El cuerpo, el alma, el espíritu, el hombre entero en todas sus dimensiones, es invitado a participar en la liturgia. Nuestro cuerpo, en tanto que sacramento de nuestro ser interior, debe expresarse en la oración. Toda oración es una elevación del espíritu:
"A ti levanto mi alma" (Sal 25,1),
Podemos expresar esta elevación alzando nuestros ojos como hacía Jesús
(Jn 17,1).
"A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo"
(Sal 123, 1)
Elevar nuestras manos es otra manera sugerente de dar expresión corporal a este movimiento ascensional característico de toda oración.
La palabra hebrea para la elevación de manos es "palmas", indicando que no se trataba simplemente de alzar los brazos, sino que las palmas de las manos tenían que estar dirigidas hacia el cielo.
Arrodillarse para adorar, incluso prosternarse, es la posición característica de la adoración, hasta el punto de convertirse en término técnico para designar el culto dado a Dios (Gn 24,52; 2 Cr 7,3). La prosternación exige que la nariz llegue a estar en contacto con el suelo (Gn 18,22; Nm 22,31). Así quedan cinco puntos de nuestro cuerpo adheridos a la tierra: las manos, los pies y la frente. Es la postura que adoptan los sacerdotes en el momento antes de su ordenación sacerdotal. La postura de los ministros al comienzo de la liturgia del Viernes Santo.
Jesús mismo en Getsemaní oró tumbándose ante el Padre cuan largo era, en actitud de total reverencia (Mc 14,35). Hoy día hay algunos que evitan esta postura de postración e incluso no quieren arrodillarse nunca ante Dios, porque les parece que estas posturas pertenecen a una cultura degradante de siervos y señores. Por supuesto que hay que respetar la sensibilidad de cada uno y las asociaciones que una determinada cultura les puede traer. Lo que es indudable es que la reverencia no está reñida con la intimidad. Nadie tuvo tanta intimidad con Dios como Jesús, y sin embargo no le pareció inapropiado el postrarse ante su Padre en un gesto de total abandono.
En muchos momentos de mi vida este gesto de tumbarme por tierra me ha servido para expresar sin palabras mi impotencia, mi desconcierto, pero al mismo tiempo mi abandono confiado y mi adoración ante ese Dios que es siempre mayor que todas sus mediaciones.
Danzar era también una expresión cultual. Dos veces en los salmos se nos invita a alabar a Dios con la danza (Sal 149,3; 150,4). La historia de David conserva una simpática anécdota de cómo él cantó y danzó ante Dios con toda espontaneidad, al trasladar el arca a Jerusalén. Se despojó de sus vestiduras reales, y revestido sólo de una túnica de lino, y mezclándose con el pueblo, "danzaba con todas sus fuerzas delante del Señor" (2 Sm 6,16).
Su mujer Mical, la hija de Saúl, que había heredado el espíritu altanero y desabrido de su padre, lo vio desde la ventana "y lo despreció en su corazón". Más tarde se lo reprochará con palabras mordaces e hirientes: "¡Cómo se ha cubierto de gloria hoy el rey de Israel, descubriéndose como un cualquiera!" A lo cual respondió David: "Delante del Señor danzo yo. Y me haré más vil todavía ante tus ojos" (2 S 6,21-22).
Para alabar a Dios con espontaneidad hay que mezclarse con el pueblo sencillo y despojarse de los ropajes que nos confieren un estatus social. Mical era demasiado consciente de su dignidad real y se avergonzó de su marido.
En la reciente boda de los príncipes, me comentaba una amiga que tras ver el desfile de modelos de todos los participantes a la boda, se quedó conmocionada al ver la desnudez del Cristo que colgaba del altar mayor de la catedral. Hablando con él le decía: "¿Qué haces tú aquí en este lugar? No estás vestido para esta ocasión. Desentonas en esta boda regia".
