desertaron y traicionaron como sus padres, fallaron como un arco engañoso» (Sal 78,57).

Por este motivo, el pecado es el verdadero mal del hombre: es el mal originario del que derivan todos los demás males. Jeremías, en una página densísima, llega a escribir: «Siguieron vaciedades y se quedaron vacíos» (Jer 2,5).

Y añade un llamamiento apremiante: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios» (Jer 2,19).

Pier Paolo Pasolini (1922-1975), al que podemos considerar símbolo de la modernidad que se ha alejado de Dios, llegó a esta amarga consideración: «Siempre falta algo, existe un vacío en cada intuición mía. Y es vulgar, este ser incompleto, es vulgar.
Nunca fui más vulgar que en esta ansia, en este “no tener a Cristo”
»

Se ha escrito todo esto: abramos los ojos y no repitamos los mismos errores fatales.
Pero ahora se plantea una pregunta determinante:
¿Cuánto incide todo esto en el camino de nuestra oración? Evidentemente, no se puede iniciar un verdadero camino de oración si no se da una lúcida y sufrida conciencia de lo mucho que el pecado ha herido el corazón del hombre y ha devastado su historia. En efecto, hemos de ser bien conscientes de que al nacer nos vemos introducidos en una humanidad marcada por el peso del primer pecado, que ha abierto la primera herida de la separación de Dios: y a este primer pecado (el pecado original) se ha añadido veneno sobre veneno, hasta el punto de que la historia humana se ha hecho cada vez más tortuosa, más retorcida, más enferma.

Pero todo no acaba aquí. A esta herencia de nacimiento se superpone el peso de nuestro pecado personal: desgraciadamente, ¡hemos dejado proliferar la cizaña en el pequeño campo de nuestra vida!

Este es el segundo paso del camino de la oración:

tomar conciencia de que nuestra pequeñez innata se ha encallado en el pecado, el cual ha deformado nuestra primitiva belleza y ha complicado nuestra gravitación innata hacia Dios convirtiendo nuestra vida en un verdadero laberinto.

Sin esta conciencia, la oración no puede ser verdadera: para orar en la verdad, hemos de presentarnos delante de Dios con las heridas de nuestra pequeñez y de nuestro pecado al descubierto. Solo así podrá ser el encuentro con Dios un encuentro de liberación y de redención.


Pero surge aquí otra pregunta: ¿Quiere Dios liberarnos? ¿Quiere Dios salvarnos? ¿Se interesa realmente Dios por nuestras acciones y nuestras desventuras?

En el Antiguo Testamento hay una oración que recoge la aspiración más noble y profunda del corazón humano: «¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas» (Is 63,19).

¿Y Dios? ¿Y su respuesta? ¿Hay una respuesta de Dios? Los cristianos decimos: ¡Sí! El primer paso de Dios hacia el hombre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16)

La oración cristiana comienza solo ahora: en realidad, los cristianos, en la tormenta de los siglos somos como una pancarta pobre y arrugada, pero tenemos una noticia que, desde hace dos mil años, nos quema en el corazón y nos ilumina los ojos: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).

¡Todo cambia! ¡Todo se ilumina! ¡Incluso el pecado (que la Iglesia tiene el sacrosanto deber de predicar y recordar, porque es el «asunto más serio» de la historia humana)! ¡El pecado ya no da miedo: viene iluminado de repente por un rayo de esperanza!

En una hermosa página, Blaise Pascal condensa toda la enseñanza cristiana. Dirigiéndose a Dios, ora con confianza del siguiente modo: «Oh Dios, revélame mis pecados». Pero Dios duda, no quiere hablar. Ante la insistencia de Pascal, responde: «Si conocieras tus pecados, ¡no lo soportarías!».

Pascal se siente entonces turbado, se siente dejado al descubierto por la luz de Dios, pero tiene la fuerza para replicar: «Dios mío, ¡entonces estoy condenado perder la esperanza?».

Y, a continuación, viene la respuesta de Dios que, a fin de cuentas, es la síntesis de todo el anuncio cristiano:
¡No, no la perderás porque tus pecados te serán revelados en el mismo momento en el que te serán perdonados!». ¡Qué gran verdad! Jesús, al venir al mundo, ha dado golpes decisivos al orgullo testarudo de los hombres.
¡El orgullo ciega de verdad! ¡El orgullo mata! El orgullo esconde la llaga y hace que se pudra. Debemos acercarnos a Jesús con la verdad de lo que somos: ¡somos pequeños y somos pecadores! Pero ahí se da el prodigio: delante de la humildad, Dios manifiesta un deseo irrefrenable de perdón y de reconciliación.

Escribe el evangelista Juan: «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,17-21)

Entonces, ¿qué es la oración cristiana?
La oración cristiana es el asombro siempre nuevo de quien ha sabido que Dios ha desgarrado el cielo de verdad y se ha hecho cercano a cada uno de nosotros. La oración cristiana es el llanto emocionado del hijo que, oprimido por la culpa, regresa a la casa del Padre; y, delante del Padre, alza su mirada y no se encuentra con la ira, sino que ve una sonrisa y advierte la infinita ternura del corazón del Padre. La oración cristiana comienza así.

La experiencia de alegre asombro es el alma de toda auténtica oración cristiana: ¡entiendo entonces a san Francisco de Asís que, delante del crucifijo no conseguía contener sus lágrimas!; ¡entiendo a Charles de Foucauld que, en el desierto del Sáhara, pasaba noches interminables delante de la eucaristía solo para sentir y bendecir el Amor!

En efecto, Jesús es la buena noticia del amor de Dios; es más. ¡Jesús es el Amor hecho buena nueva!
He aquí el segundo paso de Dios hacia nosotros; nos encontramos en la cima de la oración cristiana: Dios no solo nos perdona, sino que, al abrazarnos, ¡nos regala la posibilidad de amar como ama Él!

El segundo paso de Dios hacia el hombre: «Padre, les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17,26)

¿Estamos en el mismo corazón de la experiencia cristiana: ¡estamos en el corazón de la oración! ¡Amar como ama Dios!? ¡Sí, el cristianismo está precisamente ahí!
Sigamos al Maestro y escuchemos su Palabra: solo Él puede decirnos cómo ama Dios.

