Terminamos con la oración bíblica por excelencia, el Padrenuestro que Jesús nos enseñó. Me gusta escribirlo así, con una sola palabra y con un solo acento llano: "Padrenuéstro". Realmente quedaría muy incompleta nuestra escuela bíblica si no dedicáramos un capítulo a la oración cristiana por excelencia.
Tenemos en los evangelios dos versiones distintas, la de Lucas, más breve (Lc 11,2-4), y la de Mateo, más larga (Mt 6,9-13). La versión larga de Mateo es la que solemos rezar en la liturgia y en privado.
Comienza la oración con un vocativo, una invocación, un nombre: Abba, Abinu: Papá, Padre, Padre nuestro. Es la manera como Jesús mismo se dirigía a su Padre en la intimidad de la oración (Mc 14,36). A veces podríamos limitarnos en la oración a repetir muchas veces esta palabra, en distintos tonos, con distinto volumen, como un susurro, o como un grito. Ayuda mucho el vivenciar que no soy yo quien oro, sino el Espíritu de Jesús el que ora en mí, el que pronuncia esta palabra con mis labios y con mi corazón. "No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba, Padre!" (Rm 8,14; Ga 4,6).
Podemos glosar la palabra Padre: Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre mío y de las personas que amo, Padre de aquellos por quienes tengo intención de orar hoy, Padre de todos los hombres, especialmente los más pequeños y olvidados.
Al decir "nuestro" debo sentir como el corazón se ensancha para que quepan todos. Padre de los que me quieren y Padre, también, de los que me caen mal, de los que me hacen daño.
Tras esta invocación, se distinguen claramente en esta versión siete peticiones distintas.
Las tres primeras tienen que ver más con los intereses de Dios mismo (su gloria, su Reino, su voluntad), y las cuatro últimas con nuestros propios intereses personales (el pan, el perdón, la protección y la liberación). Pero no hay que insistir demasiado en esta diferencia. En realidad los verdaderos intereses de Dios no son distintos de los nuestros, ni los nuestros distintos de los de Dios. A lo largo de toda la oración estamos en realidad pidiendo siempre lo mismo, aunque lo expresemos de distintas maneras.
Las primeras tres peticiones quieren dar un horizonte a mi oración lo más grande posible. Inscribo mis necesidades y las de los míos en un horizonte más amplio, sabiendo que el nombre de Dios será perfectamente santificado solo cuando desaparezca de la tierra el sufrimiento y la injusticia. Si la gloria de Dios es el hombre que vive, sólo se dará gloria a Dios en el cielo, cuando descienda a la tierra la paz para todos los que le aman a Dios (Lc 2,14).
Me doy cuenta de que, en el fondo, toda esa letanía de necesidades que expongo solo quedará satisfecha una vez que el Reino de Dios se establezca en la tierra tal como está establecido en el cielo, y cuando su voluntad se cumpla aquí tan perfectamente como se cumple en el cielo.
Simone Weil ha explicado brillantemente lo que simboliza nuestra necesidad de pan. Somos seres que tomamos continuamente nuestra energía del exterior, pues a medida que la recibimos la agotamos con nuestros esfuerzos. Si nuestra energía no se renueva continuamente, nos quedamos sin fuerza y somos incapaces de cualquier movimiento. Aparte de la comida, propiamente dicha, en el sentido general del término, todo lo que genera un estímulo es para nosotros fuente de energía. Pero hay una energía trascendente cuya fuente está en el cielo y se derrama sobre nosotros en el momento en que lo deseamos. Es realmente una energía y actúa por mediación del alma y el cuerpo.
Debemos pedir ese alimento. En el momento mismo en que lo pedimos, y por el hecho mismo de pedirlo sabemos que Dios nos lo quiere dar. Al pedir el pan reconocemos nuestra indigencia. No somos autosuficientes. No nos podemos abastecer a nosotros mismos. La fuente de energía nos viene de fuera y tenemos que pedir. Un pedir que es humillante para el hombre soberbio e independiente.
Jesús nos enseña a pedir muy modestamente. Pedimos pan, no caviar, ni solomillo, ni angulas... Y pedimos no para nosotros solos, sino para el hambre de todo el mundo. Y pedimos sólo el pan de hoy, no el de mañana, ni el de dentro de diez años. Aprendemos a vivir sin graneros, como los cuervos del cielo a quienes el Padre alimenta cada día (Lc 12,24).
La petición del pan está insertada dentro de otras mucho más trascendentales. No es la más importante, pero es necesaria cuando ocupa su verdadero lugar en la dinámica de nuestro deseo. Desgraciadamente para muchos hombres se ha convertido en la única petición. Sólo piden cosas materiales, y ya no pan sino comodidades, lujos, viajes, chalets, quinielas. Las otras cosas no les importan ni les interesan.
Y no piden el pan "nuestro", sino que piden egoístamente el pan sólo para ellos, o todo lo más para sus hijos y familiares más íntimos. Ni piden el pan de hoy, sino el de toda la vida: ahorros, acciones en el banco, seguros sociales, planes de pensión, capitales. Urge, por tanto, volver una y otra vez a la oración cristiana del pan de cada día, inscrita en la dinámica global del Padrenuestro (Mt 6,11).
Perdonar las deudas, según S. Weil, es renunciar al reconocimiento del bien que pensamos haber hecho y en general de todo lo que esperamos de parte de los seres y de las cosas, todo lo que creemos que se nos debe y cuya ausencia nos proporcionaría una sensación de frustración.
Son todos los derechos que creemos que el pasado nos otorga sobre el porvenir. Primero el derecho a una cierta permanencia. Cuando hemos disfrutado de algo durante mucho tiempo, creemos que nos pertenece y exigimos seguir gozando de ello a perpetuidad. También el derecho a una compensación por todo esfuerzo, trabajo, sufrimiento o deseo, cualquiera que sea su naturaleza. Pensamos que todos los seres son nuestros deudores. Creemos tener crédito sobre todas las cosas, sobre el universo entero.
Perdonar a los deudores es renunciar en bloque a todo el pasado, al debe, al haber y al saldo. Sólo entonces el futuro se nos presentará en toda su virginidad, como una página blanca en la que comenzar a escribir de nuevo.
Finalmente pedimos el don de la liberación, para nosotros y para el mundo entero. Ser liberados primero del mal que nos amenaza como tentación, e insidiosamente quiere pervertir nuestra conciencia desde dentro. Ser liberados solidariamente, porque nadie puede ser totalmente libre mientras otros hermanos suyos sigan siendo esclavos. El Padrenuestro es la puesta en práctica de la teología de la liberación.
No hay mal ninguno que no quede incluido en esa petición, que se refiere no solo al "mal", sino "al Malo", al que constituye el verdadero eje del mal, y nunca podrá ser absolutamente identificado con ninguna persona humana, o nación o partido político o institución. Pedimos ser librados del "malo" que se encarna en estructuras, en hábitos mentales, en costumbres inveteradas, en nacionalismos enfermizos, en fundamentalismos religiosos, en permisividades morales, en servidumbres institucionales, en cobardías disfrazadas de audacia, en prejuicios, en apatías y desganas. Pedimos ser liberados del malo que está agazapado en nuestras heridas viejas, en nuestras ambiciones irracionales y desmedidas, en nuestros autoengaños y ambigüedades, en nuestros resentimientos, en nuestra insensibilidad hacia el dolor ajeno, en nuestros desencantos y desengaños.
Y terminamos diciendo Amén, que significa tres cosas: "Así es", como un acto de fe en la realidad. "Así sea", como un deseo profundo. "Así será", como una confianza radical en el futuro.