9 Suba mi oración hasta ti como el incienso


Suba mi oración hasta ti como el incienso

Los gestos son muy importantes en la oración. Muchas veces un gesto expresa más que mil palabras. Hay veces que nos encontramos tan cansados o confundidos que no podemos articular palabras, y sin embargo podemos comunicarnos con Dios con gestos y signos.

Cuando estés tan cansado, aburrido o distraído, que te sea imposible concentrarte en la oración, expresa tu deseo de orar con un gesto. Enciende, por ejemplo, una vela y quédate mirando su luz cuando arde, póstrate en el suelo, canta una canción o acompáñala con la guitarra, abre tus brazos y levanta tus manos.

En este capítulo vamos a explicar uno de los gestos más universales que expresan la actitud de oración ante Dios. Se trata de quemar incienso. Modernamente también se usan otras plantas aromáticas que despiden un perfume al ser quemadas. En la India se usa el sándalo, y esta costumbre hindú ha influido también a algunos ambientes de nuestra cultura. Puedes obtener unos bastoncitos de diversos olores para quemarlos durante tu oración. De Oriente venía ese incienso que los magos depositaron a los pies de Jesús niño (Mt 2,11), adelantando el momento en que aquella mujer derramaría su perfume sobre la cabeza de Jesús (Mt 26,7).

En el templo de Jerusalén había la costumbre de quemar incienso durante la oración. Había un altar especial para el incienso, hecho de madera de acacia y revestido de planchas de oro (Ex 30,1-3). Estaba situado en el interior del templo, delante del velo que ocultaba el sancta sanctorum. "Aarón quemará en él incienso aromático; lo quemará todas la mañanas, al preparar las lámparas, y lo quemará también cuando al atardecer alimente las lámparas. Será incienso continuo ante YHWH, de generación en generación" (Ex 30,7–8). Precisamente fue mientras estaba ofreciendo el incienso cuando Zacarías tuvo la visión que le anunciaba el nacimiento de su hijo, Juan Bautista (Lc 1,9-10).

El salmo 141, que rezamos en las vísperas de algunos domingos y fiestas, recuerda esta costumbre que había. "Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Sal 141,2). La nubecita de humo perfumado que asciende y las manos que se alzan expresan ese movimiento ascensional del corazón hacia Dios. El catecismo antiguo definía la oración diciendo que consiste en "elevar el corazón a Dios y pedirle mercedes".

Lo de pedir "mercedes" es más aleatorio. La parte más importante y más difícil de la oración consiste en levantar el corazón, porque muchas veces experimentamos que es tremendamente pesado. Ni con todas las fuerzas del mundo podemos despegarlo de la tierra. En esos casos ¡cómo ayudan esos signos de las manos que se alzan o de la nube de incienso que asciende!

Dice el Apocalipsis que los 24 ancianos en el cielo tienen unas copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos (Ap 5,8). Y más adelante se nos habla de un ángel con un badil de oro junto al altar del cielo. "Se le dieron muchos perfumes para que con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono. Y por mano del ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes, con las oraciones de los santos" (Ap 8,3-4).

Cuando este texto habla de las oraciones de los santos mezcladas con el perfume, no se refiere a los santos del cielo, sino a los santos de la tierra, a todos nosotros. El Nuevo Testamento llama a los cristianos "los santos". San Pablo escribe "a los santos que están en Roma" (Rm 1,7), a "los santos que están en Colosas" (Col 1,1). Eran gente normal, no muy distinta de nosotros. Las oraciones que ese ángel presenta ante el trono de Dios son oraciones de gente como nosotros.

Muchas veces dudamos del valor de nuestra oración. ¿Llega a alguna parte? ¿La escucha Dios? ¿Le agrada a Dios? ¿Le importa a Dios? Podemos tener la tentación de pensar que nuestra oración se pierde en un inmenso vacío. A veces nos parece que los cielos están cerrados, que hay una especie de cortina de acero que incomunica el cielo y la tierra, y que nuestra oración no llega a ninguna parte. Nos dan ganas a veces de gritar: "¡Eh! ¿Hay alguien ahí?"