Un día Jesús, entristecido por la continua incomprensión y por la sorda hostilidad con la que se pagaba la noticia de la bondad de Dios, dijo: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”» (Lc 15,4-6).

¡Qué humano es este pastor que, para buscar una oveja perdida, se enfrenta a los problemas, los riesgos y el cansancio!

Pero debemos concluir: ¡qué divino es este pastor! En realidad, Jesús se apresura a precisar: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).

¡Detrás de la imagen del pastor se encuentra el rostro y el corazón de Dios! ¡Es un hecho impresionante! Jesús añade una segunda pincelada: «O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta» (Lc 15, 8-10).

Esta imagen de Dios es realmente atrevida: ¡Dios es como una mujer que vive un mal momento cuando se da cuenta de haber perdido una moneda de gran valor! La mujer se agita, corre por la casa, barre y busca por todas partes hasta que grita de alegría por haber encontrado la moneda perdida.
Pues bien, ¡Dios lo hace igual! El propio Jesús afirma que hay alegría delante de los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte. Entonces, ¡Dios tiene sus alegrías y Jesús las muestra sin que pueda haber ninguna posibilidad de confusión!

¿No nos hace llorar de emoción este estilo, este rostro y este corazón de Dios?
Pero Jesús todavía no ha dicho todo: da una tercera pincelada vigorosa y el cuadro del rostro del Padre toma las líneas definitivas y bellísimas: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes» (Lc 15,11-12).

Sigamos el delicado movimiento de la parábola. En el centro hay un padre con un trágico destino: tiene dos hijos; el más joven llega a la insolencia de exigir la herencia aun cuando el padre sigue vivo. Este comportamiento del hijo más joven revela una crueldad aterradora: para este hijo, el padre está como muerto; es más, este hijo mata al padre dentro de él. ¡A él solo le interesa la herencia! Y el padre (¡imaginemos con qué dolor interior!) se ve obligado a dejar que el hijo se vaya. ¡Este padre ama realmente y no puede permitirse obligar al hijo a que lo ame porque el amor no puede ser ordenado!

El hijo se va, pero el castillo soñado se convierte en una vida entre puercos: ¡siempre es así! ¡El mal es mal porque siempre hace daño!
Dice Jesús: «No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos»
(Lc 15,13-15).

El sueño se acabó: lejos de casa se está mal; lejos del padre, la vida es amarga; la alternativa a la casa es una pocilga. La huida se transforma en nostalgia: ¿nostalgia de qué? ¿Nostalgia del padre? ¿Nostalgia de un abrazo? ¿Nostalgia de una reparación?

No, la parábola no relata estos sentimientos: aporta una fotografía más bien insípida del hijo más joven: «Cuántos jornaleros de mi padre —dice— tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre» (Lc 15,17-18).

En este hijo no se da el pesar de haber hecho sufrir a su padre; no existe una herida punzante que se abre pensando que ha sido causa de dolor para el corazón bueno de su padre. No dice llorando: «¡Cuánto he hecho sufrir a mi padre! ¡Cuánto deseo devolverle la alegría que le he robado injustamente! ¡Cuánto quiero a mi padre!».

No, el hijo tiene apenas un inicio de arrepentimiento y se encamina lentamente hacia la casa de la que había salido corriendo.

¡Pero aquí se da el hecho imprevisible! Aquí se da la novedad inesperada, la novedad que estremece el corazón del hijo:
«Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Lc 15,20).

¡Qué imprevisible es este padre! ¡Está fuera de cualquier esquema y de toda lógica humana! Tenía derecho a indignarse, se habría tenido que enfadar y, en cambio:
«Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,22-24).

El padre no ha cambiado por la prueba: ¡sigue siendo inquebrantablemente padre! Este padre tiene un corazón con una reserva inagotable de amor: solo sabe amar y ama totalmente, sin condiciones, porque el amor verdadero es necesariamente maximalista e incondicional.

¡Este padre es Dios! Nos podemos tambalear con esta noticia. Pero es una noticia que no viene de nosotros, sino que viene del «Dios unigénito, que está en el seno del Padre» (Jn 1,18).
¿Quién puede dudar? ¿Quién puede presentar alguna objeción?

Pero no ha acabado la parábola: el hijo mayor explota de repente en una crisis de celos.
Sigamos el relato que sale del mismo corazón de Cristo: «Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”» (Lc 15,25-27).

¡Hijo mayor, tendrías que haber corrido junto al padre! Si lo quisieras de verdad, tendrías que haberle dicho: «Padre, ¡qué feliz estoy al verte feliz! ¡Padre, cómo comparto contigo la alegría de este momento! ¡Padre, me siento de fiesta al ver tu corazón de fiesta!».
En cambio: «Él se indignó y no quería entrar» (Lc 15,28).

¡Qué decepcionante es este comportamiento! El hijo mayor no está en sintonía con el corazón del padre
Ha cavado un surco entre él y su padre: la ocasión del regreso de su hermano desvela que el surco es igual de profundo que un abismo.
¿Y su padre? Apenas acaba de abrazar a su hijo más joven y ya se encuentra ante una nueva prueba: no ha podido todavía disfrutar de la emoción de la fiesta y ya tiene que probar la amargura de una huida inesperada.

¿Cómo reaccionará? ¿Cómo explotará su indignación?
Lo dice Jesús: «Su padre salió e intentaba persuadirlo» (Lc 15,28).

¡Esto es demasiado! ¡Es indignante! Y, sin embargo, es así. Dios ama de este modo y toda nuestra vida está marcada por los gestos de su inagotable ternura: «Hijo mío, mi niño —habla el padre con el corazón en la boca—, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,31-32).

Jesús pone en labios del padre la palabra «mi niño».
De este modo, Jesús pinta un retrato de Dios en el que el Amor es el color dominante que da vida al resto de los colores: el Padre es Amor, es esencial, fiel e inagotablemente Amor.

