El Padrenuestro es la oración que Jesús mismo enseñó a sus discípulos. Más que una simple fórmula, es una síntesis de todo su mensaje.
A lo largo de la historia, los cristianos han encontrado en esta oración un lazo de unión con Dios. Es el corazón de su relación con Él, una oración de confianza y amor.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice: el Padrenuestro nos abre al Amor manifestado en Cristo. Es una invitación a orar con todos y por todos.
Esta oración, nacida en la Iglesia primitiva, aparece en Mateo y Lucas, aunque su espíritu se siente en los otros evangelios y en las cartas de san Pablo.
En Mateo, el Padrenuestro se enmarca en el Sermón de la Montaña, enseñándonos a ver a Dios como Padre y a pedirle con confianza, como una familia unida por su amor.
Por su parte, en Lucas, el Padrenuestro se presenta en el contexto de la petición de los apóstoles: enséñanos a orar. La fórmula que Jesús sugiere es la expresión perceptible de una oración que se mueve desde el interior.
San Pablo, a su manera, nos lleva a llamar a Dios ‘Abba, Padre’, una invocación llena de cercanía y amor familiar.
Hoy, cada vez que decimos el Padrenuestro, unimos nuestra voz a la de millones de cristianos a lo largo de la historia. Es la oración de cada creyente y de toda la Iglesia.
Más que palabras, el Padrenuestro es un encuentro eterno con Dios.
NOTA DEL EDITOR
La Biblioteca de Autores Cristianos asume gustosamente el encargo de la Conferencia Episcopal Española de publicar los Apuntes sobre la oración preparados por el Dicasterio para la Evangelización con motivo del Jubileo 2025, tal como hizo el año anterior con los Cuadernos del Concilio.
Estos Apuntes se presentan en forma de pequeños libros, un total de ocho, que irán apareciendo progresivamente durante los primeros meses del año, desde enero a mayo de 2024. La colección Popular de la BAC ya acogió en diversas ocasiones los subsidios y materiales para las grandes celebraciones de la Iglesia universal y una vez más colabora en la preparación espiritual y pastoral para este gozoso acontecimiento del Jubileo Ordinario 2025.
Como propone la oficina del Jubileo, «las diócesis están invitadas a promover la centralidad de la oración individual y comunitaria». También nosotros, deseamos contribuir editorialmente a «poner en el centro la relación profunda con el Señor, a través de las múltiples formas de oración contempladas en la rica tradición católica».
INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE
La oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito silencioso que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios. No es fácil encontrar palabras para expresar este misterio. ¡Cuántas definiciones de oración podemos recoger de los santos y de los maestros de espiritualidad, así como de las reflexiones de los teólogos! Sin embargo, ella se deja describir siempre y sólo en la sencillez de quienes la viven. Por otro lado, el Señor nos advirtió que cuando oremos no debemos desperdiciar palabras, creyendo que seremos escuchados por esto. Nos enseñó a preferir más bien el silencio y a confiarnos al Padre, el cual sabe qué cosas necesitamos aun antes de que se las pidamos (cf. Mt 6,7-8).
El Jubileo Ordinario del 2025 está ya a la puerta. ¿Cómo prepararse a este evento tan importante para la vida de la Iglesia si no a través de la oración? El año 2023 estuvo destinado al redescubrimiento de las enseñanzas conciliares, contenidas sobre todo en las cuatro constituciones del Vaticano II. Es un modo para mantener viva la encomienda que los Padres reunidos en el Concilio han querido poner en nuestras manos, para que, a través de su puesta en práctica, la Iglesia pudiera rejuvenecer su propio rostro y anunciar con un lenguaje adecuado la belleza de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ahora es el momento de preparar el año 2024, que estará dedicado íntegramente a la oración. En efecto, en nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente no sereno. La crisis ecológica-económica-social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social… Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y serenidad. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.
Este año dedicado a la oración de ninguna manera pretende interferir con las iniciativas que cada Iglesia particular considere proyectar para su cotidiana dedicación pastoral.
Al contrario, nos remite al fundamento sobre el cual deben elaborarse y encontrar consistencia los distintos planes pastorales. Es un tiempo para poder reencontrar la alegría de orar en su variedad de formas y expresiones, ya sea personalmente o en forma comunitaria. Un tiempo significativo para incrementar la certeza de nuestra fe y la confianza en la intercesión de la Virgen María y de los Santos. En definitiva, un año para hacer experiencia casi de una «escuela de la oración», sin dar nada por obvio o por sentado, sobre todo en relación a nuestro modo de orar, pero haciendo nuestras cada día las palabras de los discípulos cuando le pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
En este año estamos invitados a hacernos más humildes y a dejar espacio a la oración que surja del Espíritu Santo. Es Él quien sabe poner en nuestros corazones y en nuestros labios las palabras justas para ser escuchados por el Padre. La oración en el Espíritu Santo es aquella que nos une a Jesús y nos permite adherirnos a la voluntad del Padre. El Espíritu es el Maestro interior que indica el camino a recorrer; gracias a Él, la oración aun de uno solo, se puede convertir en oración de la Iglesia entera, y viceversa. Nada como la oración según el Espíritu Santo hace que los cristianos se sientan unidos como familia de Dios, el cual sabe reconocer las exigencias de cada uno para convertirlas en invocación e intercesión de todos.
Estoy seguro de que los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas encontrarán en este año las modalidades más adecuadas para poner la oración en la base del anuncio de esperanza que el Jubileo 2025 quiere hacer resonar en este tiempo turbulento. Para esto, será muy valiosa la contribución de las personas consagradas, en especial de las comunidades de vida contemplativa.
Deseo que, en todos los Santuarios del mundo, lugares privilegiados para la oración, se incrementen las iniciativas para que cada peregrino pueda encontrar un oasis de serenidad y regrese con el corazón lleno de consolación. Que la oración personal y comunitaria sea incesante, sin interrupción, según la voluntad del Señor Jesús (cf. Lc 18,1), para que el reino de Dios se extienda y el Evangelio llegue a cada persona que pide amor y perdón.
Para favorecer este Año de la Oración se han realizado algunos breves textos que, en la sencillez de su lenguaje, ayudarán a entrar en las diversas dimensiones de la oración. Agradezco a los Autores por su colaboración y pongo con gusto en vuestras manos estos «Apuntes», para que cada uno pueda redescubrir la belleza de confiarse al Señor con humildad y con alegría. Y no se olviden de orar también por mí.
ÍNDICE GENERAL
Nota del editor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX
Introducción del Santo Padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
LA ORACIÓN QUE JESÚS NOS ENSEÑÓ: «PADRENUESTRO»
Introduccón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
Prefaco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Caítulo ILos antecedentes de Marcos . . . . . . . 9
Caítulo II La formulación completa de Mateo . 13
El contexto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
El padrenuestro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Caítulo III El «padrenuestro» en san Pablo . . . . 27
Hágase tu voluntad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Danos hoy nuestro pan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
Líbranos del mal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
No nos abandones en las tentaciones . . . . . . . . . . 32
Caítulo IV El «padrenuestro» en Lucas . . . . . . . 35
Algunas características de Lucas . . . . . . . . . . . . . 38
Caítulo V El «padrenuestro» en Juan . . . . . . . . 41
Jesús ora al Padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
Un padrenuestro omnipotente . . . . . . . . . . . . . . . 44
La primera comunidad cristiana . . . . . . . . . . . . . . 48
Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
INTRODUCCIÓN
«Todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente.
Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les conviene orar con una oración espiritual».
La expresión de san Agustín permite captar el sentido profundo de la oración del padrenuestro. Solo Jesús podía transmitir a sus discípulos esta oración, síntesis de todo su Evangelio. La Iglesia la ha señalado en el transcurso de los siglos de modos diversos: «Oración dominical», «Oración del Señor». […] Para los cristianos sigue siendo simplemente el padrenuestro, la oración que Jesús mismo nos enseñó. Lejos de cualquier fórmula, aquí se encuentra el corazón de la relación con Dios, todo lo que el cristiano experimenta en lo profundo de su corazón. Esta es la oración de cada creyente y de toda la Iglesia que experimenta de este modo la presencia perenne del Espíritu que da vida.
No es casualidad que la Didajé, el primer texto después de los escritos del Nuevo Testamento, se detiene en el padrenuestro para indicar a los primeros creyentes que esta oración ha de ser recitada «tres veces al día» (VIII, 2). En su sencillez catequética, el libro pone de manifiesto que en los momentos cruciales que jalonan la jornada del cristiano, el padrenuestro sigue siendo el punto de referencia indispensable.
Como ya es sabido, el papa Francisco ha pedido que el año inmediatamente anterior al Jubileo Ordinario de 2025 esté dedicado a la oración. De este modo se ha dado vida entre otras iniciativas a una sencilla Colección denominada «Apuntes sobre la oración» para señalar que, cuando se habla o se escribe sobre la oración, solo se pueden delinear algunos aspectos. El misterio de la oración permanece con una carga de profundidad que resulta insondable. Por otra parte, quién podría permitirse agotar la esencia de la oración que sigue siendo la acción privilegiada del Espíritu Santo que viene al auxilio de la fragilidad de cada uno, como bien recuerda el apóstol (cf. Rom 8,26).
Entre estos «Apuntes» no podía faltar un texto que introdujera el padrenuestro. Son muchísimos los comentarios a la oración del Señor que atraviesan los dos mil años de nuestra historia. Desde Tertuliano hasta el papa Francisco es posible llevar a cabo una numerosa reseña que pone de manifiesto el interés permanente por esta oración que persiste en su aspecto único. He elegido el texto que en su momento había pedido a un amigo y colega, el padre Ugo Vanni. Recuerdo perfectamente las circunstancias en que sucedió. Se me había dado el encargo de preparar un Comentario al Catecismo de la Iglesia Católica que se publicaría pocos meses más tarde. Desde Doctrina de la Fe se me entregaron los bocetos del texto en su primera edición francesa. En pocos días conseguí reunir a un equipo de docentes, en su mayoría compañeros de la Gregoriana, que se pusieron de inmediato manos a la obra.
Llamé a la puerta del profesor Vanni que me acogió con su afable y sincera sonrisa. El Padre Ugo era un auténtico hombre de Dios. Un docente profundo y un sacerdote de una gran paternidad. Sabía transmitir simpatía y confianza de manera natural, sin ficciones o actitudes clericales. Poseía una humanidad que dejaba percibir su bondad y vivía una espiritualidad que abría el corazón de todos los que se dirigían a él para una guía segura.
Pregunté al profesor Vanni si podía escribir un comentario al padrenuestro, el último capítulo del Catecismo. La mirada con que me respondió fue sobre todo de sorpresa. A continuación, dijo: «Don Rino, si me lo pides tú, no puedo decirte que no […] además, te confieso que es un bonito reto».
Así escribió el profesor Vanni su hermoso comentario sobre el padrenuestro. Consiguió conjugar la exegesis con una interpretación original de tal modo que aún hoy sigue siendo actual. Como editor me he permitido poner la mano en el texto para adaptarlo a la colección y he hecho que la primera edición original sea más breve, ligera y fluida. No se ha modificado nada del pensamiento y el escrito del profesor Vanni a quien dirijo ahora un recuerdo amigable en la oración. El publicar este texto suyo pretende ser ante todo un signo de reconocimiento por su fecundo ministerio pastoral junto con el deseo de mantener viva la memoria de su enseñanza.
El padrenuestro, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Abre a dimensiones de su Amor manifestado en Cristo: orar con todos los hombres y por todos los que no le conocen aún para que “estén reunidos en la unidad” […]. Esta solicitud divina p or todos los hombres y por toda la creación debe ensanchar nuestra oración en un amor sin límites» (CIC 2793). Es realmente así. La oración que Jesús nos ha enseñado abre el corazón para que ponga su confianza en el Padre y en la búsqueda constante de hacer su voluntad.
En su sabiduría, el obispo persa Afraate pudo escribir alrededor del año 340 en sus Exposiciones: «Mira, amigo mío, cuando recaiga sobre ti una tarea que sea grata a la voluntad de Dios, no digas: “Pronto es ya la hora de la oración, rezaré y luego efectuaré la tarea”. Porque así, mientras intentas completar tu oración, has quitado la tarea que era grata a Dios y has defraudado su voluntad y lo que le era grato. Con tu oración te haces deudor de un pecado. Realiza más bien lo que es grato a Dios y eso será tu oración» (4,14). Es como decir: la oración del padrenuestro pide cumplir la voluntad de Dios, pero esta ha de ser buscada en la oración que se transforma en acción. Retomando la idea del obispo Afraate: «El hombre cumple la voluntad de Dios y esta será oración» (IV,16).
En resumen, la oración no nos exime de las obligaciones de la vida cotidiana, sino que las respalda y señala el camino que hay que seguir.
+ Rino Schella
PREFACIO
El padrenuestro nació y se formó en la experiencia de la Iglesia primitiva. Por consiguiente, podrá resultar iluminador volver a visitar su origen y su primer desarrollo. Es lo que nos proponemos no sin antes precisar mejor nuestra intención.
A principios del siglo encontramos que «la oración del Señor» ya se utilizaba en la liturgia de la Iglesia primitiva en una formulación correspondiente a la actual (cf. Didajé, 8, 3), al igual que ya se empezaba a leer el Evangelio «cuadriforme», es decir, el Evangelio según Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Resulta significativa la simultaneidad del uso de la oración del Señor y de la lectura de los cuatro Evangelios. Constituye el punto de llegada del camino de una múltiple tradición desarrollada entre varios acontecimientos y tensiones —baste con pensar en las tensiones dentro de la Iglesia paulina y la joánica— y que desemboca en la progresión del siglo en la que fue llamada «la gran Iglesia»
¿Cuál es el viaje que realiza la oración del Señor en la tradición y que confluyó en la gran Iglesia? Y de manera particular, dado que la oración del Señor ha sido vista como la síntesis de todo el Evangelio (Tertuliano), ¿cuál es su relación específica con el «Evangelio cuadriforme»? Una respuesta a esta pregunta nos permitirá identificar la estructura teológico-bíblica de la oración del Señor y colocarla en el ambiente vivo de la Iglesia primitiva.
Extraeremos de ello un marco de referencia y veremos principalmente como resultado sus antecedentes en Marcos, su presentación sistemática en Mateo, su impulso hacia delante en Pablo, su énfasis en Lucas y, por último, la síntesis madura que se encuentra en Juan.
Capítulo I
LOS ANTECEDENTES DE MARCOS
Empezamos con el Evangelio de Marcos, llamado también «el Evangelio del catecúmeno» porque se adapta en particular a la iniciación cristiana. Los «doce» realizan en este Evangelio un itinerario de fe cuyas etapas principales coinciden con las etapas de desarrollo del texto del Evangelio.
¿Qué encontramos en el Evangelio de Marcos sobre el padrenuestro? Como es ya sabido, su fórmula litúrgica solo se encuentra en Mateo y en Lucas. Sin embargo, en Marcos se pueden identificar algunas sugerencias importantes que la preparan abiertamente.
Los discípulos son introducidos en la oración de forma progresiva, son animados a dirigirse a Dios con la máxima confianza y confidencia (cf. Mc 11,22-24). Se les recomienda esperar todo de Dios como si ya lo hubieran obtenido al pedirlo (cf. Mc 11,24). La convivencia con Jesús, el «estar con Él», típico del Evangelio de Marcos hace surgir de forma gradual en los discípulos la necesidad del Padre y prepara por decirlo de algún modo, el espacio de acogida.
Este espacio está constituido ante todo por el perdón que, antes de orar, deben de otorgar a los demás: «Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas» (Mc 11,25). Es la única vez en el Evangelio de Marcos en la que se habla explícitamente de Dios como Padre de los discípulos.
Constituye el punto de llegada de un camino en el cual, al estar en contacto directo con Jesús, han aprendido a tener una relación más profunda con Dios y solo al final del camino comprenden que Dios es su Padre. La paternidad de Dios no es nunca un elemento que se da por descontado.
En lo que respecta a la relación de Jesús con el Padre, también se nota en el Evangelio de Marcos una manifestación gradual. En dos ocasiones se hace referencia explícita a ella, pero se hace utilizando la tercera persona: Jesús, al hablar del «hijo del hombre» y señalarse con esta expresión a sí mismo, menciona la «gloria de su Padre» (Mc 8,38). En lo que respecta al día y la hora de la conclusión de esta historia, nadie sabe nada, «solo el Padre» (Mc 13,32).
Los discípulos debieron conmoverse de manera particular cuando Jesús, en el culmen de su pasión interior en Getsemaní, pidió a Dios el cumplimiento de su voluntad como don supremo, alcanzando así la cima de la oración de todos los tiempos. En este momento especialmente dramático, los discípulos notan con sorpresa que Jesús se dirige a Dios llamándolo Padre y utilizando la terminología de la ternura familiar: se les quedó impreso el termino arameo de Abba: es la invocación, hecha de confianza y de conexión, con la que los niños se dirigen a su padre en la esfera familiar. Y es la única vez que encontramos el término en el ámbito de los Evangelios. Viviendo con Jesús y oyéndole hablar así, los discípulos aprenden progresivamente que hay un ofrecimiento de Dios que les atañe: este se concreta en un Jesús siempre sorprendente y que aparece como portador de un reino que, en última instancia, coincide con Él. Es el «reino de Dios».
