4 - Te alabarán mis labios-Escuela de oración


En el pasado número nos referíamos al grito de guerra, la aclamación del poder de Dios cuando nos sentimos débiles y acobardados ante las dificultades con las que nos tropezamos a nuestro paso.

Ese grito de guerra, que tuvo sus comienzos en el campo de batalla, fue trasladado después a la liturgia del templo de Jerusalén. Cada vez que leamos en los salmos el verbo "aclamar" o el sustantivo "aclamación" podemos estar seguros de que se trata de este clamor acompañado por las trompetas, tal como se practicaba en el templo de Jerusalén. "¡Todos los pueblos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo!" (Sal 47,2). "¡Aclamad a Dios toda la tierra, cantad a la gloria de su nombre!" (Sal 66,1). "¡Aclamad a Dios toda la tierra, estallad en gritos de gozo! ¡Aplaudan los ríos, que los montes griten de gozo!" (Sal 98, 4.8).

Más adelante, en el capítulo 43 nos referiremos específicamente a la música, que era también uno de los elementos más importantes de la alabanza en el Templo y a los distintos instrumentos utilizados en la liturgia. La belleza de esa música y ese canto participado por todos hacía de la liturgia en el templo una experiencia inolvidable. "¡Qué bueno es cantar para nuestro Dios, qué dulce es alabarlo!" (Sal 147,1). "A los corazones rectos les va bien la alabanza. Dad gracias al Señor con el arpa, tocad para él la lira de diez cuerdas; cantadle un canto nuevo, tocad la música más bella en la aclamación" (Sal 33,1-3). "¡Qué bueno es dar gracias a YHWH, y tocar para tu nombre oh Altísimo, anunciar por la mañana tu misericordia, tu fidelidad por la noche, con la lira de diez cuerdas y la cítara, con arpegios del arpa!" (Sal 92,2-4).

Los salmos se refieren repetidamente al "canto nuevo", que según San Agustín solo puede brotar de un corazón nuevo. "Me sacó de la fosa fatal, del charco cenagoso, aseguró mis pasos sobre la roca, y puso en mi boca un cántico nuevo" (Sal 40,3-4). Este canto no brota de nuestros labios espontáneamente. Es un don que recibimos del Señor a través de su Espíritu. Por esta razón es un don que tenemos que pedir con humildad. "Señor, abre mis labios y mi boca cantará tu alabanza" (Sal 51,17).

Dios solicita nuestra alabanza, no como un dictador, ni como una celebridad que necesite estar rodeado de una corte de admiradores que le recuerden continuamente lo maravilloso que es, y satisfacer así su sed de gloria. Como dice C. S. Lewis, Dios demanda nuestra alabanza en el mismo sentido en que una obra de arte demanda nuestra admiración. No apreciarla es perderse una experiencia única.

Los que aprecian la música clásica sienten lástima de los que son sordos o no tienen un buen oído musical. El enamorado se compadece de los que nunca se han enamorado. Al buen lector le dan pena aquellos que nunca han leído un buen libro.

Dios demanda nuestras alabanzas como la suprema bondad y belleza. La alabanza no le añade nada a Dios, pero sí nos añade algo a nosotros. Percibiendo la grandeza de Dios y disfrutándola, el hombre se abre al supremo deleite que le colma en lo profundo de su ser.

La alabanza, según C. S. Lewis se compone de tres elementos: la delectación, la expresión y la invitación, es decir, la capacidad de gozarse en Dios, la expresión de ese gozo, y la invitación a los demás a repetir esta experiencia.

Primeramente la alabanza surge del gozo que suscita en nosotros la grandeza de Dios. "Pon tu gozo en el Señor, y él colmará los deseos de tu corazón" (Sal 37,4). Todo goce se transforma espontáneamente en alabanza. La gente emplea mucho tiempo en alabar las cosas que disfruta, los buenos vinos, los goles espectaculares, el tiempo que hace, la belleza de mujeres y de hombres. Ser capaz de admirar y de disfrutar de las cosas es señal de un espíritu equilibrado y sensible. Los amargados y los resentidos disfrutan menos y alaban menos.

El goce necesita expresarse. No podemos contener nuestros labios (Sal 40,10). Hay un ¡Wuauuu! reprimido en nosotros que se libera cuando los fuegos artificiales caen en una cascada de luz y de color. No se cansa la gente de aplaudir en el auditorio después de una soberbia interpretación de una filarmónica. A veces los aplausos llegan a durar quince minutos. San Ignacio desde la terraza de su casa en Roma derramaba tantas lágrimas de gozo al recitar los salmos, que sus ojos empezaron a debilitarse.

La alabanza no se limita a expresar un sentimiento, sino que viene a completar el gozo, a intensificarlo; es su plena consumación. Porque el placer es incompleto hasta que se ha expresado en palabras o gestos. A menudo esta expresión es casi mecánica, inconsciente y difícil de reprimir.

Cuando el hombre alaba espontáneamente las cosas que admira, está invitando también a los demás a compartir esta admiración y esta alabanza. "¡Ven a ver...!" Al convocar a todo el mundo a alabar a Dios, el salmista no hace sino repetir lo que hacemos nosotros cuando hablamos de las personas que amamos o de las cosas que nos gustan. "Venid a ver todos vosotros, los que teméis a Dios, y os contaré todo lo que ha hecho por mí" (Sal 66,16).

Es una verdadera frustración descubrir un nuevo autor y no tener a nadie con quien compartir esta experiencia. ¡Qué difícil oír un buen chiste y no correr a compartirlo con la primera persona a quien encontramos!

La alabanza a Dios no brota de nuestros labios espontáneamente. Es un don que recibimos del Señor. Por esta razón es un don que tenemos que pedir con humildad. "Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza" (Sal 51,17). Es el Señor mismo quien pone su alabanza en nuestros labios como un don. "Puso en mi boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios" (Sal 40,4).

El mejor comentador de los salmos, San Agustín, ha dado una gran importancia a este tema del canto nuevo. Se pregunta varias veces en qué consiste este canto nuevo. Su respuesta es que sólo un hombre nuevo puede cantar el canto nuevo. La renovación de nuestra liturgia y de nuestra música religiosa sólo vendrá como consecuencia de una renovación del corazón del hombre por la gracia del Espíritu (Comentario al salmo 32, y 149).