Y nosotros estamos llamados a entrar en su corazón para vivir su misma vida: «Padre justo —reza Jesús en la cena de las grandes emociones y de las grandes confidencias—, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17,25-26).

La oración cristiana desemboca en este océano: ¡en el mismo amor de Dios! No existe oración cristiana si no se crea un contacto entre nuestra pobreza y la riqueza infinita de la caridad de Dios.

Pero cuando la oración es verdadera, un río de amor entra en nuestro corazón y nos llenamos del Espíritu Santo: ¡nos llenamos del amor de Dios!
¡Como le ocurrió a san Francisco de Asís!

Capítulo 3
SAN FRANCISCO DE ASÍS
¡Un santo hecho de oración!
¡Por eso ha dejado una profunda huella en la historia!


Pero orando también puede estallar nuestra respuesta al amor de Dios.

San Francisco nació en 1182 en Asís. Su padre, de nombre Pietro di Bernardone, era un comerciante muy habilidoso y, por tanto, muy rico, y solo se preocupaba por aumentar su riqueza. Su madre se llamaba Pica y era de origen francés (en concreto, de la Provenza). Cuando nació el niño, su padre se encontraba fuera en un viaje relacionado con el comercio de telas.

Su madre lo hizo bautizar inmediatamente y eligió para él el nombre de «Juan». Cuando su padre regresó de su viaje, se lamentó por la elección de un nombre demasiado religioso. Y cambió el nombre de su hijo: lo llamó «Francisco» en honor a un paño que comerciaba y que era llamado «francisco» porque se producía en Francia.

De este modo, el nombre de «Francisco» entró en la historia. ¡Entró como un nombre que fue elegido en honor al beneficio! ¡Qué hecho tan extraño! ¡Qué hecho tan peculiar!

Francisco llevó una juventud desenfadada e incluso frívola. En realidad, nunca tuvo mal carácter, nunca fue violento ni tuvo sucios sentimientos. En realidad, también en el momento de la frivolidad, Francisco se mostró generoso y sensible hacia los pobres que se encontraba por la calle.

Se ha de decir enseguida que su padre no estaba contento con esta generosidad, pero le dejaba hacer, pensando que antes o después el hijo derrochador entraría en la lógica que era el fin de la vida de Pietro di Bernardone, la del mercado y el beneficio.

El carácter jovial y sociable llevaba a Francisco a tener muchos amigos; y el abundante dinero de su padre le permitía organizar fiestas de todo tipo. En Asís sus contemporáneos se quedaban arrobados con él y lo proclamaban «el rey de las fiestas».

Pasaron así varios años. Si hubiera seguido así, nadie hablaría hoy de él, nadie lo recordaría.

Francisco habría sido uno de los muchos jóvenes que consumen sus años dejando que se quemen por el egoísmo y la vanidad. Si hubiera perseverado en este camino, hoy no existiría san Francisco de Asís y se habría dado un gran vacío en la historia.

Pero esto no sucedió. En la vida del joven Francisco se dio un salto, una ruptura, un replanteamiento: hubo un momento en el que Francisco fue distinto de todos nosotros y esta diferencia le ha dado un puesto extraordinario en la historia.

San Juan Pablo II, hablando a los jóvenes (¡pero este discurso también es válido para los adultos!), dijo un día: «¡No seáis como los caracoles!».

En un principio todos pensaron que el papa quería recomendar que no tenían que ir despacio como hacen los caracoles. Pero la idea del papa era distinta. En efecto, añadía: «No seáis como los caracoles que solo dejan tras de sí un poco de baba inconsistente e insignificante: ¡basta con que llovizne un poco y desaparece el paso de un caracol! ¡No seáis así! ¡No malgastéis vuestra vida!».

Francisco no dejó detrás de sí un poco de baba, sino que dejó un surco profundo. Un surco que aún está abierto y que atrae a muchísimos jóvenes y hace que nazca en nuestros corazones una pregunta: ¿qué huella dejaremos nosotros?

Volvamos a Francisco.
Para Francisco, fue crucial el encuentro con Jesús crucificado en la iglesia de San Damiano, ocurrido en el otoño del año 1205, cuando tenía 23 años.

Fue un encuentro con Jesús que, por primera vez, le habló al corazón y entró en su corazón y lo interpeló personalmente.
Evidentemente, Francisco había rezado muchas veces delante del crucifijo, pero este encuentro determinó el cambio.

En la vida de tantos cristianos, sacerdotes, religiosas y teólogos suele faltar precisamente estos encuentros con Jesús vivo y, entonces, la vida cristiana se reduce a una costumbre aburrida. Dios está lejos y casi es insignificante: falta el clic del entusiasmo y la implicación del corazón y, por tanto, de la vida.

Pero el encuentro decisivo de Francisco con Jesús es preparado por una crisis de seguridades: muy pronto, Francisco comprende que el dinero no es la seguridad sobre la que construir la vida; luego entiende lentamente que la diversión ni el poder ni el éxito ni la gloria mundana son las seguridades sobre las cuales poder construir la vida.

Julien Green, impactado por la excesiva multiplicación de los lugares de diversión que caracteriza nuestra época, un día tuvo la valentía de decir: «Si quisieran convertirnos, no haría falta ir a la Iglesia, sino a los lugares llamados “de placer”; ¡son lo más miserable y triste que se puede encontrar en el mundo!».

Y el escritor Luigi Santucci exclamaba: «Los promiscuos de este mundo, los que van a las discotecas, a los sex-party y a los ambientes similares, saben que los creyentes evitamos sus orgías no tanto porque tenemos miedo del infierno, sino porque se goza muchísimo más cuando se es puro y generoso y se está libre de las cadenas del egoísmo».

La vida no puede construirse sobre estas bases porque ceden. ¡Cuántos no lo entienden! El orante del Salmo 4 exclama: «¿Hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad y buscaréis el engaño?». Francisco entiende todo esto y también descubre al mismo tiempo su insuficiencia, su pobreza radical, su fragilidad y «deja de adorarse a sí mismo» (¡así lo relata la Leyenda de los tres compañeros!).