En su contacto con Jesús, los discípulos están invitados repetidamente a confiarle a Él y a Dios sus preocupaciones terrestres. Estas preocupaciones están concentradas en el pan, símbolo de lo que sirve para el desempeño de la vida. Hay en Marcos una sección denominada del pan (cf. Mc 6,30–8,29) en la cual los discípulos, tras la multiplicación de los panes realizada por Jesús, son invitados a profundizar y entender: «¿Aún no entendéis ni comprendéis? […] ¿Y no acabáis de comprender?» (Mc 8,17.21). El objeto de esta comprensión que les pide con insistencia es la plena disponibilidad, la entrega confiada al Padre que, por medio de Jesús, da a su vez y en gran abundancia el pan que sirve para la vida. Se tendrá que entender progresivamente que Jesús es indispensable no solo para una vida entendida en sentido religioso, sino simplemente para la vida en cuanto tal.
No se entiende adecuadamente a Jesús si no se le relaciona con la vida y esta, sin la presencia nutriente de Jesús, resulta deficiente, arriesgada, incierta.
La familiaridad con Jesús que adquieren los discípulos poco a poco les pone asimismo en un contacto particular entre ellos. Deberán comprenderse, amarse, perdonarse recíprocamente como hace Jesús con ellos (cf. Mc 11,25).
Por último, desde los inicios del ministerio de Jesús en Cafarnaúm, los discípulos están en contacto con el mal (cf. Mc 1,23-26.34.39, etc.). El mal tiene una raíz en cierto sentido trascendente, demoniaca, y se manifiesta en todas las formas de sufrimiento que afectan la integridad de la vida física y llegan a alcanzar incluso una presencia especialmente desconcertante de lo demoniaco en el ámbito del hombre. Jesús reprende con dureza a los espíritus inmundos que revelan su identidad porque le corresponde a Jesús mismo declarar progresivamente y hacer entender su verdadera realidad. Es típica la reacción del mal —realmente podríamos decir aquí del «maligno»— ante Él: no es posible una coexistencia con Jesús, el mal y el maligno no pueden soportar su presencia. Los discípulos aprenden, abandonándose totalmente en Jesús, a superar estas fuerzas misteriosas que amenazan negativamente la vida del hombre.
Las constataciones que estamos haciendo están distribuidas a lo largo del Evangelio de Marcos. Cuando los discípulos se impregnen de todos estos valores, su oración será su expresión espontánea. Entonces aprenderán a dirigirse a Dios como Padre, a desear la realización del reino, a abandonarse como Jesús a su voluntad, a confiar en Él para todas y cada una de las situaciones de la vida, a amarse recíprocamente, a superar la negatividad del maligno. De este modo, se tiene un cuadro completo de los elementos esenciales de la vida cristiana que surgen del Evangelio de Marcos. Estos elementos se reflejan puntualmente en la fórmula del padrenuestro. Por este motivo, podemos decir que la preparan y ayudan a entender su significado y su función.
Capítulo II
LA FORMULACIÓN COMPLETA DE MATEO
El texto litúrgico en uso del padrenuestro retoma la formulación propuesta por el Evangelio de Mateo (Mt 6,9-13) y que encontramos dentro del Sermón de la Montaña (Mt 5-7). Para una comprensión de la fórmula se impone antes de nada prestar atención al contexto y a continuación al texto que la expresa.
PREFACIO
El padrenuestro nació y se formó en la experiencia de la Iglesia primitiva. Por consiguiente, podrá resultar iluminador volver a visitar su origen y su primer desarrollo. Es lo que nos proponemos no sin antes precisar mejor nuestra intención.
A principios del siglo encontramos que «la oración del Señor» ya se utilizaba en la liturgia de la Iglesia primitiva en una formulación correspondiente a la actual (cf. Didajé, 8, 3), al igual que ya se empezaba a leer el Evangelio «cuadriforme», es decir, el Evangelio según Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Resulta significativa la simultaneidad del uso de la oración del Señor y de la lectura de los cuatro Evangelios. Constituye el punto de llegada del camino de una múltiple tradición desarrollada entre varios acontecimientos y tensiones —baste con pensar en las tensiones dentro de la Iglesia paulina y la joánica— y que desemboca en la progresión del siglo en la que fue llamada «la gran Iglesia»
¿Cuál es el viaje que realiza la oración del Señor en la tradición y que confluyó en la gran Iglesia? Y de manera particular, dado que la oración del Señor ha sido vista como la síntesis de todo el Evangelio (Tertuliano), ¿cuál es su relación específica con el «Evangelio cuadriforme»? Una respuesta a esta pregunta nos permitirá identificar la estructura teológico-bíblica de la oración del Señor y colocarla en el ambiente vivo de la Iglesia primitiva.
Extraeremos de ello un marco de referencia y veremos principalmente como resultado sus antecedentes en Marcos, su presentación sistemática en Mateo, su impulso hacia delante en Pablo, su énfasis en Lucas y, por último, la síntesis madura que se encuentra en Juan.
LOS ANTECEDENTES DE MARCOS
Empezamos con el Evangelio de Marcos, llamado también «el Evangelio del catecúmeno» porque se adapta en particular a la iniciación cristiana. Los «doce» realizan en este Evangelio un itinerario de fe cuyas etapas principales coinciden con las etapas de desarrollo del texto del Evangelio.
¿Qué encontramos en el Evangelio de Marcos sobre el padrenuestro? Como es ya sabido, su fórmula litúrgica solo se encuentra en Mateo y en Lucas. Sin embargo, en Marcos se pueden identificar algunas sugerencias importantes que la preparan abiertamente.
Los discípulos son introducidos en la oración de forma progresiva, son animados a dirigirse a Dios con la máxima confianza y confidencia (cf. Mc 11,22-24). Se les recomienda esperar todo de Dios como si ya lo hubieran obtenido al pedirlo (cf. Mc 11,24). La convivencia con Jesús, el «estar con Él», típico del Evangelio de Marcos hace surgir de forma gradual en los discípulos la necesidad del Padre y prepara por decirlo de algún modo, el espacio de acogida.
Este espacio está constituido ante todo por el perdón que, antes de orar, deben de otorgar a los demás: «Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas» (Mc 11,25). Es la única vez en el Evangelio de Marcos en la que se habla explícitamente de Dios como Padre de los discípulos.
Constituye el punto de llegada de un camino en el cual, al estar en contacto directo con Jesús, han aprendido a tener una relación más profunda con Dios y solo al final del camino comprenden que Dios es su Padre. La paternidad de Dios no es nunca un elemento que se da por descontado.
En lo que respecta a la relación de Jesús con el Padre, también se nota en el Evangelio de Marcos una manifestación gradual. En dos ocasiones se hace referencia explícita a ella, pero se hace utilizando la tercera persona: Jesús, al hablar del «hijo del hombre» y señalarse con esta expresión a sí mismo, menciona la «gloria de su Padre» (Mc 8,38). En lo que respecta al día y la hora de la conclusión de esta historia, nadie sabe nada, «solo el Padre» (Mc 13,32).
Los discípulos debieron conmoverse de manera particular cuando Jesús, en el culmen de su pasión interior en Getsemaní, pidió a Dios el cumplimiento de su voluntad como don supremo, alcanzando así la cima de la oración de todos los tiempos. En este momento especialmente dramático, los discípulos notan con sorpresa que Jesús se dirige a Dios llamándolo Padre y utilizando la terminología de la ternura familiar: se les quedó impreso el termino arameo de Abba: es la invocación, hecha de confianza y de conexión, con la que los niños se dirigen a su padre en la esfera familiar. Y es la única vez que encontramos el término en el ámbito de los Evangelios. Viviendo con Jesús y oyéndole hablar así, los discípulos aprenden progresivamente que hay un ofrecimiento de Dios que les atañe: este se concreta en un Jesús siempre sorprendente y que aparece como portador de un reino que, en última instancia, coincide con Él. Es el «reino de Dios».
En su contacto con Jesús, los discípulos están invitados repetidamente a confiarle a Él y a Dios sus preocupaciones terrestres. Estas preocupaciones están concentradas en el pan, símbolo de lo que sirve para el desempeño de la vida. Hay en Marcos una sección denominada del pan (cf. Mc 6,30–8,29) en la cual los discípulos, tras la multiplicación de los panes realizada por Jesús, son invitados a profundizar y entender: «¿Aún no entendéis ni comprendéis? […] ¿Y no acabáis de comprender?» (Mc 8,17.21). El objeto de esta comprensión que les pide con insistencia es la plena disponibilidad, la entrega confiada al Padre que, por medio de Jesús, da a su vez y en gran abundancia el pan que sirve para la vida. Se tendrá que entender progresivamente que Jesús es indispensable no solo para una vida entendida en sentido religioso, sino simplemente para la vida en cuanto tal.
No se entiende adecuadamente a Jesús si no se le relaciona con la vida y esta, sin la presencia nutriente de Jesús, resulta deficiente, arriesgada, incierta.
La familiaridad con Jesús que adquieren los discípulos poco a poco les pone asimismo en un contacto particular entre ellos. Deberán comprenderse, amarse, perdonarse recíprocamente como hace Jesús con ellos (cf. Mc 11,25).
Por último, desde los inicios del ministerio de Jesús en Cafarnaúm, los discípulos están en contacto con el mal (cf. Mc 1,23-26.34.39, etc.). El mal tiene una raíz en cierto sentido trascendente, demoniaca, y se manifiesta en todas las formas de sufrimiento que afectan la integridad de la vida física y llegan a alcanzar incluso una presencia especialmente desconcertante de lo demoniaco en el ámbito del hombre. Jesús reprende con dureza a los espíritus inmundos que revelan su identidad porque le corresponde a Jesús mismo declarar progresivamente y hacer entender su verdadera realidad. Es típica la reacción del mal —realmente podríamos decir aquí del «maligno»— ante Él: no es posible una coexistencia con Jesús, el mal y el maligno no pueden soportar su presencia. Los discípulos aprenden, abandonándose totalmente en Jesús, a superar estas fuerzas misteriosas que amenazan negativamente la vida del hombre.
Las constataciones que estamos haciendo están distribuidas a lo largo del Evangelio de Marcos. Cuando los discípulos se impregnen de todos estos valores, su oración será su expresión espontánea. Entonces aprenderán a dirigirse a Dios como Padre, a desear la realización del reino, a abandonarse como Jesús a su voluntad, a confiar en Él para todas y cada una de las situaciones de la vida, a amarse recíprocamente, a superar la negatividad del maligno. De este modo, se tiene un cuadro completo de los elementos esenciales de la vida cristiana que surgen del Evangelio de Marcos. Estos elementos se reflejan puntualmente en la fórmula del padrenuestro. Por este motivo, podemos decir que la preparan y ayudan a entender su significado y su función.
LA FORMULACIÓN COMPLETA DE MATEO
El texto litúrgico en uso del padrenuestro retoma la formulación propuesta por el Evangelio de Mateo (Mt 6,9-13) y que encontramos dentro del Sermón de la Montaña (Mt 5-7). Para una comprensión de la fórmula se impone antes de nada prestar atención al contexto y a continuación al texto que la expresa.
El contexto
El contexto del padrenuestro es el sermón de la montaña. Y este hecho es ya significativo. El sermón representa un programa relativamente completo de la práctica cristiana basada en las bienaventuranzas iniciales (Mt 5,3-11). Estas representan los juicios de valor que hace Jesús sobre las elecciones fundamentales del hombre, sobre los aspectos válidos o no de su vida. Durante tres capítulos, estas elecciones de fondo son a continuación desarrolladas, detalladas y aplicadas a las diversas situaciones. Encontramos la oración típicamente cristiana entre las situaciones concretas que son objeto de una aplicación más puntual. Esta no tendrá esta actitud extrovertida y horizontal que a veces constituía una degeneración de la oración judía —y no solo— del tiempo. Jesús insiste en que la oración es dirigida al «Padre que ve en lo secreto» (Mt 6,1: vid. en particular 6,5-6).
La oración cristiana aparece como un diálogo marcado por una intensa intimidad filial que se desarrolla entre el cristiano y Dios. Se entiende de inmediato precisamente por ser un diálogo entre sujetos. No es necesario multiplicar las palabras como «hacen los paganos» (Mt 6,7). Probablemente había en la comunidad eclesial de Mateo una tendencia a la verborrea que se tenía que reflejar también en la oración. En cambio, la relación del cristiano con su Padre es escueta, esencial, de gran profundidad.
El padrenuestro está colocado en este contexto específico y es calificado como una oración exquisitamente cristiana que parte del corazón del hombre y tiende a alcanzar, por decirlo de algún modo, el corazón de Dios. Con la esencialidad, la profundidad, la apertura que no siempre se pueden conceptualizar y que caracterizan la relación madura con el Padre.
El padrenuestro
Veamos más de cerca cómo está articulada la oración característica del cristiano. Es necesario empezar con una observación: la oración del padrenuestro no es enseñada como una fórmula fija. Aunque luego se convertirá en fija en el uso litúrgico de la comunidad de Mateo y más tarde de la comunidad cristiana primitiva, el padrenuestro constituye una cuadrícula estimulante y de referencia que ilumina y guía el desarrollo de la oración y de la vida. Reducirlo a una fórmula significaría rebajar y quizás desnaturalizar su valor.
La oración suscitada por el padrenuestro se dirige a Dios llamándolo Padre, la resonancia de este término en el ambiente de Jesús y de los primeros discípulos es ante todo de carácter social. El padre es quien, con sentido de responsabilidad y de bondad, organiza la vida de la familia y provee a cada uno de lo que necesita (cf. Mt 13,52).
Toda la familia gravita así alrededor del padre, de su diligencia, sus capacidades, su habilidad, su sabiduría. Se dirige a Dios y por ello se siente en familia, unido, sabiendo que Dios como Padre se preocupa por nosotros y lo hace de manera adecuada. En esta perspectiva, el padre es también aquel a quien se someten sus hijos, aquel cuya voluntad ha de cumplirse.
Junto a esta fenomenología que ve al padre colocado en el ámbito colectivo de la familia, merece subrayar asimismo la relación estrechamente intersubjetiva. El padre, en esta nueva perspectiva que no se contrapone con la primera, sino que simplemente especifica un aspecto, es quien comprende y educa como persona, quien entiende al hijo y hacia quien el hijo tiene plena confianza.
La figura del padre —entendida en esta doble dimensión sugerida por el entorno de Jesús y de la comunidad judeocristiana primitiva— es referida a Dios. Por este motivo, el cristiano, al llamar Padre a Dios, se siente unido a Él con el vínculo de una misma situación familiar y además se siente amado y comprendido hasta el fondo. Dios es de verdad el «Padre que ve en lo secreto» (Mt 6,6).
De estos dos aspectos se subraya el colectivo: se dice Padre nuestro, con una referencia a la dimensión sociofamiliar que los cristianos están asumiendo. Se pone de relieve el hecho de que los cristianos viven juntos, no solo como un agregado social, sino en virtud de un hilo que los une atravesando sus valores más íntimos y personales. El Padre que «ve en lo secreto» es asimismo el Padre que ve a todos unitariamente.
Dios pensado y sentido en las categorías del Padre del que se tiene experiencia en la tierra, permanece en su nivel trascendente: no disminuye su paternidad. Al contrario, podríamos incluso decir que Dios multiplica su divinidad por la paternidad y su paternidad por la divinidad: se tiene así a un Dios infinitamente Padre que es tal hasta el infinito. Todo esto es indicado en la expresión «que estás en el cielo».
El contexto del padrenuestro es el sermón de la montaña. Y este hecho es ya significativo. El sermón representa un programa relativamente completo de la práctica cristiana basada en las bienaventuranzas iniciales (Mt 5,3-11). Estas representan los juicios de valor que hace Jesús sobre las elecciones fundamentales del hombre, sobre los aspectos válidos o no de su vida. Durante tres capítulos, estas elecciones de fondo son a continuación desarrolladas, detalladas y aplicadas a las diversas situaciones. Encontramos la oración típicamente cristiana entre las situaciones concretas que son objeto de una aplicación más puntual. Esta no tendrá esta actitud extrovertida y horizontal que a veces constituía una degeneración de la oración judía —y no solo— del tiempo. Jesús insiste en que la oración es dirigida al «Padre que ve en lo secreto» (Mt 6,1: vid. en particular 6,5-6).
La oración cristiana aparece como un diálogo marcado por una intensa intimidad filial que se desarrolla entre el cristiano y Dios. Se entiende de inmediato precisamente por ser un diálogo entre sujetos. No es necesario multiplicar las palabras como «hacen los paganos» (Mt 6,7). Probablemente había en la comunidad eclesial de Mateo una tendencia a la verborrea que se tenía que reflejar también en la oración. En cambio, la relación del cristiano con su Padre es escueta, esencial, de gran profundidad.
El padrenuestro está colocado en este contexto específico y es calificado como una oración exquisitamente cristiana que parte del corazón del hombre y tiende a alcanzar, por decirlo de algún modo, el corazón de Dios. Con la esencialidad, la profundidad, la apertura que no siempre se pueden conceptualizar y que caracterizan la relación madura con el Padre.
