¿Es la queja una forma válida de oración?

 Si somos sinceros, muchas veces, al ponernos delante de Dios, lo primero que nos sale espontáneamente es una larga letanía de quejas y reproches.
El reproche más amargo que nos puede salir desde el fondo del alma es el de la vasija de barro, que se queja ante Dios diciendo: “¿Por qué me has hecho así?” La mayor parte de las quejas se expresan en un por qué. ¿Por qué a mí? ¿Por qué precisamente ahora?

Isaías critica a los que hacen de su oración un pliego de reclamaciones: “¡Ay de quien litiga con el que le ha modelado, la vasija entre las vasijas de barro! ¿Dice la arcilla al que la modela: ‘¿Qué haces tú?’, y ‘¿Tu obra no está hecha con destreza’?” (Is 45,9). La queja de la vasija de barro consiste en decirle a Dios: “Sí, ya sé que has creado unos cielos y una tierra maravillosos, pero conmigo te has estrellado. Mira que birria te ha salido”.

La sociedad actual fomenta la queja, el libro de reclamaciones, la demanda de indemnización por daños y perjuicios.

El pueblo de Israel se nos presenta siempre en la Biblia como un pueblo que solo sabe quejarse y murmurar de Dios. Hay quienes, aun cruzando el Mar Rojo a pie enjuto entre dos muros de agua, son capaces de quejarse de que el terreno esté un poco resbaladizo. Comían un maná maravilloso caído del cielo y se quejaban de que siempre tenía el mismo sabor, y de que era un pan sin cuerpo, miserable (Nm 21,5).

Si Dios reprueba nuestras quejas no es porque sea picajoso, ni porque sea un acomplejado que fácilmente se siente ofendido en su orgullo. En realidad nuestras quejas no le hacen ningún daño a Dios personalmente. Si Dios reprueba nuestras quejas es porque esas quejas nos hacen mucho daño a nosotros y Dios sólo quiere nuestro bien.

Hay dos textos bíblicos en los cuales se deja ver esto de un modo muy claro.
 La consecuencia de las murmuraciones del pueblo contra Dios en el desierto de Hor fue una plaga de serpientes venenosas que los mordían.
 La víbora ha sido siempre el símbolo de la murmuración. De una persona murmuradora decimos que tiene una lengua viperina.
Pero lo curioso es que las víboras inoculan su veneno a sus víctimas pero ellas son inmunes a su efecto; en cambio, en el caso de los murmuradores, el veneno se ceba en el murmurador antes que en su víctima (Nm 21,4-8).

La murmuración mata la fe del que murmura, su esperanza, su mirada positiva, sus ganas de encontrar un remedio. Por eso la Biblia compara la lengua con toda clase de instrumentos mortíferos: serpiente (Sal 140,4), cuchillo afilado (Sal 52,4), espada de acero (Sal 57,5) y látigo (Si 28,17).

En otro pasaje del mismo libro de los Números, los exploradores regresaron al campamento después de rastrear el país de Canaán al que se dirigían los israelitas. Traían dos noticias: una buena y una mala.
La buena, que el país era muy rico: una tierra maravillosa, que manaba leche y miel y que producía racimos de uvas tan grandes que había que llevarlos entre dos, colgados en una vara.
 La mala, que las ciudades estaban fortificadas con altas murallas y los habitantes del país eran gigantes. “Ante ellos, nos veíamos a nosotros mismos como saltamontes” (Nm 13,33).

Ante este informe, el pueblo comenzó a gritar despavorido y a quejarse contra Dios, deseándose la muerte: “¿Por qué nos ha traído el Señor a esta tierra, para que caigamos a espada y muramos en el desierto?”. Y entonces el Señor dijo a Moisés: “¿Hasta cuándo va a seguir esta comunidad protestando contra mí?” (Nm 14,27).
Todos sus peores temores se van a hacer realidad. Los temores acaban realizándose a sí mismos. Si uno teme que se va a caer, acaba cayéndose. Es el pavor de caer muerto en el desierto el que ineluctablemente acabará por hacernos caer muertos en el desierto.

Por eso al dar cabida en nuestro corazón al espíritu de queja nos arriesgamos a un gran peligro. La queja, por su propia naturaleza, es globalizadora y nos lleva a una visión negativa de toda la realidad.

Una queja concreta comienza a correrse como una mancha de aceite, y lo impregna todo de una mirada negativa y desalentadora. Nos impide ver todos los elementos positivos que hay en la realidad.

 Dicen que no hay que quejarse de Dios por haber puesto espinas en las rosas, sino más bien darle gracias por haber puesto rosas en las espinas.

Normalmente las personas que se quejan de Dios en la oración, suelen pasarse la vida también quejándose de los demás. Encuentran defectos en todo lo que les rodea. De la persona que habla mal de todo el mundo, podemos sospechar que hay algo que no le funciona bien dentro.

 Dice San Juan Crisóstomo: “Cuando la boca de alguien huele mal, es señal de que dentro el hígado o el estómago no funcionan bien. De la misma manera cuando uno usa un lenguaje negativo, es señal de que su corazón está enfermo”.

San Pablo dice a propósito de las quejas de los israelitas en el desierto: “No murmuréis contra Dios como algunos de ellos murmuraron y cayeron bajo el Exterminador” (1 Co 10,10).

La murmuración nos hace caer ante el poder del Exterminador. ¡Qué poder de exterminio tiene en nuestra vida!

Decía Shakespeare que la belleza está en el ojo del que contempla.

Si todo el paisaje que ves a tu alrededor es sucio y gris, piensa si quizás lo que pasa es que deberías lavar los cristales.

Si todo a lo que rodea es sombrío, piensa si no estarás más bien tú mismo proyectando tu propia sombra.

Podríamos preguntarnos de qué color es el mar: ¿azul, plata, gris, negro? En realidad el mar tiene el color del cielo. Cuando el cielo está azul, el mar está azul. Cuando el cielo está negro por la noche, el mar está también negro. Fomentar una visión negativa de la vida sólo conseguirá que nuestra vida se haga aún más sombría.

Entonces, ¿es siempre perjudicial el quejarnos ante Dios? 
Habría que distinguir entre la “queja” y el “quejido”. La queja, la reclamación ácida e intemperante, tiene efectos destructivos, y nunca obtiene un buen resultado.

En cambio Dios siempre nos permite el quejido. El quejido es muy distinto de la queja. Es un lamento, un “ay”, un desahogo.
¿Cómo no se nos va a permitir desahogar ante Dios nuestro sufrimiento?

La Biblia no solo no prohíbe el quejido, sino que nos exhorta a proferirlo. Pero de estos quejidos y de estos salmos de lamentación hablaremos en nuestro próximo capítulo.