Para muchos la oración consiste solo en pedirle cosas a Dios. Por eso algunos se sorprenden al descubrir que muchas veces en la oración es Dios quien nos pide cosas a nosotros. Dios nos ha creado no como meros receptores de sus dones, sino también como dadores. Nos ha hecho capaces de recibir, pero también de dar, y es precisamente ejerciendo esa capacidad de dar como nos hacemos de veras semejantes a él. Hay padres que se lo dan todo a sus hijos, pero no les enseñan a dar. Los buenos educadores desarrollan en los niños la capacidad de compartir lo que tienen, y les enseñan a ser generosos desde bien pequeños.
Hoy nos vamos a fijar en la vocación del profeta Isaías, como modelo bíblico de una de las actitudes básicas que nunca deben faltar en nuestra oración. Nos referimos al ofrecimiento de nuestras personas a Dios, a nuestra disponibilidad para insertarnos en sus proyectos de amor hacia el mundo. ¡Qué mejor don nos puede dar Dios que estimular nuestra generosidad, dar un sentido superior a nuestra existencia, y hacernos sentir útiles!
La vocación de Isaías tuvo lugar en el contexto de una visión estremecedora de la gloria de Dios en el templo de Jerusalén. La intuición de la trascendencia divina y de su inmensidad le sobrecogió a Isaías hasta el punto de erizar el vello de su cuerpo. Los quicios del templo temblaban y el recinto se llenó de una nube de humo. Isaías escuchó las voces de ángeles que aclamaban al tres veces Santo.
Pero curiosamente junto con esta revelación de la gloria de Dios, le fue revelada también a Isaías la indigencia de Dios. Ese Dios tan grande tenía necesidad de la ayuda de colaboradores. "Percibí la voz del Señor que decía: ‘¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte nuestra?’" (Is 6,8).
Isaías no se sintió aplastado por la majestad de Dios. No se sintió anulado como un gusano impotente. La visión de la gloria de Dios suscitó en él una iniciativa, y le llevó a ofrecerse como voluntario, sin esperar a que Dios le llamase. Isaías respondió: "Heme aquí, envíame".
En otros relatos vocacionales, los profetas y apóstoles se resistían a la llamada de Dios, protestando y alegando todas sus propias limitaciones y sus deficiencias. Como Jonás, querrían huir al fin del mundo, escabullirse lo más rápido posible. Moisés alegaba que era tartamudo, Pedro que era un hombre pecador (Lc 5,8), Jeremías que era demasiado joven (Jr 1,6), Sara que era demasiado vieja (Gn 18,12).
Isaías, en cambio, se atrevió a ofrecerse voluntario. Quizás se quedó impresionado al ver cómo un Dios tan grande estaba tan necesitado de alguien que le ayudase. El escritor brasileño, Pedro Bloch, ha descrito así el diálogo con un niño:
-¿Rezas a Dios?Etty Hillesum fue una joven judía que, poco antes de pasar el calvario que terminó en un crematorio nazi, tuvo un maravilloso encuentro con Dios que transformó su vida. En su diario escribe: "Si Dios cesa de ayudarme, seré yo quien tenga que ayudar a Dios… Me parece cada vez más claro, a cada latido del corazón, que tú, Dios mío, no puedes ayudarnos, sino que nos corresponde a nosotros ayudarte y defender hasta el final la morada protectora que tienes en nosotros".
El niño responde: -Sí, cada noche.
-Y ¿qué le pides?
-Nada. Sólo le pregunto si puedo ayudarle en algo.
La meditación de San Ignacio sobre el pecado se concluye con un coloquio ante Cristo crucificado en el que el ejercitante se pregunta: "¿Qué ha hecho Cristo por mí? ¿Qué tengo que hacer por Cristo?" Es la misma pregunta de Saulo de Tarso en su encuentro con la gloria del Resucitado: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10)
¡Qué profunda transformación produce en nosotros la revelación de la gloria de Dios! Nos hace pasar de ser eternos mendigos pedigüeños, a ser generosos voluntarios que "ofrecen sus personas al trabajo". Este cambio interior bastaría para probar que efectivamente la gloria de Dios nos ha envuelto y ha pasado por nuestras vidas, con todo su poder transformador.
La experiencia de Isaías es muy similar a un pequeño cuento del poeta indio Tagore: "Iba yo mendigando de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos como un sueño magnífico. Me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo. La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: "¿Puedes darme alguna cosa?"
¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué de mi saco un granito de trigo y te lo di. Pero ¡qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón! ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dártelo todo!"
Dios nos da el tesoro más precioso cuando nos convierte en dadores, cuando nos saca de nuestro egoísmo, para encontrar un sentido superior a nuestra existencia en el cumplimiento de una vocación.
Hay un canto carismático que me gusta repetir en los grupos de oración: "Dios precisa de ti mucho más de lo que puedas imaginar".
Corre también por ahí un texto que se llama "el Padrenuestro de Dios". Empieza con las palabras: "Hijo mío, que estás en la tierra". Siguen siete peticiones que Dios nos dirige a los hombres.
Un poeta contemporáneo lo ha expresado en un poema:
También tú, Dios mío, diriges tu oración a mí
de rodillas en tu inmensa catedral solitaria…
Yo sé que tú me rezas, también, Dios mío,
como yo te rezo a Ti, unidos por el mismo asunto
de alegría, de soledad y de gracias,
copartícipes de una misma obra y de un mismo autor.