El padrenuestro
Veamos más de cerca cómo está articulada la oración característica del cristiano. Es necesario empezar con una observación: la oración del padrenuestro no es enseñada como una fórmula fija. Aunque luego se convertirá en fija en el uso litúrgico de la comunidad de Mateo y más tarde de la comunidad cristiana primitiva, el padrenuestro constituye una cuadrícula estimulante y de referencia que ilumina y guía el desarrollo de la oración y de la vida. Reducirlo a una fórmula significaría rebajar y quizás desnaturalizar su valor.
La oración suscitada por el padrenuestro se dirige a Dios llamándolo Padre, la resonancia de este término en el ambiente de Jesús y de los primeros discípulos es ante todo de carácter social. El padre es quien, con sentido de responsabilidad y de bondad, organiza la vida de la familia y provee a cada uno de lo que necesita (cf. Mt 13,52).
Toda la familia gravita así alrededor del padre, de su diligencia, sus capacidades, su habilidad, su sabiduría. Se dirige a Dios y por ello se siente en familia, unido, sabiendo que Dios como Padre se preocupa por nosotros y lo hace de manera adecuada. En esta perspectiva, el padre es también aquel a quien se someten sus hijos, aquel cuya voluntad ha de cumplirse.
Junto a esta fenomenología que ve al padre colocado en el ámbito colectivo de la familia, merece subrayar asimismo la relación estrechamente intersubjetiva. El padre, en esta nueva perspectiva que no se contrapone con la primera, sino que simplemente especifica un aspecto, es quien comprende y educa como persona, quien entiende al hijo y hacia quien el hijo tiene plena confianza.
La figura del padre —entendida en esta doble dimensión sugerida por el entorno de Jesús y de la comunidad judeocristiana primitiva— es referida a Dios. Por este motivo, el cristiano, al llamar Padre a Dios, se siente unido a Él con el vínculo de una misma situación familiar y además se siente amado y comprendido hasta el fondo. Dios es de verdad el «Padre que ve en lo secreto» (Mt 6,6).
De estos dos aspectos se subraya el colectivo: se dice Padre nuestro, con una referencia a la dimensión sociofamiliar que los cristianos están asumiendo. Se pone de relieve el hecho de que los cristianos viven juntos, no solo como un agregado social, sino en virtud de un hilo que los une atravesando sus valores más íntimos y personales. El Padre que «ve en lo secreto» es asimismo el Padre que ve a todos unitariamente.
Dios pensado y sentido en las categorías del Padre del que se tiene experiencia en la tierra, permanece en su nivel trascendente: no disminuye su paternidad. Al contrario, podríamos incluso decir que Dios multiplica su divinidad por la paternidad y su paternidad por la divinidad: se tiene así a un Dios infinitamente Padre que es tal hasta el infinito. Todo esto es indicado en la expresión «que estás en el cielo».
El «cielo» señala el
nivel propio de Dios, subrayando su realidad inalcanzable. Es asimismo una llamada para evitar cualquier
banalización: era el riesgo, al considerar a Dios como
Padre, no tanto de sentirlo demasiado cercano —esto
no sucede nunca—, sino de considerarlo por decirlo de
algún modo, en formato reducido, proyectando en Dios
las categorías de la experiencia —inevitablemente limitada— de la paternidad terrena. Mateo advierte de
este riesgo y pone en guardia al contrastar el nivel del
hombre con el nivel del «padre celestial», una expresión típica de Mateo.
La primera pregunta que es dirigida al Padre celestial es sobre su nombre: se pide que sea santificado. Una precisión podrá aclarar de inmediato la línea de esta petición. En el ambiente cultural bíblico, el nombre es para la persona y nunca se puede reducir a una pura denominación, a un título cualquiera dado desde el exterior.
La primera pregunta que es dirigida al Padre celestial es sobre su nombre: se pide que sea santificado. Una precisión podrá aclarar de inmediato la línea de esta petición. En el ambiente cultural bíblico, el nombre es para la persona y nunca se puede reducir a una pura denominación, a un título cualquiera dado desde el exterior.
La
imposición, el cambio de nombre, señala un cambio del
sujeto, una calificación con el fin de cumplir una misión,
una capacidad nueva que le es conferida. El nombre manifiesta y expresa lo que es la persona, es solo comprensible si se piensa en el ámbito de esa misma persona.
Cuando pedimos al Padre que sea santificado su nombre
le pedimos por consiguiente que sea santificado Él mismo precisamente como persona.
En este momento se plantea el problema del significado de «santificación». El campo semántico al que pertenece el término se refiere estrechamente a la divinidad: indica lo que es propio, típico de Dios. Entonces nos podemos preguntar cómo se puede pensar en cualquier santificación con respecto a Dios. El riesgo de un discurso que dé vueltas en círculo o que incluso carezca de sentido, ha sugerido la alternativa de interpretar la santificación en el sentido de un reconocimiento. En ese caso, podríamos decir que una interpretación extendida de «tu nombre» es que tú mismo seas reconocido como santo. Pero el verbo «santificar» no comporta nunca en el uso bíblico una relación exclusivamente cognoscitiva que desemboque en un reconocimiento.
En este momento se plantea el problema del significado de «santificación». El campo semántico al que pertenece el término se refiere estrechamente a la divinidad: indica lo que es propio, típico de Dios. Entonces nos podemos preguntar cómo se puede pensar en cualquier santificación con respecto a Dios. El riesgo de un discurso que dé vueltas en círculo o que incluso carezca de sentido, ha sugerido la alternativa de interpretar la santificación en el sentido de un reconocimiento. En ese caso, podríamos decir que una interpretación extendida de «tu nombre» es que tú mismo seas reconocido como santo. Pero el verbo «santificar» no comporta nunca en el uso bíblico una relación exclusivamente cognoscitiva que desemboque en un reconocimiento.
Se refiere a
una acción, es utilizado en su forma activa: «santificar»
significa hacer santo, hacer divino, hacer afín a Dios; y
cuando es usado en su forma pasiva, subraya el efecto
de esta homogeneización con respecto a Dios producida
y realizada. Vuelve así el problema que parece no tener
salida: ¿cómo es posible una santificación del Santo, una
divinización de Dios? Un conocido pasaje del profeta
Ezequiel nos aporta una sólida base de respuesta: «Manifestaré la santidad de mi gran nombre, profanado entre los gentiles, porque vosotros lo habéis profanado en
medio de ellos. Reconocerán las naciones que yo soy el
Señor —oráculo del Señor Dios—, cuando por medio de
vosotros les haga ver mi santidad» (Ez 36,23).
Resulta iluminador el texto de Ezequiel que muestra asimismo la estrecha relación entre Mateo y todo el Antiguo Testamento. La santificación de la que se habla es real y es referida en un paralelismo, primero al nombre de Dios que habla y a continuación a Dios mismo como sujeto. Esta se actualiza no por medio de una inclusión impensable a la santidad de Dios, sino mediante una participación cada vez más extensa de esta santidad compartida por el pueblo. Según esta interpretación —que ya fue propuesta por san Cipriano— se le pide a Dios Padre que su santidad se realice y se extienda en su gran familia cristiana.
Resulta iluminador el texto de Ezequiel que muestra asimismo la estrecha relación entre Mateo y todo el Antiguo Testamento. La santificación de la que se habla es real y es referida en un paralelismo, primero al nombre de Dios que habla y a continuación a Dios mismo como sujeto. Esta se actualiza no por medio de una inclusión impensable a la santidad de Dios, sino mediante una participación cada vez más extensa de esta santidad compartida por el pueblo. Según esta interpretación —que ya fue propuesta por san Cipriano— se le pide a Dios Padre que su santidad se realice y se extienda en su gran familia cristiana.
La siguiente petición es sobre el reino de Dios, reino
del Padre que está en el cielo. Para comprender esta expresión es necesario referirse a la línea teológico-bíblica
en lo relativo al reino que ya encontramos en el Antiguo Testamento y que confluye a continuación en el
Nuevo. El «reino de Dios» no se limita al dominio sobre
todo lo creado que le corresponde a Dios, sino que implica una serie de iniciativas que corresponden a Dios y
al hombre y que podemos sintetizar del siguiente modo.
Se da ante todo un movimiento descendiente: Dios sale en cierto sentido de su inaccesibilidad y va al encuentro del hombre llevándole una iniciativa. Es el acuerdo entre Dios y el hombre, la «alianza» —como se la ha llamado de manera explícita— que comporta una proposición bilateral: Dios se comprometerá a favor del hombre, pero a cambio pide al hombre que observe sus mandamientos. Y es aquí donde surge un movimiento ascendiente: el hombre sale de su nivel profano y se atreve a ir al encuentro de Dios en una actitud de reciprocidad disponible.
Se da ante todo un movimiento descendiente: Dios sale en cierto sentido de su inaccesibilidad y va al encuentro del hombre llevándole una iniciativa. Es el acuerdo entre Dios y el hombre, la «alianza» —como se la ha llamado de manera explícita— que comporta una proposición bilateral: Dios se comprometerá a favor del hombre, pero a cambio pide al hombre que observe sus mandamientos. Y es aquí donde surge un movimiento ascendiente: el hombre sale de su nivel profano y se atreve a ir al encuentro de Dios en una actitud de reciprocidad disponible.
Tomando nota de la oferta que le llega de
parte de Dios, el hombre dice su sí. Del encuentro de las
dos líneas, la descendiente y la ascendiente, se determina
una situación nueva que comportará la adhesión a compartir de cerca casi una simbiosis entre Dios y el hombre:
esta nueva realidad se llama reino y se pone en práctica y
en el Antiguo Testamento, al menos a partir de la Alianza de Sinaí. En lo que respecta al Nuevo Testamento, en
la línea descendiente de Dios que se ha revelado como Padre, ofrece al hombre la riqueza de Cristo y, en la línea
ascendiente, el hombre, al constatar esta nueva oferta
aumentada, se abre completamente a ella mediante el sí
de la fe. La nueva situación que se determina así es el reino de Dios en la acepción típica del Nuevo Testamento.
Como se ve, hay un desarrollo, un paso del Antiguo Testamento al Nuevo. Al alcanzar el nivel del Nuevo Testamento se da un impulso ulterior: el «reino» traerá consigo una presencia de Cristo cada vez más penetrante en toda la realidad creada, en los hombres y en las cosas y, a través de Cristo, una presencia cada vez más cercana por parte de Dios. El término último de este movimiento en marcha será la meta escatológica en la cual, como recuerda Pablo, Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28).
El reino, visto en esta fase concluyente, pertenece al futuro: es estrictamente escatológico. Regresemos ahora a nuestro texto. El cristiano se introduce en este desarrollo hacia adelante cuando pide que «venga» el reino del Padre. Lo que exige es una mayor presencia de la riqueza de Cristo entre los hombres, en su vida, en sus estructuras y en el mundo en el que habitan. La petición atañe tanto a Dios como al hombre precisamente porque Dios ha querido interactuar con el hombre por medio de la oferta que le hace.
Otra petición presentada al Padre es la relativa al cumplimiento de su voluntad. La voluntad del Padre es entendida en un sentido objetivo. Se trata de todo lo que Dios ha diseñado para el hombre: en primer lugar, los mandamientos, todas las indicaciones que se derivan en el hombre por la palabra de Dios encarnada en Cristo e interpretada por el Espíritu. Además, dado que Dios, creador de todo, organiza asimismo el movimiento de la historia y hace todo en función del hombre, podemos decir que un mensaje que expresa su voluntad se encuentra incluso también en la historia de cada individuo.
Como se ve, hay un desarrollo, un paso del Antiguo Testamento al Nuevo. Al alcanzar el nivel del Nuevo Testamento se da un impulso ulterior: el «reino» traerá consigo una presencia de Cristo cada vez más penetrante en toda la realidad creada, en los hombres y en las cosas y, a través de Cristo, una presencia cada vez más cercana por parte de Dios. El término último de este movimiento en marcha será la meta escatológica en la cual, como recuerda Pablo, Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28).
El reino, visto en esta fase concluyente, pertenece al futuro: es estrictamente escatológico. Regresemos ahora a nuestro texto. El cristiano se introduce en este desarrollo hacia adelante cuando pide que «venga» el reino del Padre. Lo que exige es una mayor presencia de la riqueza de Cristo entre los hombres, en su vida, en sus estructuras y en el mundo en el que habitan. La petición atañe tanto a Dios como al hombre precisamente porque Dios ha querido interactuar con el hombre por medio de la oferta que le hace.
Otra petición presentada al Padre es la relativa al cumplimiento de su voluntad. La voluntad del Padre es entendida en un sentido objetivo. Se trata de todo lo que Dios ha diseñado para el hombre: en primer lugar, los mandamientos, todas las indicaciones que se derivan en el hombre por la palabra de Dios encarnada en Cristo e interpretada por el Espíritu. Además, dado que Dios, creador de todo, organiza asimismo el movimiento de la historia y hace todo en función del hombre, podemos decir que un mensaje que expresa su voluntad se encuentra incluso también en la historia de cada individuo.
Hacer la voluntad de Dios comporta una plena docilidad ejecutiva con
respecto al amplio abanico que la manifiesta. No es una
resignación pasiva, comporta una participación cordial:
el cristiano toma conciencia de que lo mejor de él está
precisamente en lo que Dios le propone. Consecuencia
de ello es entonces el deseo —no existe verdadera oración sin deseo— de hacer su voluntad.
Esta concepción implica por una parte a Dios mismo
ya que ama al hombre, lo proyecta y desea ardientemente su plena realización; por la otra implica al hombre,
que reconoce con expectación y alegría que Dios Padre
lo sigue en cada instante, se ocupa de él y le manifiesta
su voluntad en virtud del amor que tiene por él.
Consecuencia de ello, en el cristiano se da el ideal
de una ejecución adecuada que, partiendo del nivel del
hombre alcance el nivel de Dios y aporte a la tierra, la
zona propia del hombre, la totalidad propia del cielo, que
es la zona de Dios. En este sentido, es necesario que el
cumplimiento de la voluntad de Dios se realice en la tierra, pero llevándolo a un nivel óptimo de perfección trascendente, algo de Dios, una relación con el cielo.
La petición del pan está en el centro de las siete peticiones de la formulación de Mateo. Y también la que parece más característica del cristiano que se dirige a Dios
como Padre: es propio del padre dar el pan a los hijos.
En efecto, la petición del pan lleva al cuadro de vida familiar donde se inscribe la figura del padre. El pan en el entorno cultural de la Biblia indica el alimento base de la vida. Dios Padre, al preocuparse del desarrollo de la vida del hombre en lo concreto de su historia, también se toma a pecho por consiguiente la alimentación que lo hace posible. Esta consideración es reinterpretada aquí en una óptica familiar. El alimento que se pide a Dios no es ya la hierba, como encontramos en el Génesis (cf. Gen 1,29), sino el pan, el alimento hecho por el hombre para el hombre y que es compartido en la familia por cada uno de sus integrantes. Dirigiéndose entonces a Dios específicamente como Padre, el cristiano, al tocar precisamente la paternidad familiar de Dios, le pide apasionadamente ese alimento que le sirve para vivir.
Pero el pan es también un símbolo. Evoca todo lo que tiende a hacer que la vida familiar no sea solo posible, sino también agradable. Se trata de la ropa, de la vivienda, en resumen, se trata de todo lo que está alrededor, aunque sea secundario con respecto al alimento y que contribuye a hacer que la vida pueda ser de verdad vivida con serenidad y dignidad.
Se pide el pan hoy y para hoy. Se insiste en la cotidianidad duplicándola. Y esto es importante: de hecho, se supone que Dios como Padre sigue con una atención digna de Él y digna de los hijos el desarrollo de su vida que se realiza en el espacio y en el tiempo: el cuidado del Padre seguirá entonces a los hijos siempre y por todas partes, sin ninguna mínima fisura. Es precisamente esta relación viva, simultánea con el Padre que lleva a sus hijos a pedir a cada momento, en cada ocasión, en cada lugar, lo que es necesario y útil para su existencia.
En efecto, la petición del pan lleva al cuadro de vida familiar donde se inscribe la figura del padre. El pan en el entorno cultural de la Biblia indica el alimento base de la vida. Dios Padre, al preocuparse del desarrollo de la vida del hombre en lo concreto de su historia, también se toma a pecho por consiguiente la alimentación que lo hace posible. Esta consideración es reinterpretada aquí en una óptica familiar. El alimento que se pide a Dios no es ya la hierba, como encontramos en el Génesis (cf. Gen 1,29), sino el pan, el alimento hecho por el hombre para el hombre y que es compartido en la familia por cada uno de sus integrantes. Dirigiéndose entonces a Dios específicamente como Padre, el cristiano, al tocar precisamente la paternidad familiar de Dios, le pide apasionadamente ese alimento que le sirve para vivir.
Pero el pan es también un símbolo. Evoca todo lo que tiende a hacer que la vida familiar no sea solo posible, sino también agradable. Se trata de la ropa, de la vivienda, en resumen, se trata de todo lo que está alrededor, aunque sea secundario con respecto al alimento y que contribuye a hacer que la vida pueda ser de verdad vivida con serenidad y dignidad.
Se pide el pan hoy y para hoy. Se insiste en la cotidianidad duplicándola. Y esto es importante: de hecho, se supone que Dios como Padre sigue con una atención digna de Él y digna de los hijos el desarrollo de su vida que se realiza en el espacio y en el tiempo: el cuidado del Padre seguirá entonces a los hijos siempre y por todas partes, sin ninguna mínima fisura. Es precisamente esta relación viva, simultánea con el Padre que lleva a sus hijos a pedir a cada momento, en cada ocasión, en cada lugar, lo que es necesario y útil para su existencia.
