17 Los quejidos de Job-ESCUELA DE ORACION




En el último capítulo de nuestro taller de oración tratábamos sobre las quejas y reclamaciones contra Dios. Veíamos que son un veneno que se vuelve contra el propio murmurador. Habría que aclarar, con todo, que es preferible la blasfemia al silencio. El que blasfema contra Dios, está al menos haciendo un acto de fe en él; se está comunicando con él de la única manera que sabe hacerlo, venteando su rencor y su frustración. Podríamos incluso decir que la blasfemia es un modo rudimentario y tosco de oración.

Mucho peor que el odio contra Dios es la indiferencia de quienes pasan tan absolutamente de Dios, que ni siquiera se comunican con él para blasfemar su nombre. Dios prefiere la blasfemia del hombre oprimido y aplastado que el silencio de los indiferentes, la alabanza de los satisfechos, o el culto de los que no han pasado por el sufrimiento. El algunos momentos Job roza la blasfemia en sus lamentos, cuando maldice el día en que nació (3,1-26), o cuando se desea la muerte (6,8-14). También Jeremías sabe lamentarse como Job: "¡Ay de mí, madre mía, porque me diste a luz varón discutido por todo el país…!" (Jr 15.10)

Señalábamos también en el capítulo anterior que el quejido es distinto de la queja. El quejido es, de hecho, una de las formas más hermosas y más bíblicas de oración. El quejido es un desahogo ante Dios. Más de cincuenta salmos, una tercera parte, reflejan el lamento del hombre enfermo, perseguido, atribulado. Esos salmos nos proporcionan la inspiración para proferir nuestros lamentos ante el Señor y nos proporcionan un modelo literario para formularlos.

El que profiere su quejido ante Dios no pretende juzgar ni condenar a Dios, sino solo hacerle presente su dolor y su desconcierto. El gran doliente, Job, no guarda silencio, sino que continuamente expone su sufrimiento con un impresionante patetismo que a veces roza la blasfemia. "¿Por qué te tapas la cara y me tratas como a tu enemigo? ¿Por qué asustas a una hoja que se lleva el viento, y persigues la paja seca? Escribes contra mí amargos fallos, me imputas las faltas de mi juventud, pones mis pies en cepos, vigilas mis pasos todos y mides la huella de mis pies" (Jb 14,24-27)

Pero a pesar de su patetismo y su turbación, Job no pretende llevar a Dios a juicio, no se rebela contra Dios. "Sé que el hombre no lleva razón ante Dios. Aunque pretenda pleitear con él, no le responderá de mil razones, una" (Jb 9,2-3). Al final del relato, Job tiene que acabar confesando su derrota claramente, y le dice a Dios. "Sé que todo lo puedes y ningún proyecto es irrealizable para ti. Era yo el que empañaba tus designios con mis palabras sin sentido. Hablé de grandezas que no comprendía y de maravillas que me superan […] por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza" (Jb 42,2-6).

"Dios no es un hombre como yo para decirle: ‘Vamos a comparecer a juicio.’" También Jeremías se atrevía a hablar con Dios y expresarle sinceramente su desconcierto en algunos casos concretos: "Aunque tú, Señor, llevas la razón cuando discuto contigo, quiero proponerte un caso" (Jr 12,1).

El gemido es un sollozo, un grito de dolor elevado hacia Dios, en una relación de ternura y filial confianza. Es como el gemido del niño que dice a su madre: "¡Ay! ¡Mamá, me duele mucho!" El niño experimenta un gran alivio al poderse expresar, y saber que hay alguien que le escucha, y no es indiferente a sus gemidos.

Quizás el grito de dolor más escalofriante de todos es el grito de Jesús en la cruz. Cuenta el evangelio que en medio de las tinieblas más densas dio un grito estentóreo, inarticulado, sin palabras (Mc 15,37). Esta fue sin duda la oración más desgarradora de Jesús en todo el evangelio. Su grito nacía de lo más profundo del dolor humano y del abandono. Siempre podremos unir nuestros gritos al suyo. No hay sufrimiento tan absurdo y tan desesperado que no pueda reconocerse en este grito.

Aunque la Biblia nos dice que el Señor desaprueba nuestras quejas, subraya, en cambio, que acoge siempre nuestros gritos. Él nunca deja de escuchar el clamor de los hijos de Israel reducidos a la esclavitud por los egipcios (Ex 6,5), el grito de los defraudados, el grito de la sangre inocente derramada (Gn 4,10).

Aprender a orar es aprender a gemir. No oramos bien porque no nos atrevemos a gritarle a Dios. Si nos fijamos bien, el evangelio es todo él una gritería. Haz la prueba de leer el evangelio subrayando todos los gritos que en él se dan; gritos de júbilo y de dolor. Nosotros en nuestra cultura hemos reprimido el grito. Lo consideramos de mal gusto, de mala educación. La gente fina no grita. Quizás por eso nuestra oración es tan aséptica, tan aburrida y tan irrelevante. Si quieres aprender a orar, tienes que aprender a gritar. Prueba a hacerlo. Vete un día a un descampado y grítale a Dios como le gritaba Ignacio corriendo por los campos de Francia (Autobiografía 79).

Gritó Pedro al sentir que se hundía en el mar (Mt 14,30); gritaba la cananea siguiendo a Jesús como un perrito (Mt 15,22); gritaba el ciego de Jericó desde la cuneta del camino, y cuanto más le reprendían para que se callase, él gritaba más fuerte (Mc 10,47-48). No dejes que nadie reprima tu grito.

Pablo nos descubre la fuente de estos gemidos que compartimos con la creación entera. Según Pablo, son gemidos de parto (Rm 8,22). Con nuestros gemidos estamos alumbrando una nueva vida.


Porque no somos ya nosotros quienes gemimos, sino el Espíritu el que gime en nosotros,
 intercede por nosotros con gemidos inarticulados 
(Rm 8,26). 


Orar es dejar simplemente que nuestro gemido se acompase con el del Espíritu que gime en nosotros.