Esta actitud lo acompañará durante toda su existencia.
«¿Quién eres tú, oh, dulcísimo Dios mío? ¿Quién soy yo, vilísimo gusano e inútil siervo tuyo?», repetirá continuamente en el silencio de La Verna.

Y en el libro de Las Florecillas encontramos este episodio encantador y revelador:
«Cierta vez, viviendo san Francisco en el lugar de la Porciúncula con fray Maseo de Marignano, hombre de gran santidad, discreción y gracia en hablar de Dios, por lo cual san Francisco le amaba mucho.

Un día, volviendo san Francisco del bosque y de la oración, hallábase a la salida del mismo el dicho fray Maseo y queriendo probar cuán humilde fuese san Francisco, se hizo el encontradizo, y casi regañando, dijo: “¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?”. San Francisco le respondió: “¿Qué es lo que quieres decir?”. Fray Maseo añadió: “Digo, ¿por qué todo el mundo viene derecho hacia ti, y todas las gentes parece que desean verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, tú no posees gran ciencia, tú no eres noble. ¿De dónde, pues, viene que todo el mundo vaya detrás de ti?”. Oyéndole, san Francisco, muy alegre en su espíritu, levantó la cara al cielo y por largo rato estuvo con la mente en Dios, y después que volvió en sí se arrodilló, dio gracias y alabanzas al Señor y luego, con gran fervor, se volvió a fray Maseo y dijo: “¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué todo el mundo viene detrás de mí? Esto me viene de aquellos ojos del Altísimo Dios, los cuales en todas partes contemplan lo bueno y lo malo, y cómo estos ojos santísimos no han visto entre los pecadores ninguno más vil, ni más capaz, ni más pecador que yo”»
El hecho extraordinario es que Francisco estaba plenamente convencido. Como santa Bernardette, cuando le preguntaron por qué la Virgen le había elegido a ella.
Bernardette, con toda la sinceridad de su corazón, respondió: «Porque era la más ignorante. Si la Virgen hubiera encontrado a alguien más ignorante que yo, le habría elegido a él».

Sobre este tema, san Buenaventura relata un episodio que desvela los sentimientos íntimos de Francisco. Este es el hermoso relato:
«Tanto en sí como en todos sus súbditos, prefería Francisco la humildad a los honores, Dios —que ama a los humildes— lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados, según le fue revelado en una visión celestial a un hermano, varón de notable virtud y devoción.

Iba dicho hermano acompañando al santo y, al orar con él muy fervorosamente en una iglesia abandonada, fue arrebatado en éxtasis.

Vio en el cielo muchos tronos, y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: “Este trono perteneció a uno de los ángeles caídos, y ahora estoy reservado para el humilde Francisco”.
Vuelto en sí de aquel éxtasis, siguió acompañando —como de costumbre— al santo, que había salido ya afuera.

Prosiguieron el camino, hablando entre sí de cosas de Dios; y aquel hermano, que no había olvidado la visión tenida, preguntó disimuladamente al santo qué es lo que pensaba de sí mismo.

El humilde siervo de Cristo le hizo esta manifestación: “Me considero como el mayor de los pecadores”. Y como el hermano le replicase que en buena conciencia no podía decir ni sentir tal cosa, añadió el santo: “Si Cristo hubiera usado con el criminal más desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro de que este le sería mucho más agradecido que yo”
Al escuchar una respuesta de tan admirable humildad, aquel hermano se confirmó en la verdad de la visión que se le había mostrado y comprendió lo que dice el santo Evangelio, que el verdadero humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio».

A menudo, nosotros solo hacemos actos aparentes de humildad, pero nuestro corazón sigue habitado por el orgullo.

Para Francisco, la formidable decisión de no adorarse más a sí mismo, prepara el salto hacia los brazos de Dios.
Que quede bien claro algo: si el yo está en el centro, Dios siempre se quedará en la periferia. No lo olvidemos. Y cuando Dios está en la periferia, ¡tampoco es posible la fraternidad!

Para nosotros, el riesgo es este: fingir hacer o haber hecho el salto hacia Dios, pero, en cambio, seguimos teniendo los pies en dos o más soportes, viviendo una vida de continuos compromisos.

Desgraciadamente, todos tenemos muchos compromisos escondidos, pero no lo queremos admitir. Debemos hacer la verdad dentro de nosotros mismos y con nosotros mismos, como hizo Francisco.

Solamente así comienza la conversión: empieza con un acto de humildad verdadera, un acto tan convencido que se convierte en una actitud permanente.

No olvidemos lo que escribe Francisco en el Saludo a las virtudes: «No hay nadie en el mundo entero que pueda tener a una de vosotras [las virtudes], si antes no muere [a sí mismo]», es decir, si no es humilde. ¿Cómo podemos entender que nuestra seguridad se apoya totalmente en Jesús y, por tanto, en base sólida?

Francisco responde en el famoso episodio de la «perfecta alegría».
Escuchémoslo con atención:
«El mismo [fray Leonardo] refirió allí mismo que cierto día el bienaventurado Francisco, en Santa María [de los Ángeles], llamó a fray León y le dijo: “Hermano León, escribe”. El cual respondió: “Heme aquí preparado”. “Escribe —dijo— cuál es la verdadera alegría.

Viene un mensajero y dice que todos los maestros de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría. Y que también, todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y que también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: No es la verdadera alegría. También, que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; también, que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría”.

“Pero ¿cuál es la verdadera alegría?”, exclama fray León.
“Vuelvo de Perusa y en una noche profunda llego aquí, y es el tiempo de un invierno de lodos y tanto frío que se forman canelones del agua fría congelada en las extremidades de la túnica que hieren continuamente mis piernas, y mana sangre de tales heridas. Y todo envuelto en lodo y frío y hielo, llego a la puerta y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, viene el hermano y pregunta: ‘¿Quién es?’ Yo respondo: ‘El hermano Francisco’. Y él dice: ‘Vete; no es hora decente de andar de camino; no entrarás’. E insistiendo yo de nuevo, me responde: ‘Vete, tú eres un simple y un ignorante; ya no vienes con nosotros; nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos’.