No
buscan amasar tesoros en la tierra, ni tampoco proveerse
encerrándose en un cálculo humano contra las circunstancias imprevisibles del futuro. El cristiano sabe vivir al
día porque es seguido, amado, guiado y protegido por el
Padre, sin anticipaciones ni retrasos.
Por último, el cuadro familiar en el cual es colocada
la petición comporta la totalidad de la familia. El pan pedido es «nuestro», no «mío»: es el pan de todos que
llega a todos. Lo pedimos los unos para los otros. El
espíritu de familia que es sugerido por la figura bíblica de la paternidad comporta asimismo una reciprocidad horizontal entre los hermanos cristianos. Estos han
de sentirse conjuntamente hijos del Padre.
Esta toma de
conciencia les llevará entonces a un comportamiento
que refleje en su reciprocidad el comportamiento vertical que el Padre tiene con respecto a ellos. Los cristianos
son conscientes de que tienen unas «deudas» que saldar
en relación con Dios Padre. Es una imagen simbólica
para expresar una triste realidad: se trata de ese vacío,
de esa insuficiencia incompleta que también pueden realizar los cristianos en el ámbito de su existencia, a través de sus decisiones erróneas, los «pecados».
Un vacío
con respecto al contexto de realidad-valor diseñado por
Dios se convierte por consiguiente en una deuda, según
la imagen simbólica usada que el hombre contrae principalmente consigo mismo. Pero como Dios es Padre y
Padre al infinito, por una apropiación de amor, considera
que el mal que el hombre se hace a sí mismo es como si
se le hubiera hecho daño a Él. Este proceso de apropiación en el amor asume contornos más precisos cuando,
por ejemplo, se habla de alianza, mandamientos, ley, que
provienen siempre de Dios y son expresión de su voluntad de amor. Dios Padre se toma en serio al hombre y
quiere que también este le tome en serio.
Si no es realizado lo que Dios le pide al hombre se forma entonces un
vacío que le afecta a Él mismo, se produce una fractura
en la relación. Dios-Padre sigue al hombre con un caudal
ininterrumpido de bondad, el encuentro con él supera las
fracturas y colma en él esos vacíos. Permaneciendo en la
metáfora utilizada, Dios perdona las deudas. Quiere que el hombre se lo pida para que tome conciencia de lo que
está en juego.
Veamos cómo se realiza la relación con Dios Padre en lo concreto de una familia. El cristiano tiene a su lado a otros hijos de Dios que son sus hermanos. Y como el acuerdo de Dios con respecto a cada uno es paradigmático, el cristiano deberá aportar en la relación horizontal lo que recibe en la vertical. Por consiguiente, los «vacíos» que se abren en las relaciones recíprocas, las fracturas, todo lo que resulta de un compromiso no mantenido, lo que constituye una laguna, una falta de bondad, de atención, de ayuda, de amor de los unos con los otros, constituye una lista de «deudas» horizontales que han de ser eliminadas del mismo modo que se quiere eliminar la «deuda» con respecto a Dios. De otro modo, quedaría bloqueado el caudal de bondad que parte de Dios y quiere atravesar a los hombres para regresar a Dios.
Cuando se trata del plano horizontal, el hombre se mueve en su propio campo: impotente para cubrir los vacíos que lo dividen de Dios, para «pagar sus deudas» con Él, el cristiano puede hacerlo en su relación con los demás hombres que se encuentran a su mismo nivel. Y tendrá que hacerlo. Hay una exigencia de «familia» por parte de Dios Padre, que quiere ser imitado en esta bondad constructiva a ultranza. En consecuencia, para poder invocar a Dios como Padre, el cristiano tendrá primero que tender la mano a sus hermanos. Se diría que Dios rechaza ser invocado fuera de este ámbito colectivo de familia y rechaza a quien pretendiera alcanzarlo en solitario excluyendo a los demás. Haciendo por los demás lo que se desearía para sí mismo y —en lo que respecta a las «deudas» contraídas— perdonando, remediando, reconstruyendo tenazmente todas las malformaciones que se realizan en la relación horizontal, el cristiano estará seguro de ser acogido por el Padre.
Las últimas dos peticiones del padrenuestro en san Mateo siguen hablando del misterio del pecado visto en esos elementos que lo condicionan con facilidad: la tentación y el maligno. El concepto bíblico de tentación es particular y más que un concepto en sentido estricto es un conglomerado de conceptos. Una tentación se produce cuando ciertos valores previamente realizados, individual o colectivamente, se ven sometidos a presión. Se puede tratar de una presión individual o colectiva, momentánea o prolongada en el tiempo.
Veamos cómo se realiza la relación con Dios Padre en lo concreto de una familia. El cristiano tiene a su lado a otros hijos de Dios que son sus hermanos. Y como el acuerdo de Dios con respecto a cada uno es paradigmático, el cristiano deberá aportar en la relación horizontal lo que recibe en la vertical. Por consiguiente, los «vacíos» que se abren en las relaciones recíprocas, las fracturas, todo lo que resulta de un compromiso no mantenido, lo que constituye una laguna, una falta de bondad, de atención, de ayuda, de amor de los unos con los otros, constituye una lista de «deudas» horizontales que han de ser eliminadas del mismo modo que se quiere eliminar la «deuda» con respecto a Dios. De otro modo, quedaría bloqueado el caudal de bondad que parte de Dios y quiere atravesar a los hombres para regresar a Dios.
Cuando se trata del plano horizontal, el hombre se mueve en su propio campo: impotente para cubrir los vacíos que lo dividen de Dios, para «pagar sus deudas» con Él, el cristiano puede hacerlo en su relación con los demás hombres que se encuentran a su mismo nivel. Y tendrá que hacerlo. Hay una exigencia de «familia» por parte de Dios Padre, que quiere ser imitado en esta bondad constructiva a ultranza. En consecuencia, para poder invocar a Dios como Padre, el cristiano tendrá primero que tender la mano a sus hermanos. Se diría que Dios rechaza ser invocado fuera de este ámbito colectivo de familia y rechaza a quien pretendiera alcanzarlo en solitario excluyendo a los demás. Haciendo por los demás lo que se desearía para sí mismo y —en lo que respecta a las «deudas» contraídas— perdonando, remediando, reconstruyendo tenazmente todas las malformaciones que se realizan en la relación horizontal, el cristiano estará seguro de ser acogido por el Padre.
Las últimas dos peticiones del padrenuestro en san Mateo siguen hablando del misterio del pecado visto en esos elementos que lo condicionan con facilidad: la tentación y el maligno. El concepto bíblico de tentación es particular y más que un concepto en sentido estricto es un conglomerado de conceptos. Una tentación se produce cuando ciertos valores previamente realizados, individual o colectivamente, se ven sometidos a presión. Se puede tratar de una presión individual o colectiva, momentánea o prolongada en el tiempo.
La ejemplificación más clara es la travesía por el desierto que se da desde la salida de Egipto hasta la entrada en la Tierra Prometida. Son los cuarenta años de la
«tentación en el desierto» (Sal 95,8). Los valores de la
alianza, propuestos y aceptados por el pueblo, son sometidos a una presión múltiple: la cotidianidad, la falta
de acontecimientos clamorosos, sobre todo la maduración soterrada del grupo del pueblo de Dios que se
amalgama de forma gradual y aprende a ser libre y, por
último, la presión de las circunstancias incómodas. La
tentación puede tener un resultado positivo.
De ello surge una consolidación de los valores precedentes como
fruto de la prueba pasada. Así, por ejemplo, se subraya
que Abrahán «demostró su fidelidad en la prueba» precisamente (1 Mac 2,52; cf. Eclo 27,5.7). sin embargo,
dada la debilidad del hombre, la tentación puede tener
un resultado negativo: si la presión de la prueba excede
la capacidad de resistencia por parte del hombre, la tentación se convierte en la ocasión irreversible de una elección equivocada (cf. Mt 26,41; Mc 14,38; Lc 22,40.46).
La tentación-prueba se suma al misterio del mal con el que el hombre siempre está en contacto. Esto también significa el misterio de su debilidad incoherente. Se pide entonces a Dios Padre que intervenga en su defensa: que nos evite entrar en las arenas movedizas de esas tentaciones cuyo resultado sería negativo.
La tentación-prueba se suma al misterio del mal con el que el hombre siempre está en contacto. Esto también significa el misterio de su debilidad incoherente. Se pide entonces a Dios Padre que intervenga en su defensa: que nos evite entrar en las arenas movedizas de esas tentaciones cuyo resultado sería negativo.
La experiencia del pueblo de Dios en el desierto sugiere otra interpretación posible, de por sí más ceñida a
la terminología utilizada. «Tentación» en griego tiene de
por sí un significado activo: más que la tentación padecida, indicaría la tentación de la que se hace protagonista
el hombre. En varias ocasiones, en el ámbito de la experiencia en el desierto, el pueblo es llevado a «tentar» a
Dios, a ponerlo a prueba (cf. Ex 17,27; Dt 6,16; 9,22; Sal
95,8).
Es una actitud negativa porque se opone al abandono confiado y sin reservas que merece el cuidado con
que Dios se ocupa de los suyos. Pero es sobre todo una
falta de filialidad: significa no fiarse; equivale a pretender una garantía que tranquilice al hombre en su mismo
entorno.
Si la tentación pone ya en contacto con el misterio del mal, se da un incremento cuando es personificado en el «maligno»: se trata del demonio, de Satanás. La experiencia que el cristiano ha podido hacerse de él tanto a través de sus observaciones personales, como escuchando el Antiguo Testamento, le indica que existe una red compleja de insidias, de negatividad que, concretándose en su historia, tienden a envolverlo. El cristiano sabe que tiene en su interior unos puntos débiles sobre los cuales el demonio podría agarrarse y de los que incluso le es difícil darse cuenta.
Si la tentación pone ya en contacto con el misterio del mal, se da un incremento cuando es personificado en el «maligno»: se trata del demonio, de Satanás. La experiencia que el cristiano ha podido hacerse de él tanto a través de sus observaciones personales, como escuchando el Antiguo Testamento, le indica que existe una red compleja de insidias, de negatividad que, concretándose en su historia, tienden a envolverlo. El cristiano sabe que tiene en su interior unos puntos débiles sobre los cuales el demonio podría agarrarse y de los que incluso le es difícil darse cuenta.
Esta situación —que podría desembocar en una tensión dramática— no incide en la serenidad
de fondo de los hijos de Dios. Dios Padre ha superado el mal de la historia desde el principio y lo ha derrotado
por medio de la muerte de Jesucristo. Por lo tanto, puede
defender apropiadamente a sus hijos de él, no solo poniéndolos en guardia, sino de manera objetiva, arrebatándolos prácticamente de las garras del «maligno».
Esta última petición constituye en el fondo una llamada al realismo de la situación precaria del cristiano.
No se puede creer —aunque se sea de verdad hijo de Dios— haber alcanzado ya un nivel de seguridad más allá de todo riesgo. Se está en camino. Por tanto, pide al Padre proteger su camino, liberarlo también de sí mismo, de esas zonas de ataque del «maligno» del que es portador.
De las siete menciones de «celestial» referidas al Padre, dos están relacionadas con Jesús: «Mi Padre celestial» (Mt 15,13; 18,45); y cinco son transmitidas por Jesús a los cristianos: «Vuestro Padre celestial» (Mt 5,48; 6,14; 6, 26.32; 23,9).
Cuando los cristianos acogen el mensaje de Jesús y en la medida en la que lo hacen, se da como un paso desde Jesús hacia los cristianos. Somos capaces de decir: «Padrenuestro que estás en el cielo» si «mi Padre celestial» se ha convertido en «vuestro Padre celestial».
Capítulo III
EL «PADRENUESTRO» EN SAN PABLO
No encontramos en Pablo una formulación del padrenuestro que corresponda íntegramente a la de Mateo.
Pero son perceptibles y significativos algunos elementos de correspondencia. Sobre todo merece ser estudiado uno de cerca: se insiste dos veces en que nosotros, como cristianos guiados por el Espíritu, nos dirigimos a Dios y «clamamos: “¡Abba, Padre!”» (Rom 8,15; Gal 4,5-6).
Se trata de una invocación que tiene lugar en el ámbito de la liturgia, como indica el verbo característico utilizado: «clamamos». La asamblea siente la necesidad de expresar en voz alta una invocación que la conecta directamente con el Padre. Según algunos expertos, se trataría precisamente del rezo en voz alta del padrenuestro. Tendríamos así una estrecha conexión con las tradiciones sinópticas, principalmente con la de Lucas. Prescindiendo del padrenuestro como fórmula también aproximativa, aún improbable en los primeros años de la fase primitiva, se da un audaz impulso hacia Dios-Padre que se realiza de manera colectiva: «Clamamos» en la asamblea litúrgica.
No se puede creer —aunque se sea de verdad hijo de Dios— haber alcanzado ya un nivel de seguridad más allá de todo riesgo. Se está en camino. Por tanto, pide al Padre proteger su camino, liberarlo también de sí mismo, de esas zonas de ataque del «maligno» del que es portador.
De las siete menciones de «celestial» referidas al Padre, dos están relacionadas con Jesús: «Mi Padre celestial» (Mt 15,13; 18,45); y cinco son transmitidas por Jesús a los cristianos: «Vuestro Padre celestial» (Mt 5,48; 6,14; 6, 26.32; 23,9).
Cuando los cristianos acogen el mensaje de Jesús y en la medida en la que lo hacen, se da como un paso desde Jesús hacia los cristianos. Somos capaces de decir: «Padrenuestro que estás en el cielo» si «mi Padre celestial» se ha convertido en «vuestro Padre celestial».
EL «PADRENUESTRO» EN SAN PABLO
No encontramos en Pablo una formulación del padrenuestro que corresponda íntegramente a la de Mateo.
Pero son perceptibles y significativos algunos elementos de correspondencia. Sobre todo merece ser estudiado uno de cerca: se insiste dos veces en que nosotros, como cristianos guiados por el Espíritu, nos dirigimos a Dios y «clamamos: “¡Abba, Padre!”» (Rom 8,15; Gal 4,5-6).
Se trata de una invocación que tiene lugar en el ámbito de la liturgia, como indica el verbo característico utilizado: «clamamos». La asamblea siente la necesidad de expresar en voz alta una invocación que la conecta directamente con el Padre. Según algunos expertos, se trataría precisamente del rezo en voz alta del padrenuestro. Tendríamos así una estrecha conexión con las tradiciones sinópticas, principalmente con la de Lucas. Prescindiendo del padrenuestro como fórmula también aproximativa, aún improbable en los primeros años de la fase primitiva, se da un audaz impulso hacia Dios-Padre que se realiza de manera colectiva: «Clamamos» en la asamblea litúrgica.
Aunque no tengamos
todavía la fórmula, encontramos sin embargo un inicio
de ella.
En este impulso hacia el Padre, hay que resaltar el
recurso al término arameo de Abba, «papá», que hemos
encontrado en el Evangelio de Marcos y es utilizado exclusivamente por Jesús. Según este testimonio de Pablo, los cristianos se atreven a dirigirse a Dios haciendo suya
la intimidad familiar señalada por Abba que Jesús, basándonos en la documentación que tenemos, se había
reservado a Él mismo. La comunidad eclesial toma conciencia gradual del alcance del Espíritu que la anima,
le anuncia la verdad de Jesús, le formula la ley dándole
también la energía para poder realizarla.
El Espíritu de
Dios y de Jesús que, «derramado» en el corazón del cristiano (Rom 5,5), le organiza toda la vida.
Ya que el Espíritu transmite el contenido de Cristo, se produce una
afinidad con Cristo mismo que, entrando poco a poco en
la vida del cristiano, penetra también su conciencia. En
el ámbito de la concienciación nueva que se realiza así, el
Espíritu da testimonio al cristiano de su realidad, de su
filiación (cf. Rom 8,16). Se entiende entonces que la comunidad pueda atreverse a dirigirse al Padre con la misma familiaridad de Cristo.
Si este es el aspecto más cercano al padrenuestro que encontramos en el ámbito paulino, no faltan otros contactos de cierto interés. Nos vamos a limitar a algunos ejemplos.
Si este es el aspecto más cercano al padrenuestro que encontramos en el ámbito paulino, no faltan otros contactos de cierto interés. Nos vamos a limitar a algunos ejemplos.
Pablo muestra una particular sensibilidad
por la paternidad de Dios. Dios es llamado normalmente
«Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rom 1,7;
1 Cor 1,23; 2 Cor 1,2.3; Gal 1,3, etc.). Pablo combina
regularmente la paternidad de Dios con nosotros con la
paternidad de Dios con respecto a Jesucristo. Nuestra
filiación no solo es puesta al lado de la del Hijo, sino
que depende del «primogénito entre muchos hermanos»
(Rom 8,29).
En relación con Cristo, estando en contacto
con Él, el cristiano se da cuenta de que tiene un camino
abierto, incluso un impulso hacia el Padre (cf. Rom 5,1;
1 Cor 8,6). Se mueve constantemente al nivel del «AbbaPadre». Hay que destacar que Pablo no utiliza nunca el término «celestial» en referencia a Dios Padre ni lo relaciona explícitamente con «el cielo».
