Tres visitantes llegaron un día a la tienda de Abrahán en Mambré. La escena ha quedado inmortalizada en el libro del Génesis. Abrahán se levanta para acoger a sus huéspedes y les dice: "Señor, si he alcanzado tu favor, no pases, te ruego, junto a tu siervo sin detenerte. Haré que os traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis bajo el árbol. Mientras tanto, ya que pasáis junto a vuestro siervo, traeré un pedazo de pan para que cobréis fuerzas, antes de seguir" (Gn 18,3-5). Vemos inmediatamente a Abrahán correteando por la vacada, eligiendo la mejor res, dando órdenes a los criados que van y que vienen. Todo es poco para el huésped. Le ofrecemos lo mejor que hay en casa sin reparar en gastos.
Hospedar a Dios es una bonita imagen para la oración. Orar es acoger el misterio de alguien que está a la puerta y llama. El hacer sitio a Dios supone practicar una cierta hospitalidad. Por medio de ella se acoge en el centro de la vida al que de algún modo ya estaba en el interior de lo más íntimo del hombre.
En general, toda acogida del otro supone un acto de descentramiento. Por eso nos cuesta tanto invitar a otros a que vengan a pasar unos días a casa. Mientras hay un huésped en casa, sus necesidades y su comodidad son más importantes que las propias. El centro de la casa lo ocupa él, y esto supone hacerme yo a un lado, colocarme en un rincón secundario, adaptar mis horarios y mis rutinas. El estar excesivamente centrado en mí mismo me impide prestar atención a los deseos que el huésped me manifiesta o a las confidencias que desea hacerme. Dice Nouwen que cuando no soy capaz de crear un vacío interior dentro de mí, el huésped ya no se siente a gusto. Se da cuenta de que ya no le atiendo por sí mismo ni me interesa lo que me dice, porque sólo me interesa saber cómo utilizar lo que me dice.
La oración debe dejar siempre a Dios el lugar central. Son más importantes sus palabras que las mías, sus intereses que los míos. Cuando todo lo refiero a mí mismo, mi mirada deformada lo vuelve todo mezquino, lo empequeñece a la medida de mis pequeños intereses y deseos. En cambio en la oración empiezo a verlo todo con sus ojos y desde su mirada. Acojo a Dios en mi propio centro y comienzo a referirlo todo a él, a sus grandes deseos y proyectos. De ese modo me trasciendo a mí mismo y ensancho mi corazón.
El Dios que llama a mi puerta, no entrará si no lo invito a pasar. Él nunca fuerza la entrada. Lo mismo que en Emaús espera que alguien le diga: "Quédate con nosotros" (Lc 24,29), o que le diga, como en el caso de Abrahán: "No pases, te ruego, sin detenerte" (Gn 18,3). Sólo si le abro, entrará y cenará conmigo y yo con él (Ap 3,20).
Eso sí, su paso por mi vida deja una estela imborrable. Abrahán y Sara eran ya viejos y estaban cansados de vivir. Abrahán contemplaba su propio cuerpo decrépito y el cuerpo decrépito de Sara (Rm 4,19; Hb 11,11). Pero al marcharse los ángeles, descubrió el regalo que los huéspedes le habían traído con su visita: el don de la fecundidad y la abundancia para Sara. Aquella anciana estéril siente bullir en su seno marchito el don de una vida joven y nueva.
Dice Nouwen que el huésped es portador para mí de secretos y de dones pero sólo si soy capaz de olvidarme de mí y abrirme a su misterio. Al partir y dejarme su regalo, es cuando mis ojos pueden finalmente reconocerlo (Lc 24,31).
Esta confianza mutua y esta familiaridad no obstan para la profunda reverencia que los personajes bíblicos adoptan en su oración. Abrahán se confiesa polvo y ceniza (Gn 18,27); el salmista, gusano y no hombre (Sal 22,7); David, un perro muerto (2 Sm 16,9).
Sabedor del amor de Dios, Abrahán regatea con él tratando de establecer un mínimo de justos que puedan salvar a Sodoma y Gomorra de la destrucción que provocan sus crímenes.
Sólo más adelante en el progreso de la revelación Dios mismo dirá que no hacen falta ni diez siquiera, que está dispuesto a perdonar a la Jerusalén pecadora con sólo "toparse con uno que respete el derecho y practique la verdad" (Jr 5,1). "Busqué uno que aguantara en la brecha frente a mí para que no destruyera la ciudad, pero no lo encontré" (Ez 22,30). Había que esperar todavía a que llegara el único Siervo que "habría de llevar el pecado de la multitud e interceder por los rebeldes" (Is 53,12). Había que esperar al Hijo de Abrahán, al único justo, al verdadero abogado junto al Padre (1 Jn 2,1).