Uno de los deseos más profundos expresados en los salmos es el de llegar a ver el rostro de Dios. "Mi alma tiene sed del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?" (Sal 42,3) "Tu rostro busco, no me ocultes tu rostro" (Sal 27,8-9).
Moisés una vez expresó este deseo ante Dios cuando le dijo: "Muéstrame, por favor, tu gloria". Dios le contestó: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad […] pero mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo". Y luego le dijo el Señor: "Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña y te cubriré con la mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano para que veas mis espaldas, pero mi rostro no se puede ver" (Ex 32,18-23).
El cántico espiritual de San Juan de la Cruz expresa muy bien esta experiencia: por una parte el deseo de ver a Dios: "¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados!" Pero en el momento en que se produce el reflejo de esos ojos sobre el agua, el poeta no puede soportar tanta luz: "Apártalos, Amado, que voy de vuelo".
En esta vida, como Moisés, no podemos ver el rostro de Dios. Solo vemos su rastro, su espalda, la cola de su manto después que ha pasado. Todo encuentro con Dios es retrospectivo. Solo después, cuando reflexionamos sobre la experiencia, nos damos cuenta de que "estaba aquí el Señor, y yo no lo sabía" (Gn 28,16). Vemos en nosotros la huella de su paso, los efectos que ha producido en nuestra vida.
Entre esos efectos que produce la contemplación, está la luminosidad de nuestro rostro, que es la huella más auténtica de su paso por nosotros. Cuando Moisés bajaba del monte después de haber hablado con Dios, tenía un brillo especial en su cara. "La piel de su rostro se había vuelto brillante porque había hablado con Dios" (Ex 34,29). "Los israelitas veían que el rostro de Moisés irradiaba" (Ex 34,35). La luz era tan intensa que deslumbraba, como la luz larga de los faros, y por eso Moisés tenía que ponerse un velo en la cara.
Esta luminosidad está simbolizada en el halo de las imágenes de los santos, o la diadema que, según el profeta, reemplaza la ceniza en el pelo (Is 61,3). Este halo es la mejor propaganda de la oración. Suelo decir en broma que deberíamos hacernos una foto antes y después de haber orado y luego compararlas, para ver si se nota alguna diferencia. O también hacernos una foto en el momento de empezar unos ejercicios y otra en el momento de la clausura, y compararlas. Podríamos hacer con esas fotos un póster de propaganda para invitar a otros a venir a ejercicios.
Muchos padres querrían que sus hijos fueran más practicantes, y a veces les marean con mucha insistencia para que recen, para que vayan a la iglesia. Bastaría con que les reflejasen en sus ojos esa luz tan hermosa de la contemplación. Los hijos pensarían: "¡Qué bonito tiene que ser orar! Dan ganas de orar cuando uno ve la huella que la oración deja en el rostro de mi madre, de mi padre. ¿Cuál es el secreto de que tengan ese peso que hace que nada los pueda tumbar? ¿Por qué se mantienen siempre serenos, incluso cuando las cosas les van mal en la vida? ¿Por qué nada les turba y nada les espanta? ¿Por qué son como esos muñecos que, aunque les des un papirotazo, siempre se vuelven a poner de pie y es imposible tumbarlos?"
Cuando un estudiante hace novillos y se escapa una mañana a la playa, luego no puede mentir diciendo que ha estado en la biblioteca. El brillo de su rostro le delata. Basta con tenderse al sol, para que el sol deje su huella inequívoca en la piel. Es algo casi mecánico. De un modo semejante, el situarse ante Dios, sin necesidad de pensar mucho ni de hacer grandes propósitos, va coloreando nuestro rostro y nuestra vida.
Al mismo tiempo la contemplación nos concede la gracia de ver cómo todas las cosas se transfiguran. Todo sigue estando allí, pero todo ha recibido un sentido diferente. A partir de Dios todo recibe una luz nueva, nuevos contornos, profundidades distintas. Ha cambiado la perspectiva. Lo que antes parecía grande es ahora pequeño, y lo que antes parecía pequeño, es ahora grande. No sólo se ha transfigurado uno, sino que también la realidad ha quedado transfigurada.
Desde ahí podemos luego bajar del monte en un retorno al yo, al mundo y a los hermanos para hacerles un anuncio gozoso: "Vete donde mis hermanos y diles" (Jn 20,17). Entonces el testimonio no es indoctrinación ni ideología.
Jesús ha sido el gran contemplativo del rostro del Padre. "A Dios nunca lo ha visto nadie. El Hijo único que está vuelto hacia el seno del Padre es quien nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). Porque lo ha visto es por lo que nos lo puede dar a conocer. Jesús contempla el rostro del Padre desde toda la eternidad.
Con una mirada detenida se ha ido dejando configurar por ese rostro que ilumina (Sal 31,17) y que sacia (Sal 17,15) y se pierde en su espesura. No es una mirada curiosa, consumista, utilitaria, una mirada que violenta y manipula las cosas para servirse de ellas, sino una mirada de siervo, colgada suspendida de cada pequeño gesto, porque el más pequeño deseo del Amado se convierte en una orden imperativa, pero al mismo tiempo soberanamente libre. "Como están los ojos de los siervos fijos en las manos de sus señores…" (Sal 123,2).
Por eso pudo Jesús reflejar la luz de Dios como nunca nadie ha podido reflejarla. En el Tabor los tres discípulos vieron con sus propios ojos esa luz, "cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: ‘Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco’. Nosotros mismos escuchamos esta voz venida del cielo, estando con él en el monte santo" (2 Pe 1,18).
Al terminar la experiencia en el Tabor todo recobró su aspecto normal y desaparecieron Moisés y Elías (Mc 9,8). Pero los tres discípulos testigos de la transfiguración serán también testigos privilegiados de la agonía de Jesús en Getsemaní, y contemplarán ese mismo rostro que un día vieron en gloria, desencajado por el pavor y la angustia (Mc 14,33).
Los verdaderos contemplativos deben saben luego descubrir la gloria de Dios en las situaciones más oscuras de la existencia, en el rostro desencajado de los pobres, los agonizantes, las víctimas de la opresión y la injusticia.