La participación en la santidad de Dios en la comunidad cristiana se da para el apóstol a través de la influencia determinante del Espíritu llamado de manera explícita «espíritu de santidad» (Rom 1,4). Comenzando por el bautismo, en base al cual los cristianos son llamados «santos» y «santificados». Precisamente por proceder del bautismo, la santidad del cristiano está totalmente relacionada con Cristo.
Una de las afirmaciones más densas sobre ello la encontramos en 1 Cor 1,30: «Cristo Jesús se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención». Resulta claro que la santificación que nos trae Cristo procediendo «de parte de Dios», es realmente una participación en la santidad de Dios que se realiza y se difunde en el ámbito del «nosotros» comunitario. El reino de Dios en Pablo, a diferencia de los Evangelios sinópticos, es futuro con una validez escatológica.
Por consiguiente, el reino del que se dice que «venga», se constituirá de la participación de todos y de todo en la resurrección de Cristo como se realizará cuando el Hijo «entregue el reino a Dios Padre» (1 Cor 15,24) y Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28).
Hágase tu voluntad
Pablo desarrolla de manera particular el tema de la voluntad de Dios. Por una parte, «Dios que quiere» siempre está presente y en primer plano. Se comprende la voluntad de Dios si antes de mirar el contenido objetivo que esta expresa se establece un contacto cálido con Dios como Padre: su voluntad es el «designio de Dios, nuestro Padre» (Gal 1,4) como Él se revela a lo largo de la historia de la salvación desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento. La voluntad de Dios pasa a través de una implicación personal y en paralelo con su «satisfacción» (cf. Ef 1,9).
La participación en la santidad de Dios en la comunidad cristiana se da para el apóstol a través de la influencia determinante del Espíritu llamado de manera explícita «espíritu de santidad» (Rom 1,4). Comenzando por el bautismo, en base al cual los cristianos son llamados «santos» y «santificados». Precisamente por proceder del bautismo, la santidad del cristiano está totalmente relacionada con Cristo.
Una de las afirmaciones más densas sobre ello la encontramos en 1 Cor 1,30: «Cristo Jesús se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención». Resulta claro que la santificación que nos trae Cristo procediendo «de parte de Dios», es realmente una participación en la santidad de Dios que se realiza y se difunde en el ámbito del «nosotros» comunitario. El reino de Dios en Pablo, a diferencia de los Evangelios sinópticos, es futuro con una validez escatológica.
Por consiguiente, el reino del que se dice que «venga», se constituirá de la participación de todos y de todo en la resurrección de Cristo como se realizará cuando el Hijo «entregue el reino a Dios Padre» (1 Cor 15,24) y Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28).
Hágase tu voluntad
Pablo desarrolla de manera particular el tema de la voluntad de Dios. Por una parte, «Dios que quiere» siempre está presente y en primer plano. Se comprende la voluntad de Dios si antes de mirar el contenido objetivo que esta expresa se establece un contacto cálido con Dios como Padre: su voluntad es el «designio de Dios, nuestro Padre» (Gal 1,4) como Él se revela a lo largo de la historia de la salvación desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento. La voluntad de Dios pasa a través de una implicación personal y en paralelo con su «satisfacción» (cf. Ef 1,9).
El otro «polo» de la voluntad de
Dios en Pablo es su contenido objetivo. En resumen, podríamos decir que la voluntad de Dios como contenido
objetivo está totalmente condensada en Cristo. Lo
que Dios quiere lo encontramos expresado en Cristo,
en sus enseñanzas, en su comportamiento, en su persona. El Espíritu tomará este «material en bruto» concentrado en Cristo y se preocupará de «anunciarlo» al
cristiano en cada momento y en cada situación.
Danos hoy nuestro pan
Pablo no insiste en la petición del pan. Pero diversas referencias muestran que este aspecto también está presente en sus escritos. En las diez menciones que hacen referencia al «pan», siete tienen relación con el pan eucarístico y tres se refieren al pan en el sentido común, con un énfasis en el desempeño del trabajo (2 Tes 3,8.12) y, sobre todo, en la confianza en Dios que «proporciona pan para comer» (2 Cor 9,10).
Danos hoy nuestro pan
Pablo no insiste en la petición del pan. Pero diversas referencias muestran que este aspecto también está presente en sus escritos. En las diez menciones que hacen referencia al «pan», siete tienen relación con el pan eucarístico y tres se refieren al pan en el sentido común, con un énfasis en el desempeño del trabajo (2 Tes 3,8.12) y, sobre todo, en la confianza en Dios que «proporciona pan para comer» (2 Cor 9,10).
Estamos en el lugar de la petición filial del
pan que hemos encontrado en Mateo. Pablo se preocupa
sobre todo de enmarcar el alimento en el gran contexto
de la liturgia de la vida a partir de la cual todo es referido a Dios: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis,
hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31).
Líbranos del mal
Pablo profundiza en lo que respecta a la superación del mal expresado por Mateo con la metáfora de la remisión de las deudas. Muestra haber entendido plenamente el sentido del sermón de la montaña (cf. Mt 5,38-48) y lo reelabora con la capacidad de concentración y de esencialidad que le son características. Con una referencia directa al sermón de la montaña, el apóstol afirma que el cristiano deberá tener frente a quien le hace mal una actitud constructiva, hasta dar de comer y de beber a su propio enemigo (cf. Rom 12,20). «No te dejes vencer por el mal —dice Pablo al cristiano—, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,21).
Es ya mucho, pero Pablo no se contenta con ello. Desarrollando de forma original y en una perspectiva positiva la metáfora de la deuda, afirma con decisión que el cristiano es siempre y solo deudor de amor: «A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo» (Rom 13,8). El desarrollo con respecto al nivel indicado por Mateo es realmente notable. No se trata ya de superar las punzadas de hostilidad que vienen de los demás, dejándolas sencillamente caer, sin considerarlas, perdonando «la deuda».
Se va al contraataque. Si la única deuda es realmente el amor, este será la actitud a la que se sentirá obligado el cristiano con respecto a sus hermanos y de manera más general a todos los hombres.
Cualquier forma de mal no lo pillará desprevenido en una situación de ingenuidad ensoñadora, ni tampoco dispuesto sencillamente a ignorar de forma sistemática el mal que se le hace. El cristiano tendrá una actitud constructiva. No se dejará derrotar por el mal, no solo en el sentido de no utilizar las mismas armas, sino sobre todo en el sentido de no padecer la extorsión de su pesimismo. El mal podrá ser y será superado mediante una inundación de bien.
No nos abandones en las tentaciones
En lo que respecta a la tentación, en Pablo encontramos una casuística compleja y elaborada. Pablo ha vivido personalmente la experiencia, incluso dolorosa, de la prueba, se ha sentido «abofeteado» por Satanás (2 Cor 12,7-10). Por este motivo, habla de ello con ese compromiso personal que es su comportamiento típico: lo que él vive personalmente, Pablo lo presenta como paradigmático para los demás. Insiste en dos aspectos que considera fundamentales: la tentación-prueba ha de ser aceptada por el cristiano, el cual tendrá asimismo que prepararse para su propia defensa. Se trata de una verdadera batalla que por tanto ha de ser afrontada como tal (cf. Ef 6; 10; 17). Dios la permite para que el cristiano se consolide y vela sobre ellos para que no sean tentados más allá de su capacidad de resistencia (cf. 1 Cor 10,13).
Pero la buena voluntad, traducida asimismo en un esfuerzo realista de defensa, no es suficiente: hace falta recurrir a Dios en la oración para evitar que las tentaciones se resuelvan según la intencionalidad insidiosa del tentador Satanás (cf. 2 Cor 2,11; 11,14; 2 Tes 2,9). En el contexto de la tentación confluyen por una parte el misterio del mal y del maligno y por otra las incógnitas del corazón humano, con su capacidad de resistencia y sus claudicaciones imprevistas. Se necesita la fuerza de Dios y de Cristo para que el cristiano pueda «salir» de la tentación sin quedarse atrapado en ella (cf. 1 Cor 10,13).
Un discurso paralelo puede hacerse a propósito del «maligno». Pablo constata su presencia en la historia, con un poder arrogante e insidioso. Satanás puede insinuarse en todos los aspectos de la vida concreta, puede esperar al cristiano en cualquier punto de inflexión de su camino y actúa convirtiéndose en tentación. Sin embargo, el cristiano no debe vivir bajo la pesadilla del demonio. La seriedad del reto permanece, pero su adhesión a Cristo, alimentada por la oración, le permitirá superar al demonio y vivir con alegría su filiación.
Líbranos del mal
Pablo profundiza en lo que respecta a la superación del mal expresado por Mateo con la metáfora de la remisión de las deudas. Muestra haber entendido plenamente el sentido del sermón de la montaña (cf. Mt 5,38-48) y lo reelabora con la capacidad de concentración y de esencialidad que le son características. Con una referencia directa al sermón de la montaña, el apóstol afirma que el cristiano deberá tener frente a quien le hace mal una actitud constructiva, hasta dar de comer y de beber a su propio enemigo (cf. Rom 12,20). «No te dejes vencer por el mal —dice Pablo al cristiano—, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,21).
Es ya mucho, pero Pablo no se contenta con ello. Desarrollando de forma original y en una perspectiva positiva la metáfora de la deuda, afirma con decisión que el cristiano es siempre y solo deudor de amor: «A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo» (Rom 13,8). El desarrollo con respecto al nivel indicado por Mateo es realmente notable. No se trata ya de superar las punzadas de hostilidad que vienen de los demás, dejándolas sencillamente caer, sin considerarlas, perdonando «la deuda».
Se va al contraataque. Si la única deuda es realmente el amor, este será la actitud a la que se sentirá obligado el cristiano con respecto a sus hermanos y de manera más general a todos los hombres.
Cualquier forma de mal no lo pillará desprevenido en una situación de ingenuidad ensoñadora, ni tampoco dispuesto sencillamente a ignorar de forma sistemática el mal que se le hace. El cristiano tendrá una actitud constructiva. No se dejará derrotar por el mal, no solo en el sentido de no utilizar las mismas armas, sino sobre todo en el sentido de no padecer la extorsión de su pesimismo. El mal podrá ser y será superado mediante una inundación de bien.
No nos abandones en las tentaciones
En lo que respecta a la tentación, en Pablo encontramos una casuística compleja y elaborada. Pablo ha vivido personalmente la experiencia, incluso dolorosa, de la prueba, se ha sentido «abofeteado» por Satanás (2 Cor 12,7-10). Por este motivo, habla de ello con ese compromiso personal que es su comportamiento típico: lo que él vive personalmente, Pablo lo presenta como paradigmático para los demás. Insiste en dos aspectos que considera fundamentales: la tentación-prueba ha de ser aceptada por el cristiano, el cual tendrá asimismo que prepararse para su propia defensa. Se trata de una verdadera batalla que por tanto ha de ser afrontada como tal (cf. Ef 6; 10; 17). Dios la permite para que el cristiano se consolide y vela sobre ellos para que no sean tentados más allá de su capacidad de resistencia (cf. 1 Cor 10,13).
Pero la buena voluntad, traducida asimismo en un esfuerzo realista de defensa, no es suficiente: hace falta recurrir a Dios en la oración para evitar que las tentaciones se resuelvan según la intencionalidad insidiosa del tentador Satanás (cf. 2 Cor 2,11; 11,14; 2 Tes 2,9). En el contexto de la tentación confluyen por una parte el misterio del mal y del maligno y por otra las incógnitas del corazón humano, con su capacidad de resistencia y sus claudicaciones imprevistas. Se necesita la fuerza de Dios y de Cristo para que el cristiano pueda «salir» de la tentación sin quedarse atrapado en ella (cf. 1 Cor 10,13).
Un discurso paralelo puede hacerse a propósito del «maligno». Pablo constata su presencia en la historia, con un poder arrogante e insidioso. Satanás puede insinuarse en todos los aspectos de la vida concreta, puede esperar al cristiano en cualquier punto de inflexión de su camino y actúa convirtiéndose en tentación. Sin embargo, el cristiano no debe vivir bajo la pesadilla del demonio. La seriedad del reto permanece, pero su adhesión a Cristo, alimentada por la oración, le permitirá superar al demonio y vivir con alegría su filiación.
En resumen, los elementos del padrenuestro también
pueden reconocerse. Se encuentran en un estado fluido
que sin embargo podríamos llamar incandescente. La dimensión inequívocamente litúrgica en la cual se sitúa la
invocación de «Abba-Padre» nos lleva también, si no necesariamente a la fórmula del padrenuestro, sí a un fragmento de oración equivalente, notable por su intensidad
y por la presión del Espíritu. Pero el «estado fluido» es
determinado por la experiencia múltiple de la vida en la
cual aparecen introducidos los elementos correspondientes a la fórmula. Podríamos decir que se da una especie
de desplazamiento: de la formulación litúrgica a la vida
cristiana, de la vida cristiana a la formulación. Se pone
así en marcha un mecanismo de profundización que lleva también a una esencialidad. Es lo que encontramos en
la presentación de Lucas.
Capítulo IV
EL «PADRENUESTRO» EN LUCAS
Como ya hemos observado al principio, también encontramos una fórmula del padrenuestro en Lucas. Vale la pena mirarla de cerca. Para comprenderla debemos tener presente un hecho general: el estrecho contacto entre Lucas y Pablo, como aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito precisamente por Lucas que también ha dejado su impronta en el Evangelio. Por tanto, esperamos reencontrar también en Lucas todo lo que ya hemos destacado en Pablo.
Vayamos a la fórmula del padrenuestro.
Mientras Mateo la coloca en el Sermón de la Montaña, en el contexto de una oración que evite la palabrería pagana, Lucas da algunas referencias más concretas relacionadas con la actitud de Jesús. Jesús ora. Para hacerlo, a menudo se retira a lugares solitarios aislándose también de sus discípulos. Estos se dan cuenta de ello, aprecian el comportamiento del Maestro y son impulsados a imitarlo. Así, le piden: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). La respuesta de Jesús les involucra. Les dice: «Cuando oréis, decid» (Lc 11,2). Se presupone una voluntad de oración decidida, seria y comprometida por parte de los discípulos.
EL «PADRENUESTRO» EN LUCAS
Como ya hemos observado al principio, también encontramos una fórmula del padrenuestro en Lucas. Vale la pena mirarla de cerca. Para comprenderla debemos tener presente un hecho general: el estrecho contacto entre Lucas y Pablo, como aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito precisamente por Lucas que también ha dejado su impronta en el Evangelio. Por tanto, esperamos reencontrar también en Lucas todo lo que ya hemos destacado en Pablo.
Vayamos a la fórmula del padrenuestro.
Mientras Mateo la coloca en el Sermón de la Montaña, en el contexto de una oración que evite la palabrería pagana, Lucas da algunas referencias más concretas relacionadas con la actitud de Jesús. Jesús ora. Para hacerlo, a menudo se retira a lugares solitarios aislándose también de sus discípulos. Estos se dan cuenta de ello, aprecian el comportamiento del Maestro y son impulsados a imitarlo. Así, le piden: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). La respuesta de Jesús les involucra. Les dice: «Cuando oréis, decid» (Lc 11,2). Se presupone una voluntad de oración decidida, seria y comprometida por parte de los discípulos.
La fórmula que Jesús sugiere es
por tanto la expresión perceptible de una oración que en
primer lugar se mueve desde el interior. A continuación,
viene la formulación típica de Lucas. La oración está dirigida al «Padre». No se añade la precisión de Mateo «que estás en el cielo». Nos hemos preguntado por qué.
Descartada la hipótesis fantasiosa de una doble fórmula enseñada por Jesús, se ha pensado con fundamento
que esta aparente simplificación de Lucas constituye
en realidad una profundización. Es lo que sostiene W.
Marchel.
Y la profundización sería la siguiente: «Padre»
evoca desde cerca el término arameo de Abba y constituye su traducción más inmediata y espontánea. Se puede
así decir que volvemos a encontrar en Lucas lo que en
Pablo aparecía como un grito hacia el Padre, expresado
con la intimidad familiar utilizada por Jesús en su vida
terrena y que es sugerida a los cristianos por el Espíritu.
Por este motivo, tendríamos el nivel de Pablo elaborado en una fórmula. Este nivel profundizado de una oración que se sabe y se siente animada por el Espíritu de Jesús y que lleva por tanto a dirigirse a Dios llamándolo simplemente Padre, hace que sea superflua la incorporación de la parte «que estás en el cielo», en el sentido de que la engloba. Precisemos. Tampoco se trata en Mateo de una advertencia, como si se les dijera que no olvidaran mientras invocaban a Dios como Padre que está en el cielo y no a disposición inmediata en la tierra.
Por este motivo, tendríamos el nivel de Pablo elaborado en una fórmula. Este nivel profundizado de una oración que se sabe y se siente animada por el Espíritu de Jesús y que lleva por tanto a dirigirse a Dios llamándolo simplemente Padre, hace que sea superflua la incorporación de la parte «que estás en el cielo», en el sentido de que la engloba. Precisemos. Tampoco se trata en Mateo de una advertencia, como si se les dijera que no olvidaran mientras invocaban a Dios como Padre que está en el cielo y no a disposición inmediata en la tierra.