En el bautismo de Jesús los cielos se rasgaron (Mc 1,10) y en el momento de su muerte se rasgó el velo del templo que separaba la mansión de Dios de la morada de los hombres (Mc 15,38). No hay ya ningún velo en el cielo que impida que suban nuestras oraciones, o que penetren "más allá del velo" (Hb 6,20).

En el Deuteronomio Dios amenaza con dar a los hombres "cielos de bronce" (Dt 28,23). Esos cielos de bronce, son cielos que parecen cerrados como si toda comunicación entre el cielo y la tierra estuviese cortada por muro de bronce. Pero en el bautismo de Jesús esos cielos quedaron definitivamente rasgados, y por eso ahora es siempre posible tener acceso al santuario, porque hay un "camino nuevo y vivo inaugurado para nosotros" (Hb 10,20). Jesús le prometió a Natanael y a todos nosotros: "Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre" (Jn 1,51).

Si el cielo está abierto, nuestra pequeña nube de incienso puede subir y llegar hasta la presencia de Dios. Y además es una nube aromática, que agrada a Dios y perfuma su altar. Con una fuerte expresión antropomórfica, el Génesis dice que Dios aspiró el calmante aroma de la oración y el sacrificio de Noé (Gn 8,21). Dios aspira también el aroma de nuestras oraciones. ¡De qué manera tan distinta oraríamos si estuviésemos seguros de nuestra oración agrada a Dios!

Eso es lo que viene a recordarnos la nube de incienso con su dirección ascensional y con su aroma. Pero además, la fragancia de la oración no sólo sube hasta el cielo, sino que también deja la Iglesia perfumada. "La casa se llena de la fragancia del perfume", como aquella sala de la casa de Betania (Jn 12,3).

Mucho después de que el incienso se ha apagado, todavía permanece su aroma en la habitación. Parece como si se pegara a las paredes. Algunos todavía hoy se muestran muy críticos y reticentes con respecto al perfume y al incienso. No es nada nuevo. Ya en el evangelio Judas pensó que era un despilfarro, y que hubiese sido mejor gastarlo en los pobres (Jn 12,5). No entienden ni el culto, ni la liturgia, ni la gratuidad, ni la fiesta

Nos dice San Pablo que somos el buen perfume de Cristo, "olor de vida que lleva a la vida" (2 Co 2,15). ¡Cuánto más perfumada estaría la Iglesia si orásemos más, y si orásemos con la conciencia de que nuestra oración es muy agradable a Dios! Algo se nos pega también a nosotros de ese perfume, que se convierte en testimonio de Cristo.

Pruébalo algún día en tu casa. Quema un poco de incienso en tu rincón de oración, o enciende una varita de sándalo. Mira la nubecita que sube y aspira el perfume. No hace falta que pienses en todo lo que he escrito en este artículo. La contemplación no necesita reflexiones. Se trata sólo de mirar y de aspirar. Verás cómo funciona.

Hoy te presento un responsorio brevísimo pero muy bonito. Es especial para ambientarte al empezar a orar: ayuda a ponerse en la presencia del Señor con sentimientos de profunda fe y devoción. Ante todo revisa su estructura: repetición de la primera frase, engarce de la tercera con la primera. Y la terminación: “Gloria” y primera frase. Es simple.

V. Suba, Señor, a ti mi oración.
R. Suba, Señor, a ti mi oración.

V. Como incienso en tu presencia.
R. A ti mi oración.

V. Gloria al Padre y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Suba, Señor, a ti mi oración.

Hermoso símbolo de tu oración es el incienso, humo aromático que sube de las resinas esparcidas sobre brasas. De tu corazón ardiente de amor sube tu oración al Dios Altísimo que hace tanto por ti, porque te ama, y está dispuesto a escucharte y enviarte el auxilio oportuno. El aroma de tu oración humilde es agradable al Señor que conoce tu interior.