Santa Teresa de Jesús nos ha dejado una de las mejores definiciones de la oración. Según ella orar no es otra cosa que "hablar de amistad con quien sabemos nos ama". Hace más de cincuenta años se publicaba un libro del P. Charmot titulado: La oración, intercambio de amor" desarrollando esta intuición de Santa Teresa.
Me gustaría mostrar cómo esta intuición hunde sus raíces en la Biblia. No me refiero únicamente a alguna que otra cita suelta, sino a todo un libro, el del Cantar de los Cantares, que es un drama lírico de amor entre dos esposos. Dios, que es amor y fuente del amor nupcial, se expresa poéticamente dando valor al cuerpo, al sexo, a la belleza, al goce terreno, que pueden ser cantados en sí mismos, o como reflejo del amor nupcial de Dios y su creación, de la alianza de Dios con su pueblo, de los esponsales del Cordero.
Más que a pensar en Dios, vamos a la oración a hablar con él. La meditación no es propiamente oración si no desemboca en un coloquio, en diálogo interpersonal. Pues bien la sustancia de este coloquio debe ser escuchar cómo Dios nos declara cuántos nos ama, y declararle también nosotros a Dios el amor que sentimos por él.
Para ambas partes de este coloquio, el Cantar de los cantares es una fuente inagotable de inspiración. Así lo han visto muchos de los escritores místicos, y de una forma singular San Juan de la Cruz, que se inspira en este libro de la Biblia para componer su cántico espiritual.
Para que nuestra oración empiece a ser un diálogo de amor hay que tener conciencia de que a Dios le agrada nuestra oración, que nos acoge con una sonrisa, que le encanta escucharnos. El libro del Apocalipsis dice que nuestras oraciones son presentadas a Dios como un perfume de suave olor (Ap 5,8). El profeta Sofonías nos declara: "Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor. Danza por ti con gritos de júbilo como en los días de fiesta" (So 3,17-18). Isaías insiste en el gozo y el placer que Dios experimenta estando con nosotros: "Con el gozo del esposo por su novia, se gozará por ti tu Dios" (Is 62,5).
Una amiga mía, que es ministra extraordinaria de la comunión en Murcia, me contó un bonito testimonio. Durante varios meses llevó la comunión a una enferma de cáncer desahuciada. La enferma angustiada le preguntaba continuamente: "¿Qué cuentas me pedirá Dios? ¿Qué me dirá en el juicio cuando me presente ante él?" Y vivía presa de sus temores y escrúpulos. Mi amiga le dijo: "Lee en el Cantar lo que te dirá Dios: "Amada mía, hermosa mía, paloma mía" (Ct 2,13-14). Aquellas palabras le consolaron mucho.
A partir de aquel momento cada vez que le llevaba la comunión, mi amiga le preguntaba a la enferma: "¿Qué te dirá el Señor? Y la enferma, que se había aprendido la lección, contestaba: "Amada mía, hermosa mía, paloma mía".
El último día la enferma ya apenas podía hablar. Y cuando le preguntaron lo que le iba a decir Dios cuando se encontrase con él, intentó rebuscar esas palabras que ya se le escurrían del cerebro. Sólo pudo esbozar una sonrisa y decir: "El pájaro". La imagen de la paloma había penetrado ya en su subconsciente, más allá del vocabulario, allí donde "no está aún la palabra en mi lengua y ya tú, Señor, te la sabes entera" (Sal 139,4).
El libro del Cantar es en realidad una colección de piropos que Dios nos dirige. ¡Qué hermosa eres, compañera mía! ¡Qué hermosa eres! tus ojos son palomas (Ct 1,15). Toda hermosa eres, compañera mía, y no tienes defecto alguno (Ct 4,7). Una sola es mi paloma, mi perfecta (Ct 6,9). ¿Quién es esta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol? (Ct 6,10).
El Antiguo Testamento usa dos imágenes fundamentales para describirnos el amor de Dios, la imagen del esposo que nos desposa para siempre "en justicia y en derecho, en amor y compasión" (Os 2,21), y la imagen del amor del padre hacia su hijo pequeño. "Cuando Israel era niño, yo lo amé […] Yo enseñé a Efraín a caminar tomándolo en mis brazos […] era como quien alza a un niño contra su mejilla" (Os 11,1.3-4). Esta revelación culmina en el Nuevo Testamento: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
El sermón de la Cena, el testamento de Jesús, es todo él una declaración de amor. En su despedida quiso dejarnos bien claro cuánto nos quería: "Como el Padre me amó, así también os he amado yo, permaneced en mi amor" (Jn 15,9). "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,15).
Vamos a la oración para escuchar de nuevo esta declaración de amor, pero también para declararle al Señor cuánto le amamos. Él se interesa por nuestro amor. No es indiferente a él. Como a Pedro, nos lo pregunta insistentemente: "¿Me amas?" (Jn 21,15. 16.17). Nunca deberíamos terminar un rato de oración sin haber encontrado la oportunidad de responder a esta pregunta, con humildad, pero con firmeza: "Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero". "¡Con qué razón eres amado!" (Ct 1,4)
La Biblia se refiere a Jesús como "el Amado" (Ef 1,6), así, sin más. Es uno de los títulos cristológicos más altos y más llanos. Jesús es la persona que más ha amado, pero también la persona que ha recibido más amor. En la oración debemos contemplar la belleza del Verbo encarnado: "Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; en tus labios se derrama la gracia" (Sal 45,3). "Mi amado es hermoso y bien parecido" (Ct 1,16). Mi amado es blanco y colorado, escogido entre millares" (Ct 5,10).
Dice San Agustín: "Bello Dios, bello Verbo junto a Dios [...] Bello en el leño, bello en la tumba, bello en la gloria". La belleza de Jesús debemos captarla sobre todo en la cruz. Por una parte es verdad que "no tenía forma ni hermosura que pudiésemos estimar" (Is 5,32), pero también es verdad que no hay mayor belleza que la del amor que se entrega. ¡Cómo lo han reflejado en su arte los escultores de nuestros pasos de Semana santa!
¿Cómo puede atraernos tanto algo tan repulsivo como un cadáver torturado? Normalmente la visión de cadáveres crea traumas, pesadillas. Pero si captamos la belleza de Jesús en la cruz, podremos también acercarnos sin rechazo a los cuerpos de otros crucificados, enfermos de Sida, leprosos. Ya ningún otro cadáver podrá resultarnos repulsivo si desde niños hemos sentido la atracción de aquel que dijo: "Cuando sea elevado en alto, todo lo atraeré hacia mí" (Jn 12,32).
El amor pone alas a nuestros pies. Nos hace correr. "Al olor de tus perfumes, correremos". "Atráeme y correremos hacia ti" (Ct 1,4). Por eso el discípulo amado corría más que Pedro, porque se sentía más atraído (Jn 20,40). La conciencia de ser amados nos dilata el corazón y acelera nuestro paso. "Correré por el camino de YHWH cuando me hayas ensanchado el corazón (Sal 119,32).