El sentido es más profundo porque implica la trascendencia de
Dios. Es precisamente la acción del Espíritu el que lleva en cierto modo la trascendencia a un contacto directo
con el hombre. Si es de verdad el Espíritu quien anima
la oración del cristiano y lo empuja a dirigirse al Padre,
se tiene una presión de la trascendencia que se dirige
desde el interior del hombre. Se puede afirmar sin exagerar que el «cielo» se encuentra en el corazón del hombre, en el sentido de que es precisamente en el corazón
donde actúa el Espíritu, donde este ha sido «derramado»
(Rom 5,5).
La santificación del nombre de Dios y la venida de su reino adquieren una nitidez particular. La santificación del nombre es también aquí la difusión de la santidad personal propia de Dios dentro de la comunidad cristiana. El reino cuya presencia se desea cerca es el que ya se ha vislumbrado en Mateo, quizá con un énfasis en su movimiento hacia la conclusión escatológica.
La venida del reino se refiere siempre por consiguiente a esa realidad que nace cuando se encuentra la línea descendiente con la ascendiente. La recuperación literal de estas dos peticiones como también la variación de la invocación de fondo hace pensar en un contacto común de la tradición de Lucas y de Mateo con la fuente Q, que en cualquier caso se resuelve en una elaboración original de Lucas que aparece ante todo en sus omisiones.
La santificación del nombre de Dios y la venida de su reino adquieren una nitidez particular. La santificación del nombre es también aquí la difusión de la santidad personal propia de Dios dentro de la comunidad cristiana. El reino cuya presencia se desea cerca es el que ya se ha vislumbrado en Mateo, quizá con un énfasis en su movimiento hacia la conclusión escatológica.
La venida del reino se refiere siempre por consiguiente a esa realidad que nace cuando se encuentra la línea descendiente con la ascendiente. La recuperación literal de estas dos peticiones como también la variación de la invocación de fondo hace pensar en un contacto común de la tradición de Lucas y de Mateo con la fuente Q, que en cualquier caso se resuelve en una elaboración original de Lucas que aparece ante todo en sus omisiones.
Por ejemplo, no encontramos la petición —como se subrayaba
explícitamente en Mateo— del cumplimiento de la voluntad de Dios. También aquí, más que una ausencia, se
trata de una profundización. Hemos visto en Pablo —del
que probablemente depende Lucas— que la voluntad de
Dios condensada en Cristo es transmitida y propuesta en
concreto al hombre por la acción del Espíritu. Entonces
el problema se desplaza.
No se pide a Dios que su voluntad sea ejecutada con una perfección que implique
la trascendencia, porque todo esto ya está en marcha: la
iluminación y el impulso del Espíritu lleva a identificar
y a realizar en cada momento la voluntad de Dios. Por
consiguiente, el problema actual del cristiano es la docilidad al Espíritu. La voluntad del Padre se realiza así, en
vivo, con una naturaleza orgánica que penetra todos los
aspectos de la vida, sin vacíos y sin fisuras.
Algunas características de Lucas
Algunas características de Lucas
Encontramos en cambio una insistencia particular en
la petición del pan: Lucas subraya la cotidianidad. Mientras Mateo insiste en el pan que es pedido «hoy» (Mt 6,11),
Lucas explicita añadiendo «danos cada día nuestro pan
cotidiano». Se trata de un matiz importante. Es decir, se
pide que Dios nos conceda el pan según el plan establecido por Él mismo, con respecto a la continuidad de la vida
que se desarrolla día a día. Está claro que el pan que sirve
hoy es pedido ahora, con esa actitud de simultaneidad con
respecto al Padre que ya hemos considerado.
Pero, asimismo, y es el sentido del matiz de Lucas, está claro que
no se pide una reserva al infinito ni tampoco una reserva
que dure más de un día. Del mismo modo que Dios daba
el maná en el desierto cada día (cf. Ex 16,1-20; Sab 16,20-
21), el pan es pedido con su ritmo cotidiano según el plan
de Dios. Con esto, por una parte, pedimos con insistencia
y, por la otra, nos abandonamos completamente en Dios.
Se pide a continuación: «Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que
nos debe» (Lc 11,4).
Con respecto a la formulación de
Mateo, conviene destacar una doble variación que sirve
para precisar. Lo que en Mateo son llamadas «deudas»,
aquí son llamados «pecados». Y una interpretación que
tiende a ampliar el sentido de la metáfora de las «deudas»
interpretándolo como si Lucas quisiera decirnos que no
pensáramos solamente en esas «deudas» contraídas con
Dios mediante unos incumplimientos formales que en la
práctica del Antiguo Testamento podían ser superadas a
través de una ofrenda ritual bien determinada y proporcionada a la entidad de la transgresión.
Las deudas son los pecados: es decir, cada vez que el hombre se equivoca.
Las deudas son los pecados: es decir, cada vez que el hombre se equivoca.
El «Padrenuestro» en Lucas 39
cayendo fuera de lo que es su contexto ideado precisamente por Dios, se tiene un pecado. El pecado concierne
siempre a Dios, no solo cuando la acción equivocada es
dirigida directamente a Él —como en la blasfemia—, sino
también cuando la decisión pecaminosa incide solo en el
hombre. Dios ama al hombre como Padre y no tolera,
dada la fuerza irresistible de su amor, que su hijo se haga
daño.
Pero cuando la decisión pecaminosa ha sido tomada y el mal se ha realizado, solo Dios puede remediarlo a
través de esa nueva creación que es su modo de perdonar.
Al pedir al Padre que nos perdone los pecados, le pedimos
una restauración total, incluso una acción creativa en lo
que respecta a ese vacío, a esa «nada» que se ha determinado en nuestro sistema a través del pecado.
La reparación restauradora con respecto al vacío del pecado es pedida a Dios en proporción directa con una actitud constructiva con respecto a los demás. Lucas cambia el término de «deudas» con el de «pecados» con respecto a Dios, pero deja la metáfora de las «deudas» que hay que perdonar cuando se trata del comportamiento del cristiano hacia sus hermanos. También esto es significativo. La vorágine abierta por el pecado es más amplia que las «deudas» que se contraen recíprocamente en la vida de cada día. Su remisión comporta la exigencia constante de restablecer un equilibrio turbado, no de reconstruir un vacío.
Un último matiz puesto de relieve a propósito de la remisión continua de las «deudas» que los demás contraen con nosotros es su universalidad. Evidentemente, también en Mateo sería inadmisible cualquier tipo de excepción a esta disposición de remisión. Pero Lucas la explicita. Pedimos la remisión de los pecados añadiendo: «También nosotros perdonamos a todo el que nos debe» (Lc 11,4). Es como si fuera un reto: siempre podrá haber hermanos u hombres en general que incidan en sentido negativo sobre el cristiano, vulnerando sus derechos y convirtiéndose en «deudores».
La reparación restauradora con respecto al vacío del pecado es pedida a Dios en proporción directa con una actitud constructiva con respecto a los demás. Lucas cambia el término de «deudas» con el de «pecados» con respecto a Dios, pero deja la metáfora de las «deudas» que hay que perdonar cuando se trata del comportamiento del cristiano hacia sus hermanos. También esto es significativo. La vorágine abierta por el pecado es más amplia que las «deudas» que se contraen recíprocamente en la vida de cada día. Su remisión comporta la exigencia constante de restablecer un equilibrio turbado, no de reconstruir un vacío.
Un último matiz puesto de relieve a propósito de la remisión continua de las «deudas» que los demás contraen con nosotros es su universalidad. Evidentemente, también en Mateo sería inadmisible cualquier tipo de excepción a esta disposición de remisión. Pero Lucas la explicita. Pedimos la remisión de los pecados añadiendo: «También nosotros perdonamos a todo el que nos debe» (Lc 11,4). Es como si fuera un reto: siempre podrá haber hermanos u hombres en general que incidan en sentido negativo sobre el cristiano, vulnerando sus derechos y convirtiéndose en «deudores».
Ante cualquier acción de
este tipo, sobre todo ante cualquier persona que se comporte así, el cristiano tendrá siempre una sola respuesta:
remitir la deuda con la alegría de imitar la bondad del
Padre —«también nosotros»— y la bondad de Jesús que
decía en la cruz: «Padre, perdónalos …» (Lc 23,34).
Por último, en Lucas encontramos una simplificación de la última pregunta que atañe a la tentación y al maligno. La parte de «líbranos del maligno» cae y solo permanece la petición de «no nos dejes caer en tentación». El motivo de esta omisión se encuentra con toda probabilidad en la línea de una profundización que tiende asimismo a simplificar el discurso. Hemos visto que el demonio en la reflexión que hace Pablo de él no actúa solo, sino que se infiltra en las estructuras humanas presionando sobre el hombre a través de ellas. La presión hacia la elección equivocada del pecado es la tentación que no permanece aislada: si hay una tentación, hay asimismo un tentador que la activa.
Por último, en Lucas encontramos una simplificación de la última pregunta que atañe a la tentación y al maligno. La parte de «líbranos del maligno» cae y solo permanece la petición de «no nos dejes caer en tentación». El motivo de esta omisión se encuentra con toda probabilidad en la línea de una profundización que tiende asimismo a simplificar el discurso. Hemos visto que el demonio en la reflexión que hace Pablo de él no actúa solo, sino que se infiltra en las estructuras humanas presionando sobre el hombre a través de ellas. La presión hacia la elección equivocada del pecado es la tentación que no permanece aislada: si hay una tentación, hay asimismo un tentador que la activa.
Teniendo presente este hecho, la liberación
del maligno está ya contenida en la petición de no quedarse atrapados en la tentación. Es como decir: la tentación
se dará y podrá también tener, siempre que se salga de
ella, una finalidad positiva. Pero se necesitará un apoyo
especial de Dios que se obtiene con la oración, para que
esta tentación, inevitable de hecho, no se convierta en una
trampa mortal. La superación de la tentación comporta
la neutralización del efecto del demonio y, por tanto, una
plena liberación de su influencia negativa. Una tentación
que provenga solamente del hombre difícilmente podría
tener un impacto tan fuerte y preocupante como para tener
que recurrir al Padre para salir de ella indemnes.
Capítulo V
EL «PADRENUESTRO» EN JUAN
En el ámbito del Nuevo Testamento, el movimiento joánico representa una experiencia eclesial particularmente avanzada. Lo podemos situar, en lo que respecta a su expresión más madura, entre los años 80 y 120 en el área de Éfeso. Representantes típicos son sin duda el cuarto Evangelio y las cartas de Juan y probablemente también el Apocalipsis. Nos preguntamos entonces si —y de qué modo— la oración del Señor se refleja como una formulación o sobre todo como contenido en este estrato de la Iglesia primitiva.
EL «PADRENUESTRO» EN JUAN
En el ámbito del Nuevo Testamento, el movimiento joánico representa una experiencia eclesial particularmente avanzada. Lo podemos situar, en lo que respecta a su expresión más madura, entre los años 80 y 120 en el área de Éfeso. Representantes típicos son sin duda el cuarto Evangelio y las cartas de Juan y probablemente también el Apocalipsis. Nos preguntamos entonces si —y de qué modo— la oración del Señor se refleja como una formulación o sobre todo como contenido en este estrato de la Iglesia primitiva.
Un primer enfoque corre el riesgo de desilusionar:
una fórmula de oración que haga pensar directamente en
la del padrenuestro no aparece documentada en el campo de los escritos joánicos. Se habla indudablemente de
oración, se insiste en la oración de dirigirse al Padre en
el nombre de Jesús (cf. Jn 15,16; 16,23-24), se subraya
asimismo la oración que se dirige a Jesús mismo y pide
en su nombre, pero no encontramos una oración dirigida
directamente por los cristianos al Padre, identificable en
cualquier tipo de fórmula o esquematización.
Jesús ora al Padre
En cambio, sí encontramos una oración dirigida precisamente al Padre y expresada directamente por Jesús:
es el capítulo 17 del cuarto Evangelio. ¿Es una especie de relación entre esta oración del evangelista, puesta de relieve de forma enfática y la oración del Señor que nos es presentada en los sinópticos y a la cual Pablo probablemente hace esa alusión parcial que ya hemos examinado? Para responder a esta pregunta se necesita una atenta contextualización. Hemos de aclarar que cual es la relación entre Jesús y el Padre que se resalta de manera totalmente particular en esta oración, pero que empieza antes y está documentada en todo el cuarto Evangelio. Desde el inicio, Jesús es presentado como el «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
Como Hijo Unigénito tiene una relación completa con el Padre, y el cuarto Evangelio se esmera en explicitarlo. Basten algunas menciones, dado que se trata de un aspecto conocido. Toda la vida de Jesús está regulada por el Padre. Podríamos decir que se dirige en la luz del Padre en cada momento, en cada hora (cf. Jn 11,9-10), en una continua situación dialógica. Y esto comporta que Jesús siempre está en acción, al igual que el Padre lo está (cf. Jn 5,17).
Lo que hace el Padre es paradigmático para Jesús de la forma más absoluta: basta con que lo haga el Padre para que Jesús lo quiera y casi tenga que hacerlo Él también. Entre Jesús y el Padre existe una sintonía operativa perfecta (cf. Jn 5,19). Pero no se trata de un paralelismo mecánico. Esta reciprocidad perfecta es fruto de un amor radical que se da entre los dos, Jesús lo reconoce y lo expresa casi con asombro y, sin duda, con alegría: «El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace» (Jn 5,20). Y el amor mueve al Padre a mostrar al Hijo lo que hace y que el Hijo aceptará como voluntad del Padre (cf. Jn 5,30).
El Hijo muestra una pasión entusiasta por la voluntad del Padre que constituye «su alimento» (cf. Jn 4,34), su ideal es hacer «siempre lo que le agrada» (Jn 8,29). Esta altísima reciprocidad lleva a Jesús al don de sí mismo. Cuando se acerca la «hora» —de la muerte y de la resurrección— Jesús siente un escalofrío: es la reacción humana ante el sufrimiento y la muerte (Jn 12,27).
Después de haber pedido al Padre librarlo de la «hora», se recupera inmediatamente y se recuerda a sí mismo que ha venido al mundo precisamente para vivir esa «hora», expresando al Padre lo que es el deseo más ardiente que siente: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). La respuesta que viene del Padre —ya se ha realizado en la existencia concreta de Jesús antes de la «hora» y encontrará en la «hora» misma su expresión culminante (cf. Jn 12,28b): «Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es una referencia inequívoca a la muerte en la cruz que representa precisamente el punto máximo de la obra de Jesús y de su relación con el Padre.
Al iniciar la «hora» con su pasión, Jesús declarará solemnemente a sus discípulos: «Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo» (Jn 14,31). Esta relación de máxima apertura recíproca con las implicaciones que hemos visto entre Jesús y el Padre le da el toque a la «oración de la hora» de la que hemos partido y que podríamos llamar el padrenuestro de Jesús. Jesús se dirige al Padre alzando «sus ojos al cielo» (Jn 17,1). La trascendencia, evocada por el término de «cielo», está en cualquier caso en Él mismo: «Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí» (Jn 14,10). Son «uno» (Jn 10,20).
La oración de la «hora» se desarrolla en tres círculos concéntricos. En el primero, Jesús habla al Padre de sí mismo, pide su glorificación para poder a su vez glorificar al Padre entregando así a los hombres lo que el Padre le ha dado: la vida eterna (cf. Jn 17,1-5). En el segundo círculo concéntrico, Jesús habla al Padre de sus discípulos (Jn 17,6-19): estos han recibido del Padre la manifestación del «hombre». Jesús pide al Padre que se ocupe siempre en relación con «tu nombre, a los que me has dado» (Jn 17,11), de manera que ellos, compartiendo la realidad del Padre y de Jesús, «sean uno, como nosotros» (Jn 17,11).
Jesús ora al Padre
En cambio, sí encontramos una oración dirigida precisamente al Padre y expresada directamente por Jesús:
es el capítulo 17 del cuarto Evangelio. ¿Es una especie de relación entre esta oración del evangelista, puesta de relieve de forma enfática y la oración del Señor que nos es presentada en los sinópticos y a la cual Pablo probablemente hace esa alusión parcial que ya hemos examinado? Para responder a esta pregunta se necesita una atenta contextualización. Hemos de aclarar que cual es la relación entre Jesús y el Padre que se resalta de manera totalmente particular en esta oración, pero que empieza antes y está documentada en todo el cuarto Evangelio. Desde el inicio, Jesús es presentado como el «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
Como Hijo Unigénito tiene una relación completa con el Padre, y el cuarto Evangelio se esmera en explicitarlo. Basten algunas menciones, dado que se trata de un aspecto conocido. Toda la vida de Jesús está regulada por el Padre. Podríamos decir que se dirige en la luz del Padre en cada momento, en cada hora (cf. Jn 11,9-10), en una continua situación dialógica. Y esto comporta que Jesús siempre está en acción, al igual que el Padre lo está (cf. Jn 5,17).
Lo que hace el Padre es paradigmático para Jesús de la forma más absoluta: basta con que lo haga el Padre para que Jesús lo quiera y casi tenga que hacerlo Él también. Entre Jesús y el Padre existe una sintonía operativa perfecta (cf. Jn 5,19). Pero no se trata de un paralelismo mecánico. Esta reciprocidad perfecta es fruto de un amor radical que se da entre los dos, Jesús lo reconoce y lo expresa casi con asombro y, sin duda, con alegría: «El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace» (Jn 5,20). Y el amor mueve al Padre a mostrar al Hijo lo que hace y que el Hijo aceptará como voluntad del Padre (cf. Jn 5,30).