Y yo de nuevo estoy de pie en la puerta y digo: ‘Por amor de Dios recogedme esta noche’. Y él responde: ‘No lo haré. Vete al lugar de los Crucíferos y pide allí’. Te digo que, si hubiera tenido paciencia y no me hubiera alterado, en esto está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la salvación del alma”»
Quede claro que no son las incomprensiones las que dan la perfecta alegría. Pero si las incomprensiones y las pruebas me dejan sereno, entonces yo tengo la certeza de apoyarme totalmente en Jesús: y Jesús es fiel y, por tanto, mi corazón siempre habitará en la «perfecta alegría».

Si, en cambio, una incomprensión o una humillación me ponen en crisis, quiere decir que mi orgullo es todavía el dueño de mi vida: así nunca conoceré la perfecta alegría.

Volvamos a la experiencia de San Damiano.
En la iglesia de San Damiano, Francisco entra con el corazón pobre, con el corazón que había hecho añicos al enemigo que todos tenemos en nuestro interior: el orgullo.
¡Y Francisco oye a Jesús!

La misma experiencia hizo san Agustín, que declara en sus Confesiones: «Yo no buscaba a Jesús de humilde a humilde y, por lo tanto, no lo encontraba».
En la pequeña iglesia de San Damiano, Jesús llama a Francisco por su nombre: «¡Francisco!».

Y, como un pedigüeño, Jesús le dice: «Francisco, arregla mi casa que, como ves, está en ruinas». Profundicemos en este momento extraordinario.

En el encuentro con Jesús crucificado:
— Francisco entiende que el hombre tiene el poder de destrozar la casa de Dios, porque Dios nos deja verdaderamente libres: da miedo esta verdad, pero es crucial entenderla. ¡Es posible convertirse en Judas! ¡Es posible!
¡Para todos! Don Primo Mazzolari, dijo con valentía en una homilía de Jueves Santo: «Alrededor de cada mesa de la Eucaristía aletea la sombra de Judas. ¡Debemos estar vigilantes y luchar para que su sombra no coincida con la nuestra!».

Todos necesitamos mucha humildad.

No olvidemos la perspicaz observación de san Agustín: «Dios no ha creado a los demonios porque de las manos de Dios solo puede salir el bien. Se puede llegar a ser demonio con una elección de la libertad. Y así sucedió. Algunos ángeles, (creados buenos por Dios) se rebelaron a Dios por soberbia: y la soberbia transformó a algunos ángeles en demonios». Es un hecho impresionante.

— Francisco entiende además que Dios está llamando a la puerta de su libertad y espera de su parte una respuesta personal…
Como sucedió con Moisés…
como sucedió con Isaías…
como sucedió con María…
como sucedió con los apóstoles…
como sucedió con san Pablo…
como sucedió con san Agustín en la casa de campo de un amigo cerca de Milán…
¡como también tendría que suceder con nosotros!

La vida es una respuesta. Pero, para darnos cuenta de ello, es imprescindible oír la pregunta, ¡la llamada por nuestro nombre! ¡Todos nosotros tenemos poca audición porque hay mucho ruido de vanidad en nuestro corazón!
¡Qué pena!

— Francisco entiende que Dios solo posee la fuerza del amor para convencernos: el Crucificado es un grito de amor que atraviesa los siglos y cada uno ha de percibirlo personalmente. La santidad comienza cuando se oye este grito de amor: Dios solo tiene la fuerza del Amor, no tiene otros argumentos. Por este motivo, no hay ningún camino de salvación si se rechaza el amor.

— Francisco oye el grito del Crucificado y es herido por esta experiencia, en la cual descubre el poder junto con la fragilidad de Dios-Amor.

Relata Tomás de Celano: «Desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucificado... y se le imprimen profundamente en el corazón... las veneradas llagas de la pasión [las heridas del amor]». Son impresionantes estas palabras: «Se le clava en el alma la compasión por el Crucificado». ¡Meditémoslas, meditémoslas ampliamente!

Y desde ese momento ¡la vida de Francisco se convirtió en una respuesta de amor al Amor! ¡Y sufrirá muchísimo al ver que el Amor no es amado!

Es importante el episodio que ocurrió en las inmediaciones de la Porciúncula. Sigue relatando Tomás de Celano: «Por eso, no puede contener en adelante el llanto; gime lastimeramente la pasión de Cristo, que casi siempre tiene ante los ojos. Al recuerdo de las llagas de Cristo, llena de lamentos los caminos, no admite consuelo. Se encuentra con un amigo íntimo, que, al conocer la causa del dolor de Francisco, luego rompe a llorar también él amargamente».

La experiencia de Dios como «sumo amor —sumo bien—, todo el bien» produce en Francisco la inevitable consecuencia de la libertad de la pobreza: la pobreza de Francisco no es desprecio a las cosas del mundo (¡todo lo contrario!), sino que es consecuencia del descubrimiento de la verdadera riqueza, del verdadero tesoro de la vida: ¡es Dios quien se ha hecho cercano a nosotros en Jesús crucificado por amor a nosotros! ¡Qué importante es entender esto!

Para Francisco, el fortísimo compromiso con la pobreza es el modo de expresar su fortísima convicción de que Dios es el «el sumo bien, todo el bien».
Pero si Dios no es percibido como el «sumo bien», la pobreza es imposible porque el corazón ha de ser rellenado de todos modos. Esta es una terrible verdad y la experiencia lo demuestra abundantemente.

Describe san Buenaventura: «Considerando el santo que esta virtud había sido muy familiar al Hijo de Dios y al verla ahora rechazada casi en todo el mundo, de tal modo se determinó a desposarse con ella mediante los lazos de un amor eterno, que por su causa no sólo abandonó a su padre y a su madre, sino que también se desprendió de todos los bienes que pudiera poseer. No hubo nadie tan ávido de oro como él de la pobreza, ni nadie fue jamás tan solícito en guardar un tesoro como él en conservar esta margarita evangélica. Nada había que le alterase tanto como el ver en sus hermanos algo que no estuviera del todo conforme con la pobreza». Estas observaciones de san Buenaventura tienen una impresionante actualidad. ¡Ojalá tuviéramos también nosotros esta experiencia!

La familiaridad con el misterio de Dios que se nos ha hecho cercano en Jesús desvela a Francisco una característica conmovedora e irrenunciable de Dios: ¡la humildad! Y así se cierra el círculo: la humildad está en el principio y al final del camino de san Francisco.

Sí, Dios es humilde y desde Belén al Calvario todo habla de la humildad de Dios. Y Francisco tiene el valor de dirigirse así a Dios: «¡Tú eres humildad!». Y se lanza a la humildad para estar en comunión con Dios y siente horror de la soberbia y la desobediencia, su hija pésima.

Relata san Buenaventura:
«Dijo una vez a su compañero: “No me consideraría verdadero hermano menor si no me encontrare en el estado de ánimo que te voy a describir. Figúrate que, siendo yo prelado, voy a capítulo y en él predico y amonesto a mis hermanos, y al fin de mis palabras estos dicen contra mí: ‘No conviene que tú seas nuestro prelado, pues eres un hombre sin letras, que no sabe hablar, idiota y simple’. Y, por último, me desechan ignominiosamente, vilipendiado de todos.

Te digo que, si no oyere estas injurias con idéntica serenidad de rostro, con igual alegría de ánimo y con el mismo deseo de santidad que si se tratara de elogios dirigidos a mi persona, no sería en modo alguno hermano menor”. Y añadía: “En la prelacía acecha la ruina; en la alabanza, el precipicio; pero en la humildad del súbdito es segura la ganancia del alma. ¿Por qué, pues, nos dejamos arrastrar más por los peligros que por las ganancias, siendo así que se nos ha dado este tiempo para merecer?”. De ahí que Francisco, ejemplo de humildad, quiso que sus hermanos se llamaran menores, y los prelados de su Orden ministros, para usar la misma nomenclatura del Evangelio, cuya observancia había prometido, y a fin de que con tal nombre se percataran sus discípulos de que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad».
Y la humildad se convierte también en el estilo de su apostolado.

Se relata en la Leyenda de Perusa:
«Ciertos hermanos dijeron al bienaventurado Francisco: “Padre, ¿no ves que los obispos no nos permiten a veces predicar, y nos obligan así a estar largos días ociosos antes de poder dirigirnos al pueblo? Sería conveniente que consiguieras del señor Papa un privilegio en favor de los hermanos, mirando así por la salvación de las almas”. Les respondió, reprendiéndoles fuertemente: “Vosotros, hermanos menores, no conocéis la voluntad de Dios y no me permitís convertir al mundo entero, como Dios quiere. Mi deseo es que primeramente convirtamos a los prelados con nuestra humildad y nuestra reverencia para con ellos.

Cuando vean la vida santa que llevamos y el respeto que les profesamos, ellos mismos os pedirán que prediquéis y convirtáis al pueblo, y lo congregarán, para que os oiga, mucho mejor que los privilegios que pedís, y que os llevarían al orgullo. Si sois ajenos a toda avaricia e inculcáis al pueblo que entreguen a las iglesias sus derechos, los obispos os rogarán que oigáis las confesiones de su pueblo, aunque de esto no debéis preocuparos, pues, si los pecadores se convierten, ya encontrarán confesores. Para mí, el privilegio que pido al Señor es el no recibir privilegio alguno de los hombres, sino mostrar reverencia a todos y convertirlos, mediante el cumplimiento de la santa Regla, más con el ejemplo que con las palabras”».
Y precisamente porque era humilde, Francisco no era violento, ni un revolucionario ni un contestatario: se convirtió en un reformador con la fuerza del ejemplo, con la fuerza de la santidad.

Dijo una vez Gilbert K. Chesterton: «No os podéis imaginar lo bien que se viviría en este mundo si creciera, aunque solo fuera un poco, el nivel de humildad entre los hombres». Esto es válido para los cristianos y también para todos los hombres.

A este respecto podemos concluir: ¿cuál es el mensaje que deja Francisco a todos los cristianos y a todos los hombres?
Es sencillo y, al mismo tiempo, formidable: Francisco nos invita a tomarnos en serio el Evangelio, a tomarnos en serio a Jesús, a tomarnos en serio el camino recorrido por Jesús porque el amor asemeja: ¡el amor genera la imitación!

¡San Francisco nos recuerda que el Evangelio se puede vivir! Ahora viene la pregunta: ¿queremos de verdad al Señor? ¿Es el Señor realmente nuestro bien y nuestro sumo bien? No respondamos con precipitación.

El problema se encuentra aquí. Que la misericordia de Dios nos conceda dar el salto hacia Dios, hacia el amor de Dios, del mismo modo que hizo Francisco.
Ahora nos toca a nosotros. Nos lo recuerda el mismo Francisco con unas palabras dirigidas a sus hermanos poco antes de abandonar esta tierra.
Al acercarse a los últimos días, en los cuales a la luz temporal que se desvanecía sucedía la luz perpetua, demostró con ejemplo de virtudes que nada tenía de común con el mundo. Acabado, pues, con aquella enfermedad tan grave que puso fin a todos los dolores, hizo que lo pusieran desnudo sobre la desnuda tierra para que en aquellas horas últimas en que el enemigo podía todavía desfogar sus iras, pudiese luchar desnudo con el desnudo. En realidad esperaba intrépido el triunfo y estrechaba ya con las manos entrelazadas la corona de justicia. Puesto así en tierra, despojado de la túnica de saco, volvió, según la costumbre, el rostro al cielo y, todo concentrado en aquella gloria, ocultó con la mano izquierda la llaga del costado derecho para que no se viera. Y dijo a los hermanos: “He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra”».
Hoy, estas palabras las dirige Francisco a cada uno de nosotros.

Ahora nos toca a nosotros dar una respuesta de amor al infinito amor que está ante nosotros, clavado en el terreno de nuestra vida con la Cruz de Jesús crucificado por amor nuestro.

La pequeña iglesia de San Damiano está dentro de cada uno de nosotros: allí Jesús nos llama por nuestro nombre y espera nuestra respuesta. Y solo podemos oír la voz de Jesús si oramos, orando de verdad, orando con humildad.

Hermanos y hermanas, os invito a entrar todos en la escuela de la oración. Haced que vuestra oración sea cada vez más verdadera, más nutrida de Evangelio, más abierta a la escucha y menos ahogada por las preguntas.

Queridísimos padres: os pido un pequeño compromiso: haced oración en vuestras familias comenzando por un momento de comunión entre vosotros, los padres, cada noche, al concluir vuestra jornada.

Y poco a poco llevad la oración al comienzo de cada comida que compartáis con vuestros hijos: los miraréis con nuevos ojos y os daréis cuenta de que la oración da un sabor diferente a la vida. ¡Probadlo!

Orad y tendréis una mirada distinta y un corazón diferente. Os lo digo con una íntima convicción y con el deseo de ver reflejada en vuestros ojos la luz de Dios que habéis acogido en vuestros corazones.

Capítulo 4
MADRE TERESA DE CALCUTA
Dijo en la ONU: «¡Solo soy una pobre monja que reza!».
Esta es la definición que dio Madre Teresa de sí misma.


Malcolm Muggeridge
Malcolm Muggeridge, un periodista inglés más bien despreocupado e indiferente, fue a Calcuta en 1969 con el simple e inocuo objetivo de rodar una película sobre la vida de Madre Teresa y de sus monjas, dentro de la «Casa del Corazón Inmaculado», que algunos europeos, de manera despectiva llamaban «El Cementerio de Calcuta». Malcolm no tenía fe y pidió poder filmar la vida que se desarrollaba dentro de las dos grandes salas donde a diario eran recogidos muchos pobres, enfermos y moribundos. Pronto sucedió algo inexplicable. Así lo relata él: «Parte de la tarea de las monjas era recoger a los moribundos por las calles de Calcuta e introducirlos en un edificio —un antiguo templo dedicado al culto de la diosa Kali— donado a Madre Teresa con el fin de que, como dice ella, mueran a la vista de un rostro que los ama. Algunos mueren: otros sobreviven y son curados. Esta casa de moribundos está muy poco iluminada por unas pequeñas ventanas en lo alto de las paredes».

El realizador televisivo se mostró inflexible y dijo que filmar ahí dentro era imposible. Solo teníamos un pequeño reflector; no era imaginable tener el local adecuadamente iluminado en el tiempo que ponían a nuestra disposición. A pesar de ello, se decidió que se hiciera igualmente, pero, por precaución, el realizador filmó algunas escenas en el patio exterior donde algunos estaban sentados al sol. En la película desvelada, la parte filmada en el interior apareció tamizada por una hermosa luz especialmente tenue, mientras que la parte filmada en el exterior aparecía gris y borrosa.

¿Cómo se puede explicar esto? El realizador televisivo siempre insistió en que, técnicamente hablando, ese resultado era imposible. Para probar su afirmación, en su siguiente expedición documental en Oriente Medio, usó parte de la misma película con idéntica escasez de luz y con resultados completamente negativos. Por lo que no pudo aportar ninguna explicación, simplemente elevaba los hombros y admitía que pasó así. Yo estoy totalmente convencido de que, en realidad, esa luz inexplicable técnicamente es la Kindly Light, la «Luz amable» a la que se refiere Henry Newman en su exquisito y célebre himno.

Pero el verdadero milagro era otro. Malcolm Muggeridge observó con atención lo que ocurría en los dos grandes dormitorios y luego se permitió decir a Madre Teresa: «Madre, aquí hay todo lo que basta para tener el infierno en la tierra. Hay miseria, hay gente desnutrida, hay esqueletos que están solo cubiertos por la piel, aquí está la muerte, se la ve directamente. Sin embargo, aquí todos sonríen, no hay desesperación, sino alegría de vivir. Madre, ¿por qué?».

Madre Teresa estaba alimentando a una pobre mujer desnutrida recién recogida de las calles. Se paró unos instantes, miró al periodista y luego respondió: «Aquí no está el infierno, ¡aquí está el paraíso porque está el amor!». A continuación, con serenidad, siguió dando de comer a la mujer que tenía la boca abierta como la de un niño que espera la leche materna.

Malcolm Muggeridge se quedó impresionado. Y como era intelectualmente honrado, quiso profundizar en el misterio de esa santidad inusual y preguntó: «Pero ¿dónde encuentran la fuerza para amar? ¿Dónde encuentran la fuerza para sonreír... aquí?». Madre Teresa fue extremadamente sincera y desafió al periodista diciéndole: «Venga mañana a las seis de la mañana a la puerta de nuestro pequeño convento. Entenderá dónde encontramos la fuerza para amar y sonreír». Al día siguiente, puntual como auténtico inglés que era, Malcolm estaba delante de la puerta del pequeño convento.

Madre Teresa, también puntual, lo recibió y lo llevó a la paupérrima capilla, sin bancos para sentarse, donde un grupo de hermanas con el sari de las mujeres que no cuentan para nada en la India, estaba recogida en oración y esperaba la celebración de la santa misa.

Malcolm Muggeridge participó en silencio y todo le parecía sencillo, humilde e incluso un poco misterioso y aburrido.

Se preguntaba: «¿Qué hacen estas religiosas? ¿Con quién hablan? ¿Qué reciben en esa pequeña hostia? ¿Acaso es posible que todo el secreto se encuentre aquí?».

Una vez terminada la santa Misa, mientras Madre Teresa estaba yendo con paso rápido hacia sus pobres, dijo al periodista: «¿Ha visto? Todo el secreto está aquí. Es Jesús que nos pone en nuestro corazón su amor y nosotras vamos sencillamente a entregarlo a los pobres que nos encontramos en nuestro camino».

¿Sabéis cuál fue la conclusión? El periodista indiferente, un poco de tiempo más tarde, pidió recibir el santo Bautismo y convertirse al catolicismo con esta maravillosa razón: «Quiero ser católico para recibir esa santa Eucaristía que produce en esa santa mujer ese milagro de amor y de alegría».

