Ana, la madre de Samuel, es un precioso ejemplo bíblico de una mujer angustiada que recurre a Dios en la oración. Ella puede ser nuestra maestra de oración para esas horas en que acudimos a Dios profundamente turbados y llenos de ansiedad.
Sucedió en el tiempo de los Jueces, cuando existía la poligamia en Israel. Su marido Elcaná tenía otra esposa que le había dado varios hijos, mientras que Ana era estéril. Su rival, Penina, se dedicaba a humillarla y zaherirla burlándose de su vientre seco (1 S 1, 5-8).
La humillación de Ana se hacía más intensa en ocasiones especiales, como era la visita anual al templo de Siló. Ofrecían allí un sacrificio de comunión, y luego, toda la familia se sentaba a comer una parte de la res sacrificada. Las mejores tajadas iban a Penina, en atención a sus hijos, y Ana tenía que reconcomerse viendo la sonrisa burlona de triunfo en la cara de su rival.
Un día de esos, Ana se negó a comer y se refugió en la oración, el único lugar donde encontraba consuelo. Allí en el templo descargó toda la amargura de su corazón. El texto bíblico es muy expresivo. Ana oró "con su alma llena de amargura", "con lágrimas abundantes", "muy afligida", "desde lo profundo de su pena y su despecho" (1 S 1,7-13).
Oraba mascullando palabras ininteligibles, quizás esos gemidos inefables del corazón de los que nos habla la carta a los Romanos (Rm 8,26). Son precisamente esos gemidos los que tocan el corazón de Dios. El sumo sacerdote Elí, al verla, quiso silenciarla. Le molestaban los sollozos de aquella mujer que perturbaban la "dignidad" del lugar sagrado. La juzgó en su corazón pensando que estaba borracha. También la gente pensó que los apóstoles en Pentecostés estaban borrachos cuando oraban en lenguas (Hch 2,13). Pero Ana se defendió ante el sacerdote y le dijo: "No es así, señor. Sólo soy una mujer que sufre. No he bebido vino ni licor. Estaba sólo desahogándome ante el Señor".
¡Qué hermosa teología de la oración! "¡Desahogarse ante el Señor!" Cuando uno se desahoga ante el Señor, un cambio radical se produce. Ana recibió una nueva seguridad que la transformó totalmente. "Se marchó, comió y se le cambió el rostro" (1 S 1,10). No, la oración no está pensada para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a nosotros. Después de orar, Ana es una mujer distinta, fuerte, animosa, esperanzada.
Algunos se preguntan qué sentido tiene contarle a Dios nuestras penas, si ya las conoce. Pero la verdadera oración no trata de informar a un Dios ignorante. Si la oración es una relación personal, su finalidad no es informar, sino compartir. Aunque mi amigo ya sepa que estoy pasando por una angustia tremenda, quiere que le cuente mis sentimientos y reacciones. Ocultárselos sería una ofensa a la amistad. Por eso Dios quiere que se lo contemos todo, aunque él ya lo sepa. También Jesús les pidió a los discípulos de Emaús que le contaran la frustración que había en su corazón (Lc 24,17).
Uno de los géneros literarios más corrientes en el salterio es la lamentación del individuo. Normalmente estos salmos empiezan con un quejido y terminan en una alabanza. En el curso de la oración hay un punto de inflexión, un giro radical respecto al momento en que se inició la queja. En un breve tiempo el orante pasa del lamento a la confianza, de la desesperación a la certeza de que su oración ha sido escuchada, al júbilo anticipado de saber que la liberación ya está en marcha.
Por ejemplo, el salmo 13 comienza con un lamento desgarrador que cuatros veces la misma pregunta "¿hasta cuándo?" (Sal 13,2-3). Pero, una vez que el corazón se ha desahogado con estos gemidos, el orante recupera la confianza y termina el salmo con la promesa de un canto: "Confío en tu clemencia, que mi corazón exulte con tu ayuda. Cantaré al Señor, pues me ha colmado de bienes" (Sal 13,6).
Estos salmos nos recuerdan el consejo evangélico: "Todo lo que pidáis en la oración, creed que ya os ha sido concedido, y lo obtendréis" (Mc 11,24). La queja original se transforma en alabanza y esta alabanza es ya la primicia de los frutos de la oración.
Peter Berger ha descrito bien este caos que comienza a abrirse en nuestra vida cuando nos alcanza la angustia. Pone el ejemplo de una pesadilla. Terribles monstruos atacan la vida de un niño durante su sueño. Horrorizado por este caos incipiente, el niño se despierta gritando e invoca a su madre como sacerdotisa del orden que hay que salvaguardar. La madre toma al niño en los brazos, y lo mece para que se vuelva a dormir de nuevo. En todas las culturas esa madre repite el eterno gesto de la Magna Mater o de nuestra Madona. Al hablarle a su hijo, sus palabras son invariablemente las mismas. "No tengas miedo. Todo está bien. Todo está en orden". El niño recobra la confianza en el ser y se duerme en paz.
El recurso a Dios nos hace recobrar la confianza en el ser; exorciza la ansiedad que amenaza con paralizarnos. Lo que nos turba no es solo un peligro que podamos designar con el dedo, sino la nada, el caos, la muerte que se anticipa en toda forma de enfermedad de frustración o de fracaso.
Cuando te lamentes por las desgracias que hay en el mundo, o te sientas agobiado por tus propias preocupaciones o temores, dirígete a Dios en la oración y desahoga tus sentimientos; te emocionará profundamente descubrir qué bien los expresa el Salterio. Verás cómo no encuentras los salmos aburridos o irrelevantes, y comprenderás por qué el Señor ha querido poner en ese libro unas palabras liberadoras para que las uses en tu oración.
¿Cómo terminó la historia de Ana? ¡Qué más da! Si tienes curiosidad sigue leyendo la Biblia y verás que Ana al final tuvo un hijo. Pero ya antes de saberlo, Ana había reencontrado la paz y la alegría interior que son el fruto más precioso de nuestras oraciones. Ese hijo, fruto de la oración angustiada de Ana, será el futuro profeta Samuel, un hombre providencial en la historia de Israel.
Ana entonó su Magnificat, dando gracias a Dios por ese hijo que le había regalado, y se lo entregó desde bien niño para que estuviese al servicio del Templo (1 S 2,1-10). Ana canta al que hace concebir a la estéril, levanta del polvo al humilde y alza del muladar al indigente, y lo sienta junto con los nobles (1 S 2,8; Sal 113,7-8).
Los dones de Dios culminan en la alabanza y en la disponibilidad para el compromiso. Este canto de Ana fue el modelo utilizado más tarde por San Lucas para poner palabras en los labios de María en su visita a su prima Isabel (Lc 1,45-55).