El Hijo muestra una pasión entusiasta por la voluntad del Padre que constituye «su alimento» (cf. Jn 4,34), su ideal es hacer «siempre lo que le agrada» (Jn 8,29). Esta altísima reciprocidad lleva a Jesús al don de sí mismo. Cuando se acerca la «hora» —de la muerte y de la resurrección— Jesús siente un escalofrío: es la reacción humana ante el sufrimiento y la muerte (Jn 12,27).
Después de haber pedido al Padre librarlo de la «hora», se recupera inmediatamente y se recuerda a sí mismo que ha venido al mundo precisamente para vivir esa «hora», expresando al Padre lo que es el deseo más ardiente que siente: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). La respuesta que viene del Padre —ya se ha realizado en la existencia concreta de Jesús antes de la «hora» y encontrará en la «hora» misma su expresión culminante (cf. Jn 12,28b): «Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es una referencia inequívoca a la muerte en la cruz que representa precisamente el punto máximo de la obra de Jesús y de su relación con el Padre.
Al iniciar la «hora» con su pasión, Jesús declarará solemnemente a sus discípulos: «Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo» (Jn 14,31). Esta relación de máxima apertura recíproca con las implicaciones que hemos visto entre Jesús y el Padre le da el toque a la «oración de la hora» de la que hemos partido y que podríamos llamar el padrenuestro de Jesús. Jesús se dirige al Padre alzando «sus ojos al cielo» (Jn 17,1). La trascendencia, evocada por el término de «cielo», está en cualquier caso en Él mismo: «Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí» (Jn 14,10). Son «uno» (Jn 10,20).
La oración de la «hora» se desarrolla en tres círculos concéntricos. En el primero, Jesús habla al Padre de sí mismo, pide su glorificación para poder a su vez glorificar al Padre entregando así a los hombres lo que el Padre le ha dado: la vida eterna (cf. Jn 17,1-5). En el segundo círculo concéntrico, Jesús habla al Padre de sus discípulos (Jn 17,6-19): estos han recibido del Padre la manifestación del «hombre». Jesús pide al Padre que se ocupe siempre en relación con «tu nombre, a los que me has dado» (Jn 17,11), de manera que ellos, compartiendo la realidad del Padre y de Jesús, «sean uno, como nosotros» (Jn 17,11).
Esta situación maravillosa tendrá que
ser defendida y Jesús ruega al Padre que los mantenga
lejos «del maligno» (Jn 17,15). En el tercer círculo (Jn
17,2-20), la oración de Jesús al Padre abarca a todos los
que creerán en Él. Jesús transfiere en ellos su «gloria»
(Jn 17,22), su realidad-valor. Por consiguiente, serán todos, al igual que los discípulos, «uno, como tú, Padre,
en mí, y yo en ti» (Jn 17,21). Y todo esto es llevado al
nivel escatológico, según la categoría de la escatología
realizada precisamente por Juan: «Padre, este es mi deseo: que ... estén conmigo donde yo estoy y contemplen
mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de
la fundación del mundo» (Jn 17,24).
Un padrenuestro omnipotente
Los puntos de contacto entre la oración de la hora y el padrenuestro son numerosos y sugerentes. La invocación de Dios como Padre, puesta en labios de Jesús, recupera y supera la intimidad testimoniada por el Padre y retomada por Lucas. La referencia al cielo es reinterpretada. Se habla repetidamente del «nombre» del Padre, entendiendo con ello la persona. La santidad que se realiza en la participación por parte de la comunidad cristiana es la gloria (Jn 17), en el sentido mencionado de realidad-valor que pasa del Padre a Jesús y de Jesús a los suyos, empezando por los discípulos, con el resultado final de una unidad trascendente entre el Padre, Jesús y ellos que es así realizada.
La comunidad eclesial vista desde esta perspectiva como «una» tanto recíprocamente como con respecto al Padre y a Jesús constituye una interpretación especialmente estimulante del reino en el sentido mencionado más arriba: es la situación que se determina del encuentro de la línea descendiente donde el Padre ama tanto al mundo que le ofrece y entrega a su Hijo (Jn 3,16) con la línea ascendente constituida por la aceptación de la fe por parte del hombre. Si más tarde los discípulos y los cristianos son de verdad uno en sentido vertical y horizontal, ejecutarán plenamente la voluntad del Padre y se amarán al máximo entre ellos.
Un padrenuestro omnipotente
Los puntos de contacto entre la oración de la hora y el padrenuestro son numerosos y sugerentes. La invocación de Dios como Padre, puesta en labios de Jesús, recupera y supera la intimidad testimoniada por el Padre y retomada por Lucas. La referencia al cielo es reinterpretada. Se habla repetidamente del «nombre» del Padre, entendiendo con ello la persona. La santidad que se realiza en la participación por parte de la comunidad cristiana es la gloria (Jn 17), en el sentido mencionado de realidad-valor que pasa del Padre a Jesús y de Jesús a los suyos, empezando por los discípulos, con el resultado final de una unidad trascendente entre el Padre, Jesús y ellos que es así realizada.
La comunidad eclesial vista desde esta perspectiva como «una» tanto recíprocamente como con respecto al Padre y a Jesús constituye una interpretación especialmente estimulante del reino en el sentido mencionado más arriba: es la situación que se determina del encuentro de la línea descendiente donde el Padre ama tanto al mundo que le ofrece y entrega a su Hijo (Jn 3,16) con la línea ascendente constituida por la aceptación de la fe por parte del hombre. Si más tarde los discípulos y los cristianos son de verdad uno en sentido vertical y horizontal, ejecutarán plenamente la voluntad del Padre y se amarán al máximo entre ellos.
Su presencia en el
mundo les expondrá a las tentaciones. Jesús no quiere
sustraerles de ellas, sino que ruega al Padre para que los
«mantenga lejos del maligno», como encontramos en la
formulación de Mateo. En resumen: la ausencia del padrenuestro es solo aparente.
En realidad, en la oración de la hora encontramos una reformulación aumentada de las mociones
de fondo que la constituyen: tenemos el padrenuestro de
Jesús.
Juan enseña ante todo que los discípulos oran aprendiendo de Jesús. ¿Es posible entonces comprobar, en la línea del padrenuestro, los puntos de interés sobre los cuales debió latir de manera particular la Iglesia joánica, en continuidad con los primeros discípulos?
Partamos de una consideración a primera vista evidente: la oración de Jesús con la que el cristiano se dirige al Padre lo presupone hijo de Dios. En el ámbito del movimiento joánico, la filiación con respecto a Dios es muy sentida: se afirma desde el principio la «capacidad» dada a los que creen en Jesús «de ser hijos de Dios» (Jn 1,13).
Entre aquellos que, habiendo creído, tienen esta capacidad están sin duda los discípulos. Pero mientras en el desarrollo del cuarto Evangelio se habla muy a menudo de la relación de filiación entre el Padre y Jesús, la filiación de los discípulos no es subrayada. Se habla de ella solamente como un hecho ocurrido en el contexto de la «hora», cuando Jesús resucitado, hablando de ellos, los califica explícitamente como sus «hermanos» y afirma: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17).
Juan enseña ante todo que los discípulos oran aprendiendo de Jesús. ¿Es posible entonces comprobar, en la línea del padrenuestro, los puntos de interés sobre los cuales debió latir de manera particular la Iglesia joánica, en continuidad con los primeros discípulos?
Partamos de una consideración a primera vista evidente: la oración de Jesús con la que el cristiano se dirige al Padre lo presupone hijo de Dios. En el ámbito del movimiento joánico, la filiación con respecto a Dios es muy sentida: se afirma desde el principio la «capacidad» dada a los que creen en Jesús «de ser hijos de Dios» (Jn 1,13).
Entre aquellos que, habiendo creído, tienen esta capacidad están sin duda los discípulos. Pero mientras en el desarrollo del cuarto Evangelio se habla muy a menudo de la relación de filiación entre el Padre y Jesús, la filiación de los discípulos no es subrayada. Se habla de ella solamente como un hecho ocurrido en el contexto de la «hora», cuando Jesús resucitado, hablando de ellos, los califica explícitamente como sus «hermanos» y afirma: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17).
La capacidad de ser hijos de Dios
parece que ya se ha realizado en este punto. Ha constituido un camino que se ha desempeñado en el ámbito
del «libro de los signos» (Jn 1,19-12.50): los discípulos, estando en contacto directo con Jesús, han dilatado y
consolidado gradualmente su capacidad de acogerlo. Se
han embebido de su palabra y de su verdad, expresando
su apreciación sobre este tema también en momentos de
crisis (cf. por ejemplo, la profesión de Pedro: «Tú tienes
palabras de vida eterna», después del discurso eucarístico, Jn 6,68).
Madurados en esta acogida progresiva de Jesús, los discípulos dan un salto cualitativo en el libro de la «hora», precisamente en su filiación: Jesús, de quien ellos han admirado su realidad, su valor y su «gloria» —«hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre»—les comunica precisamente esta clasificación suya. Lo afirma en la oración de la hora que ya hemos visto: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). Es la participación en la «gloria», en la realidad-valor propia del Hijo que actúa en los discípulos y en todos los que creerán por medio de su palabra en la «capacidad» de ser hijos de Dios en una relación de unión estrechísima con Jesús, con el Padre (cf. Jn 17,23) y entre ellos.
Partiendo de esta altísima realización de la filiación siguen como consecuencia la alegría (cf. Jn 17,13), la paz, la santificación (cf. Jn 17,19), todo relacionado con una influencia de Jesús y con una participación que hace de sí mismo.
Y la consecuencia más característica es la oración. Jesús, comenzando por el «libro de los signos», practica una oración dialógica continua con respecto al Padre, que de vez en cuando se hace también explícita en su contenido (cf. Jn 6,11: «Dijo la acción de gracias»; sobre todo, Jn 11,41). Sin embargo, no se habla nunca de una oración dirigida al Padre por parte de sus discípulos.
Pero ahora que participan en la «gloria» de Jesús y se han convertido también ellos en hijos, son estimulados de manera expresa por Jesús a orar en su nombre: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24).
A modo de conclusión, podemos decir que los discípulos, en cuanto alcanzan gradualmente el nivel pleno de su filiación, son capaces de expresar, en sintonía perfecta con Jesús, su oración al Padre. Jesús les involucra en su relación con el Padre. Como consecuencia, la oración de los discípulos y de todos los cristianos será siempre una oración realizada al nivel de Jesús, en sintonía con el cual los discípulos se dirigen al Padre, y tenderá a asumir elaborándolos los rasgos típicos de su verdad.
La primera comunidad cristiana
Siguiendo el esquema del padrenuestro se pueden presentar algunas precisiones. Podemos hacerlo legítimamente porque es altamente probable que al final del siglo se conociera ya en la Iglesia joánica que gravitaba sobre Éfeso y que se usara en la liturgia la fórmula mateo-lucana del padrenuestro. Sugieren esta probabilidad la estrecha relación de Pablo y Lucas con Éfeso; también Mateo, mencionado explícitamente por Papías de Hierápolis que se encuentra en la zona de Éfeso unos años más tarde tenía que ser leído y conocido. Se estaba formando el «Evangelio cuadriforme».
Los discípulos, y de manera más general los cristianos de la escuela de Juan, como los encontramos en su primera carta, se preocupan de la glorificación del nombre del Padre como había hecho Jesús. Encontramos explicitado este aspecto que corresponde a la primera petición del padrenuestro. Los discípulos oyen decir de Jesús: «Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). La glorificación-santificación del Padre, en el sentido de participación por parte de la comunidad eclesial mencionado anteriormente, se realiza como consecuencia de la oración de los discípulos.
Como ya hemos visto, la glorificación-santificación de la gloria del Padre se realiza «en el Hijo» y, concretamente, en la «exaltación» de Jesús. Es su situación de crucificado, vista como una realeza de alcance universal (Jn 19,19-22), como una unidad indivisible (Jn 19,23- 24), en una nueva relación que se establece entre María y los nuevos hermanos de Jesús (Jn 19,25-27). Esta se vuelve visible a partir de la muerte de Jesús que representa como el último espasmo de amor hacia el Padre y hacia los hombres y que lleva a Jesús a su perfección suprema (Jn 19,28-30) y, por último, es especialmente sugerente en esa profusión de dones entre los que se encuentra el Espíritu, que a continuación realiza la sacramentalidad de la Iglesia, simbolizados por el agua y la sangre que salen del costado abierto de Jesús (Jn 19,31-37).
Madurados en esta acogida progresiva de Jesús, los discípulos dan un salto cualitativo en el libro de la «hora», precisamente en su filiación: Jesús, de quien ellos han admirado su realidad, su valor y su «gloria» —«hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre»—les comunica precisamente esta clasificación suya. Lo afirma en la oración de la hora que ya hemos visto: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). Es la participación en la «gloria», en la realidad-valor propia del Hijo que actúa en los discípulos y en todos los que creerán por medio de su palabra en la «capacidad» de ser hijos de Dios en una relación de unión estrechísima con Jesús, con el Padre (cf. Jn 17,23) y entre ellos.
Partiendo de esta altísima realización de la filiación siguen como consecuencia la alegría (cf. Jn 17,13), la paz, la santificación (cf. Jn 17,19), todo relacionado con una influencia de Jesús y con una participación que hace de sí mismo.
Y la consecuencia más característica es la oración. Jesús, comenzando por el «libro de los signos», practica una oración dialógica continua con respecto al Padre, que de vez en cuando se hace también explícita en su contenido (cf. Jn 6,11: «Dijo la acción de gracias»; sobre todo, Jn 11,41). Sin embargo, no se habla nunca de una oración dirigida al Padre por parte de sus discípulos.
Pero ahora que participan en la «gloria» de Jesús y se han convertido también ellos en hijos, son estimulados de manera expresa por Jesús a orar en su nombre: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24).
A modo de conclusión, podemos decir que los discípulos, en cuanto alcanzan gradualmente el nivel pleno de su filiación, son capaces de expresar, en sintonía perfecta con Jesús, su oración al Padre. Jesús les involucra en su relación con el Padre. Como consecuencia, la oración de los discípulos y de todos los cristianos será siempre una oración realizada al nivel de Jesús, en sintonía con el cual los discípulos se dirigen al Padre, y tenderá a asumir elaborándolos los rasgos típicos de su verdad.
La primera comunidad cristiana
Siguiendo el esquema del padrenuestro se pueden presentar algunas precisiones. Podemos hacerlo legítimamente porque es altamente probable que al final del siglo se conociera ya en la Iglesia joánica que gravitaba sobre Éfeso y que se usara en la liturgia la fórmula mateo-lucana del padrenuestro. Sugieren esta probabilidad la estrecha relación de Pablo y Lucas con Éfeso; también Mateo, mencionado explícitamente por Papías de Hierápolis que se encuentra en la zona de Éfeso unos años más tarde tenía que ser leído y conocido. Se estaba formando el «Evangelio cuadriforme».
Los discípulos, y de manera más general los cristianos de la escuela de Juan, como los encontramos en su primera carta, se preocupan de la glorificación del nombre del Padre como había hecho Jesús. Encontramos explicitado este aspecto que corresponde a la primera petición del padrenuestro. Los discípulos oyen decir de Jesús: «Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). La glorificación-santificación del Padre, en el sentido de participación por parte de la comunidad eclesial mencionado anteriormente, se realiza como consecuencia de la oración de los discípulos.
Como ya hemos visto, la glorificación-santificación de la gloria del Padre se realiza «en el Hijo» y, concretamente, en la «exaltación» de Jesús. Es su situación de crucificado, vista como una realeza de alcance universal (Jn 19,19-22), como una unidad indivisible (Jn 19,23- 24), en una nueva relación que se establece entre María y los nuevos hermanos de Jesús (Jn 19,25-27). Esta se vuelve visible a partir de la muerte de Jesús que representa como el último espasmo de amor hacia el Padre y hacia los hombres y que lleva a Jesús a su perfección suprema (Jn 19,28-30) y, por último, es especialmente sugerente en esa profusión de dones entre los que se encuentra el Espíritu, que a continuación realiza la sacramentalidad de la Iglesia, simbolizados por el agua y la sangre que salen del costado abierto de Jesús (Jn 19,31-37).
Este contexto de la santificación-glorificación
muestra al cristiano el horizonte amplísimo en el que se
mueve cuando pide al Padre, utilizando la fórmula de
Mateo, probablemente ya extendida también en las comunidades joánicas, «sea santificado su nombre».
Pensando en el reino de Dios, los discípulos lo ven vinculado a Jesús «Hijo de Dios y rey de Israel» (Jn 1,49). Actuando en su situación de crucificado (cf. Jn 19,19-22), su «reino no de este mundo» (Jn 18,36), Jesús hace «reino» a los cristianos (Ap 1,5), comprometiéndolos, mediante el ejercicio de su mediación sacerdotal, en la realización del «reino del mundo» como «reino de nuestro Señor y de su Cristo».