David debió sentirse también desnudo en aquel desfile solemne. Mical captó que desentonaba y se sonrojó. Pero David no sintió vergüenza ninguna y continuó su alabanza plenamente identificado con el pueblo. Aquí se evidencia el gran contraste entre Saúl el gigante triste y deprimido que termina suicidándose, y David el niño cantor que heredará su reino. Termina el relato diciendo que Mical quedó estéril y no tuvo ya hijos. Comenta Beauchamp: "Las imágenes de esta escena muestran el enfrentamiento entre la alabanza y la fuerza hostil que se le resiste, una fuerza de muerte marcada por la esterilidad". Tantas actitudes críticas en la Iglesia terminan como Mical en la más absoluta esterilidad.
Hay al menos nueve raíces en hebreo que describen distintos tipos de danzas, aunque no podamos identificar algunas de ellas: danza ordinaria, rotativa, a saltos sobre el suelo, a brincos, hacia adelante, con los dos pies, girando, a la pata coja, en corro.
En cierta ocasión me fijé en un grupo de judíos ortodoxos que danzaban en corro junto al muro de los lamentos. Estaban cogidos de la mano y giraban cantando repetidamente un versículo de un salmo.
Ya estaban cuando yo llegué, y cuando me fui veinte minutos más tarde seguían girando. No sé cuánto tiempo estarían, pero tenían ya síntomas de haber entrado en trance, con los ojos cerrados, y expresión de gran felicidad en sus rostros. Me convencí de que la danza repetitiva nos hace entrar en un estado alterado de conciencia mucho más profundo.
Atribuyen a San Agustín la expresión de que "el que canta, ora dos veces". A mí me gusta añadir que "el que danza ora tres veces". En la danza todo nuestro ser se convierte en oración.
Dice el hermano Roger Schutz:
"Yo no sabría rezar sin el cuerpo […] en ciertas épocas soy consciente de que rezo más con el cuerpo que con mi mente".
Podemos expresar esta elevación alzando nuestros ojos como hacía Jesús
(Jn 17,1).
"A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo"
(Sal 123, 1)
Elevar nuestras manos es otra manera sugerente de dar expresión corporal a este movimiento ascensional característico de toda oración.
"Así quiero bendecirte en mi vida y levantar las manos a tu nombre"
(Sal 63,5).
Levantar las manos es un gesto paralelo al de la nubecita de incienso que sube hasta el cielo"
(Sal 141,2).
(Sal 63,5).
Levantar las manos es un gesto paralelo al de la nubecita de incienso que sube hasta el cielo"
(Sal 141,2).
La palabra hebrea para la elevación de manos es "palmas", indicando que no se trataba simplemente de alzar los brazos, sino que las palmas de las manos tenían que estar dirigidas hacia el cielo.
Arrodillarse para adorar, incluso prosternarse, es la posición característica de la adoración, hasta el punto de convertirse en término técnico para designar el culto dado a Dios (Gn 24,52; 2 Cr 7,3). La prosternación exige que la nariz llegue a estar en contacto con el suelo (Gn 18,22; Nm 22,31). Así quedan cinco puntos de nuestro cuerpo adheridos a la tierra: las manos, los pies y la frente. Es la postura que adoptan los sacerdotes en el momento antes de su ordenación sacerdotal. La postura de los ministros al comienzo de la liturgia del Viernes Santo.
Jesús mismo en Getsemaní oró tumbándose ante el Padre cuan largo era, en actitud de total reverencia (Mc 14,35). Hoy día hay algunos que evitan esta postura de postración e incluso no quieren arrodillarse nunca ante Dios, porque les parece que estas posturas pertenecen a una cultura degradante de siervos y señores. Por supuesto que hay que respetar la sensibilidad de cada uno y las asociaciones que una determinada cultura les puede traer. Lo que es indudable es que la reverencia no está reñida con la intimidad. Nadie tuvo tanta intimidad con Dios como Jesús, y sin embargo no le pareció inapropiado el postrarse ante su Padre en un gesto de total abandono.
En muchos momentos de mi vida este gesto de tumbarme por tierra me ha servido para expresar sin palabras mi impotencia, mi desconcierto, pero al mismo tiempo mi abandono confiado y mi adoración ante ese Dios que es siempre mayor que todas sus mediaciones.
Danzar era también una expresión cultual. Dos veces en los salmos se nos invita a alabar a Dios con la danza (Sal 149,3; 150,4). La historia de David conserva una simpática anécdota de cómo él cantó y danzó ante Dios con toda espontaneidad, al trasladar el arca a Jerusalén. Se despojó de sus vestiduras reales, y revestido sólo de una túnica de lino, y mezclándose con el pueblo, "danzaba con todas sus fuerzas delante del Señor" (2 Sm 6,16).
Su mujer Mical, la hija de Saúl, que había heredado el espíritu altanero y desabrido de su padre, lo vio desde la ventana "y lo despreció en su corazón". Más tarde se lo reprochará con palabras mordaces e hirientes: "¡Cómo se ha cubierto de gloria hoy el rey de Israel, descubriéndose como un cualquiera!" A lo cual respondió David: "Delante del Señor danzo yo. Y me haré más vil todavía ante tus ojos" (2 S 6,21-22).
Para alabar a Dios con espontaneidad hay que mezclarse con el pueblo sencillo y despojarse de los ropajes que nos confieren un estatus social. Mical era demasiado consciente de su dignidad real y se avergonzó de su marido.
En la reciente boda de los príncipes, me comentaba una amiga que tras ver el desfile de modelos de todos los participantes a la boda, se quedó conmocionada al ver la desnudez del Cristo que colgaba del altar mayor de la catedral. Hablando con él le decía: "¿Qué haces tú aquí en este lugar? No estás vestido para esta ocasión. Desentonas en esta boda regia".
David debió sentirse también desnudo en aquel desfile solemne. Mical captó que desentonaba y se sonrojó. Pero David no sintió vergüenza ninguna y continuó su alabanza plenamente identificado con el pueblo. Aquí se evidencia el gran contraste entre Saúl el gigante triste y deprimido que termina suicidándose, y David el niño cantor que heredará su reino. Termina el relato diciendo que Mical quedó estéril y no tuvo ya hijos. Comenta Beauchamp: "Las imágenes de esta escena muestran el enfrentamiento entre la alabanza y la fuerza hostil que se le resiste, una fuerza de muerte marcada por la esterilidad". Tantas actitudes críticas en la Iglesia terminan como Mical en la más absoluta esterilidad.
Hay al menos nueve raíces en hebreo que describen distintos tipos de danzas, aunque no podamos identificar algunas de ellas: danza ordinaria, rotativa, a saltos sobre el suelo, a brincos, hacia adelante, con los dos pies, girando, a la pata coja, en corro.
En cierta ocasión me fijé en un grupo de judíos ortodoxos que danzaban en corro junto al muro de los lamentos. Estaban cogidos de la mano y giraban cantando repetidamente un versículo de un salmo.
Ya estaban cuando yo llegué, y cuando me fui veinte minutos más tarde seguían girando. No sé cuánto tiempo estarían, pero tenían ya síntomas de haber entrado en trance, con los ojos cerrados, y expresión de gran felicidad en sus rostros. Me convencí de que la danza repetitiva nos hace entrar en un estado alterado de conciencia mucho más profundo.
Atribuyen a San Agustín la expresión de que "el que canta, ora dos veces". A mí me gusta añadir que "el que danza ora tres veces". En la danza todo nuestro ser se convierte en oración.
Dice el hermano Roger Schutz:
"Yo no sabría rezar sin el cuerpo […] en ciertas épocas soy consciente de que rezo más con el cuerpo que con mi mente".
El cuerpo es para el Señor, y el Señor para el cuerpo
(1 Cor 6,13).
Glorificad a Dios en vuestros cuerpos
(1 Cor 6,20).
(1 Cor 6,13).
Glorificad a Dios en vuestros cuerpos
(1 Cor 6,20).