Y así ocurrió. El amor que vio llevó a Malcolm Muggeridge a los brazos del amor vivo, Jesús.

¿Por qué nuestras comuniones no producen este efecto? Reflexionemos seriamente.

Sigamos aún los pasos de esta «monja que reza»

Cuando en 1979 se extendió la noticia de que el Premio Nobel de la Paz había sido otorgado a Madre Teresa de Calcuta, fue una gran sorpresa. No sorprendió el hecho de que el premio hubiera sido dado a Madre Teresa. Es más, ¿quién lo merecía más que ella?

La sorpresa nacía del hecho de que un Comité rígidamente luterano hubiera decidido entregar el Premio Nobel de la Paz a una monja católica: realmente, ¡el Espíritu Santo sopla donde quiere!

Se ha de decir de inmediato que a la Madre Teresa no le gustaban los premios. Los aceptaba para dar a conocer a los pobres y para poder ayudar a estos pobres: ningún otro motivo la habría convencido.

Cuando estaba a punto de salir para Oslo, donde le iban a entregar el Nobel de la Paz en diciembre de 1979, algunas personas se apresuraron a dar un consejo a Madre Teresa que, humanamente hablando, parecía más que razonable. Le dijeron: «Madre, el Nobel de la Paz es un premio nacido en tierras luteranas. Y la entrega se hace en el Parlamento de Oslo, que es un Parlamento luterano. Por tanto, no es oportuno que se presente con el rosario en la mano: los luteranos rechazan la devoción a la Virgen como si fuera una superstición. ¡Por desgracia es así!».

Madre Teresa escuchó en silencio. Cuando llegó el día de la entrega del premio, se presentó agarrando entre sus manos huesudas el rosario más grande que tenía: no era una provocación, era su identidad; no era una ostentación, era una sencilla coherencia. Madre Teresa recogió el premio con toda su sencillez y dio un memorable discurso que venía directamente de su corazón y que hizo torcer el hocico a más de uno, pero que reveló una vez más las profundas convicciones que guiaban toda su acción. ¿Querían premiar su acción?

¡Bien! Entonces tenían que saber de dónde partía su acción. Realmente es aquí donde brilla la profunda honradez de Madre Teresa.

Y las últimas palabras pronunciadas por Madre Teresa con motivo de la entrega del premio Nobel de la Paz son una sincera invitación a orar para que se abran los ojos sobre el terrible y tan difundido delito del aborto.

Dijo: «Les pido hoy, majestad, excelencias, señoras y señores que han venido de todos los países de la tierra: recen para que tengamos el valor de proteger la vida del no nacido. Aquí en Noruega tenemos ahora la ocasión de abogar por esta causa».

Pero la Providencia quiso que Madre Teresa llegara a hablar ante la mismísima Asamblea de las Naciones Unidas.

Los objetivos de la ONU son en gran medida, si no exclusivamente, políticos. Como es bien sabido, Madre Teresa siempre buscó permanecer ajena a toda política partidista.

No parece que haya tomado ella la iniciativa de entablar relaciones directas o indirectas con la ONU. Sí parece en cambio, a partir de los documentos de las Naciones Unidas, que, por medio de su secretario general, Javier Pérez de Cuéllar, se tomó la iniciativa de invitarla a un acto público que tuvo lugar el 26 de octubre de 1985.

En aquella circunstancia, además de conmemorar el cuadragésimo aniversario de la fundación de este organismo internacional, la ONU quiso rendirle homenaje, proyectando un documental titulado The World of Mother Teresa («El mundo de Madre Teresa»), realizado por la colaboradora canadiense de su obra, Ann Petrie.

Pérez de Cuéllar hizo la presentación de Madre Teresa a todos los participantes en la ceremonia, a la cual había sido invitado el entonces arzobispo de Nueva York, el cardenal J. O’Connor.

Quizá, entre todas las definiciones de Madre Teresa dadas en vida y tras su muerte —todas más o menos relacionadas con la santidad de su vida, con su generosidad en el servicio a los más pobres de los pobres— la de Pérez de Cuéllar fue la más sorprendente y paradójica. Pérez de Cuéllar dijo que Madre Teresa era «la mujer más poderosa de la tierra». Estas fueron sus palabras: «Esta es una sala de palabras. Hace unos días tuvimos a los hombres más poderosos de la tierra. Hoy tenemos el privilegio de tener a la mujer más poderosa del mundo. No creo que necesite presentarla. Ella no precisa de palabras, sino de hechos. Creo que la mejor forma de rendirle homenaje es decir que es mucho más que yo, mucho más que todos nosotros. Ella es las Naciones Unidas. Ella es la paz en el mundo».

Madre Teresa, ante estas palabras altisonantes se hizo todavía más pequeña, pero su fe era grande y su valentía igualmente grande.
Mostró la siempre presente corona del rosario y dijo: «Yo soy solo una pobre monja que reza. Rezando, Jesús me llena el corazón de su amor y yo voy a donárselo a los pobres que encuentro en mi camino».

Hizo un momento de silencio, que pareció una eternidad. Luego añadió: «¡Recen también ustedes! Recen y se darán cuenta de los pobres que tienen al lado. Quizá muy cerca de sus casas. Quizá incluso en sus casas existe quien espera su amor. Recen y los ojos se abrirán y el corazón se llenará de amor».

¡Decidme si esta mujer no tenía un valor de león! ¿Y dónde encontraba el valor? ¡En la oración!

Sigamos su ejemplo: que este año dedicado a la oración despierte en cada uno de nosotros la humildad que nos hace caer de rodillas y que salga del corazón una verdadera oración.

Cuando preguntaron a Miguel Ángel como había podido esculpir el famoso David, respondió: «Fue sencillo. Bastó con quitar el mármol que escondía la obra maestra».

Lo mismo puede ocurrirte también a ti orando. Deja caer un poco tu orgullo, ora con mucha fe y humildad y saldrá la obra maestra que Dios ha esculpido dentro de ti.