Pensando en el reino de Dios, los discípulos lo ven vinculado a Jesús «Hijo de Dios y rey de Israel» (Jn 1,49). Actuando en su situación de crucificado (cf. Jn 19,19-22), su «reino no de este mundo» (Jn 18,36), Jesús hace «reino» a los cristianos (Ap 1,5), comprometiéndolos, mediante el ejercicio de su mediación sacerdotal, en la realización del «reino del mundo» como «reino de nuestro Señor y de su Cristo».
Por este motivo, el cristiano que pide al Padre la venida del reino pide de hecho
una presencia especial de Jesús con el poder de su situación de crucificado, con la capacidad de atraer todo y a
todos hacia Él, primero dentro de la comunidad cristiana
y a continuación en todo el mundo.
Viendo cómo Jesús ama apasionadamente y realiza
la voluntad del Padre, la Iglesia joánica intuye lo que
significa pedir hacer la voluntad del Padre «en el cielo
como en la tierra»: la voluntad del Padre realizada por
Jesús expresa a nivel terrestre la trascendencia —«como
en el cielo»— de la realización de la voluntad del Padre.
Esa voluntad que el cristiano encuentra en la verdad de Jesús realizada bajo la influencia del Espíritu que se la interpreta (cf. Jn 16,13). La petición de hacer la voluntad del Padre estará por ello en plena sintonía con la actitud con respecto al «hacer» la verdad y orientada concretamente hacia su realización (cf. Jn 3,21; 1 Jn 1,6).
En Juan adquiere una importancia particular la petición al Padre del pan cotidiano. Todo el capítulo 6 está dedicado a una profundización de lo que representa el pan para los cristianos. En este capítulo encontramos que Jesús, poniendo su divinidad al servicio del hombre, les da de comer (cf. Jn 6,1-13).
Esa voluntad que el cristiano encuentra en la verdad de Jesús realizada bajo la influencia del Espíritu que se la interpreta (cf. Jn 16,13). La petición de hacer la voluntad del Padre estará por ello en plena sintonía con la actitud con respecto al «hacer» la verdad y orientada concretamente hacia su realización (cf. Jn 3,21; 1 Jn 1,6).
En Juan adquiere una importancia particular la petición al Padre del pan cotidiano. Todo el capítulo 6 está dedicado a una profundización de lo que representa el pan para los cristianos. En este capítulo encontramos que Jesús, poniendo su divinidad al servicio del hombre, les da de comer (cf. Jn 6,1-13).
Al día siguiente, en la sinagoga de Cafarnaúm,
Él mismo explica el alcance de este «signo» que deja
entrever los diversos niveles según los cuales Jesús se
realiza como pan. El pan en un sentido realista, comido
el día anterior junto con el pez está en continuidad con el
pan en sentido simbólico. El grupo es invitado a entenderlo hasta el fondo: Jesús es el «pan vivo bajado del
cielo» (Jn 6,51) y dado por el Padre (cf. Jn 6,32). El alimento que hay que buscar y pedir al Padre es por tanto
Jesús mismo, «pan de vida» (Jn 6,48), con la polivalencia del alimento que comporta: alimenta con su palabra,
con su ejemplo, con el Espíritu; alimenta en particular con
la eucaristía (cf. Jn 6,52-59), sobre la que se insiste
hasta el punto de provocar malestar en los oyentes que
solo la fe de vértigo que Jesús pide permitirá superarlo
luego (Jn 6,60-69).
De este modo, se vislumbra el resultado de las implicaciones contenidas en la petición del
pan que dejaban entrever tanto el texto de Mateo como
el de Lucas.
En resumen, en la reelaboración de Juan, el Padre entrega a Jesús como pan y este desempeña su función preocupándose de las exigencias de una existencia física que hay que llevar en esta tierra y entregándose plenamente. De este modo, Jesús es entendido y sentido por la Iglesia de Juan como el que es capaz de alimentar plenamente la vida de hijos que permite a los cristianos realizar una relación con el Padre celestial especialmente estrecha y temerosa y alegre al mismo tiempo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).
La petición del perdón es reinterpretada y profundizada.
En resumen, en la reelaboración de Juan, el Padre entrega a Jesús como pan y este desempeña su función preocupándose de las exigencias de una existencia física que hay que llevar en esta tierra y entregándose plenamente. De este modo, Jesús es entendido y sentido por la Iglesia de Juan como el que es capaz de alimentar plenamente la vida de hijos que permite a los cristianos realizar una relación con el Padre celestial especialmente estrecha y temerosa y alegre al mismo tiempo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).
La petición del perdón es reinterpretada y profundizada.
El perdón llega a través de Jesús, mediante el
cual el cristiano pasa de la muerte a la vida y es liberado
completamente del pecado. Este paso que se da aporta
el tono a toda la vida eclesial: el cristiano, por una parte, en cuanto hijo de Dios y conforme a Él, «no peca»
(1 Jn 3,6). Y por encima del riesgo de esta elección de
trasfondo negativo, el pecado entendido como rechazo
de la ley del Espíritu que ahora lo guía (cf. 1 Jn 3,4). De
cualquier modo, podrán darse insuficiencias parciales,
riesgos, miedos: el recurso a Jesús que mantiene permanentemente su función de liberador del pecado (1 Jn 2,1)
y una confianza incondicional en Dios «mayor que nuestro corazón» (1 Jn 3,20), permitirá a los cristianos vivir
apropiadamente en la situación de hijos de Dios. Hijos
de Dios y hermanos entre ellos. Juan insiste muchísimo
en esta dimensión. No habla explícitamente del perdón de las ofensas, pero lo engloba claramente en una
visión más amplia y más comprometida.
El amor hacia los hermanos, practicado adecuadamente, constituye un criterio diagnóstico de la superación de la situación de muerte propia del pecado:
«Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). Positivamente, la relación filial que se establece con Dios —que en el vocabulario joánico es siempre el Padre— es amor y se derrama de inmediato sobre los hermanos: «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,7-8).
Mientras en Mateo y en Lucas se subraya una imitación del Padre en la remisión de las «deudas» y de los «pecados», Juan extiende con audacia la emulación del Padre en una perspectiva constructiva e ilimitada. Ya está el compromiso asumido de amar como ama Él, que es amor, con la misma intensidad y con el mismo estilo: «Si Dios (el Padre) nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Este tipo de amor realizado en la Iglesia conseguirá hacer perceptibles los rasgos del Padre (cf. 1 Jn 4,12).
El amor hacia los hermanos, practicado adecuadamente, constituye un criterio diagnóstico de la superación de la situación de muerte propia del pecado:
«Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). Positivamente, la relación filial que se establece con Dios —que en el vocabulario joánico es siempre el Padre— es amor y se derrama de inmediato sobre los hermanos: «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,7-8).
Mientras en Mateo y en Lucas se subraya una imitación del Padre en la remisión de las «deudas» y de los «pecados», Juan extiende con audacia la emulación del Padre en una perspectiva constructiva e ilimitada. Ya está el compromiso asumido de amar como ama Él, que es amor, con la misma intensidad y con el mismo estilo: «Si Dios (el Padre) nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Este tipo de amor realizado en la Iglesia conseguirá hacer perceptibles los rasgos del Padre (cf. 1 Jn 4,12).
En lo que respecta a la última petición del padrenuestro —la defensa ante la tentación y el maligno—,
tenemos de nuevo un énfasis cristológico.
Jesús pide explícitamente al Padre que defienda a los discípulos del
mal o del «maligno» (Jn 17,15). Habiendo vencido al
mundo (cf. Jn 16,33), siendo superior al «príncipe de
este mundo» (Jn 16,11), está en condiciones de garantizar al cristiano la superación de todas las insidias del
demonio. Estas insidias se harán sentir: lo subraya de
manera particular el libro del Apocalipsis, que muestra
cómo actúa el demonio infiltrándose en las estructuras
de la historia. Los cristianos podrán vencer siempre porque participan de la «sangre del Cordero» (Ap 12,11), es decir, de la vitalidad simbolizada en la sangre que Cristo
como «Cordero» (cf. Ap 5,6) ha obtenido para los suyos
y da a su vez a partir de las fuentes de su muerte y de su
resurrección.
Como se puede ver en el término de esta breve prospección, encontramos sin duda en Juan un optimismo evanescente que ignora el mal. Sorprende asimismo el énfasis, típico del cuarto Evangelio, de la fuerza de las tinieblas (cf. Jn 1,5; 8,12; 12,35; etc.). Pero el cristiano, que está unido a Cristo y «permanece en» Él, se siente superior a esta fuerza. Su oración podrá y deberá ser dirigida al Padre también para superar las insidias del mal, pero su preocupación principal será la de mantener el contacto con Cristo, la de ser y de permanecer «sarmiento unido» a la vid (cf. Jn 15,2), en resumen, la de ser invadido siempre por la vitalidad de Cristo. En esta situación, el cristiano podrá superar el mal en todas sus formas, también las más amenazadoras.
En Juan encontramos un desarrollo sugerente del núcleo de fondo expresado y detallado en el padrenuestro. Ningún aspecto está ausente. Sin embargo, junto con esta presencia que se puede percibir en los detalles, en Juan aparece la síntesis que la comunidad cristiana ha elaborado y sigue elaborando, caminando hacia delante, madurando, realizando cada vez más y mejor los grandes valores de los que es portadora. Y los valores que la comunidad cristiana realiza tienen un único nombre: Cristo. Y Cristo, con su verdad y su vida, entregado continuamente a la comunidad por la mediación del Espíritu. Y así santifica y glorifica el Padre su nombre, involucra en una situación de reino que se realiza día a día, establece una reciprocidad de amor que lleva a desear apasionadamente la realización de su voluntad.
Dando a Cristo como alimento, el Padre da lo que es mejor para el hombre, para su vida presente y futura, empujándolo a amar con su mismo tipo de amor y defendiéndolo de cualquier insidia. Moviéndose en la órbita de Cristo, el cristiano se convertirá plenamente en hijo del Padre.
El examen sumario llevado a cabo dentro de los textos principales del Nuevo Testamento que le conciernen y cuya ramificación es todavía más extensa si se piensa por ejemplo en la concepción de la voluntad del Padre en la Carta a los Hebreos nos presenta el padrenuestro en movimiento. Se parte de Marcos, donde los elementos constitutivos no están aún relacionados entre ellos en una fórmula de oración. Se añade la fórmula que es presentada en Mateo y Lucas, pero los valores que esta expresa, lejos de ser aislables por el contexto de los Evangelios respectivos, se encuentran reinterpretados y profundizados. Pablo, mediante su énfasis en la ley del Espíritu, ha dado un impulso en profundidad: ha hecho reflexionar a la comunidad sobre lo que significa la paternidad de Dios y las implicaciones que comporta. Por último, Juan ha ofrecido una reelaboración madurada de los núcleos de fondo del padrenuestro totalmente centrada en Cristo.
Vemos entonces —es una conclusión que se impone— que la fórmula del padrenuestro no está estereotipada, sino que se convierte como en la punta de un iceberg: viaja dentro de la Iglesia, provocando reverberaciones en extensión y profundidad; anima a la Iglesia a madurar y al mismo tiempo consigue condensar y expresar de nuevo la maduración conseguida.
El esquema de desarrollo que hemos notado desde el Jesús de Marcos hasta la fórmula de Mateo y de Lucas, de la fórmula al Jesús activo en la Iglesia mediante el Espíritu característico de Juan, corresponde a lo que encontramos condensado en la fórmula de introducción del Catecismo de la Iglesia Católica, lo ilumina y le confiere profundidad. Como «síntesis de todo el Evangelio», el padrenuestro se condensa en Jesús que es el «corazón de todas las Escrituras», se explicita en la fórmula de la «oración del Señor» y se convierte en la «oración de la Iglesia» (CIC 2759-2772).
El padrenuestro es una fórmula.
Como se puede ver en el término de esta breve prospección, encontramos sin duda en Juan un optimismo evanescente que ignora el mal. Sorprende asimismo el énfasis, típico del cuarto Evangelio, de la fuerza de las tinieblas (cf. Jn 1,5; 8,12; 12,35; etc.). Pero el cristiano, que está unido a Cristo y «permanece en» Él, se siente superior a esta fuerza. Su oración podrá y deberá ser dirigida al Padre también para superar las insidias del mal, pero su preocupación principal será la de mantener el contacto con Cristo, la de ser y de permanecer «sarmiento unido» a la vid (cf. Jn 15,2), en resumen, la de ser invadido siempre por la vitalidad de Cristo. En esta situación, el cristiano podrá superar el mal en todas sus formas, también las más amenazadoras.
En Juan encontramos un desarrollo sugerente del núcleo de fondo expresado y detallado en el padrenuestro. Ningún aspecto está ausente. Sin embargo, junto con esta presencia que se puede percibir en los detalles, en Juan aparece la síntesis que la comunidad cristiana ha elaborado y sigue elaborando, caminando hacia delante, madurando, realizando cada vez más y mejor los grandes valores de los que es portadora. Y los valores que la comunidad cristiana realiza tienen un único nombre: Cristo. Y Cristo, con su verdad y su vida, entregado continuamente a la comunidad por la mediación del Espíritu. Y así santifica y glorifica el Padre su nombre, involucra en una situación de reino que se realiza día a día, establece una reciprocidad de amor que lleva a desear apasionadamente la realización de su voluntad.
Dando a Cristo como alimento, el Padre da lo que es mejor para el hombre, para su vida presente y futura, empujándolo a amar con su mismo tipo de amor y defendiéndolo de cualquier insidia. Moviéndose en la órbita de Cristo, el cristiano se convertirá plenamente en hijo del Padre.
El examen sumario llevado a cabo dentro de los textos principales del Nuevo Testamento que le conciernen y cuya ramificación es todavía más extensa si se piensa por ejemplo en la concepción de la voluntad del Padre en la Carta a los Hebreos nos presenta el padrenuestro en movimiento. Se parte de Marcos, donde los elementos constitutivos no están aún relacionados entre ellos en una fórmula de oración. Se añade la fórmula que es presentada en Mateo y Lucas, pero los valores que esta expresa, lejos de ser aislables por el contexto de los Evangelios respectivos, se encuentran reinterpretados y profundizados. Pablo, mediante su énfasis en la ley del Espíritu, ha dado un impulso en profundidad: ha hecho reflexionar a la comunidad sobre lo que significa la paternidad de Dios y las implicaciones que comporta. Por último, Juan ha ofrecido una reelaboración madurada de los núcleos de fondo del padrenuestro totalmente centrada en Cristo.
Vemos entonces —es una conclusión que se impone— que la fórmula del padrenuestro no está estereotipada, sino que se convierte como en la punta de un iceberg: viaja dentro de la Iglesia, provocando reverberaciones en extensión y profundidad; anima a la Iglesia a madurar y al mismo tiempo consigue condensar y expresar de nuevo la maduración conseguida.
El esquema de desarrollo que hemos notado desde el Jesús de Marcos hasta la fórmula de Mateo y de Lucas, de la fórmula al Jesús activo en la Iglesia mediante el Espíritu característico de Juan, corresponde a lo que encontramos condensado en la fórmula de introducción del Catecismo de la Iglesia Católica, lo ilumina y le confiere profundidad. Como «síntesis de todo el Evangelio», el padrenuestro se condensa en Jesús que es el «corazón de todas las Escrituras», se explicita en la fórmula de la «oración del Señor» y se convierte en la «oración de la Iglesia» (CIC 2759-2772).
El padrenuestro es una fórmula.
La Iglesia ha privilegiado la forma de Mateo que es la más articulada y se
ha impuesto en el uso litúrgico. Esta fórmula es analizada y resumida en sus siete peticiones: se hace constantemente referencia a ellas. En la oración de la Iglesia, cada
una de las siete peticiones es esencial, aunque no sea
necesario presentarlas todas simultáneamente. Esta fórmula es una condensado de vida. Confluyen en ella los
valores de fondo que la experiencia de la Iglesia ha madurado y ha desarrollado en su historia, de manera análoga a lo que encontramos en las comunidades paulinas
y en las correspondientes a los Evangelios.
Es esencial recordar un hecho fundamental: el padrenuestro sigue viajando en la Iglesia de hoy como lo hizo en la primitiva. Los numerosísimos comentarios que se han dado a lo largo de la historia de la Iglesia reflejan regularmente la problemática de las diversas situaciones históricas, la sintetizan y la interpretan. Todas estas siguen una etapa de este largo viaje del padrenuestro en la vida de la Iglesia. Una etapa, no la última. La oración del Señor continuará su función de síntesis y de inspiración como un movimiento de sístole y diástole con respecto al Evangelio hasta el final de los siglos.
Es esencial recordar un hecho fundamental: el padrenuestro sigue viajando en la Iglesia de hoy como lo hizo en la primitiva. Los numerosísimos comentarios que se han dado a lo largo de la historia de la Iglesia reflejan regularmente la problemática de las diversas situaciones históricas, la sintetizan y la interpretan. Todas estas siguen una etapa de este largo viaje del padrenuestro en la vida de la Iglesia. Una etapa, no la última. La oración del Señor continuará su función de síntesis y de inspiración como un movimiento de sístole y diástole con respecto al Evangelio hasta el final de los siglos.
MI IMPIMI V M
«P B I , 8»,
BIBI I I ,
30 MY 2024, IVI ,
EN LOS TALLERES
D E A N E B R I .
MADRID
LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI