Poesía

[Niño Jesús en el pesebre]
La Virgen da hoy a luz al Eterno
Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.
Los ángeles y los pastores le alaban
Y los magos avanzan con la estrella.
Porque Tú has nacido para nosotros,
Niño pequeño, ¡Dios eterno!
(Kontakion, de Romanos el Melódico)

¡Oh! quien pudiese penetrar, ¡oh Virgen purísima!

los gozos y júbilos de vuestro santísimo corazón, ¡cuando destilando los cielos miel y dulzura, vos en el portal de Belén, sin dolor, sin pesadumbre, sin corrupción ni mengua de vuestra pureza virginal, paristeis a vuestro unigénito Hijo, y visteis delante de vos salido de vuestras entrañas, más limpio y más resplandeciente que el mismo sol, al bien y remedio del mundo tiritando de frío, y que ya con sus lágrimas comenzaba a hacer oficio de Redentor!

¡Cuando adorándole y besándole los pies como a Dios, y la mano como a vuestro Señor, y el rostro como a vuestro Hijo, y abrazándole y aplicándole a vuestros virginales pechos, le envolvisteis en viles pañales, y el santo Infante os miró con dulces y alegres ojos, y se os sonrió como niño a su amorosa madre!

¡Cuando visteis descender los ángeles del cielo a adorarle y servirle, y a darle música y manifestarle a los pastores, y los mismos pastores venir a reverenciarle y a dar vasallaje a su Salvador y Señor!

¡Oh Virgen santísima! ¡Con qué ojos mirabais al que así os miró! ¡Qué gracias le dabais! ¡Qué cantares le cantabais! ¡Con qué amor le respondíais! ¡Qué palabras le decíais! ¡Qué luces, qué resplandores, qué ardores, que latidos, qué sentimientos y afectos, qué ternuras y dulzuras ocupaban vuestra benditísima alma y la tenían absorta, enajenada y trasportada en aquel Señor nuestro y Hijo vuestro, que por su vil esclavo tanto se había abatido y humillado, y a vos os había levantado sobre todos los coros y jerarquías de los ángeles y sobre todo lo criado! Pues, ¡oh Reina del cielo y de la tierra! ¡oh Señora mía y esperanza mía! yo os doy la enhorabuena de vuestro g1orioso parto, y de esta vuestra dignidad, y me gozo entrañablemente de vuestro gozo; y humildemente os suplico que pues paristeis a vuestro precioso Hijo para mí, no pierda yo por mi culpa lo que él me ganó por su gracia.

Y pues hoy es día de ofreceros servicio, y de que vos nos hagáis mercedes, yo os ofrezco mi corazón y me doy por vuestro siervo y esclavo con perpetuo vasallaje por todos los días de mi vida, y os ruego Madre benignísima, que me alcancéis de este niño tierno y dulcísimo que tenéis en vuestros brazos gracia para que nazca en mí, y viva y more en mí de manera que yo sea participe de todos los bienes que él nos acarreó del cielo con su santo nacimiento.

Amén.




[Los ángeles adoran al Niño Jesús. Fotografía en tarjeta postal de principios del siglo XX]

MI ALEGRÍA

¡Qué alegría!
Sí, qué alegría cuando me dijeron:
ven, vamos a la casa del Señor,
¡ha llegado el Mesías esperado!,
¡ha nacido Jesús, el Salvador!.

¡Qué alegría!
Yo dejé todo cuanto allí tenía,
sólo elegí el cordero más hermoso
y corrí por los montes y cañadas
al encuentro del Todopoderoso.
Brillaban las estrellas en el cielo,
más grandes, más espléndidas, más puras,
las voces de los ángeles cantaban:
¡Hosanna! ¡Gloria a Dios en las alturas!
¡Aleluya!
¡Aleluya!

El sol resplandecía en el pesebre,
la noche de repente se hizo día,
se rasgaron de golpe las tinieblas
y una luz celestial nos envolvía.
¡Qué alegría!

Allí estaba, en los brazos de María,
el niño-Dios, el trigo de Belén.
Mi corazón latía apresurado
pues quería abrazarle yo también.
Me acerqué vacilante y vi en sus ojos
el fuego del amor que me ofrecía,
¡y me llené de Dios en ese instante!
y comprendí el por qué de mi alegría.

Emma-Margarita R. A.-Valdés